Antología de

poetas españolas

De la generación del 27 al siglo xv









Prólogo

Ana Gorría









ALBA 

La herencia del olvido

ella se desnuda en el paraíso

de su memoria

ella desconoce el feroz destino

de sus visiones

ella tiene miedo de no saber nombrar

lo que no existe

Alejandra Pizarnik

No hay documento de cultura que no sea, al mismo tiempo, un documento de barbarie, afirma Walter Benjamin al aproximarse tanto al concepto de historia como al de justicia. Y es desde el concepto de justicia reparadora y de memoria desde el que hay que acercarse y valorar esta nómina de autoras, que si bien frecuentada y no ajena a los especialistas, suele ser escamoteada al lector común. Y es que las autoras que hoy tengo el placer de presentar han sido de forma sistemática canceladas, ignoradas, limitadas en la creación de sus textos y envueltas de reticencias cuando se trataba de aceptarlas como parte del genoma cultural y como modelos de relación proclives a constituir una genealogía al servicio del futuro y del presente: «Detengo el caminar por estos versos / que recogen pedazos de memoria, / porque es mucho y es nada tanto tiempo / ofrecido a la fuga de una historia», como hace constar la poeta y académica Carmen Conde.

Teresa de Cartagena, una de las primeras prosistas en lengua castellana, deja testimonio ya en el siglo xv de las violencias y los límites a los que se enfrentan las mujeres creadoras a la hora de defender su obra y su capacidad como escritoras y lectoras:

Muchas vezes me es hecho entender, virtuosa señora, que algunos de los prudentes varones e asý mesmo henbras discretas se maravillan o han maravilado de vn tratado que, la graçia divina administrando mi flaco mugeril entendimiento, mi mano escriuió […] ca manifiesto no se faze esta admiraçión por meritoria de la escritura, mas por defecto de la abtora o conponedora della.

Este libro se adentra en un camino que sin haberse interrumpido en ningún momento, como una suerte de desafío continuo, ha sido por sistema invisibilizado. Reparar ese daño, tanto el pasado como el presente, delatar «la herencia del olvido» y propagar entre los lectores y las lectoras el deber de la memoria son sus objetivos.

Desde el 27 hasta el siglo xv son multitud los nombres, que en una batería de tonos, han desafiado los límites y las violencias impuestos por la sociedad patriarcal, tal y como nos dice Violante do Ceo: «Mirad la tristeza mía / y en ella conoceréis / su tirano maltratar, / mi continuo padecer», la condición que con precisa crueldad destaca Margarita Hickey: «De bienes destituidas, / víctimas del pundonor, / censuradas con amor, / y sin él desatendidas; / sin cariño pretendidas, / por apetito buscadas, / conseguidas, ultrajadas; / sin aplausos la virtud, / sin lauros la juventud, / y en la vejez despreciadas».

De Susana March a Sor Juana Inés de la Cruz, de Leonor de la Cueva y Silva a Ernestina de Champourcín, de Elisabeth Mulder a Antonia de Mendoza… las autoras convocadas en esta asamblea de voces han confiado en la palabra poética para traer al aquí de la atención esa voz de la que en su momento nos hablara la poeta uruguaya Marosa di Giorgio: «Se oye una conversación lejanísima en el horizonte; es en voz baja, pero se oye claramente aquí».

«El sexo yace en paz, el alma duerme, / no tengo voz y Dios está distante», afirma Susana March, y el dictum bien podría extenderse al catálogo de maneras de estar sola que aquí se recoge: «Me escuché. / Tan sola dentro de mí, / que salí fuera a llorar / y no lloré», nos dice Marina Romero. Variadas y diversas, hijas de su tiempo, barrocas, románticas, renacentistas… todas parten de su cancelación como individuos para explorar los perfiles y las siluetas de los afectos, logrando conquistas expresivas, impulsadas por un común anhelo creativo: «Llevo dentro del alma un amor a las cosas, / Que es la esencia suprema de mi amor a la vida», afirma Josefina Romo Arregui en su poema «Ser fea».

