38

La puerta se abrió con un chirrido, y Axlin asomó la cabeza con precaución. En el interior del almacén, que olía a moho y humedad, todo estaba oscuro.

—Parece que hace mucho que nadie viene por aquí —comentó al poner los pies sobre los escalones cubiertos de polvo—. Vamos, entra —animó a Ruxus.

El anciano se envolvió más en su capa.

—La experiencia me ha enseñado a desconfiar de los sitios oscuros.

Axlin suspiró y descendió primero. Regresó momentos más tarde con una lámpara de aceite encendida y la colgó de una viga para iluminarle el camino a Ruxus, que titubeó, pero finalmente inspiró hondo y se reunió con ella.

La joven pensó de pronto que quizá él no andaba desencaminado después de todo. Ella misma había llegado a creer que la Ciudadela era un lugar completamente seguro, pero los acontecimientos de los últimos meses y los inquietantes secretos que había descubierto le habían demostrado que estaba equivocada. De modo que echó mano a su ballesta y la cargó, solo por si acaso.

Ruxus la miró con inquietud y retrocedió hasta un rincón. Axlin le dirigió una sonrisa alentadora.

—Es solo por precaución —lo tranquilizó mientras tomaba de nuevo el farol.

De pronto oyó un siseo y se le congeló la sangre en las venas.

—¿Qué? —preguntó Ruxus muy nervioso—. ¿Por qué pones esa cara?

Ella le indicó silencio con un gesto, dejó el farol en el suelo y alzó su ballesta. Aguzó el oído, con el corazón latiéndole con fuerza. Conocía bien aquel sonido porque formaba parte de sus primeros recuerdos de la infancia. Trató de calmarse. Quizá lo había imaginado. Quizá...

Y entonces el siseo sonó otra vez.

Miró a su alrededor, cada vez más alarmada.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Ruxus.

La muchacha se volvió para mirarlo y, de golpe, pensó que tenía el cabello demasiado largo.

Justo entonces vio que una mano esquelética de ocho dedos emergía desde la oscuridad, buscando su cabeza.

—¡Ruxus, cuidado! —gritó ella, y disparó.

El dedoslargos chilló y salió de su escondite con ojos desorbitados. El virote de Axlin le había acertado en el costado, pero eso no bastaría para detenerlo. Solo lo volvería más violento y desesperado.

El anciano lanzó un grito de horror y retrocedió espantado, pero tropezó con el bajo de la capa y cayó sentado al suelo.

Axlin recargó la ballesta todo lo deprisa que pudo. Sabía que era inútil, que no llegaría a tiempo, pero aun así debía intentarlo.

El dedoslargos siseó con furia y se arrojó sobre Ruxus, que ocultó el rostro entre las manos con un gemido de terror.

Pero el monstruo se detuvo a menos de medio metro del anciano y emitió un sonido extraño que sonó casi como un quejido de frustración. Hizo ademán de extender las manos hacia su cabello y las recogió de inmediato, como si hubiese algo en Ruxus que le resultase insoportable.

Axlin no se entretuvo en analizar el extraño comportamiento del dedoslargos. Aprovechando que se había detenido un momento, al parecer sin saber cómo actuar, disparó por segunda vez.

En esta ocasión el proyectil atravesó la cabeza de la criatura y la mató al instante.

Ruxus chilló otra vez y retrocedió hasta que chocó contra la pared. Después se quedó acurrucado en el suelo, sollozando.

Axlin cargó la ballesta por tercera vez y esperó, pero no hubo más movimientos. Inspiró hondo, tomó el farol y se dispuso a examinar con calma el almacén.

—¿A dónde vas? —gimió el anciano—. ¿Y si hay más?

—Los dedoslargos son cazadores solitarios —respondió ella.

Pero realizó la inspección de todos modos, solo para asegurarse. Luego se reunió con Ruxus, que seguía gimoteando en su rincón.

—Ya no hay peligro —le aseguró.

—Eso no puedes saberlo. —Se frotó los ojos, atribulado—. Debería haberme quedado en la Fortaleza.

—¿Rodeado de sombras y metamorfos? No me parece una gran idea, la verdad.

