17 En el columpio

Ahora me queda esperar a papá —dije.

—Me quedo contigo —dijo Vik—. ¿Quieres que esperemos ahí? —Señaló el viejo columpio de Emma—. Tendremos buenas vistas de todo el jardín.

Fuimos al jardín de Cole. Puse la bandeja de brownies medio llena en lo alto del tobogán, me senté en un columpio y me mecí con los pies en el suelo y un ojo atento a la llegada de papá. Vik hizo lo mismo y, entonces, con una sonrisa, empezó a columpiarse en serio. Le devolví la sonrisa y cogí impulso también.

Recordé cuando me columpiaba con Emma y nos imaginábamos que estábamos en una nave espacial rumbo a Marte, o que éramos gimnastas descolgándonos de barras asimétricas.

—¿A que llego antes que tú a la luna? —dijo Vik, meciéndose cada vez más y más alto.

—Vale —dije pisando el suelo con más fuerza y echando la cabeza hacia atrás cuando mis pies tocaban el cielo. Era un gustazo estar aquí con un amigo otra vez, sabiendo que Henry, Cole y Fletcher habían recuperado la normalidad y que mis hermanas eran felices.

Entonces, boca abajo, vi a papá, que entraba corriendo en nuestro jardín.

Me enderecé y me solté del columpio, aterrizando como un fardo.

—¡Papá! —lo llamé mientras luchaba por ponerme en pie—. ¡Tengo algo para ti!

Papá se detuvo y me miró con sorpresa. Subí corriendo el tobogán y cogí la bandeja de brownies mientras Vik bajaba de un salto de su columpio y se acercaba a nosotros.

—Mira, te he guardado unos cuantos, como te prometí.

Todavía jadeando, se los tendí.

—Tienen una pinta fantástica, Mimi. ¡Gracias! —dijo papá, y se inclinó sobre la bandeja para coger un par.

—Todo el mundo dice que son los mejores brownies que han probado en su vida —dijo Vik—. Mimi tiene mucho talento.

—Tenemos mucha suerte de tenerla —dijo papá con la boca llena.

—¿Qué te parecen los sabores, papá? —pregunté. Contuve la respiración.

Papá terminó de masticar y se relamió los labios.

—Pues están… llenos de… ya sabes…

—¿Sí? Vamos, papá: chocolate y hierbas.

—Chocolate seguro —dijo papá con un fulgor púrpura en los ojos—. ¡De rechupete! ¿Puedo repetir?

Se me encogió el corazón.

—Uh…

—Me llevaré el resto. Son el piscolabis perfecto para después de una larga carrera.

Papá cogió la bandeja con ambas manos y entró a casa trotando.

Me volví hacia Vik.

—Parece que los brownies no surten efecto en mi padre.

Vik me miró preocupado.

—Sí, pero ¿por qué no? ¿Él también comió galletas de madreselva? ¿De qué se ha enamorado él? ¿De la comida?

Meneé la cabeza y me hundí otra vez en un columpio.

—Está muy raro desde que volvió de su viaje hace un par de semanas. No es solo que se come todo lo que pilla; es que parece no importarle si algo está delicioso o asqueroso, y no comenta nada de los sabores. ¡Y eso que es crítico culinario! Su trabajo consiste en eso literalmente. Cuando no está comiendo se pasa horas y horas corriendo en el bosque. Y… tiene los ojos diferentes. Como de color diferente a veces.

—¡Oh! —dijo Vik mientras se sentaba en el otro columpio.

—¿Oh qué?

—No estoy diciendo que sepa nada de lo que le pasa a tu padre, pero el padre de mi amigo, el verano pasado cuando estaba en Portugal, empezó a comportarse raro también.

—¿Sí?

Me incliné hacia delante. ¿Sabía Vik algo que pudiera ayudarme a descubrir qué le pasaba a papá?

—Al principio eran cosas sin importancia. Tenía reuniones tarde, por ejemplo, o se olvidaba si mi amigo tenía un partido o un concierto. Pero entonces se hizo un nuevo corte de pelo. Y empezó a trabajar mucho más fuera de casa.

—Ajá —dije.

—Y también se puso lentillas de colores.

—¡Por eso tenía los ojos distintos entonces! ¿Y luego qué pasó?

Vik me miró con tristeza.

—Que los abandonó.

Un escalofrío me recorrió la espalda y el corazón me dio varios vuelcos.

—¿Qué quieres decir con que los abandonó?

Vik miró al suelo y asintió.

