19 La canción de cuna

—¿Cómo se encuentra? Ajá, vale. Eso es bueno… ¿Que piensan qué? —dijo Henry. Horas después mamá llamó finalmente con nuevas noticias de la sala de urgencias.

Yo no podía estarme quieta.

Henry levantó un dedo.

—Buenas noticias. ¿Ya podemos ir? ¿Qué? Ah, vale. —Hizo una pausa—. Estamos todos bien. Sí, hemos comido. No te preocupes. Nosotros también te queremos. Adiós.

—¿Ya podemos ir? —preguntó Riya.

—Mamá ha dicho que es mejor no molestar. Papá va a pasar la noche allí por precaución, pero los médicos dicen que se pondrá bien. Mamá vendrá a casa pronto.

—¿Saben qué le pasa? —pregunté.

—La enfermedad de Lyme. Al menos eso es lo que creen, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que papá pasa en el bosque.

—¿Y eso puede poner a alguien tan enfermo? —preguntó Jules.

—Supongo —dijo Henry.

—¿La enfermedad de Lyme te vuelve los ojos de color púrpura? —pregunté.

Henry me miró dos veces.

—¿Qué?

—Nada. —Al parecer nadie más lo había visto.

—¿Pueden curarlo? —preguntó Riya.

Henry asintió y se pasó una mano por los rizados cabellos.

—Sí. Van a darle antibióticos ahora aunque ya se encuentra mejor.

—Voy a llamar a Cole para contarle lo que está pasando —dijo Jules. Subió las escaleras a zancadas.

—Voy a darme una ducha —dijo Henry—. ¡Vaya nochecita!

—Yo también voy a subir. Ahora bajo.

Riya apoyó una mano cariñosa en mi hombro.

Una vez sola, solté un largo suspiro que había estado conteniendo sin darme cuenta. Aunque me asustaba que papá estuviera en el hospital, me aliviaba que los demás pudieran ver finalmente que le pasaba algo. Me pregunté, no obstante, si la enfermedad de Lyme podría explicarlo todo. Emma la había padecido hacía dos años, y sus ojos y su apetito siguieron siendo normales; lo único que tuvo fue un sarpullido. Y Cole, Fletcher y Henry habían tenido los ojos púrpura y no parecían sufrir la enfermedad de Lyme.

Deambulé hasta la sala de estar y me descubrí sentada a la mesa junto al piano. Mi clarinete brillaba a la luz menguante.

Lo cogí y me senté en el borde del sofá, mirando el bosque por la ventana. Era el solsticio de verano, el día más largo del año. Y el sol acababa de ponerse en el horizonte. Me llevé la boquilla a los labios y me puse a tocar la canción de Vik. Cerré los ojos y sentí la luz del sol en la piel, trémula a través de las copas de los árboles. Oí la canción de un pájaro. «Ven conmigo», decía la canción. La toqué sin cesar; me perdí en la música.

Abrí los ojos al escuchar el sonido de una guitarra. Henry estaba sentado en un sillón frente a mí, con el pelo mojado reluciente, oliendo a champú y rasgueando la guitarra. Tocó los acordes con fluidez, como si ya conociera la canción. Me miró a los ojos y me saludó con la cabeza.

Por primera vez en mi vida no sentí vergüenza haciendo música con mi hermano. Para mi propia sorpresa, canté:

Ven conmigo. Va a salir el sol en nuestro rincón. Va a pintar el mundo de rosa y dorado.

Porque tú y yo nos conocimos bajo el baniano. Tú y yo juntos para siempre. Anda, ven conmigo

Anda, ven conmigo. Anda, ven conmigo. Anda, ven conmigo.

Jules vino a la habitación y se puso a percutir en la mesa de centro con un ritmo sincopado. El centro de la mesa, más pesado, emitía un sonido profundo y apagado, pero los extremos sonaban más ligeros y huecos. Volví al clarinete, sintiendo el ritmo de la percusión de Jules en mis huesos. Entonces oí cómo Henry entonaba a su vez la canción:

Ven conmigo y siente el sol de mediodía En nuestro rincón, siente el mundo con alegría.

Porque tú y yo tocamos juntos bajo el baniano. Tú y yo por siempre juntos. Anda, ven conmigo.

El corazón me dio un vuelco. Me asombraba la capacidad de Henry de inventarse una letra que encajaba tan bien. Pero entonces Jules empezó a cantar:

Ven conmigo y huele el atardecer en nuestro rincón. Huele el aroma púrpura y tenue.

Porque tú y yo nos quisimos una vez bajo el baniano. Tú y yo juntos para siempre. Anda, ven conmigo.

