14 Barahúnda controlada

Me paseaba arriba y abajo. ¿Mis galletas tenían el poder de enamorar a la gente? Una cosa era escuchar cuentos de hadas y plantas mágicas y otra muy diferente que yo hiciera algo que volviera chiflada a la gente. Y sin duda alguna había un montón de gente haciendo chifladuras.

Fletcher y Cole habían comido mis galletas cuando ambos se obsesionaron con Jules. Me dejé caer en la cama y me aparté el pelo de los ojos.

¿Y qué pasaba con Jules y Riya? Aparte de que no se hablaban, parecían ser ellas mismas. Jules había estado demasiado ocupada intentando que todos jugáramos al fútbol como para fijarse en las galletas. Y Riya no las había probado porque le había dado repelús que yo hubiera incluido un ingrediente encontrado en el bosque. Enterré la cara entre mis manos. Mis hermanas me matarían si descubrían que yo era la razón de que los chicos se comportaran como unos majaretas. No solo porque había descolocado sus vidas amorosas, sino porque el comportamiento de Cole y Fletcher había arruinado eso en lo que Jules y Riya destacaban, eso que más les importaba, que las hacía ser quienes eran.

¿Y Henry? Había tenido una actitud odiosa y ensimismada últimamente, obsesionado con su propio reflejo. ¿Qué estaba haciendo cuando se comió la primera galleta?

Se estaba haciendo un selfi.

Me di una palmada en la frente. ¡Había hecho que Henry se enamorara de sí mismo! Me tapé la cabeza con un almohadón. Había sido un plasta en casa desde aquel momento; seguro que Lily y los otros chicos de la obra estaban hasta la coronilla de él.

Pero… Vik, mamá y yo habíamos probado el néctar de madreselva, y Vik y yo habíamos probado incluso la masa de la galleta, y parecíamos estar bien. O eso pensaba yo. Y papá se comportaba raro desde que había vuelto de su viaje a Houston, mucho antes de que yo encontrara la madreselva.

Empecé a morderme un mechón de pelo y a darle vueltas a todas las posibilidades en mi cabeza hasta que creí que me iba a estallar.

Por muy extraño que pareciera, que la madreselva fuera la flor del amor era la única explicación que tenía sentido. No podía ser solo una coincidencia.

Me cobijé debajo de las sábanas y me hice un ovillo. Había envenenado a todo el mundo. Era lo peor que un cocinero podía hacer. Mucho peor que hacer que la gente vomitara una ensalada de pasta que hubiera estado demasiado tiempo expuesta al sol. Y, a juzgar por el comportamiento de los chicos, no parecía que los efectos fueran a pasar pronto.

Debía arreglar el desaguisado. ¡Ya!

Pero ¿cómo?

Mi primer pensamiento fue pedir ayuda a mamá. Pero ¿qué iba a decirle? No tenía pruebas y seguramente pensaría que alucinaba. Y, en vista de lo duro que estaba trabajando, no quería añadir más estrés a su vida.

¿Y si los chicos necesitaban ir al médico? Pero no se me ocurría cómo iba a convencer a Henry para que fuera, no digamos ya a Cole y a Fletcher. ¿Y qué le dirían al médico? «Um… Mimi cree que nos ha envenenado con la flor del amor…»

Me puse a hiperventilar. ¡No podía dejar así a todo el mundo! Si la cosa seguía así, nadie de mi familia se hablaría al cabo de una semana.

Deseé que Emma estuviera conmigo todavía, o localizable por teléfono… ¡Y Vik! ¿Por qué tenía que irse fuera justo ahora?

Emma no podía ayudarme. Vik no podía ayudarme.

Tenía que ingeniármelas yo sola.

Corrí al piso de arriba, precalenté el horno y saqué la harina, el azúcar y la mantequilla. Hacer dulces siempre me ayudaba a poner mis pensamientos en orden.

Mientras apretaba una masa de tarta en una bandeja, vi la luz: si la comida me había metido en este lío, quizás pudiera sacarme de él también. Había montones de alimentos que limpiaban los paladares de la gente; necesitaba algo que limpiara sus mentes.

Necesitaba algo refrescante que despejara la confusión causada por las galletas de madreselva. Cubrí una hoja de papel de cocina con la masa, vertí bolitas de cerámica encima y la metí en el horno. Luego cogí mi cuaderno y me puse a escribir.

Menta: era buena para refrescarse. ¿Qué más? Limón, mentol… no demasiado desagradable. Pensé en las recetas que Trufi Fru había descrito como refrescantes. En su libro de cocina tenía una receta estupenda de sorbete de lima y un sirope de granada que era ácido y quedaba delicioso con helado. Y siempre había chocolate, que dominaba otros sabores y gustaba en el universo entero. Me sentí más tranquila después de hacer la lista y empecé a armar un plan.

Mientras la masa del pastel se horneaba, recogí algo de menta de la maceta grande del jardín, la troceé y la añadí a una taza humeante de manzanilla. Lo dejé reposar unos minutos, lo colé y añadí un poco de miel y un cubito de hielo para enfriarlo. Di un sorbito y lo encontré muy dulce y refrescante. Bien. Saqué la masa del horno, la puse a un lado a enfriar y coloqué unas galletas de mantequilla en una fuente. Llevé el té y las galletas a la habitación de Henry. Cuando entré, estaba rasgueando su guitarra.

—¿Qué hay?

—Tengo algo para ti.

Las manos me temblaban tanto que tuve que dejar la taza en su escritorio.

—Oh, Mimi, ya sabes que me estoy cuidando la…

—La figura. —¡Uf!—. Lo sé. Bueno, no tienes que comerte las galletas, son para mí. Pero he pensado que a lo mejor te apetecía un poco de té con miel. Para suavizarte la garganta después de ensayar todo el día, ¿sabes?

