9

La siguiente aldea estaba a tres días de distancia. Por el camino sufrieron más ataques, durmieron en refugios y se cruzaron con otro buhonero con quien intercambiaron impresiones, información y objetos y materiales diversos. Llegaron a su destino, y allí acataron las normas del enclave para poder quedarse. Un par de días después, reanudaron su viaje. Y así una y otra vez.

De esta manera fueron pasando los días y las semanas. Mientras Axlin seguía recopilando información sobre los monstruos, Bexari regateaba, dejaba parte de su mercancía en los enclaves y partía con cosas nuevas. A veces se trataba de materia prima; otras, de objetos ya confeccionados en las aldeas. Siempre parecía saber qué necesitaban en cada sitio y qué podía pedir a cambio. En algunos lugares se las arreglaban razonablemente bien; en otros, la lucha contra los monstruos consumía todas las energías de sus habitantes y apenas se veían capaces de producir algún tipo de excedente. Axlin notó que Bexari no se mostraba igual de exigente en todos los intercambios; en algunos casos, de hecho, hasta le pareció que salía perdiendo. Pero no dijo nada, porque por lo general se trataba de aldeas donde la vida parecía mucho más complicada que en cualquier otra.

Cuando llegaron al final de la ruta, Axlin ya no se sentía tan indefensa como al principio. Era cierto que no podía huir de los monstruos, pero empezaba a manejar el arco y la daga con cierta soltura, y ya no se quedaba paralizada de miedo si alguno saltaba al carro para atacarla. Había aprendido que tenía más posibilidades de salir con vida si atacaba a su vez que si se quedaba quieta o trataba de escapar. Hiciera lo que hiciese, el monstruo intentaría comérsela de todas maneras, así que lo mejor era asegurarse de dar el primer golpe. Por eso tenía siempre su daga a mano y no dudaba en utilizarla si era necesario.

También había aprendido a confiar en los escoltas que los defendían de los monstruos. Por esa razón, ellos eran siempre los que más peligro corrían durante los ataques. Y así, una noche, mientras trataban de rechazar el ataque de un rechinante que se había abatido sobre el refugio en el que descansaban, sus garras alcanzaron a Penrox y le abrieron el vientre de un solo golpe. Vixnan, Axlin y Bexari acabaron con él, atravesando con lanzas, flechas y puñales la piel coriácea de la criatura, que se revolvió con un bramido y a punto estuvo de segarle a Axlin la pierna buena. Cuando por fin dejó de moverse, corrieron a atender a Penrox, pero era demasiado tarde: el joven murió allí mismo, sin que pudieran hacer nada por salvarlo.

Fue una noche triste para todos, pero especialmente para Axlin. Para su sorpresa, Vixnan y Bexari se mostraron apesadumbrados, pero no derramaron lágrimas por su compañero. Ella se indignó y les echó en cara su insensibilidad. Pero no logró que se arrepintieran de su actitud.

Enterraron a Penrox junto al camino y reanudaron la marcha al día siguiente. Axlin no dirigió la palabra a sus compañeros, y ellos no trataron de darle conversación. Solo a media mañana, cuando ya llevaban un buen rato viajando, Bexari dijo con suavidad:

—Penrox era un escolta. Sabía a lo que se exponía. Llevo muchos años en los caminos, Axlin, y he perdido a veintisiete escoltas. Los recuerdo a todos ellos. Hombres y mujeres valientes, algunos más experimentados que otros, pero todos extraordinariamente valiosos. La mejor forma de honrarlos es seguir adelante, porque no podemos permitir que los monstruos nos detengan.

—¿Realmente crees que vale la pena? —estalló ella—. ¿Veintisiete vidas perdidas solo para que en tal o cual aldea tengan... limones?

—Es mucho más que eso, Axlin. Y no estoy hablando solo de los limones, ni tampoco del resto de los alimentos, materiales o herramientas que llevamos de un sitio a otro. Los buhoneros mantenemos los caminos abiertos y los enclaves comunicados. Por eso también es importante lo que haces tú. Porque nosotros llevamos suministros a las aldeas, pero tú llevas conocimiento... para que algún día seamos capaces de derrotar a los monstruos.

Ella no supo qué responder, de modo que permaneció en silencio. No volvió a mencionar a Penrox, pero no lo olvidó tampoco.

