Cuando Lara caminaba por la calle a medio derruir de aquella ciudad devastada que se había llevado su vida, su amor y su futuro, iba con la cabeza inclinada hacia el suelo. No tenía nada que mirar. Los restos de Alpha ardían desde hacía tres años en una hoguera interminable que recorría centenares de metros hacia el fondo de la tierra, entre subterráneos que contenían subterráneos que contenían laberintos que contenían las tripas inútiles de un ordenador cuántico gigantesco y convertido en un amasijo de alambres, piezas sin sentido y gritos desgarrados de metal reventado. Como si aquellos enormes mundos subterráneos tuvieran una cuenta pendiente con la termodinámica, ardían durante años y años en una combustión lenta y terca que había llenado toda aquella zona de fumarolas venenosas, capaces de matar a un niño en segundos y a un adulto en minutos. El área que había sido Alpha ahora era una tierra de nadie arrasada, en la que sólo los scavengers más suicidas, ataviados con trajes Chernobyl —una porquería tejida en telares clandestinos que supuestamente te aislaba, pero que en realidad sólo te mataba más lentamente, de ahí el nombre irónico del invento— se aventuraban para rescatar lo que había sido tecnología capaz de alojar mentes, espíritus humanos, y que ahora no resultaba nada más que materia prima requemada, como las tostadas de un gigante con sentido del humor. Alpha era un espacio tóxico que se consumía lentamente, como si alguien se ensañara en convertir el orden en entropía. Un recordatorio de lo que le esperaba al planeta en unos millones de años, y a todos nosotros. Una combustión parsimoniosa que se empeñaba en no dejar nada sin calcinar. Un sitio horrible en una ciudad horrible.
Lara había pasado momentos difíciles cuando había estallado la brutal guerra de guerrillas alrededor de Alpha y sus restos. Había durado medio año, y sólo las fumarolas letales habían alejado de allí a las estúpidas facciones religiosas, que seguramente se habrían ido a algún otro lado a matarse, lo que parecía ser su deporte favorito. Que sus diosecillos los premiaran. Sin Alpha, Lara tuvo que tirar de sus ahorros, que afortunadamente no eran pocos; había descubierto que además Dante le había transferido una cantidad enorme de dinero a una zona de su cuenta virtual de crédito, suficiente para que pasara ocho o nueve vidas con holgura, y con un buen tren de vida. Pero Lara no quería vivir. Ya sabéis lo que pasa cuando alguien que amáis se va. Negación, aceptación, luego duelo, que dicen dura un año, y es un período de especial vulnerabilidad para las personas, en el que si algo se tuerce demasiado, dentro o fuera de uno, te espera el negro puño peludo de la depresión para recitarte al oído un continuo memento mori angustioso y feo.
Y eso vivió Lara el primer año, sin comprender demasiado lo que pasaba. El fin del Vaticano, la explosión nuclear sucia que arrasó Roma y con ella todo rastro de la Iglesia católica, el bombardeo con misiles automáticos que generó como respuesta y arrasó Jerusalén y La Meca hasta convertir ambas ciudades en enormes valles repletos de radiación letal, fueron sucedidos por unas guerras feas, viles, en las que el odio era tal que todo valía, y en las que los participantes convertían en muerte todo lo que encontraban, olvidando continuamente la diferencia entre amigo y enemigo. El final de las tres religiones ocurrió casi sin que nadie se enterara, en una noche espantosa en la que los pocos supervivientes se encontraron para hablar y envenenaron los alimentos con los que habían ofrecido una cena de armisticio. Es igual quién lo hiciera, y de hecho no trascendió. Lo que se llamó la Noche Muerta fue el final de los últimos fanáticos que quedaban, o al menos los que eran suficientemente estúpidos para seguir siendo fanáticos. Así que la religión masiva desapareció del planeta de los hombres como por ensalmo, en silencio, sin hacer demasiado ruido. No es que desapareciera, claro. Los hombres son religiosos como son políticos, y las grandes preguntas seguían ahí. Sólo que una forma de entender las cosas, una forma que sólo había traído espanto, destrucción sin nombre, muerte y más muerte a las buenas gentes, se esfumó en el aire, y las buenas gentes no la echaron de menos. Tenían otras cosas de las que ocuparse, como los sátrapas y dictadores de nuevo cuño que estaban apoderándose de los restos de la civilización humana. No era tarea fácil quitarse a aquellos parásitos de encima.
Uno de ellos era, claro, Boss Pérez, que se constituyó a todos los efectos en el líder de América del Norte y del Sur, gracias a su capacidad casi omnisciente para estar en todos lados con el auxilio de una red de ordenadores que iba desarrollando más y más, y que fue cubriendo todo el continente. Y gracias, claro a Alpha, el Alpha que estaba oculto en alguna parte remota del sistema solar, la copia de seguridad para acontecimientos de extinción que el precavido Grey había construido lejos de todo y de todos gracias a los enormes beneficios que proporcionaba su servicio. Y gracias al entrelazamiento cuántico, Boss controlaba todo aquel Sistema totalmente nuevo, libre de fallos y problemas, sin necesitar saber dónde estaba físicamente. Aunque lo acabó encontrando gracias a varias misiones de espacio profundo que financió. Estaba escondido en la Nube de Oort, adosado a un cometa olvidado por la ciencia en la noche de los tiempos, pero que tenía nombre: el Hyunne-Krik, llamado así en memoria de dos astrónomos aficionados que lo habían descubierto en una pasada por el sol durante 1984. Allí, en el frío del espacio interestelar, pasada la heliopausia, dominado por la radiación cósmica, el cometa, que había sido oportunamente detenido en su trayectoria en una especie de Punto de Lagrange a dos años luz de nosotros, a medio camino de nuestra estrella más cercana, Alfa de Centauro. Allí estaba el duplicado exacto del ordenador cuántico, actualizado a tres horas antes del colapso final. Allí estaban todos. Congelados en un sueño cuántico tan frío como el casi cero absoluto que los rodeaba. Soñando los sueños que sueñan las almas congeladas.
