Metí la cabeza dentro de mi guarida en el bosque. Como había esperado, allí dentro no había nada: ni Vik ni ayuda de ningún tipo.
—Deséame suerte —dije a la lona vacía. Me eché la mochila a la espalda y me apresuré sendero abajo.
Fui canturreando la canción de Vik y al final llegué a los dos abetos que se alzaban como una puerta verde. Los crucé corriendo y fui a toda velocidad hasta el baniano.
—¡Vik! ¿Estás? Necesito ayuda —grité, levantando la vista hacia la frondosa copa verde y dorada.
Pero la única respuesta fueron los pájaros piándose unos a otros. El día era húmedo y opresivo y no soplaba ni una brizna de aire.
—¿Vik? ¡Es una emergencia!
Nada. Estaba claro que no había vuelto de dondequiera que hubiera ido con su tía Tanya. Cuadré los hombros. Estaba sola de verdad. Decidí pasear alrededor del estanque para ver si podía encontrar lo que necesitaba. Al cabo de un rato, llegué a una zona que me resultaba familiar. Las plantas de menta habían ocupado una larga extensión. Aplasté una hoja en la mano e inhalé el refrescante aroma: vigorizante, pero la menta no había devuelto el sentido común a Henry. Entonces me acerqué a unos helechos aromáticos que crecían cerca: romero. Cogí un tallo e inhalé su olor a pino. «Romero, para la memoria.» ¿Esto ayudaría a todo el mundo a recordar cómo eran antes de que yo los envenenara? Pero no era lo que me hacía falta.
Y entonces lo vi: una parcela de relucientes hojas con forma de corazón y florecillas blancas. Las comparé con la ilustración de El Libro: gotu kola. El pecho se me hinchó de esperanza. «Una hierba que restaura los sentidos y despeja la confusión.»
—Será mejor que esta funcione.
Me quité la mochila de la espalda y recogí varios puñados de hojas. Olían muy parecido a la albahaca y sabía cómo podría usarlas. A mi familia le encantaban mis brownies de naranja y albahaca, y no creía que nadie se percatara si cambiaba una hierba por otra. Tampoco es que se percataran de nada últimamente.
Cuando pensé que había recogido suficiente, cerré la cremallera de mi mochila y me la eché al hombro. Me apresuré a rodear el estanque de nuevo y, tras dejar el baniano atrás, volví derechita a casa por el sendero. No había tiempo que perder. Ya casi había alcanzado los abetos cuando tropecé con algo tendido en el suelo, pero conseguí agarrarme antes de resbalar.
Un gruñido me sobresaltó.
Ay, no. El jabalí había vuelto… justo en el momento más inoportuno.
Agucé el oído, tratando de averiguar dónde estaba, pero no oí pasos de pezuñas. Ni resoplidos ni chillidos.
Tan solo otro siseo, este incluso más cerca.
Ante mí se irguió una serpiente con capucha monstruosa, de color café salvo por dos puntos simétricos negros en el pecho. Más alta que yo, zigzagueaba adelante y atrás, bailando al son de una música que yo no podía oír.
Me quedé anclada al suelo, hipnotizada por su terrible belleza.
Era una cobra.
¡Imposible! Las cobras no vivían en Massachusetts.
Mis ojos corrieron en busca de una escapatoria. Tres metros más lejos vi un árbol enorme al que pensé que podría trepar.
La cobra seguía zigzagueando y siseando. Avancé de perfil poco a poco hacia el árbol.
Cuando me hube alejado unos pasos, eché a correr, apoyé un pie en una rama baja y trepé para salvar la vida. Me pregunté si sentiría la punzada del mordisco, si el veneno de una cobra dolería mucho y cuánto tiempo tardaría en…
Alcancé una rama alta y miré abajo. Había subido un buen cacho de árbol, como mínimo seis metros, y había dejado de ver a la mortífera serpiente. Solté un débil suspiro. ¿Cuándo sería seguro bajar del árbol otra vez?
Un frufrú me llegó de las ramas más bajas.
Al parecer, a diferencia de los jabalíes, las cobras podían trepar a los árboles.
—¡Auxilio! —grité. Pero no había nadie que pudiera oírme.
La serpiente imposible se deslizaba hacia mí. Mi respiración se volvió más irregular mientras me aferraba más a la rama. Justo cuando pensaba que podía darle la vuelta a la situación en casa, todo terminaría. Y lo que más me entristecía no era la idea de no participar en el concurso de repostería delante de mi ídolo culinario, ni siquiera la idea de morir en medio del bosque que amaba; era dejar a mis hermanas odiándose la una a la otra, y a mi hermano queriéndose solo a sí mismo, y a papá comiéndose todo lo que se le ponía por delante y sin apreciarlo.
