XI

El día siguiente se levantó nublado y brumoso.

Una pátina gris y húmeda rodeaba la casa. Justin había dormido bien y Dana estaba aún en la cama. Eran las siete de la mañana, y Dante, que adoraba aquel tiempo, con el olor de la tierra húmeda y el frescor intenso de las diminutas gotitas de agua posándose en su rostro, salió a dar un paseo. Se alejó de la casa como solía hacer siempre, en dirección a un bosquecillo que se abría a unos cien metros y que se encaramaba por una ladera cercana para luego dirigirse hacia abajo. Era un entorno más húmedo aún, con su propio microclima, y decidió pasear por él un rato, sin ir a ninguna parte, sumergiéndose en la bruma y la sensación algodonosa que venía con ella, que hacía el efecto de una almohadilla invisible que acolchara los sonidos.

Estaba a mitad del camino que atravesaba el bosque cuando ocurrió. Vio a alguien dentro de la cocina. Pensó que era Dana, y se acercó a la casa.

Estaba a unos metros de la ventana cuando se dio cuenta de que lo que estaba en aquel momento en la cocina no era Dana, ni Justin. Parecía una persona, pero no lo era.

Dante observó ante él una figura que parecía formada por la misma bruma, pero era inequívocamente humana. Se formaba lentamente, como si la esquina irreal y brumosa de la cocina se hubiera expandido. ¿Cómo recordaba ahora Dante una esquina de la cocina? ¿Qué era aquello de acordarse de cosas repentinamente?, se preguntó durante unos instantes. Cada mota de polvo en el lugar se elevaba en el aire y, movida por una misteriosa e invisible estática, se posaba poco a poco sobre aquella forma, dándole un aspecto material. Dio un paso atrás, aterrorizado, mientras se seguía formando aquella cosa blanquecina, hecha de polvo, ácaros, restos de piel muerta, de vegetales, semillas muertas, patitas de insectos, trocitos de hojarasca, musgo y otras pequeñas partículas nauseabundas que flotaban en el aire desde el exterior de la casa y entraban por las rendijas de la ventana, unas rendijas que siempre se olvidaba de reparar. Entró en la casa y caminó hacia la cocina. Cuando entró en ella, aquello seguía allí, como si lo esperara, como si supiera que no echaría a correr, sino que entraría en la cocina.

Era un fantasma hecho del polvo del suelo, de la porquería olvidada, de la suciedad microscópica que en aquel momento parecía cobrar vida, levitaba y se dirigía hacia la cocina, formando ríos de partículas, como tentáculos. Las pequeñas motas se iban sumando una sobre otra, hasta que aquello tuvo algo parecido a una cara que se movía, al parecer pugnando por tener forma. Y la cosa que se formaba ante Dante parecía querer hablarle.

Y oyó su nombre una vez más. Y reconoció la voz, como la que había oído en otras ocasiones.

—Dante.

Llamar miedo a aquello que Dante sentía era quedarse corto, era querer poner un nombre a algo que lo arrastraba por una montaña rusa de pavor y pánico. Quería cerrar los ojos y que todo aquello desapareciera. Dejar de ver a aquella cosa que no podía existir delante de él diciendo su nombre. La cosa parecía luchar, pelear contra algo que la deformaba y la distorsionaba. El resultado de todo aquello era una mezcla blasfema de un fantasma y una criatura que parecía abortada por el mundo real, y desterrada a alguna mazmorra oscura, donde se guardaban los errores de Dios.

Y la cosa que ya parecía tener ojos, lo miró fijamente, como frunciendo el ceño, como si estuviera enfadada. Y volvió a pronunciar su nombre con un eco que parecía llegar de millones de años atrás.

—Dante.

Y Dante intentó hablar, pero no pudo. Se quedó parado, cogiendo fuerzas de alguna parte para poder responder. Al final, sin saber bien cómo, lo hizo.

—¿Quién eres?

La cosa lo miraba desde sus ojos hechos de polvo y minúsculas partículas, y su rostro se ensombreció, como si aquello no fuera la respuesta esperada. O como si la pregunta no fuera la adecuada.

—Dante —se limitó a decir.

Y la cosa empezó a elevar una mano, lenta, trabajosamente, dejando una estela de polvo en el camino, como si quisiera tocarlo, y Dante dio un paso atrás. No quería que aquello lo rozara. Aquello no tenía nada que ver con él. Aquello era una cosa con la que estaba soñando en la vigilia. Era una alucinación. Aquello no podía ser real. No podía ser verdad.

Se volvió y salió de la cocina. Y echó a correr, y salió de la casa. Y corrió como los niños muertos de miedo que escapan de sus fantasmas imaginarios, notando que los persiguen, notando a sus espaldas el aliento de lo que más miedo les da, lo que no saben qué es, lo que nadie les ha explicado nunca, y que si corres mucho crees que podrás darle esquinazo.

Corrió bajo la luna llena hasta caer al suelo. Se cortó en una rodilla con la roca sobre la que cayó y lanzó un alarido. Se quedó quieto, jadeando, dudando de su cordura, y se volvió. Miró a la casa. Y vio.

Vio cómo entre él y la casa una forma se estaba apareciendo. Aquella cosa se estaba formando de nuevo, usando trocitos de tierra, de hierba, alas de insectos, pequeñas ramitas, polvo y arena. Aquella cosa espantosa estaba ahora entre él y la casa. Y una mano tendida hacia él tomaba forma también.

Entonces Dante gritó. Gritó con todas sus fuerzas, cerrando los ojos y deseando que cuando los abriera aquella cosa no estuviera allí. Lo pidió con desesperación. Si había un Dios, le rogó que le quitara de delante aquello. Y gritó otra vez. Y su voz, ronca del horror, rasgó la noche.

El silencio le respondió. Y fue abriendo los ojos, lenta, temerosamente, para ver su casa a lo lejos, y a Dana, desesperada, en camisón, corriendo hacia él. Y al fondo Justin, apoyado en el quicio de la puerta entreabierta de la casa, mirándolo con una expresión indefinible, pero que helaba la sangre en las venas.

—¡Cariño! ¡Cariño! ¿Qué te pasa? ¿Por qué gritas? —le decía Dana mientras se aproximaba a él, y lo miraba, sin decidirse a acercarse más, a una distancia prudente.

No había ya rastro alguno de aquella cosa. Dante tenía la rodilla del pantalón empapada de sangre. Y su rostro reflejaba un miedo crudo y brutal que había dejado a Dana paralizada ante él, sin decidirse a hacer nada, esperando su primer movimiento.

Dante se quedó así unos segundos. Ella también.

—¿Ocurre algo, Dante? Dime que no te pasa nada, por favor...

A Dante le dolió pronunciar cada palabra.

—No te preocupes, cariño. Estoy bien.

La mentira era necesaria. Imprescindible. No había otra respuesta.

Y Dante en aquel momento tuvo un instante de lucidez y se preguntó qué había pasado con él durante todo aquel día. Cómo era ya de noche, cómo estaba la luna en el cielo, cómo había pasado todo un día y ni se había acordado de lo que había hecho, de lo que había hablado con su mujer y su hijo, cómo no recordaba nada.

¿Qué le estaba pasando?