—Me trataban bien —se defendió él—. Y me protegían de los otros monstruos.

Axlin frunció el ceño, pensativa.

—Eso es algo que nunca he comprendido —murmuró—. ¿Por qué te mantenían encerrado? ¿Por qué los monstruos no te atacan?

—¿Qué te hace pensar eso? —protestó él—. He estado a punto de morir en innumerables ocasiones, jovencita. Si estuviese a salvo de los monstruos, no me darían tanto miedo.

—Pero el dedoslargos... no te ha atacado. Quería hacerlo y, sin embargo...

—¿Qué estás diciendo? ¡Se ha abalanzado sobre mí para devorarme!

Ella miró de reojo el cadáver del monstruo, que yacía inerte sobre el suelo polvoriento.

—Sí, quería hacerlo, pero no ha podido. Ni siquiera ha sido capaz de acercarse a ti.

—Eso es absurdo —rezongó Ruxus—. ¿Te he contado la vez que tuvieron que arrancarme a un escuálido de encima? ¿Y cuando media docena de pelusas me treparon por las piernas? Una de ellas llegó a darme una dentellada antes de que la gente de la aldea viniese en mi ayuda. Fue muy desagradable —le aseguró con un estremecimiento.

—Pero es que nunca antes había visto a un monstruo comportarse de esa manera. ¿Te había pasado en alguna otra ocasión?

Él reflexionó un momento.

—Sí, cuando Rox y yo escapamos de la Fortaleza. Había monstruos en las catacumbas y nos dejaron pasar sin más. Pero no tiene nada que ver conmigo, te lo aseguro. Probablemente, es la capa —añadió de repente, con una sonrisa—. Ya te he dicho que me trae buena suerte, pero tú no quieres creerme.

Axlin suspiró.

—Solo es una capa, Ruxus. Todos los Guardianes las llevan y los monstruos los atacan igualmente.

—Pero el dueño de la mía no era un Guardián de verdad, sino un cambiapiel.

—Los monstruos no pueden saber quién ha llevado la capa antes que tú. Solo es un pedazo de tela que, por cierto, necesita un buen lavado. ¿Estas manchas son de... sangre? —preguntó de pronto.

El anciano se mostró avergonzado.

—Es posible, sí. Y ni siquiera es mía. Pero no puedo lavarla o la buena suerte desaparecerá...

Axlin se rio.

—No seas supersticioso, Ruxus. No hay nada en esta prenda que... —Se detuvo, sacudida por una súbita idea—. ¿Crees que es posible que sea sangre del metamorfo?

Él parpadeó, muy perdido.

—¿Cómo dices?

—La sangre de la capa. ¿Crees que es del metamorfo? ¿Y si es eso lo que ha detenido al dedoslargos? —Ruxus parecía confuso, pero ella insistió—: ¿Ponía algo parecido en el libro?

—¿El... libro?

—El bestiario que redactaste con tus amigos. ¿Qué escribisteis sobre los monstruos innombrables?

El anciano la miró, aún perplejo.

—¿Nosotros? Nada —respondió.

Ruxus abrió la puerta de la Sala del Manantial y se asomó con cierta timidez. Sus amigos ya estaban allí, inclinados sobre el cuaderno de los monstruos.

—Llegas tarde —dijo Daranix sin levantar la mirada del papel—. Otra vez.

—Sí, yo... lo siento —farfulló.

Pero se quedó en la puerta, y Soluxin le preguntó:

—¿Qué haces ahí parado? Entra rápido y cierra, o nos descubrirán.

El muchacho suspiró azorado y avanzó unos pasos. Después se detuvo y se apartó un poco para dejar paso a alguien. Se trataba de una niña de unos diez años, de ojos oscuros y rostro redondo salpicado de pecas, muy parecido al suyo. Iba descalza y en camisa de dormir.

—Lo siento —repitió Ruxus.

Soluxin suspiró con resignación. Daranix los miró por fin y resopló contrariado.

—Habíamos quedado en que no volverías a traer a tu hermana.

—No ha sido culpa mía, pensaba que estaba dormida —se defendió él—. Cuando me he dado cuenta de que me seguía, estábamos ya en la escalera...

