—Mi querida, querida niña, ¿qué nos has preparado?
La señora T. llevaba un vaporoso vestido blanco bordado con diminutas rosas de color rosa.
—Son galletas de azúcar con vainas de vainilla —dije—. Decoradas para parecer…
—Hojas. Sí, hojas con forma de corazón como las de la paulonia imperial. Muy apropiado —dijo con una risita.
Esperé que mis galletas no fueran muy literales, después de todo.
—Y esto lo has hecho para… —Me miró con curiosidad.
Balbucí, confusa.
—Para ganar una Hoja de Oro. Me encantaría pasar a la segunda ronda del concurso. —Le ofrecí una tímida sonrisa.
—Ya veo. —Escogió una galleta, la olisqueó delicadamente y le dio un mordisco—. Bueno, no son desagradables. Muy… vainilla.
La sonrisa se endureció en mi rostro como un glaseado de jengibre seco.
—No son exactamente lo que estamos buscando, me temo —dijo la señora T.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Pero…
—Te dije que trajeras algo que te saliera del corazón.
—Estas galletas me han salido del corazón. Me encanta el bosque y ha sido mi inspiración.
—Deja que te diga un secreto. —Se inclinó hacia mí, desprendiendo el débil aroma de las rosas silvestres—. Es importante que al Café de las Horas le vaya bien este verano, Mimi. Sumamente importante —susurró—. Veo que tienes un gran potencial, pero has de trabajar más duro. Quiero que pongas todo lo que tienes en este concurso.
—Pero…
¡No había pensado en otra cosa durante una semana entera! Me había devanado los sesos y me había esforzado al máximo.
—Mimi, Mimi, no te desilusiones. Puedes intentarlo de nuevo para ganar la Hoja de Oro. La próxima vez, ponlo todo de ti en tu creación. Te estoy pidiendo valentía. Y lealtad.
—¿Lealtad? Pero si…
—Vuelve con algo de tu corazón, algo que solo tú en el mundo podrías hacer, y triunfarás. —Se concentró en la hoja de inscripción—. ¡Sam Blake! ¡Eres el siguiente!
Los oídos empezaron a zumbarme mientras cogía mi fuente y me alejaba arrastrando los pies. Los otros niños que aguardaban su veredicto me miraban, y mis hermanos juntaron las cabezas y susurraron. Lo que veía se volvió gris mientras me dejaba caer en la silla más cercana.
Creí que las galletas eran sabrosas. Tenían un aspecto apetitoso y olían dulce y sabían a deliciosa vainilla. Pero mi idea no había sido lo bastante buena. Mi ejecución no había sido lo bastante buena.
Yo no era lo bastante buena.
Los recuerdos de mis mayores fracasos hirvieron en mi cerebro como la leche en la lumbre. Hubo una vez en que le metí un gol a mi propio equipo de fútbol. No era mi intención, pero el balón salió rebotando de mi pierna. Kiera Jones había bramado: «¡Se supone que tienes que chutar a la otra portería!», y me miró como si fuera un gusano que hubiera descubierto en una manzana.
En mi primer y único recital de danza, tropecé y choqué contra la chica que tenía al lado, provocando una reacción en cadena tipo dominó y un apilamiento de bailarinas chillonas con trajes de pollo con plumas.
En mi primer y único recital de clarinete, rechiné como un ganso en época de apareamiento.
Y ahora me enfrentaba a un nuevo fracaso.
Delante de mi hermano y de mis hermanas. Delante de mis amigos. Delante de una cafetería llena hasta los topes.
Henry se acercó enseguida.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Asentí, sin atreverme a hablar por miedo a llorar.
—Estas galletas son preciosas —dijo Jules fieramente—. Esa mujer está loca.
—Te dije que habría mucha competencia —dijo Riya.
—Riya, no es el momento —dijo Henry—. ¿Quieres que te lleve a casa? —me susurró.
—No pasa nada. Mamá y papá estarán al caer. Volved con vuestros amigos. Por favor.
