Cada árbol parecía más frondoso, cada flor más reluciente y cada aroma fugaz me llevaba aquí y allá antes de desvanecerse en el aire húmedo. Yo sabía que teníamos que darnos prisa por volver a casa, sobre todo porque el jabalí podía andar merodeando cerca, pero era inevitable demorarnos en el sendero.
Llegamos a un claro y nos paramos. Las parras verde oscuro de hojas oblongas y flores púrpuras crecían por doquier en parejas: bajo nuestros pies, en torno a los troncos de los árboles y los pequeños arbustos, en un círculo de nueve metros como mínimo. Insectos gordos de ojos verdes zumbaban perezosamente alrededor de las flores. Una fragancia intensa y exuberante colmaba el ambiente.
—¡Madreselva!
Arranqué un par de flores y me paré un momento a observar los pétalos violeta oscuro que se difuminaban en lavanda y luego en blanco en su base. Me llevé uno a la nariz y lo olí. Mis primos tenían una parra como esta en su casa de la India. Pero aquellas flores eran gigantes, cada una tan grande como la palma de mi mano.
Pellizqué la campana verde que contenía los pétalos, saqué el pequeño estigma que quedaba a la vista y probé la gotita de néctar que relucía al final. El dulzor estalló en mi boca. Vik hizo lo mismo y me sonrió de oreja a oreja.
Un tiempo después, cuando me di cuenta de que estaba compitiendo por las flores con un colibrí de aspecto irritado, decidí que era hora de parar. Tuve una idea.
—¿Me ayudas?
Vik y yo reunimos un puñado de flores, las echamos dentro de mi mochila y corrimos el resto del camino a casa. Mamá se afanaba en la cocina.
—¡Mimi! Ya estás aquí —dijo mientras se secaba las manos con un paño de cocina—. ¿Quién es este chico?
—Soy Vik. —Juntó las manos e hizo una reverencia—. Un placer conocerla.
—Namaskar, Vik —dijo mamá juntando las manos.
—Vik ha venido a pasar el verano. Ha viajado por todo el mundo —dije.
—¿Eres de la India?
Vik asintió.
—En origen, sí. Mi familia es de un pueblecito en Tamil Nadu, que no queda lejos de la frontera con Karnataka.
Mamá enarcó las cejas.
—La mía también. ¿De dónde eres tú?
Traté de hacerle señas a mamá para que no acaparara a Vik, pero no me prestaba atención.
—De Kothur —dijo Vik.
—¡Asombroso! Nuestros ancestros vienen del mismo lugar. Mi familia se mudó a Bangalore en tiempos de mis abuelos, pero…
—Mamá —dije.
Ella guiñó un ojo y sonrió.
—En cualquier caso, espero que te quedes a cenar. He hecho algunos platos típicos.
—Me encantaría —dijo Vik.
—¿Podemos ayudar? —pregunté.
—Gracias, corazón, pero ya está todo hecho. De postre tenemos sandía y queda un poco de kulfi en el congelador.
—Vamos a hacer algo con esto que hemos encontrado en el bosque.
Abrí la cremallera de mi mochila y saqué unas pocas flores. Olían lo bastante dulce como para provocar caries.
—¡Madreselva! Qué maravilla. Y, ¡uau!, son las flores más grandes que he visto en mi vida. —Mamá cogió una y probó el néctar como una experta—. ¿Necesitáis ayuda?
—No, solo vamos a experimentar.
—Vale, cielo. Pues entonces voy a contestar unos correos electrónicos, pero vuelvo enseguida.
Mamá me dio un beso en el cogote y subió las escaleras.
Vik y yo nos pusimos a la faena.
Precalenté el horno, saqué un libro de cocina, El mundo de las galletas, y reuní los ingredientes: harina, mantequilla, azúcar, sal, levadura, miel y canela.
—Voy a tomar como base una receta de galletas de miel —le dije a Vik mientras hojeaba el libro en busca de la receta—. ¿Qué más crees que le irían bien?
—¿Qué te parecen unas nueces? —preguntó Vik. Cogí un puñado, las tostamos en una sartén y luego las desmenuzamos.
Después de experimentar un poco, llenamos una taza de medir con agua caliente y disolvimos el néctar de madreselva removiendo los tallos.
Cuando terminamos de infusionar con todas las flores, probé el líquido dorado; era dulce y oloroso. Sin embargo, la cantidad de la solución era escasa; tendríamos que hacer una hornada muy pequeña si queríamos que se apreciara la madreselva.
Dosificamos los ingredientes secos y Vik mezcló un pellizco de clavo molido mientras yo reblandecía la mantequilla hasta formar una crema con el azúcar y luego añadía miel. Vertimos el néctar de madreselva y lo mezclamos con todos los ingredientes. Vik y yo probamos la masa: era dulce y especiada, con los sabores en perfecta armonía.
—Nos han salido riquísimas, van a causar problemas —dijo Vik.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Que la gente se peleará por comérselas.
—¡Ja!
