11 De vuelta en el Café de las Horas

Me puse manos a la obra en cuanto llegué a casa. Batí mantequilla y azúcar y luego añadí huevos y vainilla. Tamicé harina, levadura, sal marina y dos cucharaditas colmadas de hojas de tomillo silvestre finamente cortadas. «Estas me salen del fondo del corazón —pensé mientras espolvoreaba las olorosas hierbas—. Les deseo mucho éxito a la señora T. y al Café de las Horas.» Imaginé que era difícil regentar un negocio teniendo en cuenta todos los programas de restaurantes fallidos que había visto en Food TV, la cadena de cocina. Después de haberlo mezclado todo bien, vertí trozos de chocolate y la ralladura de una mandarina para darle brillo.

Después de meter las galletas en el horno, lavé los cuencos y las cucharas e intenté distraerme de mis nervios. ¿Me procurarían estas galletas una Hoja de Oro? No pensaba que tuviera el valor de intentarlo una tercera vez. Finalmente, el temporizador sonó y saqué las tres bandejas de galletas del horno. Desprendían un olor fresco, verde, achocolatado y cítrico. Cuando se hubieron enfriado, probé una. Así es como me gustaba hacer galletas, sin duda. La sal marina compensaba el dulzor del chocolate y la ralladura de mandarina despertaba todos los sabores. El tomillo era sutil, pero se apreciaba sin lugar a dudas. Estaban buenas. Muy buenas.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí valiente.

El sudor me cubría cuando papá aparcó el coche y entramos en el Café de las Horas. Yo me decía que debía tranquilizarme, pero mi cuerpo no me escuchaba. Visitar el café con papá, que había estado comportándose tan raro, me creaba una ansiedad extra. ¿Se comería la mitad de la pastelería y ni siquiera se percataría del sabor de la comida? Pero estaba agradecida de que por fin quisiera pasar tiempo conmigo. Y también estaba deseando volver a ver a Chicharrillo. Cogí el recipiente con las galletas y me apresuré a su lado.

Pasamos por delante de la tienda de golosinas, El Salero, que tenía una cola que avanzaba despacio y zigzagueaba alrededor de la manzana.

—Hola, Darla —le dije a una chica con gafas y pelo castaño grasiento.

—Oh, hola, Mimi —dijo.

—Este sitio tiene que ser excelente si vale la pena esperar en esta cola.

—La comida es increíblemente buena —dijo la mamá de Darla, una mujer súper en forma que siempre llevaba pantalones de yoga—. Es muy pequeño por dentro, apenas caben dos personas. Tienes que saber lo que vas a pedir y hacerlo lo más rápido que puedas o, si no, no te sirven.

Papá se rio.

—Estarás de broma. Eso puede ser así en Boston, pero ¿en Comity?

—Yo he hecho cola durante una hora solo por las patatas fritas y los aros de cebolla, pero no son nada comparados con las patatas chips —dijo la mamá de Darla.

—¿En serio? —pregunté. ¿Cómo podían hacer patatas chips que estuvieran mucho más buenas de las que podías comprar en bolsa?

—Son inigualables, como mágicas.

Darla miró la puerta como si una patata pudiera intentar escaparse y ella fuera capaz de atraparla.

Solté una risita y miré a papá. Para mi sorpresa, se estaba rascando la barbilla y miraba hacia la cola como sopesando la posibilidad de hacerla.

—Papá. El Café de las Horas. La reseña —dije tirándole de la manga—. Adiós, Darla. Adiós, señora Moody.

Papá siguió mirando la cola pero se dejó llevar por mí.

Mientras pasábamos por el principio, oí voces que provenían de la tienda.

—Tres bolsas de Súper Patatas Verdes, por favor, señor —pidió un chico.

—Las Súper Verdes, para atletas de todos los lugares —dijo una voz que crujió como las ramas al viento.

¿Para atletas? Jules no tocaría unas chips cuarenta y ocho horas antes de un partido porque decía que la ralentizaban un montón. Y Riya no había comido nada frito en muchos años.

Papá me sujetó la puerta para que yo pasara cuando entramos en la cafetería. Había un poco más de clientela que la última vez. Seguía sonando una música suave y seguía oliendo a bosque. Las mesas lucían manteles nuevos brillantes y cortinas iridiscentes en las ventanas.

