Los pájaros me despertaron. El cielo clareó y una raya rosada apareció en el horizonte mientras yo miraba por la ventana abierta de mi habitación. El aire fresco y húmedo del rocío no consiguió aliviar el pastel de miedo fundido en mi estómago.
Solo anhelaba desaparecer en el bosque y no volver a ver a nadie en mi vida.
Pero no podía. Porque podría toparme con Vik.
Me obligué a ir a la cocina y preparé los ingredientes. Pero, por primera vez en mi vida, la perspectiva de hacer pasteles no me hacía feliz.
«No vas a ganar. No hagas el ridículo.»
Di un puñetazo en la encimera, volcando un cuenco de mezcla y sumergiéndome en una nube de harina.
Después de todas las horas que habíamos pasado juntos, de todas las historias que habíamos compartido, de toda la comida que habíamos compartido, ¿qué había pasado? ¿Por qué había sido Vik tan cruel de pronto?
Y también había hecho algo más, algo que yo había descubierto cuando levanté del suelo mi mochila, extrañamente ligera, para volver a casa.
Se había llevado El Libro. ¡Justo cuando más lo necesitaba! Quería tenerlo de referencia si conseguía llegar a la fase final.
Ahora estaba completamente sola.
No importaba. Iba a competir. Me desempolvé y me puse manos a la obra. Mientras estaba horneando las lionesas, dudé en cuanto al relleno. Seguro que mucha gente pensaba utilizar zanahorias. Eran claramente la raíz más fácil de cocinar. No podría ganar si jugaba sobre seguro… Había aprendido la lección a las malas, con las galletas de vainilla.
Rebusqué por la despensa y el frigorífico, con la esperanza de encontrar algo de inspiración de último minuto. No hubo suerte.
Y entonces abrí el congelador y vi lo que me esperaba dentro.
Iba a correr un riesgo.
Debería existir una palabra para estar agradecida y aterrorizada al mismo tiempo. ¿Agradeterrorizada? ¿Aterroagradecida? Porque así es como me sentía con la familia al completo, que había venido a apoyarme. Ahora se tomaban en serio mi repostería, así que sería mucho peor cuando metiera la pata. Si metía la pata.
Para cuando todo el mundo ya estaba listo para partir, yo rellenaba la última lionesa con una crema pastelera verde pálido. Lamí un poco del dedo. Estaba buena: una mezcla intrigante de pistacho caliente, cardamomo floral y jengibre vigorizante. Y el jengibre, desde luego, era una raíz. Solo me hubiera gustado saber qué decía El Libro sobre él. ¿Y estaría lo bastante rico? Ver la sobra del kulfi de mamá —crema helada india muy azucarada y condimentada con pistacho, jengibre y cardamomo— me había inspirado para preparar una crema pastelera con los mismos sabores.
Coloqué con esmero los sombreros de las lionesas y pegué pistachos molidos a los lados del relleno. Con la manga pastelera, añadí puntitos de glaseado blanco en lo alto y un trozo de jengibre confitado en cada una.
—Tienen una pinta increíble. ¿Qué son, petits fours? —preguntó Henry echando un vistazo por encima de mi hombro.
—Los petits fours son pastelitos. Esto son lionesas —dije con un esbozo de sonrisa—. El dulce favorito de Trufi Fru. Así se hizo un nombre en el mundo de la cocina en televisión: ganó un concurso con sus lionesas de trufa.
—Qué gracia, porque se llama Trufi —dijo Jules apurando su zumo de naranja.
—Ese no es su nombre real, boba —dijo Riya poniendo los ojos en blanco—. ¿A que no, Mimi?
—Sí, tiene un nombre gracioso —dije—. Se llama Príamo, pero lo abrevia como P. —Respiré hondo—. Sé que me arriesgo haciendo las lionesas. Si meto la pata de alguna manera, las aborrecerá, y yo no pasaré al concurso en directo. Pero he añadido mi toque personal y espero que sean interesantes por lo menos.
—¿Ya estás lista, Mimi?