Cerré los ojos. No quería enfrentarme a una noche de Riya y Jules rivalizando entre ellas y de Fletcher portándose mal con Cole. «Ojalá las galletas hicieran que la gente se quisiera, que fuera dulce y cariñosa. Nada de riñas entre hermanas, nada de chicos malos.»
Hicimos pelotitas con las manos, las bañamos en azúcar extrafino, las colocamos en una bandeja forrada de papel para hornear, la metimos en el horno y pusimos el temporizador. Cogí un cuaderno y un bolígrafo y escribí la receta antes de que se me olvidara. Si las galletas salían tan bien como pensaba, haría algunas más y se las llevaría a la señora T. En el tema de repostería, Vik había hecho más por ayudarme en unas cuantas horas que papá en toda una semana.
—Veamos, Mimi, con respecto a esas deliciosas galletas de madreselva —dijo Vik imitando a Trufi Fru a la perfección. ¡Era un fan!—, cuéntame la historia que hay detrás de ellas.
—Bueno, vale, chef Fru, será un placer —dije.
—Por favor, llámame Trufi —dijo Vik.
Solté una risita.
—Pues verás, Trufi, mi amigo Vik y yo encontramos esta preciosa madreselva en el bosque, y me inspiró para repensar en mis galletas de miel. Vik tuvo la genial idea de añadir nueces y clavo para que los sabores más amargos y especiados potenciaran el dulzor de la miel y lo áspero de la madreselva.
—¿Sí? Soy todo oídos —dijo Trufi-Vik. Apoyó la barbilla en las manos y me miró fijamente.
—Mi deseo era que las galletas dulces inspirasen a las personas a ser más cariñosas y amables entre ellas y así fue. Tuvimos la cena más agradable que recordamos en casa.
—¿Galletas por la paz mundial? Eso es todo un logro para una persona tan joven —dijo Trufi-Vik.
—Lo intento —añadí con una leve reverencia.
—Una mente brillante como la tuya me sería de ayuda. ¿Te gustaría que trabajáramos juntos? Podrías ser la estrella invitada en mi programa y podríamos escribir juntos un libro de cocina. Podríamos hacer una gira mundial y demostraciones culinarias.
—Eso sería un sueño hecho realidad, chef Fru —dije. Luego suspiré—. Olvídate de conocer a Trufi Fru. Primero tengo que pensar en cómo pasar a la segunda ronda del concurso del Café de las Horas.
—Eres una repostera fantástica, no hay duda. ¿Dónde está el problema?
—No se me ocurre un postre que encaje con el tema de las hojas.
Vik resopló.
—Vaya, qué tema más raro, sí.
—¿Verdad? Desde luego, mis galletas dulces con forma de hoja no gustaron.
—Puede que estés dándole demasiadas vueltas. Haz lo que te guste hacer y después piensa cómo encaja con las hojas.
—Puede —dije.
El temporizador sonó y eché un vistazo por la puerta del horno. Las galletas estaban en su punto.
Saqué la bandeja y la dejé en la encimera. Las galletas se habían dorado y olían a especias, con una sutil nota florida a madreselva.
—¡Qué lástima que no tuviéramos más madreselva! —dijo Vik—. Solo una docena de galletas. Pero huelen muy bien.
—Prueba una —dije.
Pero en eso papá entró en la cocina, escudriñando la encimera en busca de algún tentempié.
Me planté delante de las galletas, ocultándolas de su vista, hasta que cogió un bote de cacahuetes y salió.
Mamá entró en la cocina.
—¿Listos para la cena? —preguntó.
Vik y yo pusimos la mesa mientras los demás iban llegando poco a poco. Cole y Fletcher habían venido, pero, desafortunadamente para Henry, Lily no había podido. Los chicos mayores nos saludaron a Vik y a mí y luego se dedicaron a ignorarnos por completo. Se sentaron a un extremo de la mesa mientras que Vik y yo nos sentábamos al otro, carcajeándonos de papá, que no se cansaba de comer cacahuetes, mientras mamá daba los últimos toques en la cocina.
—Riya, podrías ayudarnos a coreografiar algunas de las escenas más complicadas de la obra. Tienes muy buen ojo para el movimiento. Es increíble lo difícil que es una parte del reparto.
Fletcher se alborotó el cabello y miró a Riya cohibido.
—Dudo que me necesitéis. Vuestro director es buenísimo —dijo Riya riendo.
Henry frunció el ceño.
—Sí, no compliques las cosas.
—¿Qué tal tu verano, Cole? ¿Sigues trabajando en la robótica? —preguntó Jules con una extraña voz aflautada.
—Sí —dijo Cole mirando a la mesa y después a Riya.
—¿Robots? Qué gracioso, Cory —dijo Fletcher.
—Se llama Cole. ¡Deja de hacer la puñeta! —espetó Jules.
—Jules, relax. —Riya se concentró de nuevo en su teléfono.
—¿Relax? —balbució Jules—. ¿Por qué no…?
—Listo —dijo mamá.