El siguiente enclave era el último de la ruta de Bexari. Pasaría allí todo el invierno y partiría de nuevo en primavera para volver por donde había venido. Aprovecharía, además, para tantear entre la gente de la aldea en busca de un nuevo escolta. El líder del enclave propuso «intercambiar» a Axlin por uno de sus jóvenes, pero el buhonero se negó, y la negociación se atascó durante casi una semana. Por fin un hombre se presentó voluntario. Acababa de perder a su esposa tras un parto complicado, y no deseaba emparejarse de nuevo por el momento.

—Quizá me venga bien cambiar de aires —le dijo a Bexari, con la mirada baja—. Viajar un tiempo y, si sobrevivo, instalarme en otro lugar. Aquí todo me recuerda a ella.

Pese a todo, el buhonero tuvo sus dudas. Habló con él largamente antes de decidirse a aceptarlo como escolta, algo que a Axlin le resultaba incomprensible.

—Es por el ánimo —le explicó Vixnan—. No hay mucha gente que se ofrezca para ser escolta, y algunos lo hacen por las razones equivocadas. Muchos jóvenes, por ejemplo, desean visitar otros enclaves para tener relaciones con un mayor número de mujeres, y no son del todo conscientes de los riesgos que correrán durante el viaje.

Axlin asintió. Solía decirse que los buhoneros y sus escoltas tenían un hijo en cada aldea, y no por casualidad. En los enclaves no solo se luchaba contra los monstruos, sino también contra el fantasma de la endogamia, que causaba estragos en las aldeas más aisladas, donde nacían más bebés enfermos que en cualquier otro lugar. Por eso los extranjeros eran siempre bienvenidos, tanto en torno a la mesa como en los lechos de las mujeres sin pareja.

—Pero no me parece que esos sean los motivos de este hombre —dijo, sin embargo.

—No, pero puede que tenga otros peores. —Vixnan hizo una pausa, pensativo, y prosiguió—: Ya sabes que la vida en los enclaves es muy dura a veces. Y algunas personas se dejan llevar por la desesperación..., y entonces deja de importarles lo que les pase. Ya no luchan, ¿entiendes? Casi prefieren que los mate un monstruo para no tener que seguir viviendo. Y cuando sales a los caminos con esa actitud..., no solo te pones tú mismo en peligro, sino también al resto del grupo.

Axlin comprendía lo que el escolta trataba de decirle. Había visto casos así: gente afligida por la pérdida de un ser querido o que sobrevivía a un ataque, pero se veía obligada a cargar el resto de su vida con secuelas físicas y emocionales... Se hundían en la tristeza más absoluta, y a veces cometían imprudencias que les costaban la vida. En la mayoría de los casos, no obstante, lograban sobreponerse y salir adelante.

Finalmente, resultó que este era el caso del candidato. Si quería ser escolta, se debía a que deseaba reiniciar su vida, no perderla porque ya no le concediera el menor valor.

—Tienes que tomar una decisión tú también —le dijo Bexari a Axlin una vez solucionado el asunto del escolta—. Ya sabes cuáles son mis planes. ¿Qué vas a hacer tú?

Axlin reflexionó. Sí, sabía que el buhonero se quedaría en aquella aldea durante todo el invierno. De hecho, lo habían recibido con alegría y afecto porque solía pasar largas temporadas allí y todos lo consideraban ya uno de los suyos. Cuando llegase la primavera, se pondría en marcha de nuevo, pero en sentido contrario. No iría más lejos porque el enclave más cercano estaba a más de una semana de camino, y eso era una distancia demasiado grande, incluso contando con alguien que, como Axlin, podía descifrar el mapa para él.

—Tienes dos opciones —prosiguió—. Puedes volver conmigo en primavera y regresar a tu enclave... o instalarte aquí. En cualquiera de los dos sitios te acogerán con los brazos abiertos...

—... porque soy una mujer fértil. Sí, ya lo sé.

Pero lo cierto era que ninguna de las dos posibilidades la convencía del todo. No deseaba asentarse en un enclave desconocido..., pero regresar a casa implicaría volver atrás. Y allí, en aquella aldea, estaba mucho más cerca de los lugares que soñaba con explorar. Enclaves nuevos y desconocidos, monstruos de los que nadie había oído hablar. La Jaula. La Ciudadela.

—Entonces, ¿aquí se acaba el camino? —planteó—. No es eso lo que dice el mapa. ¿No hay nadie a quien pueda preguntar qué hay después?

—Hay dos buhoneros —admitió Bexari un poco a regañadientes—. Vienen a veces por el camino del este, donde están todos esos sitios que te interesan tanto. Pero no los vemos a menudo. Siguen una ruta distinta, por enclaves que yo no conozco. Están locos, ya te lo digo yo. Son caóticos y despreocupados, y si no los han matado los monstruos aún, lo harán tarde o temprano.