Papá levantó mi soporte de tres pisos para postres y se dirigió al recibidor. Desde que había vuelto a casa, no había tenido más fiebre ni los ojos púrpura. Había tirado incluso la caja de bombones que le habían enviado durante su convalecencia. Supuse que lo único que necesitaba eran antibióticos después de todo. Mamá cogió las llaves del coche y mi mochila cargada de los ingredientes que necesitaría si llegaba a la final.
Coloqué las lionesas en una caja y cerré la tapa herméticamente.
Respiré hondo y salí de la cocina.
Había llegado la hora de conocer a Trufi Fru.
Aparcamos al final de la calle y, mientras nos apresurábamos al Café de las Horas, pasamos por delante de El Salero.
—¿Quieren probar nuestras papas deportivas? —Un adolescente musculoso estaba distribuyendo muestras gratuitas—. Y dentro estamos sirviendo una tostada especial de aguacate que ayuda a mejorar el cálculo.
¿El cálculo?
—No, gracias.
Papá negó con la cabeza y siguió avanzando a zancadas hacia el café.
Contuve la respiración cuando pasamos por delante de una limusina negra y lustrosa aparcada delante del Café de las Horas. ¡Trufi Fru ya había llegado! Pensé que íbamos a llegar temprano, pero ya había cola en la puerta. Por fortuna, avanzaba deprisa.
Chicharrillo estaba en la entrada. Lucía un vestido blanco vaporoso y una diadema de delicadas flores rosa en el pelo y llevaba una fuente con tazas de líquido dorado.
—Les damos la bienvenida a nuestra dulce cafetería —dijo, y sus mejillas se sonrosaron encantadoramente al hacer una pequeña reverencia—, para el concurso de verano, en este su primer día.
Cada uno cogía una taza al pasar y nos bebimos la dulce y fría bebida. Era refrescante y sabía a gaseosa de jengibre con un remolino de melocotones veraniegos. Entonces Chicharrillo nos invitó con la mano a pasar por la puerta abierta.
—¡Uau! —dijo Henry.
Entramos a un bosque encantado culinario. Habían pintado las paredes para que parecieran una arboleda y el cielo se asemejaba al cielo de verano en el bosque, con sus correspondientes ramas sobresaliendo. Había podas ornamentales y capachos rebosantes de flores silvestres. Las mesas estaban agrupadas a un lado, aún cubiertas con sus relucientes manteles. Una música onírica flotaba en el ambiente y aromas a pino y a hierbas llegaban en suaves corrientes. Las mariposas revoloteaban y aterrizaban en la cabeza y los hombros de la gente.
Y dondequiera que mirásemos, había fuentes de productos horneados; la mayoría, como comprendí, extraídos directamente de las páginas del libro de cocina de Trufi Fru. La vitrina de dulces y el mostrador cercano estaban ocultos tras cortinas que parecían una pared de hojas perennes.
La camarera gótica y excéntrica que había visto una vez estaba sentada a una mesa de registro que parecía cincelada de una piedra musgosa. Su diadema de orejas parecía una telaraña extendida. Intenté no mirarla con descaro.
—¿Cuántas personas son en su grupo? —preguntó echando un vistazo detrás de mí.
—Seis —dije.
—Qué dulce. ¿Dónde está tu Hoja de Oro para concursar?
Extendió una mano de largos dedos y le entregué mi hoja. La examinó con cuidado, levantándola a la luz como comprobando que no fuera falsa. Pareció satisfecha y me pasó un folio.
—Y ahora tienes que firmar este formulario, por si ganas, para que empiecen tus prácticas obligatorias.
—¿Cómo? —dijo papá—. ¿Qué clase de contrato es este?
—Son unas prácticas, papá. ¡El ganador del gran premio podrá hornear con Trufi Fru y conseguirá unas prácticas en el Café de las Horas!
—¿Y qué pasa con el campamento? —intervino mamá.
—Mamá, papá, por favor. Para mí trabajar aquí este verano sería un sueño hecho realidad —supliqué.
Mamá y papá se miraron. Mamá asintió un poquito.
—Vale —dijo papá.
—Gracias por entenderlo, mamá y papá.
Me tembló la mano cuando firmé y recibí mi número de concursante.