Sonrió.

—Qué detalle por tu parte. Claro, tomaré un poco.

Señalé la taza, porque no me fiaba de cogerla de nuevo.

Henry apoyó su guitarra y dio un sorbo mientras yo contenía la respiración y procuraba no desmayarme.

—Mmm… qué rico.

—Me alegra que te guste. Sigue, acábatela. Yo picotearé un poco.

Cogí una galleta y la mordisqueé a medias mientras Henry se bebía el té. Me noté la boca seca y adormilada, como si me estuvieran poniendo un empaste en el dentista después de la anestesia.

Henry apuró la taza y la dejó en el escritorio.

—Gracias, Mimi. Sí que me noto la garganta mejor.

Le sonreí y me pregunté si su cerebro también se sentía mejor.

—¿Quieres escuchar la canción que estoy escribiendo para Lily?

Asentí. Bueno, eso era alentador; Henry no había hablado de nadie más aparte de él en toda la semana.

Henry cogió la guitarra y empezó a tocarla suavemente.

—«Lily, querida Lily, ¿es que no lo ves?» —cantó.

¡Hurra! Empecé a respirar mejor.

Henry prosiguió:

—«¿Estar conmigo la suerte que es? Soy el más guapo, un gran astro, el guitarrista más majo».

Di un respingo.

—¡Henry! ¿Estás… estás seguro de que esta canción es para Lily?

—Sí. A ver, tendría que saber lo afortunada que es, ¿no? ¿Ponerse a trabajar conmigo? ¿El chico-actor-cantante más increíble que nadie ha visto jamás? Y puede que, si juega bien sus cartas, le pida salir.

Sonrió, y vi un destello púrpura en sus ojos.

Corrí a la puerta.

—No te molesto más. Buena suerte con la canción.

Una vez en el pasillo, me apoyé en la puerta mientras Henry seguía cantando la canción de amor más egocéntrica del mundo.

Soy el más dulce y el más agraciado, El chico con el que siempre habías soñado…

Estaba claro que la menta no era la solución. Había llegado la hora de la Idea Número Dos.

A la mañana siguiente temprano me colé en la casa de al lado y espié por una ventana trasera. Me alivió ver que Cole estaba solo, así que llamé.

Me hizo entrar, y los recuerdos me invadieron mientras pasaba a la antigua cocina de Emma. No la habían cambiado mucho; solo algunos paños de cocina nuevos y otros cuadros en las paredes. Emma y yo habíamos preparado cientos de galletas juntas en esta cocina. Aquí es donde hablamos de abrir una pastelería algún día. Yo sería la pastelera y ella sería la gerente, habíamos dicho… pero no tenía sentido pensar en eso ahora. Tenía que concentrarme en solucionar el problema más acuciante.

—Oye, Cole, te he traído un dulce —dije mostrándole la tarta.

—¿Dónde está Jules?

Miró a mi alrededor como si pudiera estar escondiéndola a mi espalda.

—Oh, ha salido —dije. Jules tenía otro partido y había dejado claro como el agua que no quería que nadie la acompañara—, pero me ayudó a preparar esto anoche y ha querido asegurarse de que te la traía a primera hora de la mañana.

Cole miró la tarta.

—Es típico de ella… tan considerada y amable.

—Pensamos que es perfecta para ti. Tarta de lima con glaseado de granada.

Dejé la tarta en la encimera. La masa tenía el tono dorado perfecto y, cuando me puse a cortarla, el glaseado rojo claro hacía un hermoso contraste con el verde pálido del relleno de crema de lima. Le serví una porción grande.

—Vamos, pruébala.

Cole dio un mordisco e hizo un mohín.

—Uau, está muy…

—Ácida. Sí, es que he hecho una receta original: un dulce que no es dulce, jaja. Más te vale comértela o herirás los sentimientos de Jules.

Siguió comiendo obedientemente, relamiéndose los labios de vez en cuando. La crema de lima y el glaseado de granada estaban bastante ácidos. Los había hecho así a propósito y había añadido mucho azúcar. Quería limpiarle el paladar y la mente el máximo posible. Al fin y al cabo, esta tarta no era para el concurso de repostería; era como una medicina.

Lo examiné mientras masticaba. ¿Había visto una chispa de claridad en los ojos color avellana de Cole? ¿Significaba eso una creciente comprensión en su rostro?

Cole terminó y se sirvió un vaso de agua.

—Vaya, eso ha sido… especial —dijo—. Por favor, dile a Jules…

—¿Sí?

—Dile que me gustaría verla en cuanto vuelva a casa. Y que tengo un regalo para ella —dijo con entusiasmo.

Me fui alicaída hacia la puerta trasera.

—Se lo diré, Cole. Quédate con la tarta. Termínala con tu madre. ¡Adiós!

Corrí a casa y cerré la puerta detrás de mí.

No parecía que la lima y la granada surtieran efecto tampoco.

¿Qué podía hacer? Necesitaba ayuda, pero ¿quién podía ayudarme? Me senté pesadamente a la mesa de la cocina y miré el bosque por la ventana. Para empezar, ojalá no hubiera encontrado esa estúpida madreselva en el claro del bosque. Ojalá la hubiera reconocido por lo que era. Ojalá la Reina de los Bosques apareciera en mi puerta y me diera un regalo que me ayudara a arreglar el lío que había armado.

Ojalá…

Di un respingo en mi asiento. Claro que tenía algo que podría ayudarme. Algo con todos los detalles sobre las plantas y cómo usarlas.

Abrí El Libro. Pasé las hojas hasta encontrar finalmente la entrada que me hacía falta.

Lo eché en mi mochila y salí corriendo por la puerta trasera.

Tenía que ir al bosque.