Entró en su casa, que estaba situada casi en el centro del Asilo. En unos tiempos más propicios el Asilo había sido el centro de la ciudad, y ahora sólo estaba ocupado por desesperados, locos y pobres desahuciados sin esperanza. Lo que Dante llamaba hogar ocupaba toda una planta de un edificio que había pertenecido a una empresa de negocios de bolsa y que había sido reciclado posteriormente en zona para artistas, bohemios y okupas. Estaba en el número 600 de Montgomery Street, aunque nadie se acordaba ya del nombre de la calle. La pirámide estaba truncada en el piso 27 a causa de un bombardeo ocurrido cinco años antes. Había sido la Pirámide Transamérica, un orgulloso símbolo de la América boyante de los años setenta del siglo XX, y su morro puntiagudo había asomado desde sus doscientos sesenta metros de altura en mitad del skyline de San Francisco, siendo su rascacielos más alto, hasta que, claro, fue arrasado desde la planta 27 a la 48. Aún conservaba su tono blanquecino, gracias a las pequeñas piedras de cuarzo triturado que se habían usado para cubrir su fachada cuando fue construido, en unos tiempos en los que los nuevos faraones de las finanzas se construían sus propios monumentos en vida. En mitad del grisáceo terreno arrasado que lo circunda, aún conserva una blancura que parece fuera de lugar en la tierra arrasada del Asilo. A un lado de la fachada, seguía la vieja placa que recordaba a Bummer y Lazarus, dos perros sarnosos que habían recorrido San Francisco allá por 1860, lo que era una especie de chiste malévolo en mitad de lo que quedaba de una ciudad en la que los perros se consideraban un manjar y todos, humanos y canes, padecían de nuevo la sarna.
Como en los años cuarenta del siglo XIX, en aquella ciudad diezmada los perros contaban más que los hombres, los superaban por dos a uno. Las calles estaban repletas de ellos, pero se guardaban bien de ser vistos, porque serían cazados instantáneamente. Los perros de San Francisco habían aprendido a ser sigilosos y cautelosos, a pasar desapercibidos, si querían vivir. Bummer y Lazarus ahora no tenían significado. Su supuesto dueño, Joshua A. Norton I, que se había bautizado a sí mismo como el Emperador de los Estados Unidos, era un excéntrico que se ganó justa fama. En un mundo lleno de agónicos excéntricos que te podían matar por un sorbo de agua, o por robarte una camisa, Norton I tampoco tendría sitio ya.
Dante pagaba a su casero —un tipo siniestro y repugnante que vestía con trajes de sastre, pero estaba sarnoso y cubierto de costras— lo suficiente como para poder habitar la tercera planta completa, y para que lo dejaran en paz los scavengers y los ladronzuelos del barrio. El alquiler incluía protección, así eran las cosas en aquellos tiempos. Un ascensor lo dejaba directamente en el centro de la casa, desde la calle, y otro le daba acceso exclusivo a un aparcamiento donde había encontrado el camino olvidado hacia un profundo sótano que estaba aproximadamente debajo del edificio, un lugar en el que esconderse en caso de emergencia o catástrofe. Aquella especie de refugio nuclear que Dante se había habilitado no era tal, sino el lugar donde reposaba el mítico ballenero Niantic, llegado allí durante la fiebre del oro de 1849. Una excavación para rescatar parte del barco había quedado a medias durante la guerra, y el lugar era una enorme sala en la que Dante guardaba alimentos no perecederos por si la cosa se torcía aún más y tenía que vivir bajo tierra un tiempo. Allí guardaba también sus pequeños tesoros, como un par de botellas de vino que permanecían en condiciones ideales, a doce grados de temperatura, en aquel sarcófago que sólo Dante conocía, en el que algo tan imposible como un barco ballenero compartía el silencio y la oscuridad con él.