No solo su talento y su capacidad quedan de manifiesto en los versos que nos ocupan. Aquella o aquel que se aproxime al libro constatará la reiteración de una serie de motivos excluidos de la lírica culta: la represión, el cuerpo, la maternidad, la belleza… temas que cada generación se ve obligada a descubrir por carecer de una genealogía que nos muestre, revele y proponga modelos de lo que hicieron antes ellas, las otras, que también somos nosotras: «¡Qué cerca está lo negro de nosotras! / Siento tu latido de miedo en mi latido. ¿Por qué temes si soy yo / más clara que la niebla y / puedes caminar por mi transparencia?».

Quien se introduzca en este concurrir de poetas no encontrará un sujeto neutro (masculino) o que mimetice la escritura de los hombres. Todas ellas firman y escriben desde su propia experiencia, desde su situación como seres humanos y, sin lugar a dudas, como mujeres poetas que desafían el lenguaje común para poder decir mejor aquello que quieren decir, demostrando estar a la altura de sus colegas varones tanto en su dominio del lenguaje y la técnica como en sus aciertos imaginísticos.

Ya en el siglo xv, Florencia del Pinar ponía en pie uno de los poemas que a día de hoy siguen expresando la vigencia de los límites a los que se enfrenta y que ha de desafiar la voz de las mujeres: «Destas aves su nación / Es cantar con alegría, / Y de vellas en prisión / Siento yo grave pasión, / Sin sentir nadie a mía». La soledad perpetua del sujeto cancelado es uno de los motivos que articula esta representación de la poética escrita por mujeres, un aislamiento que se matiza y se enfoca en función de las distintas personalidades y de la situación histórica desde donde escriben. Así Josefina de la Torre canta a la autonomía y la libertad: «Mi falda de tres volantes / y mi blusa desprendida, / qué bien me adornan andares / y brazos al aire libre. / ¡Cómo se ondea mi falda / desde el volante primero / perseguida curva eléctrica / hasta la rodilla firme!»; y María Teresa Roca de Togores nos muestra un secreto reservado al detalle femenino en su composición al abanico: «Eres frívolo y frágil, como el alma liviana / de la grácil marquesa que te supo agitar. / ¡Oh, cómplice temible de la fiel cortesana, / qué de intrigas contaras si pudieras hablar!».

Pero no obviemos que la mayoría de las firmantes están altamente cualificadas y participan activamente en la sociedad de su tiempo, dentro de los distintos núcleos de saber de cada momento: las cortes, los monasterios, la prensa periódica, las universidades. La mayor parte de estas poetas optaron por convivir con sus colegas de igual a igual pese a que el espacio femenino estaba reservado al ámbito doméstico. Pensemos en la relación de Santa Teresa de Jesús con San Juan de la Cruz. O en el prólogo que Hartzenbusch le escribió a la laureada Carolina Coronado. O en la relación intelectual de Dolores Catarineau con Juan Ramón Jiménez, que se convirtió en su valedor. Las autoras que aquí presentamos no son en ningún momento musas ni ángeles del hogar. Dignifican su propia condición, y realzan el valor de trabajos ignorados, cuando no denostados, por el relato patriarcal.

Ejemplo paradigmático de esa resistencia a convertirse en musa o en ángel del hogar es el caso de Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Asbaje, la gran poeta barroca virreinal. A pesar de que no se la puede considerar una representante de la literatura peninsular comparece aquí por su influencia decisiva en la poesía española posterior, amparándonos en las frecuencia de las relaciones transatlánticas entre poetas barrocos. Cualquier lectora o lector de poesía no dudará en afirmar que el extenso poema aquí incluido, Primero sueño, es una de las grandes conquistas de la lengua española.

La biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, que ha sido denominada «la décima musa», nos da muchas claves para entender las conquistas de las mujeres, entre limitaciones y violencias, a lo largo de la historia. Y nos ha legado uno de los documentos autobiográficos más relevantes y todavía hoy vigentes para pensarnos como sujetos públicos:

El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena; que les pudiera decir con verdad: Vos me coegistis. Lo que sí es verdad que no negaré (lo uno porque es notorio a todos, y lo otro porque, aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones –que he tenido muchas–, ni propias reflejas –que he hecho no pocas–, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando solo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aún hay quien diga que daña. Sabe también Su Majestad que no consiguiendo esto, he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele solo a quien me le dio... Y esto es tan justo que no solo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres, que con solo serlo piensan que son sabios, se había de prohibir la interpretación de las Sagradas Letras, en no siendo muy doctos y virtuosos y de ingenios dóciles y bien inclinados; porque de lo contrario creo yo que han salido tantos sectarios y que ha sido la raíz de tantas herejías; porque hay muchos que estudian para ignorar, especialmente los que son de ánimos arrogantes, inquietos y soberbios, amigos de novedades en la Ley (que es quien las rehúsa); y así hasta que por decir lo que nadie ha dicho dicen una herejía, no están contentos. De estos dice el Espíritu Santo: In malevolam animam non introibit sapientia. A estos, más daño les hace el saber que les hiciera el ignorar.

Esta antología supone, por tanto, un esfuerzo al servicio de mostrar un sujeto cancelado, subterráneo, a menudo invisible. Conocerlas a ellas pone también de relieve los mecanismos de exclusión que nos gobiernan en la actualidad y que nos gobernarán si no emprendemos un esfuerzo común: el de transformar en costumbre lo que suele manifestarse como un estado de excepción. Romper los estereotipos dominantes sobre la producción literaria de las mujeres, favorecer la diversidad de registros y de medios donde expresarse, llevar una cuenta precisa de sus conquistas y fracasos, estar a la altura de sus retos. Y quizá se empieza entrenando nuestros ojos para saber ver lo que estas autoras nos proponen desde el pasado, como afirma Ana Caro Mallén: «Noble lector piadoso, cuando leas / este bosquejo de mi inculta pluma, / y en cada letra mil defectos veas, / pensando ver una perfecta suma, / que deseé acertar es bien que creas, / mas la materia es mar, mi ingenio espuma: / halle mi hierro en tu intención disculpa / si amor la suele ser de toda culpa»; con la hospitalidad de lector a la que alude Concepción de Estevarena: «Grande es tu corazón, porque consuela / con el triste sufriendo: / tu corazón es sabio porque sabe / llorar males ajenos».

Protagonistas todas de una historia que no ha cabido y que no cabe todavía en los modelos imaginarios de una sociedad patriarcal; la herencia de su olvido nos obliga a emprender trabajos arqueológicos como este que equivalen a salir al encuentro de las hermosas y brillantes ruinas que ha dejado la historia. Porque no olvidemos, como quería María Zambrano y nos recuerdan estas voces convocadas, que «la ruina es lo humano vencido y a la vez vencedor del paso del tiempo».

Ana Gorría

 

Nota del editor

Aunque las poetas y los poemas de este libro han sido seleccionados siguiendo criterios propios, su editor es muy consciente de que la selección se incardina en una lista de esfuerzos precedentes de los que se beneficia. Queremos agradecer especialmente la inspiración y el ejemplo de cuatro títulos: Historia supersónica de la poesía española escrita por mujeres, de Ana Sofía Bustamante; Las primeras poetisas en lengua castellana, de Clara Janés; Poetisas españolas. Antología general, de Luzmaría Jiménez Faro, y Peces en la tierra: Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27; de Pepa Merlo.

 

Siglo XX

 

Susana March

Nace en Barcelona en 1918. Su vocación literaria despierta muy temprano, publica sus primeros poemas en Las Noticias a los catorce años. Ya casada con el escritor Ricardo Fernández de la Reguera no tarda en convertirse en una novelista prolífica, interesada en el género romántico y en la recreación histórica, al tiempo que va acumulando una exigente obra poética. Junto con su esposo se embarcó en la continuación de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós con gran éxito de público. Muere en 1990.

 

Umbral

Cándidamente azul. Aún no he nacido.

Ciñe el aire mis muslos. Soy de aire.

El mar me sabe. Sal, vela y espuma

dibujan mi contorno en el paisaje.

Me traspasa la luz. No me conozco.

Soy apenas un soplo de la tarde.

El sexo yace en paz, el alma duerme,

no tengo voz y Dios está distante.

Navego por los cielos castamente

con las alas al viento.

