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Salió a la explanada, una extensión inhumanamente larga rodeada de murallas y búnkeres donde el ejército privado de Alpha custodiaba el enorme edificio. Decenas de drones robotizados volaban alrededor de la monstruosidad que se perdía entre las nubes bajas, tan propias del clima de la ciudad. El logotipo no era visible aquella mañana húmeda y desapacible, pero sí la miríada de objetos voladores que iban y venían desde las nubes bajas o hacia ellas. En teoría podían detener cualquier ataque aéreo y apoyar la defensa terrestre, pero nadie lo sabía con certeza. El día en que la Coalición Vaticana decidiera asestar su golpe, que tarde o temprano llegaría, lo sabrían definitivamente. Decenas de vehículos y naves aéreas se detenían en diversos aparcamientos automatizados, slots y helipuertos para coches de despegue vertical. En todos ellos llegaban los nuevos clientes que podían permitirse pagar el traslado. Fuera de aquellos muros, un espantoso mundo arrasado esperaba a Dante. Su casa.

Pasó junto al puesto de I/O y la puerta se abrió automáticamente. Su cuerpo y su mente eran escaneados por unos analizadores cuánticos que se habían desarrollado a partir de la tecnología que usaba Alpha para almacenar las mentes de las personas, y podían detectar un cuarto de millón de características únicas premonitorizadas que generaban una clave gigantesca e indescifrable que permitía entrar y salir a los diseñadores, operarios y otros empleados con comodidad del enorme complejo. Dante a veces trabajaba desde casa, pero no era lo mismo. El ordenador cuántico requería cercanía. Por eso la mayoría de los diseñadores de cielos vivían o bien en las plantas bajas del edificio de Alpha, que con sus cuatro kilómetros de base era una auténtica ciudad repleta de viviendas, hoteles y centros comerciales, y no salían de allí. Dante era de los pocos que aún vivían fuera. ¿Por qué? Se lo había preguntado muchas veces. ¿Qué hacía viviendo entre mierda, cascotes y gente tan pobre que aún no había entrado en el paraíso virtual de Alpha? La explicación que se había dado a sí mismo era que no quería perder el contacto con la realidad, quería una bofetada de «verdad» al final de cada jornada. No quería olvidar el mundo que había creado Alpha.

Cuando la empresa se lanzó al mercado, el salto del escepticismo al entusiasmo se produjo en apenas dos años. En un tiempo récord, la gente se peleaba por entrar a vivir en Alpha, y aquello implicó suicidios en masa. Nadie quería vivir en el valle de lágrimas, lleno de dolor, achaques, burocracia y accidentes, cuando tenía ante sí un mundo eterno de placeres innúmeros. Los cielos virtuales inicialmente eran muy caros, pero pronto Alpha abarató la tecnología de absorción de conciencias y los aparatos portátiles de captura permitieron que cualquier persona pudiera acceder a un cielo virtual. La gente se arrojaba a puñados al paso de los trenes del Metropolitano, y al final los trenes dejaron de parar. Los despojos se acumulaban en las vías y se formaban lagos de sangre y vísceras esparcidas. A nadie le importaba nada ya. Muchos de aquellos suicidas nunca lograrían entrar en el Sistema, pues adquirían en el mercado negro falsificaciones de extractores que en realidad no hacían nada, eran cajas vacías con una batería que alimentaba a unos diodos que simulaban que aquellos trastos hacían algo. Muchos desalmados se hicieron ricos vendiendo máquinas que no servían para nada. Los mundos en crisis son pasto de desalmados, y en aquella generación los desalmados habían reventado las estadísticas. El mundo se había llenado de hijos de puta. Bueno, a lo mejor siempre habían estado allí, pero florecían como setas.

Desde entonces, tras catorce años, el mundo se había inmolado. La población había sido diezmada por voluntad propia, y apenas un 58 por ciento de la gente que había vivido en los años previos a Alpha seguía de pie en el mundo. El 42 por ciento restante estaba dentro de aquel ordenador, viviendo en algún cielo virtual. Y los estudios demográficos calculaban una curva explosiva de caída hacia una probable extinción. La oferta era demasiado jugosa. La recompensa, demasiado brillante. La baratija virtual, como la llamaba Dante. Los cielos generados por ordenador. La última frontera para la humanidad y, probablemente, la definitiva.

