La humedad es el mayor enemigo de los merengues, pero puede causar estragos en la crema de mantequilla también. El día siguiente fue el más caluroso del verano y, cuando terminé de adornar con la manga mis cupcakes amarillo pálido de glaseado púrpura, ya estaban empezando a sudar. Había decidido darme un respiro y dejar de pensar en el concurso y dedicarme a hacer pasteles solo por placer. Quería llevarme los cupcakes a mi guarida y dejar que inspiraran mi carta a Emma.
Coloqué dos en mi bolsa especial, la cerré bien y me colgué la mochila a la espalda con un termo de limonada, mi cuaderno y un bolígrafo. Mientras tuviera cuidado y mantuviera el recipiente en horizontal, los cupcakes estarían a salvo.
Llegué a la guarida y me descolgué la mochila. Por costumbre, eché un vistazo por si mi libro de cocina de Trufi Fru, que seguía sin aparecer, asomaba por alguna parte, y algo me llamó la atención. Gateé hasta la otra punta de la lona y lo recogí del suelo.
Era un libro. Pero, a juzgar por el tamaño, no el que yo andaba buscando. Lo saqué a la luz del sol.
El libro era más pequeño que Travesuras y magia, pero mucho más grueso y con la cubierta de piel usada. No tenía un título delante ni tampoco en el lomo. ¿De dónde habría salido? Lo abrí y hojeé sus páginas suaves y traslúcidas, llenas de exquisitos dibujos de hierbas y plantas de vivos colores. Era un catálogo de cada una de las plantas que pudiera imaginar —y muchas de las que nunca había oído hablar— y de todas sus sutilezas de sabor, aroma y uso en la cocina.
¡El no va más de los libros de cocina! No solo enumeraba ingredientes y daba indicaciones para las recetas, sino que también explicaba para qué era bueno cada ingrediente. Me senté en el suelo y pasé las páginas desde el principio. Una imagen de flores azul claro me llamó la atención: «Aciano —rezaba la entrada—, para aliviar la discordia y los conflictos». Sería genial espolvorearlo sobre unos panqueques para Jules y Riya. Junto a una fotografía de pequeñas semillas verdes y oblongas, leí: «Hinojo, para promover la fortaleza y curar». ¡Fascinante! A continuación venía un dibujo de tamaño natural de unos pétalos diminutos sobre flores verticales: «La lavanda trae buena suerte y…».
Levanté la cabeza. Ahí estaba… una melodía melancólica, una pregunta que se repetía.
¡La canción!
Metí el libro en la mochila, me la colgué a la espalda y seguí la música de ensueño bosque adentro. Caminé deprisa —primero por el sendero y luego fuera de él— durante un buen rato. La canción sonaba cada vez más fuerte y a cada pocos pasos pensé que encontraría a quien (o lo que) fuera que estuviera tocando la música. Pero entonces, como si el compositor pudiera leerme el pensamiento, la canción paró.
Los árboles se apiñaban con su tupido follaje. Insectos de vivos colores zumbaban en el aire húmedo. Había llegado a una parte del bosque que nunca había visto. Delante de mí se extendía un estanque amplio y desconocido. ¿Cómo podía ser? Emma y yo habíamos explorado cada recoveco de sus treinta acres en los últimos años y, si hubiéramos estado aquí antes, lo recordaría seguro.
De repente oí un resoplido a mi izquierda que me sobresaltó. Miré pero no vi nada. A continuación unos fuertes pisotones (¿de pezuñas?) retumbaron más cerca. Escudriñé los árboles a mi alrededor: nada de nada. Sin embargo, a medida que los sonidos se hacían más claros, sentí que algo grande y peludo atravesaba las hojas y los helechos cercanos.
Corrí. No era un perro del vecindario. Me volví a mirar y entreví el destello de un colmillo blanco y unos ojillos redondos relucientes.
Era un jabalí.
El primo salvaje y peludo del cerdo, pero mucho más malvado.
¡Era imposible! Los jabalíes no vivían en estos bosques.
Salí corriendo. Esquivé los árboles a toda prisa procurando no tropezar. Una punzada dolorosa me atenazaba el costado y el sudor me nublaba la vista.
Por poco casi choco contra un árbol enorme. Tenía un tronco central gigante y ramas que llegaban al suelo y se convertían en troncos más pequeños, como dedos nudosos que se hundieran en el suelo. Me apresuré a trepar, pero no encontré un punto de apoyo. El jabalí se acercaba por segundos.