—Bueno, no discutáis —intervino Soluxin—. Cerrad la puerta y pasad de una vez.

Los dos obedecieron y se acercaron al Manantial. La niña se sentó resuelta junto a Soluxin, que le brindó una media sonrisa.

—Hola, Grixin.

Ella se sonrojó un poco.

—Hola —respondió en voz baja. Se aclaró la garganta y dijo con más firmeza—: He venido con Ruxus porque sé lo del libro y quiero leerlo.

El chico enrojeció de vergüenza mientras sus dos amigos estallaban en carcajadas.

—Lo que hay en este cuaderno no es apropiado para niñas —le explicó Soluxin con amabilidad—. Tendrás pesadillas por las noches si lo lees.

Ella palideció un poco, pero se mostró firme.

—Me da igual.

Alargó la mano hacia él para que le diera el bestiario. Daranix se encogió de hombros.

—Enséñaselo. A ver si así deja de pisarnos los talones.

Tras un momento de duda, Soluxin se lo entregó. Grixin cogió el libro con cuidado, casi con reverencia, lo depositó sobre sus piernas cruzadas y empezó a pasar las páginas. Ruxus la observó atentamente mientras estudiaba su contenido. La niña abrió mucho los ojos y tragó saliva, intimidada, cuando empezó a leer lo que los chicos habían escrito. Pero, contra todo pronóstico, siguió pasando páginas y descubriendo nuevos monstruos con creciente fascinación.

Su hermano se dio cuenta de que aquello no bastaría para convencerla de que abandonase el grupo, y preguntó con inquietud:

—¿Y si se lo cuenta a los maestros?

—Podemos coserle los labios para que no hable —propuso Daranix—. Eh, tenemos un tipo de monstruo en nuestro libro que puede volverte muda...

—Sorda —corrigió Ruxus. Se sintió mal por permitir que su amigo le hablase así a Grixin y añadió—: No tienes por qué ser desagradable, ¿sabes?

—Eres tú quien la ha traído, a pesar de que sabías que esto es un grupo privado.

—Pero eso no te da derecho a amenazarla.

—¿Quién la está amenazando?

Soluxin volvió a poner paz:

—No discutáis más, por favor. Grixin no dirá nada. ¿Verdad que no?

—Claro que no —murmuró ella—. Pero si queréis estar seguros, lo único que tenéis que hacer es admitirme en el grupo. Así no tendré motivos para delataros.

Soluxin y Daranix cruzaron una mirada y se echaron a reír. La niña frunció el ceño, ofendida.

—Muy bien —dijo, poniéndose en pie—. Vosotros lo habéis querido.

—No te atreverás —gruñó Daranix.

—No empecéis otra vez —cortó Soluxin—. No tiene sentido que asistas a nuestras reuniones, Grixin —le dijo—. Te aburrirías.

Ella hizo un mohín de enfado.

—No soy una niña tonta —protestó—. Os lo demostraré: dejadme crear mis propios monstruos y veréis que dan tanto miedo como los vuestros.

—Grixin, no creo que... —empezó Ruxus, pero Soluxin lo interrumpió:

—A mí me parece justo.

—¿Qué? —saltó Daranix—. No puedo creer que estés a favor de una idea tan absurda.

—¿Por qué no? El cuaderno tiene páginas de sobra. Dejémosle que invente un monstruo. Si es aterrador y original, le permitiremos unirse al grupo. Si no nos convence, se marchará por donde ha venido y no volveremos a verla por aquí. ¿Qué os parece?

—A mí no me parece bien —replicó Daranix—. Acordaos de nuestro lema: «Siempre tres». No podemos admitir a una cuarta persona, y menos a ella.

—«Tres misiones, tres secretos» —le recordó Soluxin—. Cada uno de nosotros tuvo que superar una prueba para pertenecer al grupo. Esta podría ser la misión de Grixin. Si la acepta, no podrá decírselo a nadie, incluso aunque no la supere. Son las normas.

Daranix resopló por lo bajo, pero asintió de mala gana. Grixin inspiró hondo al oír las condiciones, pero se mostró decidida a superar el reto.