Nos recibió una camarera que no era Chicharrillo y que parecía vestida para Halloween en pleno junio. Era alta y delgada, de tez oscura y cabello negro asimétrico con las puntas grises. Tenía, como mínimo, cinco pírsines en cada oreja y un aro en la nariz. Lucía gruesas botas de combate, una camiseta negra ajustada y un poncho que parecía hecho de tela de araña.

Miró a papá y suspiró.

—¿Será lo de siempre para usted? —preguntó.

¿Papá había comido aquí antes?

—Esta vez he venido en misión oficial —dijo—. Tendré que probarlo todo. —Se aclaró la garganta y se enderezó—. Voy a escribir una reseña para el Diario de Comity.

La camarera enarcó las cejas y me miró.

—¿Y ahora me dirá que tengo que darle de comer a ella también?

—Soy su hija. —Le enseñé el recipiente de las galletas—. Tengo algo que enseñarle a la señora T. para el concurso. ¿Puede decirle que ha llegado Mimi, por favor?

—¡Oh, Mimi ya llegó! ¡Dediquémosle una ovación! —La camarera puso sus ojos en blanco—. No ganarás el concurso, esa es mi triste opinión —murmuró. Se volvió y se fue dando fuertes pisotones al despacho interior.

Vaya, eso había sido grosero. Y las rimas no eran tan graciosas cuando eran sarcásticas. Me volví hacia papá, que ni siquiera estaba mirando.

—Ven aquí, Mimi. Esta es mi mesa favorita —dijo papá, llevándome a una mesa con vistas al bosque.

—No sabía que ya habías comido aquí —dije.

—Oh, me he parado aquí unas cuantas veces después de salir a correr —dijo papá. Sonrió de oreja a oreja y se frotó la tripa como un niño pequeño.

—Voy a echarle un vistazo a la vitrina —dije.

—Vale, pero van a traernos un poco de todo —me gritó cuando me iba.

Chicharrillo me saludó detrás del mostrador mientras yo dejaba mi recipiente de galletas.

—Mi querida Mimi, ¿qué nos has traído hoy? —me preguntó con una sonrisa.

—Galletas de chocolate y tomillo con ralladura de cítricos frescos —dije.

—Mi señora, de un momento a otro, hará su aparición.

Chicharrillo hizo una profunda reverencia cuando la señora T. salió del despacho con un vestido verde del tono de las primeras hojas de la primavera.

—¡Mimi Mackson! Has vuelto. —La señora T. inclinó la cabeza con gracia y me escudriñó con sus ojos verde claro—. ¿Me has traído algo salido de tu corazón?

—Eso creo —dije abriendo el recipiente.

La señora T. eligió una galleta y la olfateó con olisqueos rápidos y superficiales, como un conejo extremadamente elegante.

—Encantador —dijo—. Creo que puedo detectar… —Le dio un mordisquito—. Tomillo, ¿correcto? ¿Y naranja? Qué inesperado.

Rápidamente devoró el resto de la galleta.

—Tomillo y mandarina. Le dije que me gusta combinar ingredientes interesantes.

Me lanzó una mirada veloz y penetrante.

—Me da en la nariz que esta chica nos salvará de la ruina.

—¿Perdón?

—Mimi, es extraordinario. Chicharrillo, prueba una.

Esta negó con la cabeza.

—Mi…

—Prueba una, Chi. Insisto —dijo la señora T.

Chicharrillo cogió una galleta con mano temblorosa. Le dio un delicado mordisquito y, a continuación, con los ojos agrandados por la sorpresa, se comió el resto en dos bocados.

—Ofreceremos muestras gratis, ¿no crees? —dijo la señora T.

—¿Muestras? ¿De mis galletas? Pero…

—Es justo lo que necesitamos en el Café de las Horas, ¿no te parece, Chi?

Chicharrillo asintió, haciendo temblar la flor rosa que llevaba en el cabello.

—Toma asiento, querida Mimi. Vamos a servirte una variedad de postres, sin cobrarte, faltaría más, mientras repartimos tus estupendas galletas.