Se me hizo la boca agua cuando dejó en la mesa una sopera a rebosar de humeante kothu chapati. Era un plato delicioso a base de pan de pita indio (chapati) rebanado y desmenuzado, ajo, jengibre, verdura, especias y, esta noche, el famoso curri de pollo de mamá. El pan desmenuzado se parecía a los fideos, crujiente en los extremos y muy sabroso por la salsa que lo bañaba.
—¿Me ayuda alguien a traer el resto?
Henry y yo fuimos a la cocina con mamá y volvimos con judías verdes con coco, arroz al limón y una ensalada llamada kosambari, a base de pepino, tomate y dal reblandecido. Riya y Jules seguían riñendo, pero se calmaron cuando mamá apareció con un cuenco de cremoso yogur casero.
—Parece delicioso —le dijo Vik a mamá—. Muchísimas gracias por invitarme a vuestra mesa.
—El placer es nuestro —dijo mamá—. Siempre nos gusta recibir a nuevos amigos a nuestra mesa.
Mamá me guiñó un ojo y yo le devolví el guiño.
Finalmente había llegado el momento de meterle mano a la comida. Todo el mundo se pasaba los cuencos hasta que se produjo un atasco delante de papá, que se había servido casi la mitad del kothu chapati.
—Papá, ¿puedes pasar el cuenco? —pregunté. Él frunció el ceño y se lo pasó a Henry.
Era mi comida favorita. Las rebanadas de pan estaban llenas de verdura y pollo tierno, salado y fibroso, y la cantidad de especias perfecta. Las judías verdes estaban dulces, con estallidos de sabor acre por las semillas de mostaza negra, y complementaban el arroz al limón. La ensalada y el yogur lo refrescaban todo.
Todo el mundo se llenó el plato y se atiborró de comida. Henry y Fletcher charlaban sobre la obra de teatro. Riya se atusó el pelo y se levantó para dar una vuelta o pasearse por la cocina para traer servilletas y servirse otro vaso de agua. Jules, queriendo imitar a Riya, intentó atusarse el pelo, pero no consiguió el mismo efecto porque llevaba coleta y, cuando quiso pasearse, pareció más bien un pato mareado. Cole masticaba despacio y miraba de reojo a Riya de vez en cuando. Vik se sirvió raciones de todo por segunda vez.
—Es como estar en casa —dijo con una mirada melancólica.
Yo había apurado la exquisitez de mi plato cuando papá empezó a toser. Al principio nadie le hizo caso, pero cuando no paró, ocho pares de ojos se volvieron hacia él. Papá se puso colorado y empezó a moquear, y se formaron perlas de sudor en su frente.
—Paul, ¿te encuentras bien? —preguntó mamá.
Papá le quitó importancia con un gesto de la mano y dio un sorbo de agua. Todo el mundo siguió comiendo.
Volví a pensar en el concurso. ¿Y si hacía una hornada de macarrones con forma de hoja? El teléfono de mamá sonó y me dio un apretón en el hombro antes de salir del comedor para contestar.
Entonces miré a papá.
Tenía la cara colorada tirando a violeta. Parecía que intentaba sonreír, pero pronto su expresión se torció en un mohín y empezó a mover la cabeza. No emitía ningún ruido. Se levantó bruscamente, volcando la silla, y se llevó las manos a la garganta.
—¡Se está ahogando! —grité. Me levanté, tirando al suelo mi silla—. ¡Ayuda!
Se me enfrió el cuerpo y me pareció que a mí también me faltaba el aire.
Cole y Fletcher no movieron un músculo. Riya se quedó paralizada con el tenedor a medio camino de su boca como si la hubieran convertido en piedra. Jules salió corriendo del comedor. Henry dio un respingo, pero Vik ya había corrido para ponerse detrás de papá y rodearle la cintura con los brazos. Con las manos firmes, cerró el puño y lo envolvió con la otra mano y a continuación apretó con fuerza el ombligo de papá. Un apretón, y luego otro.
No ocurrió nada. A papá se le saltaban los ojos. Contuve la respiración y sentí que la cabeza iba a estallarme.
Al tercer intento de Vik, papá tosió una bola de comida y se agachó apoyando las manos en los muslos, respirando hondo varias veces. Papá se llevó las manos a la cara durante un rato mientras jadeaba y tosía como un demonio. Jules irrumpió en el comedor con mamá.
—¡Paul!
—Estoy bien —dijo con voz entrecortada entre toses. Jules lo miró boquiabierta. Mamá corrió hacia papá y le acarició la espalda mientras Vik volvía a su sitio.
Una vez que se hizo evidente que estaba bien, mamá habló.
—Vik, no sé cómo darte las gracias. —Las lágrimas corrían por sus mejillas—. Le has salvado la vida a Paul.
Papá asintió con la cabeza, buscando apoyo en la mesa.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó Henry.
—No es nada —dijo Vik sin mirar a Henry.
—Bueno, para nosotros es mucho —dijo Henry. Riya y Jules asintieron.
Yo abrí la boca, pero no supe qué decir.