XX

Encontrarse contigo mismo no debe de ser algo sencillo, ni ocurre todos los días.

Dante estaba paseando por el bosque, tras su visita al cura. Estaba considerando seriamente la idea de que la locura estaba destrozando su familia y su vida. Y no sabía qué hacer. Estaba desesperado. La cosa estaba por todos lados, en sus sueños, en el cuerpo de su esposa, junto a su hijo... Aquella cosa blasfema e imposible se le aparecía siempre que algo se torcía en su vida, siempre que algo ocurría. Era como si estuviera esperando cada momento a aparecer, a suplicar. La súplica era algo que lo rompía de miedo y de piedad, pues no sabía lo que quería aquella cosa, ni tampoco sabía cómo ayudarla. Sólo sabía que estaba volviéndose loco, y que pronto, muy pronto, no habría vuelta atrás. Acabaría internado, o sedado de por vida, o mejor: muerto, apagado para siempre. Cuando pensaba en aquello, el miedo se multiplicaba ¿Qué le pasaba para que tuviera que pensar así? ¿Qué se le había metido dentro? Y sobre todo, ¿por qué a él, por qué a ellos?

Y entonces, estando en el bosque, paseando sin rumbo, desesperado, andando sin ver, buscando un asidero, un lugar al que mirar para olvidar, entonces, se encontró con él mismo.

Dante.

Dante miró a Dante. Se observaron el uno al otro. Dante miraba a Dante con piedad, o con pena. Dante pensó que Dante era un poco demasiado mayor, que él era más joven. Pero Dante no sabía lo que Dante quería de él, así que se limitó a preguntarle, pensando que sería otro aparecido, otro fantasma... Otro enviado de una esquina innominable, con intenciones espantosas y oscuras.

—¿Qué quieres de mí?

—Pedirte perdón —le respondió Dante.

—¿Pedirme perdón? —repitió Dante intentando entender.

—Eso es. Lo siento.

—¿El qué sientes?

—Que estés sufriendo. Que estéis sufriendo todos. No quise que fuera así.

Dante podía haberse puesto a gritar, angustiado, al verse a sí mismo y hablando con él mismo, pero se limitó a mirarse, como quien mira la pantalla del televisor, o como la bruja de Blancanieves ante su espejo mágico. Guardó la distancia. En el fondo sabía, intuía, lo que iba a pasar a continuación. Así que preguntó:

—¿Quién eres?

—Tú. Soy tú —respondió Dante.

—Nadie es yo. Yo soy yo.

—No es tan sencillo. Pero tienes razón.

—Me llamo Dante.

—Y yo también.

—Pero no soy tú. Soy yo.

—Eso también es cierto.

—¿Y para qué has venido aquí?

—Para acabar con todo esto. Con el dolor, con todo lo que estás pasando. Con la angustia que sientes.

—¿Puedes hacerlo?

—Puedo hacerlo.

—¿Y cómo se hace?

—Es largo de explicar y no lo entenderías, pero técnicamente te voy a matar. Y a tu hijo. Y a tu esposa. Y voy a destruir todo esto.

—¿Eres Dios? —preguntó Dante. Y Dante no respondió. Y Dante siguió, esperando una respuesta—. ¿Has oído lo que le dije al cura y vienes a por mí? —Y Dante siguió devolviéndole el silencio por respuesta.

Dante notó un ramalazo de horror subiendo, arrastrándose, por su espalda. Aquel que era él, o al menos lo semejaba, decía que iba a matarlo, o sea, a matarse.

—Si eres yo te estarías suicidando —le dijo, con toda la lógica de la que pudo armarse.

—No es tan fácil.

—¿Eres Dios? —insistió—. ¿Eres un fantasma, como la mujer que viene a visitarnos?

—Algo así.

—¿Y qué sentido tiene? Al menos dime eso, por qué viene. Ella. Esa mujer.

—Porque te necesita. Porque me necesita. Porque está perdida.

—Llevo mucho tiempo viéndola. No me había dado cuenta hasta ahora. Era... una bruma... Y... y he olvidado muchas cosas...

—Lo sé. Yo tampoco me había dado cuenta. Ella busca un lugar. Y me busca a mí, soy ese lugar. Y ha pensado que tú eres yo.