Daranix le tendió la pluma y el carboncillo a regañadientes, y ella se retiró a un rincón a trabajar. Los tres chicos hicieron todo lo posible por ignorarla. Se reunieron en un corro y empezaron a contar por turnos historias escalofriantes protagonizadas por sus propios monstruos. Daranix alzaba la voz a propósito en las partes más sangrientas, con el objetivo de asustar a Grixin, pero ella estaba inmersa en su tarea y no le prestó atención.

Cuando por fin hubo terminado, se acercó a los tres chicos y les devolvió el cuaderno mientras trataba de reprimir una sonrisa de satisfacción.

Ellos examinaron su obra con cierto escepticismo. Daranix fue el primero en soltar una carcajada.

—Aquí no hay nada, Grixin.

—Lee lo que he escrito —se impacientó ella.

Aún sonriendo, el muchacho leyó en voz alta:

—«Este monstruo no se puede ver. Tiene cierto parecido con las personas, pero es indetectable. Puede colarse en cualquier parte sin que nadie se dé cuenta. Es astuto y paciente. Puede vivir en tu casa durante mucho tiempo antes de decidirse a matarte. Y na-die sabrá jamás qué te pasó».

El chico alzó una ceja y miró a Soluxin, que se encogió de hombros. Tratando de reprimir una sonrisa, siguió leyendo:

—«Los monstruos invisibles son muy inteligentes. Pueden espiarte desde las sombras hasta saberlo todo de ti. Pueden hablarte y fingir que te aprecian, pero solo buscan sus propios intereses y siempre encontrarán la manera de hacerte daño. Te engañarán para que odies a tus seres queridos o te susurrarán historias terroríficas al oído mientras duermes hasta volverte loco. Y si tratas de buscar ayuda, nadie te creerá. La gran ventaja de los monstruos invisibles es que nadie sabe que existen. Y los que lo descubren no viven para contarlo».

—Bueno —murmuró Soluxin sin mucho entusiasmo.

Daranix esbozó una sonrisa de suficiencia. Ruxus bajó la cabeza, avergonzado ante la ingenuidad de su hermana. Pero ella apretó los dientes y frunció el ceño con decisión.

—Ya suponía que no lo ibais a entender —dijo—. Por eso he creado un segundo monstruo.

Los tres chicos cruzaron una mirada. Daranix pasó la página y examinó con desconcierto la imagen que la ilustraba. Representaba a dos hombres tan similares entre sí que parecían hermanos gemelos.

—Esto tampoco es un monstruo —señaló el muchacho, que empezaba a enfadarse.

—Uno de ellos es una persona —explicó la niña—. El otro es el monstruo.

Los tres amigos inclinaron la cabeza para examinar el dibujo con atención.

—No veo ninguna diferencia —comentó Soluxin—. ¿Cuál es el hombre y cuál es el monstruo?

—No lo sé —respondió ella—. Dímelo tú.

Daranix sacudió la cabeza con impaciencia.

—Estamos perdiendo el tiempo.

—«Estos monstruos cambian de forma» —leyó Soluxin—. «Pueden imitar a un ser humano a la perfección. Pueden hacerse pasar por personas normales, pero no lo son. Matan para ocupar el lugar de sus víctimas sin que nadie pueda darse cuenta del cambio.» Bueno, es inquietante, pero no precisamente terrorífico.

—¿Eso crees? —preguntó Grixin. El chico alzó la cabeza para mirarla, y ella titubeó un momento antes de continuar—: Todas vuestras criaturas son feas y horripilantes. Se nota mucho que son monstruos. Puedes pelear contra ellos o escapar en cuanto los ves. A los míos, en cambio, no los reconoces hasta que ya es demasiado tarde. —Sonrió dulcemente—. Podría haber un monstruo invisible en esta habitación, y si decidiese atacarte no tendrías tiempo ni de gritar. —Ruxus miró a su alrededor, inquieto, pero sus dos amigos no parecían impresionados. La niña prosiguió—: Uno de nosotros podría ser un monstruo que hubiese ocupado el lugar del original, y tampoco lo sabríais. Podría ser Daranix. O Ruxus. O incluso podría ser yo.