Y Boss lo activó remotamente, con absoluta eficiencia, y Alpha volvió a rugir, y a vender servicios a nuevos clientes. Y Lara, de repente, se vio de nuevo con trabajo. El sistema era nuevo y fomentaba el trabajo desde casa. Menos desplazamientos en un mundo como aquél eran de agradecer. Poco a poco el vecindario de Lara fue mejorando, fueron llegando nuevos habitantes, se creó una especie de fuerza de seguridad que vigilaba un par de manzanas alrededor, y poco a poco las calles se fueron haciendo más seguras. El recordatorio de Alpha ardiendo en el horizonte por una eternidad, era más que suficiente como para que todos desearan una vida más segura en aquellas calles que habían olvidado años atrás el asfaltado, el alcantarillado o cualquier forma de mantenimiento que no fuera el saqueo sistemático. Así que Lara volvió a trabajar, y le vino bien, pues estar ocupado es lo mejor que puede hacer uno cuando pasa un duelo. Pero Dante estaba en todos lados a pesar de todo. En sus sueños, en su vigilia, en los detalles... Fue a su casa y trasladó las pertenencias de Dante a la suya, que era muy amplia, y más aún lo fue cuando adquirió un edificio colindante, derribó tabiques y montó una especie de museo en su recuerdo.
Lara empezó a pasear por su barrio, y un joven agente de seguridad, de nombre Theodore, empezó a mirarla bien, a sonreírle, y un buen día se atrevió a ofrecerle salir, lo que en aquel barrio era bien poco. Ella aceptó y en unas pocas semanas estaban viviendo juntos. Theodore era joven y fuerte, sexualmente hiperactivo y divertido, chistoso, ingenioso... Pero claro, no era Dante. Y en casa, en casa había construido una especie de templo en su recuerdo. Dante por todas partes. Dante, Dante, Dante. Así no había manera de empezar una nueva vida, pero Lara no quería empezar nada.
Por eso Lara caminaba por las calles con la mirada fija en el suelo. Sólo de noche miraba hacia arriba, a las estrellas, desde la gran azotea de su casa ampliada, pues se veían muy bien en aquella ciudad que aún tenía el alumbrado público en su lista de tareas pendientes, pensando en dónde estaría, en qué habría sido de él. Bueno, estaba muerto. Había muerto con Alpha. Pero le dolía no saber cómo había pasado, no haber estado allí para ayudarlo.
Cuando iba por la calle de día miraba al suelo, ya lo he dicho. Pero aquella mañana se encontró con unos zapatos, y unos pantalones, y unas caderas, y unas manos y unos brazos, y una cara a medida que levantaba la mirada para ver al tipo que se había detenido delante de ella para impedirle avanzar.
Vestía un elegante traje cortado a medida, a la moda de aquellos días, muy entallado. Corbata de tono levemente azulado, camisa a juego, rostro perfectamente afeitado, sonriente. Aquella sonrisa que la desarmaba.
—Buenos días, Lara —dijo Dante, sonriendo, y no dijo más, aunque estuvo a punto de seguir y decirle a aquella mujer a la que había parado en mirad de la calle: «He estado muy lejos y he viajado mucho tiempo. De hecho, tengo ochenta mil trescientos cuatro años, tres meses, dos días, cuatro horas, dos minutos y treinta y siete segundos. Y tengo muchas cosas que contarte, cariño». Pero prefirió mirarla en silencio, esperando su respuesta.
Lara se quedó paralizada unos instantes, y luego permitió que las lágrimas brotaran de sus ojos como si fueran dos fuentecillas de dicha.
—Dante, Dante, Dante —dijo, con una voz cantarina y susurrada.
Y lo que brilló en los ojos de Lara en aquel momento es algo que debería figurar en el recuerdo de la humanidad para siempre. Era arte. Sus pupilas cubiertas de lágrimas titilaron como pequeños caleidoscopios llenos de matices y destellos. Era algo que derrumbaría a un dios y haría callar a las estrellas. Dante lo veía porque tenía unos sentidos superdesarrollados. Podía ver las moléculas de agua y soluto de las lágrimas de ella danzando síncronas por una fuerza inexplicable, y podía comprender la belleza de los fotones cruzando ángulos imposibles, refractándose, reflejándose, volviéndose a reflejar y llegando, en trenes de ondas, a sus ojos. El poder de amar era tan enorme que hasta las más pequeñas fluctuaciones cuánticas se plegaban, humildes, a su poder.
«Caray, qué cosa tan bella», se dijo Dante.
Lo que Dante le contó a partir de entonces es algo muy especial, y es, también, otra historia.