10 Un tiempecillo para el tomillo

A la mañana siguiente, me desperté y fui directa al jardín de hierbas. Arranqué unas pocas hojas minúsculas de un tallo y las aplasté entre los dedos para que soltaran su potente aroma.

¡Hojas! Le había dicho a la señora T. que me encantaba sazonar mis creaciones con hierbas y especias inusuales, pero lo único que le había dado era una pila de galletas de vainilla sosas. ¡No era de extrañar que no la hubiera impresionado! ¿Y qué son las hierbas sino hojas? Corté más tallos de tomillo y entré en casa en un pispás. Sabía lo que quería hornear, pero primero quería conocer la opinión de Vik. Envolví el tomillo en papel de cocina y lo metí en la mochila.

Jules entró a trompicones en la cocina y sacó un yogur del frigorífico. Bostezaba sin parar y unos círculos oscuros florecían bajo sus ojos.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté.

—Que apenas he dormido. —Se masajeó la frente y me dio su teléfono. Navegué por los mensajes y vi que Cole le había estado escribiendo durante toda la noche.

«Querida Jules, cuento los minutos para volverte a ver», decía uno.

—Al final lo apagué, pero luego no dejé de soñar que sonaba. —Volvió a bostezar—. Apenas puedo poner un pie delante del otro. No sé cómo se supone que voy a chutar penaltis en el entrenamiento de hoy con los alumnos de cuarto.

—Pero ¿no estás contenta de que Cole te haga caso por fin?

Incluso si su entusiasmo era un poco raro.

—Supongo, pero es muy extraño que de repente esté loco por mí. Ojalá estuviera segura de que es porque le gusto de verdad y no porque…

Riya entró a hurtadillas y, al hacerlo, pareció succionar todo el sonido de la cocina. Llenó la tetera y la puso al fuego.

—Fletcher tampoco me deja en paz —dijo Jules en voz alta a espaldas de Riya—. ¡Uf! ¡Es tan engreído!

Me enseñó mensajes de Fletcher; se parecían mucho a los de Cole: «Soy sincero, tan sincero como que el cielo es azul».

¿Había dicho Riya a Cole y a Fletcher que fingieran que se habían encaprichado de Jules? No parecía propio de ella, ni tampoco que los chicos aceptaran hacerlo. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho que dos chicos que perdían la chaveta por Riya un día empezaron a pelearse por Jules al siguiente?

Jules engulló el yogur y llenó su botella de agua.

—Tengo que guardar mi equipo en la mochila. Hasta la noche, Mimi. —Se fue hacia el vestíbulo arrastrando los pies.

La tetera silbó. Riya vertió agua hirviendo sobre una triste bolsita de té y se llevó su taza al porche trasero sin decir palabra. Incluso si Riya estaba detrás del comportamiento de los chicos, ahora mismo daba pena. No tenía ni energía para discutir con Jules.

Henry entró tranquilamente en la cocina y sacó una cesta de arándanos del frigorífico.

—Antioxidantes, Mimi —dijo con su vozarrón—. Excelentes para la piel. Y el cerebro. —Se atizó un puñado de arándanos en la boca y los masticó mientras metía el resto en una bolsa—. Pues nada, me piro al campamento de teatro para compartir mi genio con algunos muchachos afortunados. Ayer uno de los chiquitines preguntó: «¿Eres Henry Mackson?», y le dije: «Hablaste con acierto; soy ese alegre rondador nocturno».

El habla shakespeariana de Henry, hasta ahora graciosa, empezaba a resultar verdaderamente irritante.

Papá se preparó el desayuno antes de llevar a las chicas al trabajo.

—¡Mimi Mouse! ¿Quieres venir conmigo al Café de las Horas esta tarde? Voy a hacer una reseña para el Diario de Comity.

—Claro —dije con sorpresa. Así que por fin estaba dispuesto a dedicarme algo de tiempo. Echaba de menos compartir opiniones culinarias con él.

Papá tostó cuatro bollos y los cubrió de una asombrosa mezcla de mantequilla de almendra y pimiento en salmuera.

—Papá, ¿te encuentras bien? —pregunté.

—Pues claro, Mimi Mouse. ¿Por qué lo preguntas?

Sorbió ruidosamente un pimiento aislado que amenazaba con caérsele de la boca.

—Pues porque normalmente le pones salmón ahumado y queso crema a tus bollos. Ya sabes, con tomate, alcaparras y cebolla roja.

—Estoy probando nuevas combinaciones de sabores —dijo papá mientras masticaba—. ¿Quieres un mordisco?

Aparté la mirada.

—No, gracias.

Cuando papá se hubo marchado, limpié las cosas del desayuno de todo el mundo, me cargué la mochila al hombro y fui hasta la linde del jardín. ¿Era demasiado temprano? ¿Estaría Vik ya en el baniano? Ahora que lo pensaba, no tenía muy claro cómo llegar hasta allí. En todos mis años de pasear por el bosque con Emma nunca me lo había encontrado.

Eché una ojeada al bosque: no había jabalíes a la vista. Entré en el sendero y lo seguí hasta mi guarida.