—Le dijo a su familia que tenía que arreglar algunas cosas, pero resultó que tenía otra novia y que quería estar con ella.

No supe qué decir.

Eso era horrible. Pero no era lo que le estaba pasando a mi familia. No podía ser.

¿O sí?

Me aparté de un soplido un mechón de pelo de los ojos. No podía creer que papá quisiera abandonarnos. No podía ser. Tenía que pensar. Tenía que idear un plan.

—Tengo que irme. ¿Nos vemos mañana? —le dije.

—Vale. —Vik me miró ansioso—. Oye, estoy seguro de que la historia de tu padre no tiene nada que ver con abandonaros. He visto a tu familia: os queréis. Olvida que te he dicho nada.

—No pasa nada —dije. Volví caminando a casa mareada.

Pero sí que pasaba.

¿Era posible? ¿Papá iba a dejarnos? ¿Explicaba eso su extraño comportamiento? Entré en la cocina como una zombi y me quedé mirando en blanco la bandeja de brownies vacía sobre la encimera. Pero volverse un glotón no significaba que papá quisiera abandonarnos, ¿verdad? A menos que eso formara parte de un plan para que todos estuviéramos disgustados con él. Pero entonces pensé en papá y en su pérdida del sentido del gusto y su negativa a hornear conmigo… ¿Era todo una actuación para poder alejarse de mí, de todos nosotros?

Tiré la bandeja dentro de la pila con un estruendo. Había llegado el momento de tomar medidas desesperadas.

Me quedé al pie de la escalera y agucé el oído. Pude oír la ducha del cuarto de baño del piso de arriba, y la puerta del dormitorio de mamá y papá estaba cerrada. Henry se habría marchado ya a su ensayo probablemente. No había señales de Riya o de Fletcher.

Entré de puntillas en el despacho de papá, junto a la cocina. Era una habitación pequeña, pero acogedora, y siempre estaba algo revuelta. Apilados en su rayado escritorio había recibos de hacía un mes o dos, tarjetas de empresa, una taza que olía a café pasado, envoltorios de chicles (de canela actualmente), fotos de nosotros de pequeños, bolígrafos, lápices rotos, notas adhesivas con listas y montones de migas.

La parte más bonita de la habitación era la ventana que daba a la parte trasera: capturaba el sol vespertino y lo amplificaba de tal modo que todo desprendía un resplandor dorado al final del día, cuando papá decía que estaba más inspirado para escribir. Papá siempre decía que los «poetas necesitaban tiempo para mirar por las ventanas» y, aunque ninguno de nosotros era poeta, yo comprendía lo que quería decir.

La funda del ordenador portátil estaba en su escritorio. Abrí la cremallera silenciosamente y saqué el ordenador. Cuando apareció la pantalla de la contraseña, tecleé: mimimouse527.

Apareció un mensaje de error. Contraseña incorrecta. ¿Contraseña incorrecta? A lo mejor la había escrito mal. Probé de nuevo, tecleando cuidadosamente: mimimouse527.

Error.

¿Por qué había cambiado papá su contraseña? Al final reconocí mi derrota y volví a meter el ordenador en su funda.

Me sentía fatal por husmear entre las cosas de papá, pero tenía que saber si existía alguna clave que explicara su extraño comportamiento. Bajé la cremallera de un compartimento exterior de la funda del portátil, pero estaba vacío. Ni folletos ni notas escritas a mano.

Abrí con cuidado la otra cremallera externa, tanteé dentro y pesqué un libro. Un libro de la biblioteca, a juzgar por el plástico que envolvía la cubierta. Cuando lo giré para verlo más detenidamente, un trozo de papel cayó y planeó hasta el suelo. Solo era una tarjeta de embarque. Eché un vistazo a la cubierta —Escritura fantasma para bobos— y lo dejé en el escritorio. Me agaché para recoger la tarjeta de embarque cuando mamá me llamó desde la escalera.

—¿Mimi?

Cogí rápidamente la tarjeta de embarque y volví deprisa a la cocina.

—Dime, mamá.

—¿Quieres venir al cine conmigo? Echan la película del chef que querías ver en Bridgeton dentro de una hora.

—Suena genial. ¡Gracias!

—¿Quieres invitar a Vik?

Eché un vistazo al papel que tenía en la mano y me quedé helada.

—¿Mimi?

—Sí, claro, se lo preguntaré —dije con la que deseé que fuera una voz normal.

Me senté muy seria y volví a leerla.

La tarjeta de embarque decía que papá había volado a casa desde Chicago hacía dos semanas.

Pero se suponía que había vuelto de Houston.