En la otra punta de la sala, frente a las ventanas que daban al bosque, había una mesa enorme con fuentes de productos caseros horneados y un par de docenas de niños arremolinados alrededor. Busqué en vano la chaqueta blanca almidonada y el alegre gorro pastelero de Trufi Fru. ¿Iría vestido con ropa de calle, puesto que hoy no iba a hornear?
Cogí el soporte para los postres que llevaba papá y corrí a la mesa, todavía buscando a Trufi con la mirada. Una vez allí, procuré arreglar mis lionesas de la forma más atractiva posible. Estaban preciosas, la verdad: masa dorada y relleno verde pálido, como la cafetería a nuestro alrededor. Deseé que Trufi Fru pensara lo mismo.
«No hagas el ridículo», resonaba en mi cabeza la voz de Vik.
—Para —susurré.
—Hola, Mimi Mouse —me llegó por detrás la voz almibarada de Kiera.
Me volví despacio e intenté sonreír sin éxito.
—Hola, Kiera.
Llevaba una falda de color sandía y una camiseta vainilla crema y estaba perfecta, como siempre. Su lustroso cabello recogido hacia atrás formaba una elegante coleta. Vi que calzaba sandalias, algo muy desaconsejado para la seguridad en la cocina.
—¡Qué tono de verde tan pálido! —dijo Kiera mirando de reojo mis lionesas—. ¿No llevan chocolate, eh?
—Se me ocurrió hacer algo diferente —dije.
—Igual que yo —dijo Kiera.
Señaló el soporte de postres alto y dorado que estaba junto al mío. Albergaba el pastel de zanahoria más espectacular que nunca había visto, de tres capas, extraordinariamente alto y uniforme, y coronado con volutas de cremoso glaseado. Yo sabía que las capas estarían húmedas y especiadas y el glaseado agridulce. Parecía salido de una pastelería profesional. Se me cayó el alma a las polvorientas deportivas, que arrastré incómoda.
—Tiene una pinta preciosa —dije, procurando mantener la voz uniforme—. Imagino que has aprendido un montón trabajando aquí.
—Sobre todo de presentación —dijo Kiera. Miró mi conjunto desaliñado de camiseta y pantaloncitos y echó un vistazo a mis lionesas de nuevo con semblante engreído.
Miré con ansiedad mis lionesas. ¿Eran irregulares algunas de ellas? ¿Había cometido un error al elegir algo sencillo como el jengibre caramelizado de adorno? El postre de Kiera parecía elaborado por una experta, pero el mío parecía obra de un niño. Y tampoco de un niño especialmente talentoso, dicho sea de paso.
—¿Dónde está Trufi Fru? —pregunté.
—Ha tenido que atender una llamada de teléfono —dijo Kiera haciéndose la importante—. Seguro que vuelve enseguida para ejercer de juez. ¿Ha venido tu padre? Seguro que le emociona estar en un sitio con tantos postres de rechupete —dijo con una risita.
Crucé los brazos.
—No hables de mi…
—Mira, ahí está Francesca. Hasta luego, Mimi.
Kiera me despachó con un gesto de la mano y se encaminó hacia el otro extremo de la cafetería.
Respiré con serenidad e intenté sacarme de la cabeza a Kiera y su pastel perfecto, y después fui rodeando la mesa para ver el resto de dulces. Había brownies de remolacha y barritas de zanahoria y algunos artículos más ambiciosos, como una masa coronada de rodajas de patata y caqui, una tarta de chirivías caramelizadas y un bizcocho Bundt amarillo con un glaseado precioso por encima que me pareció que estaba hecho con cúrcuma. Pero nada podía compararse con el pastel de zanahoria de Kiera. Era posible, solo posible, que yo llegara al concurso en directo. Pero si Kiera se había convertido de pronto en una chef pastelera experimentada, ¿cómo iba yo a competir con ella?
«No ganarás», susurró la voz de Vik en mi cabeza.
El aire circundante me pareció repentinamente cargado y apenas pude respirar. Mis hermanos parloteaban con sus amigos —Cole, Fletcher y Lily habían venido también— y mamá y papá hablaban con nuestros vecinos, pero parecían muy lejos, como si los estuviera viendo a través del extremo del telescopio que no era. Necesitaba salir de la cafetería, aunque solo fuera un momento.