Henry, Riya y Jules volvieron a su mesa, pero eso no hizo que me sintiera mejor. Sobre todo cuando la señora T. entregó una Hoja de Oro a un chico pelirrojo que no tendría más de ocho años.
Mis padres entraron un minuto más tarde.
—¿Cómo ha ido? —preguntó mamá.
Negué con la cabeza.
Kiera se acercó pavoneándose y le dio un apretón de manos a mamá y a papá.
—Señor y señora Mackson, ¡qué alegría verles! —Se volvió hacia mí—. No te desilusiones, Mimi. La señora T. dijo que quería lo mejor de lo mejor, y hoy un montón de niños han sido descartados. —Soltó una risita malvada y blandió su Hoja de Oro una vez más—. Yo he traído unos napoleones gloriosos, ya sabes, los milhojas, o mille-feuilles en francés. ¿A que soy lista? ¡Y le han gustado tanto que se los está sirviendo a los clientes!
Miré fijamente a mamá.
—Vámonos de aquí —dije amargamente.
—Estoy divisando algunas cosas que me gustaría probar —dijo papá mirando de reojo la vitrina con los pasteles.
—Vámonos, Paul. —Mamá lo agarró del brazo.
Papá permitió que mamá lo condujera a la puerta, pero se volvió a mirar los pasteles. Me sonrió de oreja a oreja como si no acabaran de humillarme delante del pueblo entero.
Mientras salíamos del Café de las Horas, me pareció ver un diminuto destello púrpura en sus ojos.
El trayecto de diez minutos a casa se me hizo eterno.
—Estas galletas están de rechupete. —Papá engulló la quinta—. No entiendo por qué no has pasado a la siguiente ronda.
—¿Qué dices que te ha dicho la dueña? —preguntó mamá.
—Que quiere que prepare algo que me salga del corazón —contesté sin entusiasmo. Me enjugué las lágrimas de la cara. Podría haber ganado una Hoja de Oro si papá me hubiese ayudado como solía hacer. ¿Y qué le pasaba en los ojos?
—Papá, ¿te encuentras bien? —pregunté.
—Como nunca, Mimi, como nunca.
Papá alargó la mano para coger otra galleta. Me guiñó el ojo por el espejo retrovisor y sus ojos tenían su color normal. ¿Lo del destello púrpura habría sido imaginación mía?
Cuando finalmente llegamos a casa, me fui directa a mi dormitorio y me quedé mirando un buen rato las paredes color lavanda con las mariposas negras, las estanterías debajo de las ventanas que contenían todos mis libros de cocina y mis revistas de repostería.
Me encantaba la repostería. Pero ¿estaba condenada a hacerla requetemal?
Abrí mi armario y rebusqué en un rincón polvoriento donde había ido guardando zapatillas que me habían quedado pequeñas y cartulinas de sobra para proyectos escolares. Saqué la funda de mi clarinete, que me miraba acusadoramente, y mis viejas zapatillas de danza, todavía lustrosas y sin desgastar. Mis botas de fútbol eran pequeñas y apenas estaban usadas. Quizás fuera buena idea meter ahí dentro mis libros de cocina también.
La biblioteca podría ser un sitio más apropiado para ellos; al menos así alguien podría sacarles mejor partido que yo, alguien que algún día pudiera destacar. Si Kiera Jones y dos críos de ocho años eran capaces de pasar a la segunda ronda del concurso y yo no, es que me estaba engañando a mí misma sobre mis habilidades culinarias. Empecé a hacer una pila con los libros, pero cuando cogí El código del cupcake, no tuve valor de desprenderme de él. Me había inspirado los cupcakes de lavanda y limón, los mejores que había hecho nunca.
Me dejé caer en mi cama para hojearlo una última vez. Sin embargo, no pude concentrarme porque no dejaba de pensar en papá. Los ojos de las personas no se ponían a emitir destellos púrpura de buenas a primeras. ¿Y su apetito sin fondo qué? ¿Necesitaba ir al médico? ¿Había perdido realmente su sentido del gusto de escritor culinario o es que simplemente ya no quería ayudarme a hacer pasteles?