Allí, sentado en lo alto del cobertizo, estaba el pájaro. Ahora que podía apreciarlo de cerca, percibí que tenía más colores de los que había visto antes: la parte inferior del pecho era roja, así como el reverso de su cola rechoncha. La raya negra se extendía sobre sus dos ojos como una máscara diminuta. Era precioso.

—¿Qué clase de pájaro eres tú? —pregunté en voz alta—. Nunca había visto nada parecido a ti.

—Uiiiii-tiu —pio con su cabecita hacia abajo—. Uiiiii-tiu.

Luego se volvió de lado y me miró.

No había duda: me estaba mirando.

Bajó de un salto del toldo al suelo y luego volvió a mirarme. Di unos pasos hacia él y, para mi asombro, no se movió. Ningún pájaro me había dejado nunca acercarme tanto.

Siguió dando saltitos por el sendero, siempre unos pasos por delante de mí y volviéndose con frecuencia para cerciorarse de que lo seguía.

Me llevó junto a dos abetos que se inclinaban entre sí como un par de gigantes verdes fatigados, y luego salió volando.

—¿Y ahora qué? —dije.

Una brisa me despeinó y con ella me llegó la canción.

Vik estaba en la base del baniano tocando su flauta como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

—¿Nada de jabalíes hoy?

Negué con la cabeza.

—¡Menos mal! Solo un pajarillo al que parezco gustarle. Nunca he visto ninguno que se le parezca: tiene el pecho amarillo, el vientre rojo, alas verdes y una máscara negra.

—¿Una pitta? Son unos pajaritos muy inteligentes. Debe de saber que eres una alma gemela, alguien que ama el bosque.

Me reí.

—Pues me ha guiado todo el camino hasta que he oído tu canción. Menos mal que la has tocado, porque, si no, nunca habría dado contigo. Sigue sin tener ni idea de cómo llegar aquí yo sola.

—Apuesto a que puedes memorizar el camino en un soplo —dijo Vik. Se frotó las manos—. ¿Qué quieres hacer hoy?

—Lo primero es lo primero. Quiero enseñarte mi idea. —Saqué el manojo de tomillo de la mochila—. Mira.

Vik lo olió debidamente.

—¿Vas a hacer dulces con esto?

—Sí. Anoche por fin caí en la cuenta de que las hierbas son hojas. Y tengo una receta fantástica de galletas de tomillo con chispas de chocolate.

—¡Suena delicioso! Pero… —Chasqueó los dedos—. Conozco una loma donde crece tomillo silvestre. Puede ser incluso mejor. ¿Quieres verla?

—Claro que sí.

¡Vik era el compañero gourmet perfecto! ¿Quién más se fijaba en las hierbas silvestres del bosque?

Orillamos el estanque durante un trecho y luego tomamos un sendero que se adentraba más en el bosque. Dejamos atrás claros de fragante follaje y matas con bayas hasta llegar a un claro soleado y relativamente despejado con montones de plantas bajas y flores. La zona entera olía de ensueño y cuando me acerqué comprendí el porqué.

El suelo estaba cubierto de hierbas.

—¿Llevas encima el libro ese? —preguntó Vik.

—El Libro —dije con una risa—. Con E y L mayúsculas. Claro que lo llevo encima.

Anduvimos entre distintas plantas y, con ayuda de El Libro, hicimos cuanto pudimos por identificarlas y entender cómo usarlas. Algunas eran fáciles: hierbabuena «para refrescar, fortalecer y curar», y romero «para la memoria y la prevención de pesadillas». También encontramos una franja de salvia que podía usarse para «cultivar la sabiduría y la inteligencia». Cuando encontramos un matojo de plantas con hojas verde oscuro y florecillas blancas, nos llevó un buen rato identificar su dibujo en El Libro: gotu kola, una hierba que podía «restaurar los sentidos y despejar la confusión».

—¡Oh, mira esta! —dije—. «Azafrán, para el éxito.» Debería usarlo.

—Ojalá creciera aquí —dijo Vik.

Finalmente, a orillas de un riachuelo encontramos tallos de tomillo gigantes, de casi sesenta centímetros de alto y coronados de gruesas matas de flores violetas.

—¿Para qué es bueno el tomillo? —le pregunté a Vik mientras arrancaba una docena de tallos e inhalaba el aroma herbáceo.

—«El tomillo atrae el afecto, la lealtad y la buena voluntad de los demás —leyó Vik—, y puede fomentar la fortaleza y el valor cuando son necesarios.»

—Eso es exactamente lo que necesito, valor —dije—. Y al Café de las Horas le vendría bien sin duda algo de buena voluntad y lealtad.

—Entonces ya has escogido la hierba perfecta —dijo Vik—. Ahora solo te falta crear tu obra maestra.

Me enjugué el sudor de la cara.

—¿Quieres beber algo? —pregunté.

Nos sentamos con la espalda apoyada en un gran arce y nos pasamos mi termo de limonada.

—Dime, Vik.

—¿Sí?

—Sobre… anoche. ¿Qué me dijiste justo antes de irte?