Hablaba con tono admonitorio, y Axlin se dio cuenta.

—¿Me estás advirtiendo contra ellos? Si ni siquiera los conozco.

—Pero quizá se pasen por aquí a lo largo del invierno. Y no me gustaría que tú... —se interrumpió, pero ella ya había captado lo que pretendía insinuar.

—¿Quieres decir que podría irme con ellos? ¿Hacia el este?

No había considerado esa opción. Había dado por supuesto que seguiría viajando siempre con Bexari y sus escoltas. Pero no se había planteado que pudiese acompañar a algún otro buhonero en una ruta que la alejase todavía más de su aldea de origen.

—Yo no he dicho eso —protestó él—. Si solo quieres saber, quizá te baste con preguntarles a ellos. Puede que así consigas la información que buscas y no necesites seguir adelante para verlo todo por ti misma.

Le contó que aquellos dos buhoneros que llegaban más lejos que nadie se llamaban Lexis y Loxan, y eran hermanos. Sus visitas generaban siempre una gran expectación, porque solían traer cosas muy difíciles de encontrar.

—Gracias a ellos conseguí mi caballo. Son los únicos buhoneros que conozco cuyo carro va tirado por caballos. Llevaban dos; cuando llegaron aquí el invierno pasado, uno de ellos cojeaba. No podían esperar a que se curara para seguir su ruta, y decidieron dejarlo aquí. Me lo dieron a cambio de todo lo que llevaba en mi carro, pero valió la pena.

Axlin escuchaba con interés. La mayoría de los buhoneros tiraban ellos mismos de sus carros, y los pocos que se lo podían permitir utilizaban un buey como bestia de tiro. Solo los enclaves más grandes criaban ganado vacuno, por lo que los bueyes tampoco eran muy abundantes. Pero ella nunca había visto caballos en ninguna parte.

—No te hagas ilusiones, Axlin. Esos dos no siguen un patrón de viaje regular. A veces aparecen y a veces no. Son de todo menos predecibles.

Aun así, las primeras semanas la joven aguardó con impaciencia la llegada de los dos hermanos. Otros buhoneros visitaron el enclave, porque era el final de la ruta para muchos, pero no eran los que ella esperaba. Y de esta manera pasó el invierno, y Axlin se adaptó a las normas del enclave que la acogía. Se acostumbró a dormir con calcetines de lana de cabra para evitar que los chupones le comieran los pies. Se habituó a mirar siempre a lo alto antes de pasar bajo los árboles, por si hubiese escupidores ocultos, y sus ojos se agudizaron para localizarlos entre el ramaje. Aprendió a distinguir en los alaridos de los escuálidos cuándo se reagrupaban para lanzar un ataque y cuándo se limitaban a gritar sin más. Y se las arregló para echar aunque fuera un solo vistazo a todos aquellos monstruos, para describirlos en su libro con detalle y esbozarlos si tenía ocasión.

No se quedó encerrada en el enclave todo el tiempo, sin embargo. Los buhoneros no solían viajar en invierno porque los días eran más cortos, y las noches, demasiado largas; pero había un enclave a dos días de camino de la aldea donde se alojaban, siguiendo una ruta secundaria que se alejaba de la carretera principal, y Bexari hizo un par de viajes entre ambos emplazamientos. Axlin lo acompañó en ambas ocasiones.

Pero no le permitieron unirse a las patrullas, aunque el buhonero y sus escoltas sí lo hicieron alguna vez. Se debía a que los grupos se desplazaban a pie y a menudo abandonaban los caminos. Y, por muy lejos que Axlin hubiese viajado, por mucho que hubiese aprendido, seguía sin poder correr deprisa.

Poco a poco, los días se fueron alargando, el tiempo se templó y las heladas remitieron. Estaba a punto de llegar la primavera, seguían sin noticias de Lexis y Loxan, y Axlin tendría que tomar una decisión.

Había dicho a todo el mundo que regresaría a su aldea con Bexari cuando este se pusiera en ruta de nuevo. Lo había hecho para que nadie intentase emparejarla antes de tiempo. En el enclave vivían varios jóvenes solteros, y ella se mantenía alejada de ellos para darles a entender que no estaba interesada en iniciar ningún tipo de relación. Porque, por otro lado, cada vez que se lo planteaba se acordaba de Tux. Y llegaba a la conclusión de que no había renunciado a él para acabar casada con el primero que se lo pidiese.