—Y no lo soy, ¿verdad?

—En gran parte sí, en gran parte no.

—Hablas como un condenado jeroglífico.

—Así son las cosas. El lenguaje de las personas no está hecho para según qué asuntos.

—Tengo una duda.

—Adelante, pregunta.

—Es esa esquina, la esquina de la cocina. Ese lugar... me da miedo, creo que esa mujer venía de ese lugar...

—Estás en lo cierto. Pero no es un lugar. —Miró alrededor—. Esto no es un lugar.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Olvida lo que he dicho. Estás en lo cierto. Ella entraba por una especie de... orificio, o de puerta. Y la puerta estaba oculta en esa esquina de la cocina. Fue culpa mía. No me di cuenta de que había dejado una puerta de entrada. Esas cosas pasan.

—¿Cómo que fue culpa tuya?

—Creo que es mejor que lo dejemos. No he debido venir aquí. Lo siento. Siento todo esto.

Dante miró a Dante, notando en él una decisión. Algo irremediable estaba a punto de ocurrir. Dante se conocía bien. Conocía esa mirada. Y temió por Justin, por Dana y por él mismo. Sintió un escalofrío recorrerle el cogote, como si la mano fría de un muerto sádico le acariciara la piel. Y acto seguido lo invadió un frío y una angustia que le hicieron casi perder pie. Sólo se le ocurría preguntar una cosa ante aquella mirada que tan bien conocía en él mismo.

—¿Qué va a ser de nosotros?

—Desapareceréis.

—¿Qué quieres decir?

—Que dejaréis de ser. De existir.

—Eso será si te dejamos. Nos quieres matar, entonces.

—Sí y no. No exactamente, pero sí.

—Creo que me estoy volviendo loco y que eres el fruto de mi delirio.

—Da igual lo que creas, en realidad.

Dante cayó de rodillas ante Dante, sollozando, asustado como un crío. ¿Qué era aquel reflejo de sí mismo? ¿Era un fantasma? ¿Era su pasado? ¿Algo que había olvidado? ¿Dios lo había elegido para hablarle? ¿Era el Apocalipsis? Le rogó piedad, le pidió que le explicara lo que estaba pasando. Sólo quería lo mejor para su hijo y para su mujer. Quería que fueran felices. Quería que todo fuera como antes.

—Yo también lo quería, Dante —le dijo Dante, ayudándolo a incorporarse.

—¿Me ayudarás?

—Claro. Voy a ayudarte.

—Matándome.

—No exactamente, pero sí.

—¡No te entiendo, maldito seas!

—Lo siento, no se puede entender. Por eso he de pedirte perdón.

—¿Perdón? ¿Porque vas a matarme? ¿Porque vas a matarnos?

—Porque por mi culpa estás sufriendo.

—¿Por tu culpa?

Dante asintió.

—Y no tengo derecho a haceros sufrir. Me equivoqué. Eso es todo.

—¿Qué eres, alguien del más allá? ¿Dios?

—Soy tú —respondió, por fin, Dante a la pregunta.

—¡No eres yo! —gritó Dante, desesperado.

—Cada segundo que pase sólo seguiré haciéndote daño. Dante, perdóname.

—¡¿Qué tengo que perdonarte?! —gritó Dante, desesperado.

Dante se volvió y se alejó de Dante. Y como si fuera un espejismo, como si nunca hubiera existido, se esfumó en el aire. Y frente a Dante ya sólo hubo bruma y bosque. Y silencio. Un silencio anormal. No se oía nada. Ni brisa, ni aves, ni ramas crujiendo, ni sus pies pisando la hojarasca eran audibles.

Dante se quedó unos instantes mirando hacia el aire limpio, donde él mismo había estado ante él hacía unos segundos. Y repentinamente pensó en Dana y en Justin. Giró sobre sí mismo y echó a correr en dirección a la casa. Corrió y corrió, como nunca, como nadie lo había hecho. Furioso, loco, desconcertado, llorando, con el horror subiendo por su piel, cubriéndolo. ¿Qué era lo que le esperaba? ¿Quién lo había visitado? ¿La muerte? ¿Era aquello morir? Nada tenía sentido para él, nada cuadraba en el esquema de las cosas.