Pero no me iba a rendir sin luchar.
El árbol tenía frutos verdes grandes y duros, casi del tamaño de mi cabeza. Arranqué uno y me dispuse a lanzarlo. Probablemente solo tendría una oportunidad.
—Uiiiii-tiu, Uiiiii-tiu —oí encima de mi cabeza.
Miré alrededor en busca de la procedencia y, en un destello de amarillo, el pajarito de colores aterrizó en mi hombro, ligero como una pluma pero cálido y vivo. ¿Cómo lo había llamado Vik? «Pitta.»
—¿Puedes ayudarme, pequeña pitta? —susurré.
El pájaro volvió la cabeza y me miró con sus ojos negros brillantes.
La cobra alcanzó mi rama y reptó hacia mí. Sacaba y metía la lengua mientras se enderezaba a lo largo de la rama. Preparé la fruta en mis manos, apunté y se la tiré con todas mis fuerzas.
La pesada fruta acertó en medio de la serpiente y derribó su cola de la rama. Por una milésima de segundo parecía que iba a caer al suelo. Pero la cobra enroscó el resto de su cuerpo para no caer. Se deslizó de nuevo hacia mí, esta vez más deprisa, y se irguió con la capucha desplegada. Cerré los ojos, esperando el mordisco.
Pero entonces la pequeña pitta se puso a cantar en mi hombro. No era el típico canto de pájaro, sino otra cosa, algo que me resultaba familiar. Sonaba como la memoria de todas las criaturas del bosque: aves y bestias, arroyos y plantas, todo lo que creciera. Sonaba como una invitación.
Cuando abrí los ojos, la cobra se había marchado.
—Con que no necesito tu ayuda en este momento, ¿eh? ¡Pues espera a que vengas a suplicarme ayuda cuando todo esté perdido! ¡Menudos ingratos! Nunca ganarán sin mi ayuda. Y entonces, ¿qué será de…?
—¿Vik? ¿Eres tú? —llamé—. ¡Ten cuidado! ¡Hay una cobra!
Se hizo una pausa. Después:
—¿Mimi? ¿Dónde estás?
Me retorcí y saqué la cabeza de entre las hojas. Atisbé el pelo negro de Vik.
—¡Ten cuidado! ¡Mira a tu alrededor!
Me pareció que estaba rodeando el árbol.
—Mimi, aquí no hay nada. Baja.
No me moví de mi sitio.
—¿Mimi? En serio, aquí no hay nada. Puedes bajar.
Empecé a bajar con cuidado del árbol. Llegué a tierra sin dejar de temblar.
—Esto es mucho más raro que lo del jabalí, Vik. ¡Se supone que aquí no hay serpientes venenosas! ¡Y cobras menos aún!
—¿Estás segura de que era una cobra?
—Era una serpiente gigante de color canela con capucha. Hacía un ruido horrible, como un rugido. —Me encogí de hombros.
—Bueno, fuera lo que fuera, se ha ido —dijo Vik—. ¿Qué estabas haciendo aquí?
Me aferré a las correas de mi mochila; seguía ahí. Agarré el brazo de Vik y tiré de él hacia el camino a casa.
—Anda —dije—, salgamos de aquí.
Llegamos al jardín de mi casa. Solté la mochila y me derrumbé en la hierba, exhausta y bañada en sudor. Vik se dejó caer a mi lado.
—¿Qué hacía una cobra en mi bosque?
—¿Cómo sabes que era una cobra?
—¿Cuántas serpientes hay que se le parezcan?
—Vale —dijo Vik—. Bueno, ya no está. ¿Qué quieres hacer?
Pensé un rato.
—El año pasado había un zorro en el vecindario y llamaron al control de animales. Observaron al zorro, se aseguraron de que no se comportaba como si tuviera la rabia y enseñaron a los vecinos a tener precauciones hasta que al final se marchara. Debería llamarlos ahora. A lo mejor pueden atraparla.
Corrimos a la cocina y hojeé el listín telefónico en busca del directorio municipal. Encontré el número y esperé impaciente a que alguien contestara.
—¿Hola? Quería informar de la presencia de un peligroso animal salvaje —dije.
—¿Te hallas en peligro ahora? —preguntó la mujer al teléfono.
—No, estoy a salvo en casa.
—¿Qué clase de animal es y dónde lo has visto?