—¡Auxilio! —grité presa del pánico.
Una mano salió del árbol. Era la mano de un niño, con la piel bronceada por el sol, pegada a un brazo que desaparecía entre las hojas del árbol. La mano se abrió, como una invitación.
Así que la cogí.
La mano asió la mía con sorprendente fuerza y me aupó. Me enganché a la primera rama que pude alcanzar y apoyé los pies en el enorme tronco del árbol para trepar por él mientras sentía en mis tobillos el aliento caliente del jabalí. Finalmente, la mano me soltó y desapareció en las ramas más altas. Yo notaba que alguien se movía por encima de mí, pero tenía que mantener la cabeza gacha para evitar que las hojas me arañaran la cara.
—Aquí arriba hay una rama grande donde puedes sentarte —dijo una voz amortiguada. Después de trepar durante varios minutos, llegué a una rama larga y me aupé para sentarme encima. Y entonces vi a quién pertenecían la mano, el brazo y la voz.
Era un chico. Parecía de mi edad más o menos. Tenía la piel marrón y el pelo negro ondulado que le rozaba el cuello de la camiseta. Se sentó en la rama con las manos delante, dispuesto a equilibrarme en caso de que yo lo necesitara. Crucé mis temblorosas piernas en la rama del árbol. Luego miré al chico a la cara.
Tenía los ojos más inusuales que había visto en mi vida. Eran marrón claro, con destellos dorados en el centro, como rayos de sol a través de la miel.
Me ofreció una sonrisa y me observó hasta cerciorarse de que yo mantenía el equilibrio. Entonces relajó los brazos y se recostó en el enorme tronco del árbol.
—¿Te encuentras bien?
Miré abajo; no podía ver el suelo, pero seguía oyendo los resoplidos, combinados con ocasionales chillidos.
—Oh, Dios mío, es un JABALÍ —dije—. ¿Crees que puede subir aquí arriba? —Me obligué a respirar más pausadamente.
—No, porque a mí me ha perseguido hasta aquí hace un rato.
—Pues menos mal que lo ha hecho, porque, si no, no habrías podido salvarme de que me devorara.
—De donde yo vengo, los jabalíes no suelen comer personas. Son más un fastidio que otra cosa —dijo el chico—, pero esos colmillos sí que parecen afilados.
—Pero ¿qué hace aquí un jabalí? ¡No hay jabalíes en Massachusetts! Lo más fiero que he visto en este bosque es una marta pescadora.
El chico se encogió de hombros.
—No lo sé. No había estado en este bosque hasta hace una semana.
—Bueno, pues gracias por echarme una mano. —¿Por qué no estaba más aterrorizado?—. Me llamo Mimi.
—Yo Vik. —Sonrió—. Y de nada.
Ahora que estaba a salvo, pude fijarme finalmente en el árbol en el que estábamos sentados. Extendía sus enormes ramas retorcidas tan a lo ancho que no había otros árboles en al menos veinte metros a la redonda. Sus hojas eran enormes, ovales, lustrosas y de un verde dorado. Y cuando pasé los dedos por la corteza me pareció más vivo que cualquier otro árbol que hubiese tocado, como si pudiera sentir su respiración.
—¿Qué clase de árbol es este?
—Un baniano —dijo Vik.
Negué con la cabeza.
—Nunca había visto uno igual.
—Dicen que el baniano es un árbol sagrado. Cada una de sus ramas puede arraigar y formar un nuevo árbol. —Dio un golpecito a una rama—. Este árbol es inmortal.
—Asombroso —dije—. ¿De dónde eres? No te he visto en el colegio.
—Nací en la India y he vivido en montones de sitios, pero ahora mismo me quedo a pasar el verano con mi anciana tía Tanya, que vive en la linde del bosque.
—Bienvenido a Comity —dije.
—Una ciudad encantadora. Un bosque maravilloso. Y comida riquísima —dijo Vik.
¡Qué bien que alguien más se hubiera dado cuenta!
—¿Cuáles son tus sitios preferidos?
—Ronaldo’s y Deli-shush, la sandwichería. Me encantaría conseguir su receta del pan de cosecha y hacerla yo.
Lo miré pasmada.
—¿Tú horneas?
Asintió con la cabeza.