Casi al final del invierno, cuando Bexari ya contaba los días para marcharse de nuevo, llegó al enclave un extraño carro arrastrado por dos caballos que se detuvieron ante el portón.

—¡Humanos, abridnos! —vociferó el conductor—. ¡No somos monstruos!

—Bueno, solo a veces —precisó su acompañante—. Pero hoy ya hemos desayunado.

Axlin comprobó con sorpresa que a algunos de los habitantes del enclave, especialmente a los niños y a las muchachas solteras, se les iluminaba el rostro de repente.

—¡Son los buhoneros! —le explicó una chica con alegría—. ¡Lexis y Loxan!

—¿Los hermanos? —preguntó Axlin, sin terminar de creérselo—. ¿Los que vienen del este?

Pero nadie le respondió. Todos se habían arremolinado ante el portón, aguardando a que los centinelas abrieran a los recién llegados.

Axlin contuvo el aliento cuando los vio entrar. Su carro era el más raro que había visto en su vida. Estaba casi completamente cerrado, como si fuera una casa sobre cuatro ruedas, y reforzado con placas de metal que lo hacían parecer una especie de tortuga gigante. En el pescante se sentaban dos hombres peculiares. Los dos eran pelirrojos, pero uno llevaba barba y el otro no. Este último lucía, además, un parche de cuero negro que le cubría el ojo izquierdo. Axlin apreció una mancha de piel abrasada y desfigurada en aquel lado de la cara, y reconoció en ella los estragos causados por el ataque de un escupidor. Aunque a simple vista aquella parecía la cicatriz más aparatosa, lo cierto era que ambos hermanos estaban bien surtidos de ellas. Más que buhoneros, pensó Axlin, parecían escoltas, o quizá veteranos de un enclave que hubiesen participado en multitud de expediciones de abastecimiento.

El carro se detuvo en el interior del recinto, y los centinelas cerraron los portones tras él. Los hermanos bajaron del carro, y Axlin constató que no iban acompañados por nadie más.

—¿No tienen escoltas? —murmuró desconcertada. La asaltó de pronto la idea de que quizá hubiesen muerto en el trayecto, pero Bexari, que estaba a su lado, la sorprendió diciendo:

—Ellos son sus propios escoltas. No necesitan a nadie más, o eso es lo que dicen siempre.

Axlin le dirigió una mirada incrédula, pero el buhonero hablaba muy en serio.

—Tienen un buen carro —observó ella—. Parece más fácil de defender que los carros normales. Nunca he visto una cosa igual.

—Ni la verás. Nosotros podríamos tratar de construir algo así, pero solo con madera. No hay suficiente metal en todos los enclaves para hacer un carro como ese y, aunque lo hubiera, no sabríamos ni por dónde empezar.

Hacía mucho tiempo que los habitantes de los enclaves habían renunciado a seguir explotando los yacimientos de metal a causa del peligro que suponían los monstruos para cualquier actividad que se desarrollase en el exterior. Aún quedaba alguna aldea que disponía de forja y donde las artes de la herrería no se habían olvidado del todo. Pero su trabajo se limitaba a reparar objetos y a refundir aquellos que no tenían arreglo, para volver a fabricar con ellos armas sencillas y útiles de primera necesidad. Después los buhoneros los repartían por el resto de los enclaves a cambio de otros productos.

Bexari había exagerado un poco: probablemente, si fundiesen todas las ollas, sartenes, cuchillos, hachas y machetes de todas las aldeas sí conseguirían suficiente metal para construir un carro como aquel. Pero no lo lograrían con todo el metal de un solo enclave, eso seguro.

—¿De dónde habrán sacado el material para construirlo? —se preguntó Axlin en voz alta.

El buhonero se encogió de hombros.

—Vienen del este —respondió, como si eso lo explicase todo—. Creo que hay minas por allí, y que están lo bastante protegidas como para ser explotadas con ciertas garantías. De no ser por estos buhoneros, de hecho, probablemente nos habríamos quedado sin metal, y sin muchas otras cosas, hace mucho tiempo.

Axlin se quedó mirándolo sin poder creer lo que oía.

—¿Me estás diciendo que en el este las cosas son distintas? ¿Que se defienden mejor de los monstruos, que tienen materiales con los que nosotros ni siquiera podemos soñar...?

—Es posible, sí; no lo sé. Pero el hecho es que hay más de una semana de viaje. Diez días y diez noches durmiendo fuera de las empalizadas. De todos los locos que han intentado cubrir ese trayecto, ninguno ha vuelto jamás. Salvo ellos dos —concluyó, señalando a los hermanos—, y algún día dejarán de venir porque se los habrán comido los monstruos por el camino.