—Ha sido en el bosque de Comity. Una cobra.
Se hizo una pausa.
—¿Es una broma? —preguntó la mujer.
—No estoy bromeando. Era una cobra de verdad. Me ha perseguido hasta la copa de un árbol y después de trepar el árbol…
—En Massachusetts no viven las cobras. Probablemente viste una culebra verde.
—¡No era una culebra verde! ¡Era una serpiente con capucha gigante…!
—Jovencita, no deberías gastar bromas telefónicas como esta. Esta línea es para emergencias.
—Pero si yo no…
—Voy a colgarte ahora. Esta línea tiene que quedar libre.
—Pero ¡ni siquiera le he hablado del jabalí! Por favor, escúcheme…
Se oyó un clic. Resoplé a través de mis labios fruncidos y colgué el teléfono.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Vik.
Me aparté el pelo de los ojos.
—¿Tú qué crees? No me ha creído. —Sacudí la cabeza—. Apenas me creo yo misma…
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Vik.
Levanté mi mochila del suelo.
—Ahora hacemos brownies.
Nos lavamos las manos y sacamos el gotu kola. Despojamos los tallos de las hojas verde oscuro con forma de corazón, las lavé y las sequé. Partí un trozo y lo probé: era suave, parecido a la albahaca, pero con un regusto ligeramente amargo, que el chocolate que iba a utilizar velaría.
—¿Qué es esto? —preguntó Vik.
—Gotu kola, ¿te acuerdas? De El Libro. Esto arreglará a todo el mundo. Espero.
Vik abrió los ojos de par en par y le expliqué lo que había deducido de la madreselva y mi deseo de que el gotu kola revertiera los efectos.
Se le agrandaron los ojos. Abrió El Libro y pasó las páginas.
—Madreselva —leyó—. Debe usarse para fomentar el encaprichamiento y el amor.
Suspiré.
—Ojalá lo hubiésemos leído antes de hornear con ella. ¡Hay otros ingredientes mágicos en el bosque!
—Pero, Mimi —dijo Vik—, ¿crees que es cierto de verdad?
—Es la única explicación que tiene sentido —dije—. ¿Si no, por qué iban a comportarse los chicos de forma tan rara de repente? Pero da lo mismo, aunque me equivoque, tengo que intentar arreglar las cosas. ¿Me crees? ¿Vas a ayudarme?
Vik asintió.
—Pues claro.
Cogí mi carpeta de recetas del estante de la cocina y busqué la sección de brownies.
Precalentamos el horno y cubrí una bandeja con papel de cocina y también calenté al baño María un cuenco de chocolate y mantequilla dentro de una cazuela. Vik se ocupó de darle vueltas a la mezcla con la cuchara mientras yo picaba las hojas de gotu kola y nueces en trocitos muy pequeños y lo echaba todo en el robot de cocina.
Papá entró en la cocina.
—¿Qué estás preparando?
—Brownies con dos capas de chocolate —respondí—. Te daré uno cuando estén listos. —«Por favor, que surta efecto», pensé.
—Mejor que sean dos, o cuatro, u ocho —dijo papá riéndose y despeinándome, de manera que el pelo me tapó más la cara—. Voy a tomar un piscolabis y me voy a correr. Me alegra verte, Vik.
Papá se dispuso a prepararse el sándwich más grande que yo hubiera visto en mi vida: tres pisos de salami, encurtidos, dos clases de queso, mostaza, ensalada de col y mantequilla de cacahuetes. Vik lo observaba boquiabierto. Yo estaba segura de que se estaba preguntando lo mismo que yo: ¿cómo era capaz de salir a correr después de comerse eso? No tenía ni idea de si los brownies de gotu kola funcionarían con papá, pero tenía que intentar algo antes de que explotase.
Papá le dio un bocado enorme a su sándwich.
—Guárdame algunos —dijo con la boca llena.
—Prometido —dije mientras él salía de la cocina.
Cuando el chocolate y la mantequilla se fundieron, vertimos el azúcar, la sal, los huevos y la mezcla de gotu kola. Tamizamos la harina y añadimos las chispas de chocolate. «Por favor, que esto le despeje la mente a todo el mundo y que vuelvan a sus sentimientos normales», pensé mientras removía con la cuchara. Probé la masa; estaba muy chocolateada y tenía un regusto a hierbas muy sutil.
Vertí la masa en la bandeja y la deslicé en el horno. Limpiamos los cacharros y apunté las notas de mi receta ahora que seguía teniéndolas frescas en la cabeza.