Me abrí paso en la abarrotada sala y llegué a la puerta trasera, que daba a un pequeño patio. Salí a trompicones, me sujeté a la barandilla metálica y aspiré grandes bocanadas de aire. Me quedé mirando el río que discurría perezosamente hacia algún mar distante y deseé poder flotar con él.
—Te he dicho que volveré lo antes posible —resonó una voz profunda detrás de mí.
Me volví con sorpresa. Trufi Fru estaba sentado en un taburete de metal hablando por su teléfono móvil. Llevaba una chaqueta de chef inmaculada que contrastaba con sus vaqueros oscuros y sus botas de motorista. Se había puesto un gorro de punto azul marino en lugar de su gorro pastelero habitual, y sus cabellos y barba negros tenían motas canosas. Un pendiente de aro le colgaba de una oreja. Parecía un chef pirata estrella de rock.
—Sí, ya sé que tengo que estar ahí a las ocho. Como te he dicho, llegaré a tiempo. No creo que esto dure más de un par de horas… Sí. Adiós.
Se quitó el teléfono del oído y empezó a teclear la pantalla.
Como no quería que pensase que había estado espiándole, intenté escabullirme por la puerta trasera.
Trufi Fru me miró fijamente con sus ojos azul claro.
—¿Te ha dicho la señora T. que salieras a vigilarme? Ya le he dicho que volvía enseguida, que tenía que hacer una llamada.
Sus ojos no estaban llenos de alegría como en la tele. Los ojos de Trufi Fru estaban claramente molestos.
—Oh, no, chef Fru —dije—. Solo… solo he salido a tomar un poco el aire.
—Pues entonces siéntate —dijo, indicándome el taburete a su lado.
Me senté.
¡Estaba sentada al lado de Trufi Fru!
Lo miré por el rabillo del ojo, pero él centraba toda su atención en el teléfono, así que observé el río y el bosque e intenté dejar de temblar.
—Yo me crie en Comity, ¿sabes? —dijo.
—Lo sé —dije con fervor.
—Siempre me ha gustado el bosque de Comity. A veces desearía no haberme ido nunca de aquí.
—Pero… —Contuve el aliento—. Vives en Nueva York y tienes tus restaurantes y tu programa de la tele y tu libro de cocina. Yo he aprendido mucho de ti.
—¿Ah, sí? Se volvió hacia mí con una expresión ilegible.
—He leído Travesuras y magia en la cocina tantas veces que casi me lo sé de memoria. Me encantan todas las historias que cuentas sobre preparar comida para tu familia y tus amigos. Intento experimentar con hierbas y especias cuando horneo, y es todo gracias a ti.
Trufi Fru me estudió.
—Bueno, pues entonces supongo que es bueno que me fuera después de todo. Se metió el teléfono en el bolsillo.
—Es maravilloso que quieras ser el juez de un concurso de niños. ¿Es porque eres muy amigo de la señora T.?
Él desvió la mirada hacia el horizonte.
—La conozco, en realidad, desde hace una semana solamente —dijo—. Y, si te digo la verdad, no tengo ni idea de por qué estoy aquí. Me dio el chocolate amargo más repugnante que he probado en mi vida. Pero cuando me pidió que viniera, me sentí… obligado… —Su voz se apagó.
—Chef Fru, ¿te encuentras bien?
Pestañeó y negó con la cabeza.
—Sencillamente, no le dices que no a una mujer encantadora como ella. Tengo un nuevo libro de cocina que está a punto de publicarse y tengo que estar de vuelta para una firma de libros en Nueva York esta misma noche. Mi publicista quiere matarme, pero le he dicho que esta mañana tenía que estar aquí. Sea como sea, es bueno conocer a un alma gemela. ¿Cómo te llamas?
—Mimi. ¡Qué ganas de leer tu nuevo libro!
—Bueno, Mimi —Trufi Fru me estrechó la mano—, puede que estés de suerte.
Bajamos de los taburetes. Trufi Fru me ofreció su brazo y yo lo cogí.
La mirada de Kiera cuando volvimos a la cafetería me hizo sentir como si ya hubiese ganado.