—Será mejor que me siente allí con mi…

Un plato se estrelló contra el suelo. Papá le había dado a algo, tirándolo de su mesa, ahora invadida de postres. No pareció importarle lo más mínimo y siguió comiendo.

—Mmf —dijo, haciéndome señas con la mano.

—Uy, él otra vez —dijo la señora T.—. Solo espero que no vuelva a ahogarse. Al menos no antes de haber pagado.

Al parecer papá se había estado ahogando en toda una variedad de lugares.

—Um, es mi padre.

—¿Ese es tu padre? ¿El célebre escritor culinario?

Asentí.

—Hoy ha venido para escribir una reseña sobre la cafetería para el periódico.

La señora T. nos miró un par de veces y pareció reconocer el parecido.

—Ya veo —dijo—. Voy a ir a saludarle como es debido y comprobar que tiene todo lo que necesita.

Se apresuró hacia papá, su vestido flotando detrás de ella como una nube. La seguí tan deprisa como pude. La mujer se movía de lo lindo; sus zapatillas apenas rozaban el suelo.

Mientras nos acercábamos a papá, vi lo que le habían servido: galletas de canela, cuadraditos linzer, pasteles de chocolate, galletas de avena y pasas, cupcakes de coco y crème brûlée. Eran algunos de los postres emblemáticos de Trufi Fru.

—Entonces sí que compró el libro de recetas de Trufi Fru —observé.

La señora T. frunció brevemente el ceño.

—Pues claro, cariño. ¿Cómo lo sabes?

—Porque todos esos postres están en los primeros capítulos. Le dije que serían buenos.

La señora T. suspiró.

—Son buenos, pero necesito que sean brillantes. —Se dirigió a papá—. Bienvenido, señor Mackson.

—Llámame Paul —dijo papá, revelando una boca llena de galletas de canela.

—Espero que esté disfrutando.

La señora T. lo miró atentamente a pesar de los pegotes de migas húmedas que tenía en la barbilla.

—Uy, sí. —Papá esparcía trocitos de galleta por toda la camisa mientras hablaba—. No tendrán alguna bolsa de patatas, ¿verdad? Es bueno tomarse un respiro entre dulce y dulce de vez en cuando.

—¿Bolsa de patatas? —La señora T. pestañeó como si hubiera tomado un poco de wasabi—. ¡Me temo que no! —Me dejó tiesa en mi sitio con una mirada feroz—. ¿No habrás estado en esa espantosa tienda de chucherías, Mimi?

Yo negué con la cabeza.

—Aún no, pero lo tengo pendiente —dijo papá mientras alcanzaba un brownie y engullía la mitad de un solo bocado.

—Mimi, Paul, sois personas con tan… buen gusto —dijo la señora T. mientras alejaba un plato de la esquina de la mesa—. ¿No os parece que los dulces son infinitamente mejores que los tentempiés salados?

La verde intensidad de su mirada me mareó ligeramente.

A mí me encantaban los postres; de hecho, estaba obsesionada, pero todo el mundo necesita descansar de los dulces de vez en cuando. Como no quería disgustarla más, asentí.

—Claro, claro, el dulce es lo que más me gusta —dijo papá con voz azucarada. Cogió una servilleta y se limpió los labios. Por desgracia, no atinó con la mayoría de las migas alrededor de la boca; los manchurrones de chocolate, junto con otras migajas, formaban una especie de barba de galletas repugnante. Papá señaló la pila de postres diezmados en la mesa—. Especialmente porque todo esto es gratis, puesto que soy miembro de la prensa que va a escribir una reseña. —Se zampó la otra mitad del brownie.

Yo quería apartar la mirada, pero no podía. ¿Por qué estaba siendo un desastre tan aborrecible delante de la señora T.? Y habría jurado que vi un fulgor púrpura en su mirada otra vez. Me froté los ojos. ¿Me estaba imaginando cosas?

—Ah, sí —dijo la señora T. Se le agrandaron los ojos y un rubor lento trepó por su cuello—. Bueno, pues estoy deseando leer su artículo.

Papá anotó algo en su cuaderno.

—Se publicará el jueves próximo. Tengo un plazo muy ajustado, así que, si me disculpa, tengo que volver a mi investigación. —Atacó la crème brûlée.