Todo aquello causó una serie de consecuencias insospechadas. El terrorismo suicida se multiplicó, extendiéndose a muchas religiones, incluyendo la católica. Aquella tremenda actividad terrorista tenía como objetivo a Alpha, y cualquier persona con un dedo de frente y cierta información podía deducir que no tenía un origen espontáneo. Hubo un escándalo cuando se descubrió que las grandes organizaciones religiosas del mundo estaban detrás de aquella explosión de atentados suicidas. Habían creado una infraestructura secreta que instaba a los suicidas a destruir a toda costa aquel servicio que estaba cambiando el mundo. El escándalo hubiera sido mayor de no ser por el estado de cosas en el que ocurría; en un mundo en estado terminal, con miles de millones de ciudadanos pasando hambre y una brutal corrupción rampante. En aquellas circunstancias la cosa sonaba a otra mierda más en un mundo que ya hacía tiempo que se ahogaba en porquería, pues una brutal guerra mundial religiosa todavía estaba en el recuerdo de la última generación de vivos.

Todo llevó a la bunkerización de Alpha y a todos aquellos controles demenciales, que incluían armas antiaéreas, disparos disruptores de pulsos electromagnéticos, vallas electrificadas y cosas aún peores. Como siempre acaban pagando justos por pecadores, y cada año unas diez personas inocentes pagaban con su vida aquel vasto sistema de seguridad. Los suicidas ya eran menos, y elegían otros lugares, como las franquicias de la empresa, que eran más vulnerables. Y desde entonces una guerra de baja intensidad devoraba todo el planeta, sostenida cruelmente en una estrategia de desgaste por parte de unas religiones que habían dejado de tener prisa, y que sabían que la victoria sería de los más constantes. Afortunadamente para Alpha, por ahora sus recursos eran prácticamente ilimitados.

Al salir al exterior del muro de seguridad que rodeaba el lugar, lo recibió el familiar olor a alcantarillas destripadas. Desde las últimas guerras de guerrillas entre la Coalición Vaticana, los ejércitos de Boss y las Brigadas Autónomas de Alpha —conocidas como «El ejército de Alpha»—, la ciudad había sido arrasada y sus sistemas de alcantarillado reventados, de modo que, como en la Edad Media, las aguas fecales corrían como arroyuelos entre rascacielos convertidos en esqueletos. El puente Golden Gate, transformado en una escultura quemada como una cerilla, destacaba entre la bruma. Las Guerras Vaticanas, que así se había llamado a aquella cuarta guerra mundial no declarada para recuperar el control sobre las almas humanas, habían arrasado las grandes ciudades, que se habían tomado una por una, calle por calle. Alpha había construido sedes repetidoras que enviaban las conciencias de las personas que capturaban al gran edificio central de forma instantánea gracias al entrelazamiento cuántico que definía su adquisición, hacia un modelo gigante estándar que se entrelazaba simultáneamente con millones de cerebros simulados y que residía en el corazón del vasto edificio de San Francisco, a varios cientos de metros bajo tierra, en un entorno muy frío, cercano al cero absoluto, en el que el titánico ordenador cuántico ordenaba y gestionaba los universos virtuales para sus clientes. Así, era realmente fácil transmitir las mentes en el mismo instante en que eran capturadas, y precisamente por ello, la Coalición Vaticana había decidido atacar todas y cada una de las sedes, franquicias y repetidores que Alpha había instalado en el mundo. Lo que había empezado unos diez años atrás como una escaramuza bastante torpe por parte de un grupo de guardias suizos vaticanos mal entrenados, escaló hasta convertirse en un conflicto mundial; las demás religiones se pusieron del bando cristiano, y nació la Coalición, que manejaba vastos fondos que les entregaban sus fieles, a pesar de que cada vez eran menos. Era una batalla a vida o muerte, y como tal la tomaron los miembros de la Coalición. Los países considerados católicos también eligieron partido y proscribieron Alpha en sus territorios, algo ciertamente difícil cuando hablamos de un servicio que cruzaba fronteras, como internet lo había hecho tiempo atrás. El resultado fue pronto una conflagración mundial que puso a los italianos contra los ingleses, a los alemanes contra los españoles, a los chinos contra los africanos, y generó una devastadora guerra de guerrillas lenta y terrible que consumía vidas como si fueran cerillas. Los voluntarios que se presentaban a la alianza de Alpha tenían la recompensa final de que podían convertirse en clientes si morían en el campo de batalla. Portaban con ellos los primeros modelos de Soulmates que transmitirían sus conciencias a la máquina de Alpha en el mismo momento de sus muertes al grito de: Beam me up! El aparato no funcionaba demasiado bien en sus tiempos de prototipo, ya que no entraba en contacto con el cráneo de las personas, pues podían morir en cualquier circunstancia, sino que accedía a la médula espinal del soldado, por lo que la mitad de ellos falleció definitivamente. De todas formas, tener un 50 por ciento de probabilidades de pasar a vivir eternamente en los cielos virtuales a cambio de tu sacrificio en aquella guerra era, para muchos, mejor que nada.

