La guerra del cielo, HOBI D. TSAMOTO
(Capítulo «LA ÚLTIMA ALIANZA DE LAS RELIGIONES». Extracto)
El servicio que Alpha ofrecía a sus clientes era algo que en el fondo no resultaba fácil de explicar. La elección del término «cielos virtuales» implicaba muchas cosas para las personas, y fue elegida como la mejor por varias agencias especializadas en marketing social tras cientos de reuniones de estrategia. La gente asociaba el cielo con algo bueno, con la recompensa final tras una dura vida, y la virtualidad estaba de moda desde el nacimiento de la tecnología de copiado de conciencias. A la vez, lo que se vendía era exactamente eso: el cielo. Pues para pasar a vivir dentro del espacio virtual que Alpha suministraba, la persona que se convertía en cliente de la empresa tenía que morir. El proceso era inevitable. Obviamente, el mayor enemigo de una empresa que ofrece un servicio que incluye el cielo, es decir, una vida maravillosa y eterna en un lugar muy placentero —pues se supone que eso es el cielo precisamente— se ganaría una legión de enemigos entre unas organizaciones muy antiguas que vendían el mismo producto después de la muerte de sus fieles: las grandes religiones organizadas.
Inicialmente, las Iglesias del mundo trataron a Alpha con indiferencia, y se tomaron bastante bien el que la empresa ofreciera en sus primeros paquetes cielos temáticos para cristianos, islamistas, budistas o judíos, contando con sus sectas más importantes. Se llegaron a firmar algunos convenios, pero pronto estallaron las hostilidades, porque la gente dejó de tener fe en sus religiones tradicionales, las iglesias y templos se vaciaron, y los sacerdotes no tenían a quién consolar en el tránsito de la muerte, pues morir había dejado de ser un problema. Alpha tenía ofertas para todos los bolsillos. Si podías pagar el precio de entrada, se te prometía una vida eterna en el cielo de tu elección. Y esta vez la gente podría comunicarse con los vivos desde sus cielos virtuales, cosa que nunca había sucedido en los siglos anteriores con la gente que —según las religiones— iban a los paraísos que les vendían los sacerdotes.
La polémica de los cielos disponibles en el menú de Alpha también había causado estragos. Había cielos a la carta para los más pudientes, que podían elegir y diseñar, con ayuda de los diseñadores de cielos, hasta los más nimios detalles de los lugares que habitarían; había cielos «de aventuras» en los que se podía pasar a habitar por cortos espacios de tiempo tras el pago de ciertos recargos, de modo que se vivieran las peripecias propias de un agente secreto o de un guerrero espacial. Aquellos cielos eran el parque temático definitivo. Y molestó mucho la posibilidad de intercambio de cielos que se ofreció en el tercer año de existencia del servicio. Ahora un mahometano podía darse un paseo por el cielo judío o un cristiano por el budista, y decidir lo que le gustaba más y mudarse tranquilamente. Aquello era la apostasía convertida en servicio tecnológico. Algo inaceptable.
También había cielos de los que se hablaba en voz baja, lugares terribles que eran paraísos para supermasoquistas, siempre gente muy pudiente que amaba las emociones fuertes. O cielos en los que podías tener un viaje de LSD ilimitado y seguro, o escaparte al otro confín del Universo. Siempre que todo hubiera sido modelado y diseñado por los diseñadores de cielos, todo era posible.
Las religiones, en el fondo organizaciones desesperantemente burocráticas y antiguas, se tomaron en serio lo de los cielos virtuales más tarde, cuando vieron a las grandes corporaciones firmar acuerdos con Alpha. McDonalds o Coca-Cola habían descubierto que cada vez vendían menos porque cada vez había menos gente en el mundo para consumir sus productos; la mayoría quería irse a vivir a Alpha, así que decidieron vender sus marcas en los mundos virtuales. Podías tener descuentos si pasabas a habitar en cielos esponsorizados, y comerte en ellos un Taco Bell con una Pepsi en el almuerzo. Todo ello representaba que aquellas empresas habían vendido a Alpha en exclusiva la percepción del sabor de sus productos. Pronto las siguieron las grandes corporaciones de alimentación, desde Nestlé a Starbucks. Te podías tomar un cappuccino en la luna virtualmente, y Starbucks se llevaba unos centavos cada vez que lo hacías. Aunque el café no existía: sólo era un chorro de información perceptiva inyectada en el cerebro virtual cuantizado del cliente.