Sentí un hormigueo en la piel y el clarinete me tembló en las manos. ¿Cómo lo había hecho? Miré a Jules boquiabierta y ella me guiñó un ojo y puso un entusiasmo extra en la percusión. Entonces se me vino a la mente esta idea: había una cuarta estrofa. ¿Quién iba a cantarla?

Oí la voz agradable de una mujer que serpenteaba en el aire como una parra. Pensé por un segundo en la señora T., pero entonces comprendí quién estaba cantando.

Ven conmigo y escucha el canto de las estrellas. En nuestro rincón, escucha el mundo adormilarse.

Porque tú y yo descansamos juntos bajo el baniano. Tú y yo juntos para siempre. Anda, ven conmigo. Anda, ven conmigo. Anda, ven conmigo.

Riya miró por la ventana mientras terminaba de cantar. Hubo un momento de silencio absoluto.

—¿Cómo es que todos conocéis esta canción? —susurré. Me sentí como si los cuatro estuviéramos atrapados en una burbuja que no dejaba entrar suficiente aire.

—Por lo mismo que tú —dijo Henry sonriendo—. Mamá nos la cantaba todas las noches cuando éramos pequeños. ¿No te acuerdas?

—Decía que su madre solía cantársela a ella. Imagino que se remonta a generaciones enteras —dijo Riya.

—Es divertido hacer música contigo —dijo Jules—. Nunca antes te habías quedado a tocar.

Y entonces lo recordé: mamá meciéndome en su regazo, su voz suave en mi oído, sus brazos aferrándome a ella mientras me adormecía con la melodía.

—A mí solo me canturreaba la canción. No me cantaba la letra —dije—. O creo que no.

—Pues es la canción de la familia —dijo Henry despeinándome—. Añeja pero buena.

—Vik me enseñó esta canción —dije.

—¿Cómo podía conocerla? —preguntó Jules.

—No lo sé. Así es como lo encontré: estaba tocándola en el bosque —dije—. Tiene una flauta de caña vieja.

Vik me había dicho que era una canción de su familia y yo me preguntaba ahora cuál sería la relación entre nuestras familias.

—Así que sigues pasando todo el tiempo en el bosque —dijo Riya. Me miró con curiosidad—. Creí que eso se terminaría cuando Emma se fuera.

—Adoro el bosque —dije—. Es donde me siento más yo.

—Pero ahora que papá ha contraído la enfermedad de Lyme, ¿no deberíamos alejarnos todos del bosque? —preguntó Jules.

—Siempre llevo insecticida y tengo cuidado con las garrapatas. Estoy bien, y voy a volver.

—Pero Mimi…

—Déjala tranquila, Jules. Que sea feliz —dijo Riya.

Estaba más que medianamente sorprendida de que Riya saliera en mi defensa.

—Gracias —le dije—. El bosque es parte de mí y no puedo prescindir de él. Solo tengo que tener cuidado.

—¿Eso qué quiere decir? ¿Cuidado de las garrapatas? ¿De la hiedra venenosa? —preguntó Henry.

—No —dije, sonrojándome furiosamente e intentando apartar pensamientos de jabalíes y cobras y madreselva deliciosa pero peligrosa.

—¿Qué nos estás ocultando?

Los ojos de Riya me perforaron como si pudieran verme el cerebro.

—Nada —dije.

—Mimi, ¿estás bien? —preguntó Jules.

—¿Hay algo que quieras contarnos? —preguntó Henry.

Negué con la cabeza.

—Vamos, Mimi —dijo Jules—. Queremos ayudarte.

Busqué con dificultad alguna excusa.

—Es solo… es solo que estoy nerviosa por el concurso.

Era cierto. En parte.

—¿Y estás preparada? —preguntó Riya—. ¿Tienes pensados todos los pasos?

Pestañeé.

—Pues es que hemos estado tan preocupados por papá…

—¿Qué vas a incluir en tu menú? —preguntó Henry.

—Ya casi he terminado…

—Tienes que saber exactamente lo que vas a hacer y cuánto tiempo te llevará —dijo Jules. Dio un pisotón en el suelo—. El concurso es pasado mañana, ¿verdad? Cole vendrá con nosotros para animarte.

—Es un detalle por su parte. No sé exactamente lo que voy a hacer, pero…

—¡Niños! ¿Dónde estáis? —Nos llegó la voz de mamá.

—En el comedor —respondió Henry.

Mamá tenía el cabello rizado alborotado por los hombros. Parecía aliviada, sin embargo, y nos abrazó a todos de una.

—Oh, niños —dijo—. Se pondrá bien.

Ojalá yo estuviera tan segura.