Llegó a su casa y activó el reconocedor. Como en Alpha, la llave a su casa era él mismo. Nadie más podría entrar allí. En la gran sala abierta en la que vivía se amontonaban los cuadros que había ido encontrando abandonados o que había comprado en subastas clandestinas a lo largo del tiempo: su pinacoteca personal. Estaba un poco cansado de El mundo de Christina, de Andrew Wyeth, y quería cambiar de obra. Se dedicó a buscar el más adecuado para su estado de ánimo.
Alguno era realmente valioso, como un enorme lienzo de Artemisia Gentileschi, discípula de Caravaggio, que mostraba la grotesca escena de Judith decapitando a Holofernes. Se sentó en el sofá que había en el centro de la gran sala abierta ante la pintura de Wyeth, decidiendo si lo quitaba del caballete o no. En realidad no quería hacer nada, no quería sentir nada. Quería dejarse ir mirando uno de sus cuadros, el que fuera, daba igual.
Había pensado muchas veces en acabar con todo, pero en el fondo se sabía demasiado cobarde para ello. Aunque creía que acabaría vagando eternamente en los cielos virtuales algún día, el día anterior había llevado a cabo una acción irreversible. Había eliminado la impronta personal que habría usado para borrar su pasado y crearse otro. En realidad, había estropeado años de evolución virtual de una personalidad rica y compleja. Había sido un acto estúpido. Aquel cielo había sido su mejor diseño. Aquellos personajes eran perfectos para cualquier tipo de simulación experimental. Aunque no los hubiera utilizado nunca para vivir allí, eran demasiado valiosos. Se arrepintió. Los había eliminado como se eliminaba décadas atrás la pornografía del disco duro del ordenador de la oficina. Como porquería vergonzosa.
Un trabajo al que había dedicado años, probablemente su obra maestra. Trillones de líneas de código y de redes cuánticas entrelazadas en una maraña hermosa y sutil, que sólo unos pocos podían apreciar, como ciertas matemáticas o las sutilezas de una obra musical especialmente compleja. Era un placer ya sólo ver la compleja interacción de estructuras de datos y los espacios cuánticos mentales que formaban el espacio virtual cuantizado.
Así, arrepentido y autocompadeciéndose, se quedó dormido en el sofá, mirando a aquella mujer que le daría siempre la espalda, pues estaba buscando algo que no se alcanzaba a ver...
Se despertó en mitad de la noche, como le solía pasar, lanzando un alarido espantado. Eran las cuatro de la mañana. Y como era tradición en él, se incorporó del sofá, se sentó a una de las mesas que usaba para trabajar y se puso a escribir en un cuaderno en el que había empezado unas semanas atrás a contar algo parecido a un diario.