—Entiendo lo que quieres decir, pero me cuesta trabajo encontrar amenazadoras a unas criaturas que se parecen tanto a nosotros, la verdad.

—¿Es que no lo comprendéis? —Los ojos de Grixin recorrieron los rostros de los chicos, abiertos como platos—. Eso es precisamente lo que los hace tan peligrosos.

Hubo un breve silencio, y entonces Daranix dio un par de palmas.

—Muy interesante, señorita, pero no nos interesan tus... monstruos. Gracias por tu colaboración. Cierra la puerta al salir.

Ella enrojeció.

—¿Quieres decir que no he pasado la prueba?

—Por supuesto que no.

Miró a Soluxin, que se encogió de hombros.

—Me parece un enfoque interesante, pero... no es lo que esperábamos, la verdad.

—¿Unos monstruos que no dan miedo? —se burló Daranix—. Es exactamente lo que yo esperaba de ella.

Grixin se volvió hacia su hermano, que desvió la mirada, incómodo. Ella se levantó con un resoplido y, sin molestarse en despedirse, se dio la vuelta y salió de la sala sin mirar atrás.

—No hacía falta que la humillaras de esa forma —murmuró Ruxus—. Ahora seguro que nos delatará ante los maestros.

—Pero nuestras normas dicen...

—No ha pasado la prueba, así que no es una de nosotros —razonó Soluxin—. ¿Por qué debería seguir nuestras normas?

No obstante, pasaron los días y Grixin no los traicionó. Tampoco volvió a molestar a su hermano y sus amigos durante sus reuniones secretas.

Ellos, por otra parte, no consideraban que las invenciones de la niña fuesen dignas de conservarse en su bestiario. Pero valoraban positivamente el hecho de que se hubiera atrevido a aceptar el desafío que le habían planteado, así que no arrancaron las páginas que había escrito.

—¿Ruxus? —insistió Axlin—. Respóndeme, por favor. ¿Están los innombrables descritos en vuestro libro o no?

Él volvió a la realidad.

—¿Cómo...? Sí, sí, claro. —Frunció el ceño, pensativo—. Es curioso. El cuaderno tenía dos páginas dedicadas a ellos, pero cuando lo recuperé tiempo después, en la Ciudadela..., había más información.

El corazón de Axlin se detuvo un breve instante.

—¿Quieres decir que alguien añadió más datos después de la llegada de los monstruos?

—Bueno, yo también lo hice mientras estuvo en mi poder —respondió él un tanto avergonzado—. Todo tonterías y buenos deseos. —Suspiró y sacudió la cabeza con pesar—. Veía morir a centenares de personas devoradas por los monstruos... y me atreví a imaginar que hubiese maneras sencillas de detenerlos. Si los pellejudos fuesen vulnerables a la luz del sol, como los murciélagos corrientes, la gente tendría una oportunidad de ponerse a salvo.

—Pero eso es correcto —contestó ella perpleja—: los pellejudos no soportan la luz solar.

—Ah, ¿de veras? Qué coincidencia. —Se rio sin alegría—. Es buena cosa. Ojalá todo fuera tan fácil. Podríamos enfrentarnos a los monstruos con hojas de menta, zumo de limón o plumas de gallina. Sería hasta divertido.

—¿Plumas... de gallina?

—Oh, sí. Los desolladores me dan un miedo horrible, ¿sabes? Una vez uno de ellos atacó la caravana en la que viajaba y lo vi... despellejar a un hombre mientras aún estaba vivo. —Se estremeció de espanto—. No había nada que pudiese protegerme de criaturas como aquella. Las empalizadas no me parecían suficientemente altas, las armas no eran lo bastante afiladas. Siempre deseé que los monstruos tuviesen alguna debilidad, así que me entretenía imaginándoles flaquezas absurdas y las escribía en el cuaderno. Anoté, por ejemplo, que los desolladores sentían un miedo irracional hacia las plumas de gallina y que, si las prendía en mi ropa y en mi cabello, nunca se atreverían a atacarme. Todo fantasías, me temo. —Se miró la capa con tristeza—.Probablemente, esto tampoco dé buena suerte. Solo soy un pobre viejo que se aferra a invenciones estúpidas para no perder la esperanza y la poca cordura que le queda.