La puerta que conducía al ascensor que lo elevaba hasta su casa se activaba con el tono de su voz y una serie de biomediciones secretas. La casa era grande y diáfana. A lo ancho de 450 metros cuadrados podías recorrer una pequeña biblioteca que había atesorado a lo largo de su vida, su modesta colección de arte, el lugar donde veía cine clásico, que estaba presidido por una enorme pantalla más grande que la de muchos cines, y una gran cocina en la que había trabajado a veces en platos extraños y exóticos. Durante una época le dio por cocinar, sí. El taller en el que pintaba estaba al fondo, cerca de la luz natural. Era un espacio en el que se pasaba las horas muertas. Llevaba pintando un par de años. Casi podía decir que pintar le había salvado la vida.
El único inconveniente era que al llegar a casa se solía encontrar con la voz del Oráculo con las últimas novedades del trabajo. Tenía una terminal de conciencia en la sala de trabajo, inevitable para ganarse el sueldo que le permitía mantener su nivel de vida, y allí solía estar cuando se llevaba la tarea de diseño a casa; había gran parte de su trabajo que no requería de su presencia en cuerpo y alma física en el interior del Sistema, y esas tareas más rutinarias las hacía allí. El Oráculo podía hablarle en cualquier momento, y podía ser llamado a cualquier hora para resolver problemas. Estaba en su contrato de diseñador. Lo lamentaba casi siempre. Y aquella tarde no iba a ser menos.
—Dante, tu rendimiento está bajando estas semanas —lo saludó el Oráculo en cuanto salió del ascensor.
—Yo también te quiero —respondió con sarcasmo.
—Puedo sancionarte con la pérdida de un elevado porcentaje de tu sueldo, Dante. Pero estoy preocupada por ti.
El Oráculo, que a veces aparecía en las pantallas del ordenador, al ser un interfaz con el Sistema y ser de uso exclusivo de los diseñadores de cielos, apenas se había modificado desde los primeros años de Alpha. Si bien su inteligencia artificial era estupenda, su aspecto exterior, el de una mujer atractiva pero siempre embutida en trajes oscuros, le daba un cierto aspecto de madrastra de cuento de hadas que nadie se había ocupado de suavizar. Había otras cosas de las que preocuparse en aquellos días.
—Lo sé. Sé que te preocupas.
—Tampoco estás asistiendo a tus sesiones de control psiquiátrico. Puedes hacerlas desde casa, si así lo prefieres.
—También lo sé. Gracias por recordármelo.
—¿Por qué te empeñas en complicar las cosas, Dante?
—Es... complicado... —dijo sonriendo y asomándose a la enorme cristalera que cerraba como única frontera uno de los lados de la casa.
El sol ya se había puesto y el cielo fulguraba en distintos tonos que iban del rojo profundo al anaranjado. Era una bonita tarde. La ciudad le recordaba, allí abajo, las fotos del Berlín arrasado de la posguerra tras la segunda guerra mundial. Pero San Francisco, como todas las capitales del mundo, había sido destruida por una guerra nunca declarada y nunca terminada. Posiblemente la última guerra de la humanidad. Entre las ruinas, atinaba a ver los pequeños cuerpos de los scavengers buscándose la vida, robando metal o matando a alguien. Los traficantes de órganos, los absorbedores de conciencia ilegales de Boss, los predicadores de la infinidad de nuevas sectas, los vendedores de implantes de conciencia, las tiendas humeantes de comida thai o hamburguesas de tamaños imposibles, todas de perro; en pocas palabras, el San Francisco que le había tocado vivir era una especie de prostíbulo terminal, habitado por gente sin esperanza ni deseos, excepto llegar a poder entrar en Alpha, aunque fuera por una puerta trasera. Alpha lo era todo. Lo dominaba todo. Sus anuncios se proyectaban a diario en las escasas superficies planas de los derruidos edificios, y en las nubes bajas que solían ocultar el cielo a los escasos habitantes de la ciudad. Alpha, Alpha, Alpha. El Alfa y el Omega. Todo y nada. En eso quedaba resumida la Historia del Hombre. Dante lanzó un suspiro. No se había dado cuenta de que el Oráculo, afortunadamente confinado en su área de Diseño de Cielos, formada por varias pantallas, cascos de inmersión cognitiva y ordenadores cableados a un beam parcial del Sistema, hablaba y hablaba sin parar.