—Cocino también, pero prefiero el pan y los dulces.
¡Aquello era demasiado bueno para ser cierto!
—¿Has estado en el Café de las Horas? ¿Vas a participar en su concurso?
Hizo una pausa y luego negó con la cabeza.
—Nada de concursos para mí. Demasiado lío.
—Yo sí —dije—. Estoy intentando averiguar cómo llegar a la segunda ronda.
—Buena suerte —dijo Vik.
—Me gustaría ser pastelera profesional algún día. Una pastelera profesional famosa, como mi ídolo, Trufi Fru.
Me quité la mochila y la apoyé en la rama de enfrente.
Vik arrancó una hoja del árbol y la examinó.
—Yo solo quiero ser una persona —dijo.
—¿Qué?
Vik se echó a reír.
—Me refiero a una persona normal. Mi… mi tía es famosa… en nuestro país.
—¿Te refieres a la India?
—Nací en la India, pero ahora vivo en Lemuria.
—Nunca he oído hablar de ese sitio.
—Es una isla bonita pero muy pequeña del Pacífico —dijo Vik—. Allí la tía Tanya es una celebridad. De la realeza, incluso.
—Eso suena glamuroso.
—Menos de lo que piensas —dijo Vik con una risa cansada—. Siempre estamos viajando: a Europa, a Asia, a América. Por todo el mundo. Tiene intereses comerciales en todas partes. Puede resultar agotador.
Eso sonaba a la clase de agotamiento que yo podría disfrutar.
—Nosotros no hacemos muchos viajes a lugares a los que no podemos llegar en coche —dije—. Tengo un hermano y dos hermanas, y es supercaro para seis personas ir a cualquier sitio. Me encantaría volver a visitar la India.
Hacía cinco años de la última vez que habíamos ido a visitar a parientes de mamá y me moría de ganas de volver.
—La India es bonita —convino Vik—. Y…
—¡La comida es increíble! —exclamamos ambos.
—Oye, ¿has dicho que te gustaba Trufi Fru? Yo también soy fan suyo —dijo Vik—. ¿Has estado en su pastelería en Nueva York?
Balanceé las piernas hacia delante y atrás.
—Sí, fuimos el año pasado y me comí un pavlova de calabaza que estaba para chuparse los dedos.
Había sido uno de los mejores días de mi vida.
—Me encanta un buen merengue —dijo Vik. Se inclinó hacia mí—, pero nunca he probado uno de calabaza. Me pregunto cómo conseguirá que la calabaza no aplaste las claras de huevo.
¡Este chico era todo un experto en repostería!
—Sí, yo también me lo pregunté, pero nunca ha publicado esa receta.
Se hizo un silencio breve. Un azulejo llamó a su pareja y yo recordé qué me había traído al bosque.
—¿Has oído una canción que sonaba hace un ratito?
Tenía que haberla oído. ¿La habría imaginado, como había imaginado el extraño destello púrpura en los ojos de papá?
—¿Qué canción?
Silbé la melodía. Si Vik la había oído, quizás pudiera ayudarme a descubrir qué la entonaba. ¿Un ave rara? ¿Un extraño lagarto? O quizás algo que jamás hubiera imaginado siquiera. En la copa de un baniano, a salvo de un jabalí que resoplaba, todo parecía posible.
—¡Oh! —Se le iluminó el rostro—. Era yo.
—¿La silbabas tú?
—No, la tocaba… así.
En un abrir y cerrar de ojos se sacó de la mochila un caramillo de madera y, en perfecto equilibrio sobre la rama, tocó la melodía que yo había oído.
El corazón se me infló como un clafoutis en el horno. Así que esta era la respuesta que había estado buscando desde que había oído por primera vez las notas de la canción. Un chico. ¡En un árbol! Era como estar dentro de un cuento que Emma y yo hubiéramos inventado.
—¡Llevo oyendo trozos de esa canción desde el principio del verano! ¿La has escrito tú? —le pregunté.
—No, es una antigua canción familiar. La toco para hacerme compañía. Y para recordar de dónde vengo.
—Pues me encanta —dije—. No puedo sacármela de la cabeza.
—Te la puedo enseñar si quieres.
Negué con la cabeza.
—No soy músico. Me basta con saber finalmente de dónde viene la canción. Además, será mejor que nos comamos esto antes de que se derrita. Para celebrar que nos hemos librado de unos colmillos afilados. —Cogí mi mochila y saqué la bolsa.
