Coda cuatro

Cuando Dante abrió los ojos miró a Dana y a Justin, que estaban a sus cosas, en el salón, tranquilamente. Se quedó mirándolos un buen rato. Eran lo que más quería, lo que más le importaba en este mundo. Nadie más. Nada más. Ellos dos. Eran su mundo, un hecho ontológico. Eran todo. Luego se acordó de lo que había soñado. Una cosa horrible, algo feo y vívido. Tanto, que se había despertado cubierto de sudor. Algo en la cocina, una aparición, luego una visita de alguien que era él mismo, luego una especie de sentencia, y finalmente una inexplicable pero insoportable extinción en una sombra que lo invadía todo, como un líquido nacarado dentro del que sólo flotaba el vacío. Y luego nada.

Nada.

Y luego despertarte y darte cuenta de que todo ha sido un sueño.

Se incorporó y fue a la cocina. Buscó la esquina que fallaba, la esquina extraña que se comportaba como si no estuviera, como si fuera otro mundo en un pequeño espacio. La esquina absurda. La esquina del ruido, el rincón de las voces. No había ni rastro de ella, a pesar de que recordaba bien dónde estaba. ¿Recordaba? ¿Se acordaba de verdad de todo aquello? ¿O había sido parte de su sueño? ¿O era una especie de déjà-vu al revés? ¿Un recuerdo que no era recuerdo, pero que quería ser un recuerdo?

Cuando Dana entró en el cuarto y le acarició el cuello, la acercó a él y la besó.

—Eso ha estado bien.

—Gracias —dijo Dante.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Es sólo que todo es un poco... un poco extraño. Creo que he tenido un mal sueño.

—Es verdad, has hecho una larga siesta hoy.

—Oye, ¿cómo está Justin? ¿Está mejor?

—¿Mejor? No te entiendo.

Entonces Dante pensó que lo de Justin, sus problemas, a lo mejor, tal vez, todo aquello sólo había sido parte de su sueño. Sabemos que cuando soñamos podemos pasar semanas, meses, en el sueño, pero nuestro período onírico ha sido de apenas unos minutos. Así que no respondió. Esperó a que Dana siguiera.

—Está perfectamente, ¿por qué?

—Por nada —le dijo con una semisonrisa, abrazándola y aferrando su cadera contra la de él.

Dios, cuánto deseaba a aquella hermosa mujer que le había regalado el destino.

En su cubil, un testigo que no estaba en el mundo de la materia, sino en otro más sutil, observaba lo que ocurría en aquel maravilloso cielo personal, una absoluta obra maestra que contemplaría con detenimiento en el futuro. Como amante del arte clásico, sabía identificar los trabajos que se convertían en eso, en arte. Y tenía ante sí uno de ellos. Perfecto. Extraordinario en todos sus aspectos. El trabajo de un genio. No le había costado demasiado arreglar el estado preformateo en el que se encontraba gracias al bloqueo de la copia de seguridad, y observar a aquellas personas en aquel lugar sería muy interesante. Tenía planes para ellos. Después de todo, en aquel lugar virtual había una copia casi perfecta de Dante, uno de los Originales, el mejor diseñador de cielos que había vivido bajo la luz del sol. Y de Dana, otra Original, que aunque incompleta, era relativamente funcional, y conservaba dos copias en estado latente de otras dos personas. Quería jugar con ellos, disfrutar del juego. Hacer lo que más le gustaba: tirar de los hilos y ver cómo se movían las marionetas.

Aquello iba a ser realmente divertido.

No esperaba menos de su hallazgo.