Dante había formado parte de aquel equipo pionero junto a Caín Grey y Dana Schufftan. Dante había elegido vivir en su cuerpo mientras pudiera. Grey, que se había erigido en CEO de la compañía que explotaría el descubrimiento, tuvo que eliminar su cuerpo físico y ser de los primeros en dar el salto al mundo virtual. Un camino sin retorno conocido. Había sido una operación de marketing magistral. Nadie dudaría a partir de entonces de las bondades de aquel descubrimiento que prometía vida eterna dentro de las tripas de un ordenador a toda la humanidad. Grey se había puesto como ejemplo y desde entonces dirigía la titánica empresa que había creado desde el corazón de sus sistemas virtuales, en su cielo personal. El cielo Grey. Un lugar al que muy pocos habían podido acceder, y siempre, por supuesto, bajo rigurosa invitación.
Dante apenas recordaba las duras jornadas de trabajo, los largos meses en los que tuvo que hacer cálculos tensoriales en hojas de papel y tablas virtuales, y utilizando derivadas covariantes y de Lie pudo domesticar el modelo matemático de Alpha. Desde aquel entonces tan lejano había perdido la destreza necesaria para poder moverse cómodamente entre ecuaciones diferenciales, pero recordaba aquellos tiempos con dolorosa nostalgia. Después de todo, habían dado un paso adelante a través de la última frontera. Habían conseguido una vía hacia la inmortalidad que sólo dependía de la tecnología y de la disponibilidad de energía. Naturalmente, Dante no había imaginado las consecuencias de todo aquello, que en apenas diez años habían cambiado el mundo, habían ocasionado una guerra aparentemente inacabable —en realidad dos, si se sumaba la guerra islamista previa— y habían despoblado la Tierra. Ni en sus más locos sueños habría imaginado aquello. O mejor, ni en sus más dementes pesadillas.