—¡Oh! —dijo Vik—. Cupcakes.
Pareció tan malhumorado como yo cuando la abuela Kate servía col estofada.
—Los he hecho yo.
Le di uno. Solo estaba ligeramente aplastado; la bolsa había cumplido su objetivo. Vik lo aceptó a regañadientes.
—Estoy un poco harto de los dulces. —Le quitó el envoltorio y le dio un mordisquito.
—Me encantaría conocer tu opinión. Me gusta probar combinaciones inusuales de ingredientes, como…
—¿Lo has hecho tú? —Vik me miró muy serio.
—Sí —dije tímidamente—. ¿Está muy raro? ¡Sabía que no tenía que haber añadido la ralladura de limón extra!
—Está impresionante. ¡Uau! Nunca había probado nada igual. Limón y… arándanos, ¿verdad? No, espera… moras, creo. Y… ¿lavanda? Lavanda para… ¿la emoción? Creo que hay un antiguo dicho: que la lavanda es buena para algo así.
Eso me sonaba.
—Un segundo. —Saqué el libro de mi mochila y lo hojeé desde el principio otra vez—. Esto no sigue un orden alfabético, ni ningún orden de ningún tipo. Ah, aquí está. «La lavanda trae buena suerte y aventuras a quienes deciden usarla» —dije—. Tenías razón.
—¿Qué libro es ese? —preguntó Vik—. Parece antiguo.
—Acabo de encontrarlo. Tiene un montón de dibujos y descripciones de hierbas y especias.
—¡Qué chulo! ¿Puedo echarle un vistazo!
Le di el libro y se pasó los siguientes minutos hojeándolo, pero luego siguió comiéndose el cupcake.
—Me encanta. Es muy diferente de las cosas sosas de siempre que la gente prepara. Aunque… —Dio otro mordisco—. Tengo una sugerencia. —Estudió el cupcake—. El pastel es ligero, esponjoso y complejo, y el glaseado cremoso y ácido lo complementa de maravilla. Estaría más bueno aún con una guarnición comestible, como una hoja de menta confitada. —Dio otro mordisco—. O una violeta confitada —añadió con la boca medio llena—. Eso sería delicioso.
Me quedé boquiabierta, tenía razón. ¡Estaría delicioso! Yo había pensado en aderezarlos con moras frescas y con un punto ácido, pero sus sugerencias eran mucho más elegantes. Este niño no debería andar por los árboles; debería estar trabajando en un restaurante. O una pastelería. O escribiendo reseñas para un periódico.
—Es el mejor cupcake que he comido jamás. Perdona por mi reacción inicial; he probado un número sorprendente de postres realmente malos últimamente. —Su mirada se desvió furtivamente hacia el otro cupcake—. Deberías comerte el tuyo.
—Vale.
¡Mi cupcake había transformado su mal humor en aturdimiento en cuestión de minutos! Reí y aparté el envoltorio.
—Ahora, cuéntame una historia —dijo Vik con ojos centelleantes.
—¿A qué te refieres?
—La historia de cómo te inventaste este delicioso cupcake. Sé que la tienes. —Se terminó su pastel y me miró con expectación.
Di un mordisco y me quedé pensativa. Trufi Fru tenía una historia para cada receta de su libro: qué le inspiraba a preparar un dulce, o cómo lo disfrutaba con sus seres queridos. Me aclaré la garganta.
—La primera vez que lo hice fue el año pasado, para el cumpleaños de mi amiga Emma. Vive… Bueno, vivía, en la casa de al lado, y hemos sido las mejores amigas desde antes de que pudiéramos caminar. Su color favorito es el amarillo. Es una persona risueña, le encantan los chistes y solíamos reírnos juntas todos los días. Mi color favorito es el púrpura, así que pensé cómo podía combinarlos los dos. Y tenía toda esa lavanda en mi jardín suplicando que la usaran, así que lo combiné todo y… este es el resultado.
Vik cerró los ojos.
—Ya veo. Pero… ¿le pasó algo a tu amiga?
—Se mudó a Australia hace un par de semanas.
Vik volvió a abrir los ojos.
—Se nota en tu dulce: lo buena amiga que era y lo mucho que la echas de menos.
Sin palabras una vez más, miré fijamente el cupcake en mi mano. Le di otro mordisco y mastiqué despacio. ¿Podía alguien notar el sabor de la amistad?