—Mimi, ven a mi despacho, por favor —dijo la señora T. apoyando una mano asombrosamente pesada en mi hombro—. Me gustaría tener unas palabras contigo.

Me puse a sudar de nuevo mientras la seguía. ¿Estaba la señora T. tan disgustada con papá como para no darme la Hoja de Oro?

Cuando llegamos a su despacho, la señora T. tomó asiento en la butaca de terciopelo detrás de su escritorio y me invitó a sentarme en el taburete con forma de tocón. Me encaramé a mi asiento y me mordí un mechón de pelo.

Ella abrió un cajón y sacó otra caja dorada.

—¿Te apetece otra chocolatina, Mimi?

—No, gracias —dije retorciendo mis sudorosas manos.

—¿Te comiste la última que te di? ¿O se la diste a tu padre? —me preguntó con voz queda.

¿Cómo lo sabía? Tragué saliva.

—Fue muy generoso por su parte, pero estaba tan llena aquel día que sabía que a papá le gustaría.

—¿Miraste la chocolatina? ¿La sacaste de la caja, quiero decir? —Se inclinó hacia delante y me escrutó con los ojos.

—Sí… y era muy bonita. Me gustaron mucho las florecillas violetas y el polvo dorado espolvoreado por encima. Parecía una joya pequeña. Esperaba que a papá le gustara mucho. Como crítico culinario, puede llegar a ser muy tiquismiquis. Pero la encontró deliciosa.

La señora T. ladeó la cabeza y miró más allá de mi oreja, como si estuviera intentando resolver un complicado problema de matemáticas. Al cabo de unos segundos, la sonrisa más hermosa se extendió en su rostro, como si la primavera hubiera regresado después de un largo y nevado invierno.

—¿Señora T.?

Ya no parecía tan distraída, pero su sonrisa no se había borrado.

—¿Sí, Mimi?

—Me encantaría aprender a decorar como usted. ¿Me enseñará alguna vez? Y… y ¿he pasado a la segunda ronda del concurso?

—¡Pues claro, mi querida Mimi, pues claro! —Sus encantadores ojos parpadearon—. Aquí tienes, mi cielo. Dejó algo delante de mí despacito—. Lo mereces de verdad.

Me miró como si fuera la única persona en este mundo.

La Hoja de Oro brillaba cálidamente a la luz. ¡Había conseguido pasar a la segunda ronda! El pecho se me hinchó como un brioche de mantequilla y se me saltaron las lágrimas.

—Muchísimas gracias, señora T.

Le di la vuelta a la hoja y encontré otro poema:

¡Oh, flores y hojas gloriosas de contemplar! ¡Oh, dulce fruta refrescante y sabrosas nueces! Ya hemos oído vuestra preciosa historia contar, sin la fuerte, profunda nutrición de las _____.

¡Trae tu dulce para la II Ronda a las 9 del sábado 23 de junio! ¡Un juez especial elegirá tres para competir inmediatamente después en el concurso!

¡Otro poema! Vale, esta palabra tenía que rimar con «nueces». Algo que fuera fuerte y profundo y tuviera que ver con las plantas.

—Raíces —dije.

La señora T. me sonrió con afecto.

—Sí, mi brillante niña. Me gustaría mucho verte más a menudo. Vuelve a visitarnos, y pronto. ¿Mañana, quizás? Y trae más galletas si puedes.

Vacilé. ¿Lo decía en serio?

—Claro, claro, tienes cosas que hacer, estoy segura, pero dime que lo intentarás —dijo.

Sonreí.

—Claro. Como dice Trufi Fru, la mejor manera de que un repostero deje de estar bloqueado es haciendo repostería. No pienso aflojar hasta el veintitrés de junio.

—Trufi Fru… te encanta, ¿verdad?

—Claro. No es solo el mejor pastelero originario de Comity —dije—, es el mejor chef pastelero del mundo.

La señora T. desvió la mirada un momento y a continuación chasqueó los dedos y se acercó más a mí.

—Mimi, ¿puedes guardarme un secreto?

Llamaron a la puerta.

—¿Señora T.? No para de llegar gente. Es urgente que se ponga usted al frente —se oyó la voz inquieta de Chicharrillo.