Axlin tragó saliva antes de preguntar:

—¿Las... hojas de menta también asustan a los desolladores? ¿Y el zumo de limón?

—No, no, la menta espanta a los verrugosos, y el limón a los sorbesesos. No, a los sindientes —se corrigió.

—Es correcto —asintió Axlin casi sin aliento—. Así sucede en realidad.

Ruxus la miró con una sonrisa.

—Sé que intentas consolarme, pero no hace falta que...

—Es correcto, Ruxus, yo misma lo he anotado en mi bestiario y te lo puedo mostrar. Y lo he registrado porque he comprobado personalmente que funciona. Lo de las plumas de gallina para los desolladores no lo he investigado, pero...

El anciano dejó escapar una carcajada.

—No puede ser, muchacha. Todas esas tonterías las inventé yo mismo. Las escribí en el cuaderno, sí, pero era solo un juego...

Axlin reflexionó. Era imposible que Ruxus hubiese «inventado» aquellos datos. Tenía más sentido que hubiese descubierto todas aquellas cosas en su largo periplo por el mundo posterior a la catástrofe y las hubiese registrado antes que ella. El corazón se le aceleró. ¿Y si en aquel cuaderno no solo había información importante sobre los innombrables, sino también maneras de defenderse contra otros monstruos de las que ella no tenía noticia?

Volvió a fijarse en las manchas de la capa de Ruxus.

—¿Escribiste algo sobre la sangre de los metamorfos? —le preguntó.

—No, eso sería algo muy difícil de conseguir. Las soluciones debían ser elementos comunes o solo servirían de protección a unos pocos. —Se envolvió en su capa, tiritando—. ¿Por qué estamos hablando de esto? Tengo frío. No me gusta este sitio. Es muy sucio y oscuro, y hay monstruos. —Suspiró—. Echo de menos a Rox.

Axlin lo miró con simpatía.

—Yo también —admitió.

Justo entonces sonaron unos golpes en la puerta, y el rostro de Ruxus se iluminó.

—¡Rox!

Era poco probable, pero Axlin no se lo dijo. Dejó el farol a sus pies y volvió a subir las escaleras. Abrió la puerta con precaución y se asomó.

No había nadie.

Imaginando que habría sido una travesura de los niños del barrio, volvió a reunirse con Ruxus.

—No era Rox, ¿verdad?

—No —respondió Axlin—. Ahora ella está con la Guardia. En el mejor de los casos, tendrá que esperar a tener un turno libre para venir hasta aquí.

«En el peor, la habrán detenido y quizá, si la acusan de haber desertado...», pensó. Pero procuró apartar aquella idea de su mente. Desde luego, no iba a compartirla con Ruxus.

Lo ayudó a levantarse y lo acompañó hasta el lecho para que tomara asiento en un lugar más cómodo. El anciano le brindó una sonrisa cansada. Sin duda también agradecía poder alejarse del cadáver del dedoslargos, que había quedado olvidado en un rincón.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó—. Ya no podemos ir a buscar el cuaderno, ¿verdad?

Axlin suspiró.

—Quizá haya que renunciar al plan, después de todo. Además, cada vez recuerdas más cosas. Tal vez podamos reconstruir su contenido sin necesidad de recuperar el original.

—Oh, sin duda será interesante —susurró de pronto una voz inhumana—, pero insuficiente.

Axlin soltó un grito y tomó de nuevo su ballesta. El desconocido rio con suavidad.

—Necesitáis ese bestiario, Axlin. En él encontrarás información que incluso el maestro desconoce. Es la clave para vencer a los metamorfos.

La joven disparó. El virote se clavó en la pared y Ruxus lanzó un grito de alarma.

La voz volvió a reír.

—Qué decepción. Y yo que pensaba que ya nos llevábamos bien...

Ella se estremeció de horror.

—¿Eres... la sombra? —preguntó—. ¿La que hemos traído hasta la Ciudadela?

—¿Quién si no?

Axlin comprendió que era inútil tratar de acertar con la ballesta a una criatura a la que no podía ver. Dejó el arma a un lado, extrajo su puñal del cinto y se situó ante Ruxus, tratando de protegerlo.