—Deberías participar en el concurso sin dudarlo —dije—. Sabes muchísimo.
Vik negó con la cabeza.
—Me gusta hacer pasteles porque lo paso bien. No necesito que nadie me dé un premio por eso.
—Supongo que te da igual porque ya has ganado un puñado de premios. Yo nunca he ganado nada, jamás.
Vik volvió a hojear el libro mientras yo seguía comiéndome mi cupcake.
—¿Sabías que hay cuentos en el libro? —preguntó.
—No, lo he encontrado justo antes de oír tu canción y no he tenido tiempo de leer mucho.
Pasó varias páginas del libro y luego se detuvo.
—Aquí hay uno chulo —dijo—. ¿Quieres oírlo?
—Adelante. —Ajusté mi asiento en la rama—. Emma y yo nos contábamos cuentos todo el tiempo.
Vik se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó sobre el libro.
—Érase una vez una niña con flores en el pelo. Las flores eran lo que ella conocía y amaba. Se ocupaba de su jardín y plantó flores más allá de toda imaginación, de colores llamativos y brillantes, y de colores tenues y suaves. Pero sentía que nadie la entendía realmente. —Su voz era baja y agradable, y me imaginaba muy bien a la niña del cuento, como si estuviera sentada en el árbol con nosotros—. Y entonces la niña conoció a la Reina de los Bosques, la Reina de la Naturaleza, que sabe los más hondos deseos de cualquier persona.
Los ojos de Vik centellearon a la luz del sol que se filtraba entre las hojas doradas.
—Para formar parte de la Corte, la niña tenía que entregar algo digno de la reina. Le ofreció la Flor del Amor, que tenía vides y pétalos que teñían de púrpura la herida del amor. Y la reina se sintió complacida, pero pidió algo más.
»Después le ofreció la Hierba del Refresco, que tenía capullos blancos minúsculos y hojas azul verdosas que restituían los sentidos y aclaraban la confusión. Y la reina se sintió complacida, pero seguía pidiendo algo más.
»Así que una noche estrellada, cuando la luna estaba llena, la niña le presentó a la reina una obra que había salido de su corazón: una flor rosa perfecta que se asemejaba a un hada del bosque diminuta. Era algo que solo ella en el mundo entero podría haber forjado. Y la reina le regaló a la niña una pala de madera de sauce sin igual para alentar a las raíces frágiles a abrirse camino. Y así es como la niña fue recibida en la Corte de la Naturaleza y sigue residiendo allí, al cuidado de jardines sin fin que nunca dejan de deleitar.
Reinaba el silencio; era como si el bosque entero se hubiera detenido para escuchar el cuento.
—Es precioso —dije. Me terminé el cupcake y me lamí el glaseado ácido de los dedos—. Una obra salida de su corazón. ¡Y la reina le hizo un regalo especial para ayudarla con el jardín! Me pregunto si sería mágico.
—Probablemente. —Vik cerró el libro—. Apuesto a que no habría convertido en maestro jardinero a cualquiera, sino que era la herramienta perfecta para la niña.
«Qué herramienta me daría a mí la reina? —me pregunté—. ¿Una batidora? ¿Una espátula?»
Eché un vistazo a mi reloj. Se estaba haciendo tarde y le había prometido a mamá que la ayudaría con la cena. Pero no quería irme. Pensé por un momento. A mamá le alegraría que ya hubiese hecho un amigo este verano. No creí que le importara. Y, además, sería divertido tener a alguien de mi edad con quien hablar.
—¿Quieres venir conmigo a casa? Vienen unos amigos a cenar. ¿Le parecerá bien a tu tía Tanya?
—Me encantaría —dijo Vik—. Con tal de que vuelva a casa antes del anochecer no creo que pase nada.
Guardé la bolsa de los cupcakes y el libro y cargué la mochila a la espalda. Miré abajo y dudé.
—¿Crees que es seguro?
Los resoplidos habían parado, pero ¿quién sabía si el jabalí se había ido de verdad?
—Sí —dijo Vik, y se puso a bajar del árbol.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—Es fácil. Nos hemos comido tus cupcakes de lavanda, ¿te acuerdas? La lavanda es para la buena suerte.
Cuando emprendimos el camino de vuelta a casa, encontré una piedra grande y la cogí.
Por si acaso.