Lo siguiente que recuerdo fueron unos golpes en la puerta que me despertaron. Me senté y me di cuenta de que me había caído la baba encima del libro.
—Adelante —dije. Cerré el libro y me froté los ojos.
Mamá traía dos pequeños cuencos. Miró la pila de libros en el suelo, después se sentó en el borde de la cama y me dio uno de los cuencos.
—Pensé que te apetecería comer algo que no hubieras tenido que cocinar tú.
El cuenco estaba caliente e inhalé su aroma reconfortante. Era kesari bhath, un postre que mamá había aprendido a hacer de su madre, que a su vez había aprendido de la suya en la India, y así ni se sabía durante cuántas generaciones más. Estaba hecho de sémola, azúcar, leche y mantequilla ghee, aderezado con azafrán y cardamomo, y adornado con pasas y anacardos. Probé una cucharada del denso y dorado pudin. Estaba perfecto.
—¿Y los demás qué?
No quería comérmelo todo, sabiendo lo mucho que le gustaba a toda la familia. Especialmente a papá.
—No te preocupes, queda mucho abajo. Pero este es para ti y para mí.
Suspiré y dejé la cuchara.
—No puedo creer que haya fracasado. Otra vez.
Mamá negó con la cabeza y me miró con sus bonitos ojos, tan oscuros que eran casi negros.
—Me gustaría que no te lo tomaras tan a pecho, Mimi. Sé que te has esforzado mucho, pero puedes volver a intentarlo.
—Pero ¿y si fracaso otra vez? ¿Y si fracaso en todo, siempre?
—Lo importante en la vida no es triunfar o fracasar. Lo importante es esforzarse al máximo y amar lo que haces, y ser amable. Me decepcionaría tanto que fueras una pequeña serpiente viperina como esa Kiera Jones. Me da igual cuántas Hojas de Oro gane.
Me quedé boquiabierta. Luego, en contra de mi voluntad, empecé a sonreír, y las risitas burbujearon en mi interior hasta que estallaron en mi boca. A mamá se le contagió la risa y de pronto ninguna de las dos podía parar. Nos reímos hasta que las lágrimas rodaron por nuestras mejillas. Yo no podía recuperar el resuello y mamá se apretaba el estómago. Nos tumbamos en la cama y tragamos aire a bocanadas.
Finalmente, pudimos controlarnos y volvimos a sentarnos.
Mamá me miraba como si yo fuera la única persona en el mundo entero.
—Me recuerdas a mí.
—Pero tú eres buenísima en todo y siempre sabes qué hacer.
Mamá resopló.
—Tú eres mucho mejor cocinera que yo cuando tenía tu edad. No te imaginas lo espantosos que eran mis intentos en la cocina cuando tu padre y yo nos casamos.
—¿De verdad? —reí otra vez.
Asintió.
—Se me quemaron más platos de los que puedo contar y, como no teníamos mucho dinero, nos los teníamos que comer, por muy malos que estuvieran. Y tenía un talento especial para cocer a medias el arroz. Pero no tiré la toalla y leí montones de libros de cocina y pedí recetas a tus dos abuelas. Al final, fui mejorando.
—Eres la mejor cocinera que conozco.
—Y tú eres la mejor repostera que conozco.
—Mamá, ¡no exageres!
—Lo digo en serio. Sigue haciendo pasteles, cielo. Porque te encanta. Con concurso de por medio o no, nadie puede quitarte eso. Y si quieres intentar lo del concurso otra vez, creo que te saldrá de maravilla.
—Gracias, pero no estoy segura de lo que quiero hacer.
—Decidas lo que decidas, me siento orgullosa de ti. Ahora hazme un sitio —dijo mamá.
Apoyamos cojines y mamá se acurrucó a mi lado mientras comíamos. Dejé que la dulzura del azúcar y el ghee, la claridad solar del azafrán y la suave y granulosa textura de la sémola jugaran en mi boca. Era la combinación perfecta de dulce y salado, delicada y arenosa, fragante y apenas un pelín amarga.
Sabía a mi hogar.