—Si quisiera hacerte daño, ya te lo habría hecho, Axlin.

—¿Por qué has vuelto?

—Teníamos un trato y soy el primer interesado en cumplirlo.

Ella negó con la cabeza.

—No te creo. Te escapaste en cuanto tuviste oportunidad.

—¿Con una Guardiana de ojos plateados husmeando en mi escondite? Habría sido un necio si no lo hubiese hecho. Pude haber huido en cualquier momento, Axlin. Dejé que me atarais solo para que creyeseis que me teníais controlado.

—¿Y se supone que eso debería tranquilizarme?

—Sí, porque, a pesar de todo, sigues viva.

—No lo escuches —murmuró Ruxus—. Solo trata de engañarte.

—Me halagas, maestro —respondió la sombra—. Y estás en lo cierto. O lo estarías, en otras circunstancias. Pero el caso es que necesito vuestra ayuda para detener la limpieza.

—Si podías haber escapado en cualquier momento, ¿por qué dejaste que te trajésemos a la Ciudadela? —preguntó Axlin—. ¿No estarías más seguro en cualquier otra parte?

—Solo temporalmente. Si los metamorfos se han propuesto utilizar a la Guardia para exterminarnos, pronto ya no habrá ningún lugar seguro para mí. Pero con la información que contiene el libro podré neutralizarlos. Si me ayudas a recuperarlo, te permitiré echarle un buen vistazo. ¿Qué me dices?

Ella negó con la cabeza.

—No puedo confiar en ti. Ya intentaste matarme, y ahora ya no está Rox. Ella al menos te mantenía controlado.

—A mí también me gustaría que siguiese con nosotros —repuso el invisible—. También yo contaba con su protección.

Axlin se preguntó de repente qué opciones tenía. El invisible parecía dispuesto a ayudar, y en realidad ella no podía negarse. Si la criatura consideraba que ya no le resultaba útil, no tendría inconveniente en matarla, algo que podría hacer en cualquier momento, sin que ella pudiera verlo venir.

Entonces la puerta se abrió de nuevo, y Axlin dio un respingo. Ruxus iba a decir algo, pero ella le indicó silencio y tomó la ballesta con cuidado. Tras asegurarse de que estaba cargada, se puso en pie, avanzó hasta la escalera y miró hacia arriba.

Una figura femenina se había detenido en la entrada, recortada contra la luz procedente del exterior.

—Axlin, soy yo —anunció la voz de Rox en la penumbra.

La joven sintió una profunda oleada de alivio.

—¡Rox! —musitó—. ¿Estás bien? ¿No te han detenido?

—Es una larga historia. —La Guardiana bajó las escaleras y se alarmó al detectar el cadáver del dedoslargos—. ¿Qué hace esto aquí? —preguntó mientras desenvainaba sus dagas.

—Está ya muerto, tranquila. Se había escondido en el sótano. No sé cómo ha llegado hasta aquí, pero ya no quedan más monstruos.

Rox no dijo nada. Avanzó hasta el centro de la estancia y, al mirar a su alrededor con atención, descubrió al invisible muy cerca de Ruxus, que se había encogido sobre sí mismo, sentado sobre la cama y con la espalda apoyada en la pared.

—Excepto ese —murmuró Axlin. Detectó el gesto torvo de la Guardiana y la detuvo antes de que se arrojara sobre la criatura—. ¡Espera! Es nuestra sombra. Quiero decir..., la que capturamos en las Tierras Civilizadas.

—Es verdad —susurró el invisible—. Hemos venido a recuperar el libro de los monstruos, ¿recordáis? El que escribieron el maestro Ruxus y sus compañeros.

Rox entornó los ojos con desconfianza, pero se quedó quieta.

—Tendréis que explicarme eso con calma.

Axlin dejó escapar un suspiro de cansancio.

—En realidad, ni siquiera sabemos por dónde empezar a buscar. La Ciudadela es demasiado grande.

La sombra rio con suavidad.

—Oh, yo sé exactamente dónde está: en la ciudad vieja. En la biblioteca personal del Jerarca.