Los grandes estudios de cine hicieron lo propio, vendiendo a Alpha versiones virtuales de sus películas más famosas, que eran mundos virtuales de pleno derecho que podías visitar. Y claro está, se creó un Disneyland dentro de Alpha. El servicio de cielos virtuales prometía una eternidad de placeres y goces, unos confesables, otros no tanto, sin tener que sufrir las consecuencias. No te empacharías si comías muchas hamburguesas de Burger King, ni se te dispararía el azúcar si te inflabas a pasteles. Ni enfermarías de una venérea inesperada por un desliz con una mujer de formas increíbles en los cielos virtuales triple equis.
Entonces, curiosamente, fue cuando las religiones entonaron un furioso «¡Basta!».
Se estaba acabando con el mito de una vida de sufrimiento para llegar a una eternidad de bienaventuranza en el cielo prometido por los sacerdotes. La gente había dejado de creer en aquellas cosas. No querían jugar más a aquel juego en el que, ya todos lo sabían, las religiones usaban cartas marcadas. Alpha era mucho más divertido, pero, sobre todo, mucho más honesto. Te morías, vale, pero daba igual, no notabas nada, y a partir de ahí tu vida era un eterno paraíso de nuevas experiencias. Es más, el término «morir» empezó a entrar en desuso, también por consejo del departamento de marketing de Alpha, que juzgaba el concepto como negativo, y justamente lo que Alpha vendía era el fracaso final de la muerte y el triunfo de la vida, de la tecnología y de la civilización humanas.
Y comenzaron los primeros ataques. Unos fueron más sutiles, mediante la poca prensa que quedaba, otros mediante tácticas de guerrilla, y muchos usando la inteligencia y el espionaje. Los cielos estaban infestados de infiltrados del Vaticano, de los Testigos de Jehová o de la Cienciología que intentaban boicotear el funcionamiento de Alpha. E hicieron daño. Mucho. Ocurrió la Gran Muerte, un suceso terrible en el que cincuenta millones de mentes de clientes fueron totalmente borradas del Sistema a causa de un atentado virtual generado por un infiltrado vaticano que se inmoló —es decir, borró su propio archivo virtual del ordenador— tras cometer el acto. Aquello llevó a una terrible guerra en la que el Estado Vaticano, aliado de las otras dos grandes religiones, judíos e islamistas, reclutó a su propio ejército y generó sus propias armas. Alpha por su parte reclutó a lo peor de los bajos fondos, hackers de baja estofa comandados por Boss Pérez, un peligroso genio tecnológico que les hacía la guerra sucia y aniquilaba sistemáticamente los ejércitos de la Coalición Vaticana utilizando técnicas de sabotaje que inutilizaban sus equipos o envenenaban a sus soldados, los Guardias Suizos Extendidos, que habían sido reclutados a millares en las favelas de todo el planeta. En aquel escenario devastador, con el mundo de nuevo envuelto en una guerra de religión, Alpha decidió irse en secreto. La ciudad que formaba la empresa, construida en San Francisco, estaba presidida por un gigantesco edificio que mostraba orgulloso el logotipo de la empresa. Tenía dos kilómetros de alto, y era terriblemente vulnerable a un posible ataque aéreo vaticano. Así que secretamente se fue construyendo, gracias a los gigantescos beneficios que Alpha había obtenido a lo largo de los años, una copia idéntica del ordenador cuántico, y se trasladó lejos de la Tierra, a un lugar secreto.
Al final, el edificio de Alpha dejó de albergar las mentes de sus clientes y era básicamente una antena que sincronizaba fotones enlazados y transmitía instantáneamente los terabytes que formaban cada cerebro a la estación remota en la que Alpha se ocultaba. Fue una solución inteligente, porque el Vaticano acabó realizando terribles raids aéreos sobre la ciudad, y el edificio fue bombardeado repetidas veces, causando graves daños, si bien nunca irremediables. Pero el temor no era infundado: un ordenador cuántico es algo muy delicado. Si dañas una sola de sus unidades, lo destruyes todo.