—Lo siento, tengo que ir. —La señora T. me miró con pesar y abrió la puerta del despacho—. Pero vuelve mañana. Tenemos algo que anunciar. Por ahora, ve con tu padre y disfruta de lo mejor que el Café de las Horas puede ofreceros.

Plegué esmeradamente la hoja, me la metí en el bolsillo y fui con papá, que seguía atracándose de dulces.

Escogí una galleta linzer de un plato en el extremo de la mesa. Como todo en el Café de las Horas, era perfecta, con mermelada de frambuesa oscura y lustrosa anidada en un sándwich de galleta de almendra con el azúcar glas más elemental espolvoreado encima. La probé. Estaba buena, pero si tuviera que criticarla habría dicho que la galleta en sí era demasiado densa, y era obvio que la mermelada era industrial y no recién hecha. Aunque estuvieran usando las recetas de Trufi Fru, no las ejecutaban a la perfección. La verdad es que yo podía serles útil. Quizás, si ganaba el concurso, podrían contratarme en prácticas y podría enseñar a Chicharrillo sobre sabores. Y ellas podrían ayudarme a aprenderlo todo sobre presentación y publicidad. Pero no estaba segura de que mamá y papá me dejaran hacerlo. Ya me habían inscrito en un campamento de verano en el mes de julio. Suspiré y decidí que le diría a Chicharrillo que consiguiera como recursos El Código Cupcake y Tutti afrutado: todo sobre la fruta en repostería.

Se elevaron voces a nuestro alrededor.

—Señora T., volveremos con la familia entera. Y con todos nuestros amigos. Y todos los desconocidos a los que podamos convencer —dijo una madre con dos hijas jóvenes—. ¡El café estaba delicioso!

—¡Otra ronda de cupcakes! —dijo una voz de hombre.

—¿Tienen más de esas fantásticas galletas con chispas de chocolate? —dijo una mujer.

—A ver, a ver, queridos clientes, les he dicho que se nos habían terminado, pero tenemos muchas otras delicias, no teman. ¡Llamen a sus amigos! ¡Llamen a su familia! ¡Digan a todos sus conocidos que vengan al Café de las Horas!

En el tiempo que me llevó comerme media galleta, la cola de la vitrina de dulces había crecido tanto que llegaba hasta la puerta.

Papá se comió las últimas migajas de un cupcake de coco, tomó nota y cogió el resto de mi galleta linzer. Tuve un pensamiento espantoso: ¿y si papá ponía verde al Café de las Horas en su reseña? ¿Me dejarían concursar de todas formas? Intenté leer lo que papá había anotado en su cuaderno, pero lo cerró de golpe y lo apartó a la otra punta de la mesa.

—Nada de mirar. Tendrás que esperar a que salga la reseña como cualquier otra persona. No puedo contarte todos mis secretos, ¿a que no? —dijo papá.

Suspiré. Pensé en lo que la señora T. había estado a punto de contarme en su despacho. ¿El secreto tenía algo que ver con papá?

—Para usted, señor Mackson, un regalo de la señora T. —dijo una voz familiar. Como un espíritu malévolo con el cabello perfecto, Kiera Jones dejó en la mesa una caja de bombones—. ¿Necesita algo más?

Papá negó con la cabeza y siguió escribiendo mientras abría la caja y se zampaba el chocolate con polvo dorado.

—Paso mucho tiempo aquí, ayudando —dijo Kiera en respuesta a una pregunta que yo no había formulado—. Espero verte en el concurso. —Kiera me sonrió con recochineo y se atusó los relucientes rizos—. Eso si consigues ganar una Hoja de Oro de aquí a entonces.

—Allí estaré. —Exhibí mi Hoja de Oro ante sus narices.

—Qué bien —dijo Kiera, que no parecía nada satisfecha—. Desde luego, hasta entonces voy a dedicar mi tiempo a hornear y perfeccionar mi aspecto.

Pestañeó varias veces y sonrió contenta.

—Es un concurso de repostería, no de belleza —dije sorprendiéndome a mí misma.

Kiera se burló.

—¡Tienes razón! He aprendido taaanto en las últimas semanas… De hecho, la señora T. dice que seré yo a quien haya que vencer. Bueno, pues buena suerte, supongo. ¡Nos vemos!

Arrugó la cabeza como una rata y se fue detrás del mostrador pavoneándose.