Axlin no dijo nada más, pero decidió que hablaría con Lexis y Loxan en cuanto pudiera.

No le resultó sencillo, porque ambos estaban muy solicitados. Todo el mundo quería hablar con ellos, hacerles preguntas o atraer su atención. Ellos respondían a aquel interés con alegría y desparpajo, aunque Axlin notó que Lexis, el de la barba, era un poco más introvertido que su hermano. Loxan, por otro lado, hacía gala de un gran encanto personal, a pesar de su rostro desfigurado, y tenía mucha facilidad de palabra.

Después de la cena, Axlin logró por fin acercarse a ellos.

—¡Hola, hola! —saludó Loxan, contemplándola con interés—. No te había visto nunca por aquí. ¿Eres nueva?

—He venido desde muy lejos con Bexari, el buhonero. Me gustaría hablar con vosotros...

—Será en otra ocasión, preciosa. Ya tenemos planes para esta noche, ¿verdad, Lexis?

Su hermano asintió con una sonrisa de disculpa. Ella se sonrojó, pero más debido a la indignación que a la timidez.

—No tengo el menor interés en pasar la noche con ninguno de vosotros —informó con frialdad—. Solamente he dicho que quiero hablar. Pero si no sois capaces de entenderlo, a lo mejor es que no sois tan listos como todo el mundo dice.

Loxan se quedó un momento sin palabras, pero Lexis estalló en carcajadas.

—Dedícale un rato, hermano —dijo—. Lo otro puede esperar.

El buhonero gruñó un poco, pero finalmente atendió la petición de Axlin. Se sentaron de nuevo junto al fuego para conversar con tranquilidad.

—Bueno, ¿qué quieres saber? —planteó Lexis—. Si se trata de los intercambios, tienes que hacer llegar tus peticiones al líder del enclave.

—No quiero cosas. Solo busco información.

Los dos hermanos cruzaron una mirada y se echaron a reír.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó ella desconcertada.

—La mercancía se ve, se pesa, se palpa y, si es necesario, se prueba y hasta se huele —explicó Loxan con cierto tono burlón—. Puedes valorarla y pedir algo a cambio. Pero la información... —hizo un gesto vago con la mano, como si quisiera atrapar el aire que respiraban— no se puede medir de la misma manera. ¿Cuánto vale? ¿Lo sabes tú, acaso?

—Puede valer mucho —intervino Lexis, enigmático— o puede no valer nada. Todo depende de lo que estés dispuesta a dar a cambio, claro está.

—Piénsalo —concluyó Loxan, guiñándole un ojo—, y mañana nos lo cuentas. Y ahora, si nos disculpas, nos están esperando... para otro tipo de intercambio.

Axlin no dijo nada. Los miró alejarse, preguntándose si estarían de broma o si de verdad tendría que regatear con ellos solo para poder plantearles algunas preguntas.

Decidió consultarlo con Bexari. Su amigo sonrió y sacudió la cabeza.

—Probablemente te estaban tomando el pelo. A ellos no les importan los intercambios en realidad. Siempre traen cosas muy valiosas en su carro y, sin embargo, a menudo las truecan por objetos bastante más corrientes. Te lo digo yo, que soy buhonero también y sé lo que cuestan las cosas. Estos dos salen perdiendo en casi todos los intercambios que hacen cuando pasan por aquí, y lo saben. Pero no parece importarles. De hecho, se pavonean como si negociasen mejor que los demás —concluyó, aunque no parecía disgustado; al contrario, seguía sonriendo.

Ella sacudió la cabeza. Los buhoneros nunca obtenían grandes ganancias ni presionaban a los líderes para conseguir mayores beneficios, porque todos sabían que muchos enclaves sobrevivían a duras penas. Pero una cosa era buscar un trato justo y otra, muy diferente, jugarse la vida en un viaje que solo les reportaba intercambios desfavorables.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué vienen desde tan lejos? ¿Por qué corren el riesgo?

—Porque están locos, ya te lo dije. Llevan toda la vida en los caminos. Han llegado más lejos que nadie, y si no necesitan escoltas, no es solo debido al carro que conducen. Pero a veces tengo la sensación de que algo no va bien dentro de sus cabezas. Es como si no terminaran de creerse que siguen vivos y, por tanto, les diera igual correr riesgos. Como si no les importara la posibilidad de morir hoy, mañana o el año que viene.

Axlin no supo qué decir. Bexari sonrió.

—Hablaré con ellos de todas formas.