El resultado de todo aquello había sido un mundo arrasado, pues en muchos casos las Guerras Vaticanas habían tenido lugar tras un par de décadas de la Gran Guerra Islámica, la tercera guerra mundial, que había dejado el mundo reducido a cenizas. Los historiadores unían las dos guerras como la primera y la segunda estaban unidas en el siglo XX.

Para frustración de la Coalición Vaticana, Alpha se había aliado con los hackers de los suburbios de las grandes urbes, representados por Boss Pérez, un legendario surfeador de los espacios virtuales que había conseguido entrar en el Sistema de Alpha y había creado sus propios cielos clandestinos para clientes realmente especiales. Alpha había hecho la vista gorda, pues el talento de Boss era tan enorme que merecía la pena tenerlo como parásito más que como enemigo, y aquello terminó en una alianza contra natura entre Alpha y Boss, que empeoró las cosas, pues Boss era legendario por ser un reciclador de cuerpos. Alpha empezó a enviar los cadáveres vacíos de conciencia de sus clientes a las instalaciones del bajo mundo de San Francisco, donde Boss los reconvertía en cyborgs controlados remotamente que actuaban como soldados sin mente. Boss poseía hangares llenos de cadáveres medio podridos criogenizados prestos a la batalla en cuando Alpha lo pidiera, y Alpha daba a Boss todo el espacio virtual que necesitara para sus cielos... «especiales». El resultado: unos soldados viciosos, asesinos sin piedad ni humanidad, que empeoraron aquella gigantesca guerra de guerrillas.

Aquella alianza había cambiado los equilibrios de la guerra y había puesto a la Coalición Vaticana contra las cuerdas, creando una especie de equilibrio del terror que se había convertido en una tregua no declarada que duraba ya dos años. Desde entonces sólo había habido escaramuzas, y el Vaticano se había refugiado en el espacio a lamer sus heridas. En una enorme instalación en órbita habían construido una monstruosa Estrella de Combate, una nave espacial de guerra capaz de cualquier cosa, y todos miraban aquel objeto que permanecía parado en el cielo con desconfianza y miedo, ya que en cualquier momento podría desencadenarse el ataque definitivo, que iría directo a la central de Alpha en San Francisco y a su vasto ordenador cuántico subterráneo. Pero los meses pasaban y no ocurría nada. Y entretanto, Dante había elegido vivir en aquella ciudad arrasada, habitada por pobres de solemnidad y desechos humanos. El Asilo.

El Asilo era ya prácticamente toda la ciudad. Alguien había tenido la humorada de llamarlo así porque inicialmente sólo los ancianos sin dinero para costearse vivir en Alpha habitaban las ciudades, aunque no era en absoluto verdad. Una legión de indigentes y almas perdidas malvivían en lo que había sido la ideal y preciosa ciudad joya del norte californiano. Pero así había ocurrido en todo el mundo. Desde Berlin a Tokio, desde Barcelona a Kuala-Lumpur, la guerra de guerrillas en que se había convertido la batalla contra las sucursales de Alpha había arrasado todo lo que había costado siglos construir. Habían caído monumentos milenarios, bibliotecas enormes, pinacotecas llenas de obras maestras, archivos fílmicos irrecuperables. La guerra definitiva, la habían llamado, porque ya ocurría en todos lados y a toda hora; una guerra eterna que algunos comparaban con Israel y Palestina en su imparable suicidio mutuo. La Coalición Vaticana había recurrido en sus momentos más bajos a grupos de yihadistas que se inmolaban utilizando bombas sucias que llenaban de radiación comarcas enteras haciéndolas inhabitables. Cada semana reventaban varios nuevos Chernóbil en diversos lugares del planeta. Se usaron grupos terroristas infectados con enfermedades diseñadas genéticamente, armas químicas, gases y bioarmas de todo tipo. Lo peor y lo más vil de la humanidad había salido al exterior. Las religiones mayoritarias estaban sumidas en una batalla que terminaría, si terminaba, con la extinción o la victoria. Ya no había término medio. En aquellos años, entre incendios de oleoductos e incursiones de grupos suicidas, la gente había tomado la decisión de morir en Alpha como objetivo vital. Allí al menos tenían un futuro. Una vida sin fin. Fuera, con las escuelas cerradas, los gobiernos arruinados, y todo retrocediendo rápidamente a tiempos cavernarios, poca esperanza le cabía a la humanidad.

Dante sentía asco de todo aquello. Era una culpa enorme saber que el mundo era como era en parte gracias a él. Porque así había sido. Pero aquello era otra historia, una historia que habría querido olvidar en aquel mundo idílico que había borrado unas horas antes. Ahora, caminando por las calles arrasadas, escuchando a los niños rata que lo seguían a distancia, ocultándose entre los callejones, con sus dientes limados para formar colmillos afilados como hojas de afeitar, el dolor, demasiado pesado para un solo hombre, volvía a caerle encima.