—... tus cielos tienen ahora menos polígonos y voxels, estás usando trucos de tramposo, indignos de un diseñador de Clase A como tú. Es como si te estuvieras volviendo acomodaticio, como si ya no quisieras hacer las cosas bien. Y creo que todo iría mejor si aceptaras seguir con las sesiones de psicoterapia. Creo, y conmigo gran parte del Sistema, que eres de nuestros mejores hombres, así como, y nadie lo olvida, uno de los tres creadores; a ti te lo debemos todo. Eso te hace muy especial, y muy importante para nosotros. Eres el único que sigue vivo, el único que aún tiene un enlace entre realidad y virtualidad. Y eso es muy bueno para la empresa y para nuestros clientes. Todas esas cosas hacen tus diseños muy... especiales. Incluso se habla de ascenderte y que pases a ser un miembro honorario del Consejo de Administración. Grey lo ha comentado recientemente. Pero tu falta de interés es el principal obstáculo en la actualidad, Dante.
—Bueno, lo pensaré, ¿vale?, Oráculo. En serio, preciosa, pensaré lo que me dices, te doy mi palabra. Ahora quisiera estar solo. Necesito silencio. Si me estás monitorizando, y sé que lo estás haciendo, verás que estoy sobrecargado cognitivamente. Necesito descansar. Dormir. Olvidarme de todo. Eso me ayuda más que hacer toda la psicoterapia del mundo.
—Queda comprendido. Entonces entraré en modo silencioso. Mañana por la mañana te despertaré a la hora de siempre y hablaremos un poco más. ¿De acuerdo?
—Me parece bien, Oráculo.
—¿Qué tal el dolor?
—Mal. Siempre mal. Lo tolero, ya lo sabes.
—Una cosa más, te debo comentar también lo de las reclamaciones que han ocurrido por fallos en el Canal Celestial en dos de tus cielos.
Dante tardó en reaccionar. ¿Qué le estaba diciendo el Oráculo?
—Un momento. Explícate. ¿Qué fallos?
—Hay varias reclamaciones de familiares de clientes relacionadas con fallos graves cuando llaman a sus seres queridos a los cielos virtuales desde sus casas en el mundo real. Parece que no responden a sus preguntas correctamente.
—Oráculo, ¿cómo es posible eso?
—No lo sé. Tengo las denuncias grabadas. ¿Quieres verlas ahora?
Ante la perspectiva de pasar varias horas hablando con el Oráculo, Dante, a pesar del desconcierto que lo invadía y de la inevitable curiosidad, decidió mantenerse firme.
—Mira, si es posible lo dejamos para mañana. En serio, necesito descansar, preciosa.
—Ok. Modo silencioso. Hasta mañana, Dante. Gracias.
—Déjame las grabaciones esas a mano en la consola, por si luego les echo una mirada.
—Hecho.
Se dirigió al sofá que había en mitad del enorme salón, se tumbó en él y miró hacia adelante, hacia el cuadro que había colocado sobre un caballete para contemplarlo. Pasaba allí muchos ratos muertos cuando no quería pensar, cuando quería dejarse llevar. Los cuadros de su colección se iban turnando en aquel caballete, para ser observados durante horas y horas, durante días y semanas. Desde hacía un mes allí estaba El mundo de Christina, de Andrew Wyeth. Lo había comprado a un traficante tras el saqueo del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Era una de las piezas que más le gustaba. Le recordaba una lectura de su juventud, una novela de aventuras, naves espaciales y satélites artificiales milenarios titulada Los Códices del Apocalipsis, de un autor español cuyo nombre había olvidado. Le recordaba las badlands, donde transcurría parte de la acción de la novela. Y luego, el cuadro le provocaba una extraña sensación. La Christina del título, la mujer de espaldas tumbada en una enorme pradera, con dos casas al fondo, en una de esas extensiones de hierba sin fin, arpas de hierba, como diría Truman Capote. Christina tirada en un suelo verde, mirando a un horizonte, esperando, o tal vez buscando, tal vez incapaz de llegar a ninguna de las casas que la esperan. El cuadro le traía dolorosos recuerdos, lo empujaba a formar asociaciones de ideas que le provocaban un nudo en la boca del estómago. Por eso le gustaba tanto contemplarlo últimamente. Le hacía sentir una especie de paz amarga.
Cerró los ojos y se quedó dormido.