—Que sé lo que es perder a un padre.

—¿Es verdad? ¿Tu padre murió?

Vik asintió una vez.

—Mi padre y mi madre. De una enfermedad que por poco me mata a mí también. La tía Tanya ha cuidado de mí desde muy pequeño.

—Cuánto lo siento. ¿Tienes… tienes hermanos o hermanas?

—Tenía una hermana mayor. Ya estaba casada y tenía su propia familia cuando mis padres murieron. Y entonces ella murió, también, de la misma enfermedad. La mitad del pueblo murió.

—¡Qué horror!

No podría imaginarme lo que sería perder así a mi familia entera. Nunca había conocido a nadie que fuera huérfano. No sabía qué decir.

Vik me miró como si de pronto cayera en la cuenta de que estaba con él.

—Tienes una familia maravillosa.

Resoplé.

—Maravillosa si no te importa que se pasen el día peleándose. Y todos siempre me están dando consejos porque todo me sale mal.

—Está claro que eres muy buena con la repostería.

Sacudí la cabeza.

—A todo el mundo le gusta comer mis postres, pero ni siquiera soy lo bastante buena como para ganar la Hoja de Oro en la primera ronda. Henry, Riya y Jules son famosos en Comity: el mejor actor, la bailarina guapa y la estrella de fútbol. Y además son todos músicos: Henry toca el piano y la guitarra, Jules toca la percusión y Riya canta. Mientras que los genes musicales no me tocaron en absoluto. De todas formas, están tan ocupados siendo los mejores en todo que se olvidan de mí. A veces tengo la sensación de que… de que no somos del mismo linaje. Como si me hubiera equivocado de familia.

Hala. Ya lo había dicho. Contuve el aliento y me dispuse a recibir el consejo de Vik, que sería como el de mamá, papá e incluso Emma, no me cabía duda: «Pues claro que sois de la misma familia. Son tu familia y te quieren. No es su intención hacerte sentir mal».

—Sé de qué hablas —dijo Vik cogiendo distraídamente un tallo de tomillo. Cuando hubo arrancado todas las hojas, lo dejó caer al suelo—. Oye, ya vale de pensar en cosas tristes. ¿Te apetece que leamos otro cuento?

—Claro.

Vik hojeó El Libro otra vez.

—Este es divertido. —Se inclinó hacia delante—. Érase una vez una niña que era costurera —dijo en voz baja—. Coser era lo que sabía hacer y le gustaba. Cosía telas para deleitar los sentidos, telas que brillaban y rebrillaban, telas que reconfortaban y mimaban. Pero sentía que nadie la entendía en el fondo.

Cerré los ojos e imaginé a la niña del cuento.

Vik continuó.

—Y en eso conoció a la Reina de los Bosques, la Reina de la Naturaleza, que conoce los más hondos deseos de todas las personas.

»Para formar parte de la Corte, la niña tenía que entregar algo digno de la reina. De modo que la niña ofreció a la reina un lujoso abrigo con la piel de cabra más suave y lustrosa y con el tono de la primera nieve del invierno. Y la reina se sintió complacida, pero pidió algo más.

»Más tarde le llevó a la reina un vestido largo de reluciente seda de gasa, que reflejaba la luz de las estrellas que resplandecían cuando lo cosió. Y la reina se sintió complacida, pero seguía pidiendo algo más.

»De modo que un día sofocante, cuando el sol quemaba el cielo, la chica le presentó a la reina una obra que había salido de su corazón, un cesto inteligente hecho de juncos que contenía agua de un manantial helado. Era algo que solo ella en el mundo entero podría haber confeccionado. Y la reina le regaló a la niña un telar de ébano sin igual para tejer las telas más intrincadas.

Y así es como la niña fue recibida en la Corte de la Naturaleza y sigue residiendo allí, tejiendo telas que son humildes y etéreas.

Humildes y etéreas. Eso era algo sobre lo que pensar.

¡Y otro regalo mágico! Si alguna vez yo conocía a la reina, ¿qué me regalaría? ¿Y qué le regalaría yo a ella?

Me puse en pie.

—Será mejor que vayamos a casa y nos pongamos a hacer repostería. Le he dicho a papá que lo acompañaría al Café de las Horas esta tarde. ¿Quieres venir?

Vik agachó la cabeza y sus ojos se agrandaron.

—Lo siento, Mimi, hoy no puedo ir. Estoy… estoy ocupado esta tarde.

¿Por qué parecía tan asustado?

—¿No quieres preparar las galletas de chocolate y tomillo conmigo? —pregunté.

—No puedo. —Parecía genuinamente decepcionado—. Pero estaré por aquí mañana.

No tenía más remedio que conformarme con eso.

—¿A la misma hora en el mismo lugar?

—Hecho. ¿Y sabes qué? Ahora voy a despedirte con una canción.

Y Vik sacó su flauta y tocó su preciosa canción, que me acompañó durante todo el camino a casa. Y no oí ni un solo resoplido.

Había sido una mañana perfecta en el bosque. Con suerte, las galletas me saldrían igual de bien.