El temporizador del horno saltó finalmente. Los brownies tenían una pinta estupenda, con la textura clásica de papel agrietado por encima. Metí un palillo en el centro de la bandeja para comprobar si estaban hechos y salió con trocitos de miga pegadas a él. Perfecto: rico y caramelizado.
—Espero que le gusten a todo el mundo —dije mientras dejaba la bandeja en una rejilla para que se enfriara. Necesitaba que estuvieran tan deliciosos que nadie pudiera resistirse a ellos—. Y espero que funcionen.
—El Libro dice que el gotu kola funcionará —dijo Vik.
Asentí, pero no podía evitar la acidez que me revolvía el estómago.
En cuanto los brownies se hubieron enfriado lo suficiente como para poder comerse, los corté e inhalé el aroma embriagador de las hierbas frescas y el chocolate. Puse uno en una servilleta y se lo di a Vik, después cogí otro y le di un mordisco. Había aprendido la lección: no volvería a darle nada a nadie sin haberlo probado yo primero.
El brownie estaba delicioso y esponjoso. Las hierbas resaltaban el chocolate negro de una forma que me recordaba a la menta.
—¿Qué piensas? —le pregunté a Vik.
—Delicioso —dijo—. Sabía que lo estaría.
—Pero ¿crees que curará a todo el mundo de su… delirio madreselva?
Vik se frotó las manos.
—Solo hay una manera de descubrirlo. ¿Quién has dicho que está en la lista? ¿Tus hermanas?
—No, solo los chicos. Henry, Cole y Fletcher. Oh, y papá, por supuesto. Es el que se comporta más raro de todos.
Un coche entró por la vereda de la casa vecina y un chico greñudo salió de él. La suerte por fin nos sonreía.
—Vamos a probarlo con Cole primero.
Cubrí la bandeja de brownies con papel de aluminio para que papá no se los zampara todos antes de que el resto los probara.
—Suena bien —dijo Vik—, pero ¿es tu máxima prioridad?
—¿Estás de broma? ¡Apareció disfrazado de balón de fútbol gigante e hizo que Jules fallara su penalti en el partido de ayer!
Vik se rio.
—¡Uau, qué pasada! ¿Por qué me pierdo siempre las cosas divertidas?
—Créeme, no es divertido si te está pasando de verdad. ¡Tengo que pararle los pies antes de que haga algo mucho peor! Hala, vamos.
Corrimos a la casa vecina. Cole estaba junto a la encimera de la cocina, inclinado sobre algo pequeño.
—Tengo otro dulce para ti —anuncié. Dejé un brownie en la encimera.
Cole terminó de ajustar algo con un destornillador, luego se apartó y contempló su obra.
Vi que Cole había estado trabajando en un pequeño robot con ruedas en lugar de piernas. Parpadeaba con alegres luces azules.
—¡Qué hombrecillo tan chuli! —dije.
Cole cogió el brownie y lo olisqueó.
—Huele de maravilla. —Dio un mordisquito, luego otro, y después se lo acabó en cuestión de segundos—. ¡Uau! —murmuré mientras cogía otro, que se tragó con la misma rapidez.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté ansiosa.
—Bien, esto… —Se frotó la cabeza—. Tío, ¿qué narices he estado haciendo? —Miró el robot consternado—. Lo he programado para que espere a Jules en el jardín y la siga por la casa cantándole canciones de amor. ¿En qué estaba pensando?
Solté una risita.
—Sí, no creo que le hiciera gracia.
—No se lo cuentes —dijo Cole—. Y… ¿le fastidié el partido ayer?
Dejé escapar la respiración que había estado conteniendo. Qué alivio… ¡Había vuelto a la normalidad!
—Falló el penalti y su equipo perdió.
Cole dio un respingo.
—¡No puedo creer lo estúpido que he sido! Es la persona más maravillosa que he conocido jamás… ¡Tengo que compensarla!
Cogió el robot y salió a toda prisa de la cocina.
Bueno, tampoco tan normal. Me volví hacia Vik.
—Al principio he pensado que había funcionado, pero ¡sigue gustándole!
—Igual…
—Igual necesita más gotu kola. ¡Igual necesitamos repensar toda esta operación!
—Mimi…
—¿Qué? —estallé.
Vik suspiró.
—¿Por qué no probamos los brownies en otra persona y vemos qué pasa? ¿Henry está en casa?
—Eso creo —dije—. Va a ser mucho más difícil conseguir que se los coma, pero supongo que no perdemos nada.
¿Qué otra opción tenía?