Pequeña llama, apenas un chispazo,

mi corazón no existe pero arde.

La pasión desvelada

Dame tu voz antigua en cuyo acento escucho

el rumor de los bosques primitivos,

el canto misterioso de los seres selváticos,

el grito de agonía

de la primera virgen violada.

Dame tu voz antigua donde yo reconozco

mi propia voz extinguida,

aquella que cantaba hace milenios

en las frondosas selvas sin historia,

aquella que sonaba en el murmullo

de las límpidas fuentes intocadas.

Yo fui una gota de agua,

o un pájaro aturdido cruzando el aire nuevo

de la aurora del mundo;

acaso un pez de oro sobre cuyas escamas

probó el sol la dorada destreza de sus rayos.

Mas era ya la misma doliente criatura

que ahora soy, consumida de sueños y tristezas,

en el ardiente caos del Paraíso,

con los ojos abiertos al secreto de Dios.

Es tu voz el puente por donde regreso,

milenios y milenios traspasando,

a mi libre existencia de agua fresca,

de verde candidez. Mi carne gime

escuchando tu voz como si oyera

la llamada lejana y misteriosa

de las tribus sin nombre. Rituales

de sangre y fuego en el brutal nocturno,

aullidos fugitivos y, en la hierba,

mi cuerpo –¿de mujer?, ¿de reptil?, ¿de insecto?–

hollado por la bárbara dulzura

de la pasión del mundo.

Tres poemas al hijo

I

A veces me siento muy pequeña

cerca de ti, hijo mío.

¡Tu infancia es tan enorme!

Cuando sueñas tus sueños en voz alta

sentado en mis rodillas,

yo noto la pobreza de los míos,

su mísera arrogancia. Y me avergüenzo

de mi cuitada condición de adulta.

¡Tú sí que sabes cosas! ¡Ese mundo

tan grande de ti mismo!

A veces dices sin saber qué dices:

–Cuando sea mayor haré. –¡Tú ignoras

que entonces no harás nada!

Ahora sí, cuanto quieras.

Puedes ser un bandido caballeresco y rubio,

galopador de nubes;

puedes ser un guerrero victorioso

y ganar las batallas tan deprisa

que apenas tengan tiempo

tus fieros enemigos de morirse.

Puedes llenar de pájaros tu alcoba,

de estrellas mi regazo,

puedes cruzar el mundo en un minuto,

solo cerrar los ojos.

¡Ah, mi pequeño dios! ¡Qué gran respeto

me inspira tu mirar iluminado!

A veces he querido

conocer el secreto de tu sabiduría

y me he asomado al cielo de tus ojos

con un pasmo infinito.

No había allí otra cosa

que una gran candidez, un creérselo todo,

un tiernísimo afán de izar el alma

por encima de sombras y torpezas.

¡Tu infancia, hijo, tu infancia!

La llevo entre las manos

como un vaso finísimo. Quisiera

salvarla de su triste,

segura destrucción, ¡y no sé cómo!

Los años van cayendo sobre ti blandamente.

Crecerás, te harás hombre.

¡Y ya no sabrás nada!

¡y ya no sabrás nada!,

y se te morirán dentro del pecho,

sin que apenas lo notes, tanta audacia,

tanta dulce locura, tanta vida.

II

Te canto a ti

porque es cual si yo misma me cantara.

No salgo de mi cárcel. Tú me encierras,

–¡Oh misterioso muro!– tú me atas

a mí con las cadenas más penosas.

¡Qué grilletes tus ojos! Y tus manos,

¡qué eslabones de lirio a mi tortura!

Inmenso amor que vuelve a mí, regresa

a su secreta fuente sin dejarte.

Yo soy tú. Tú eres mío

como es la rosa del rosal y el fruto

del árbol que lo crea. ¡Tú eres mío!

¿Quién podría arrancarte a mi ternura?

Clavado estás en ella. Ni la Muerte

podrá jamás, amor, desenclavarte.

Irás siempre conmigo como un gozo,

como un dolor tal vez. Y cuando mueras,

tu muerte yacerá sobre la mía.

Reposarás en mí, niño y dormido,

siempre tu almohada yo, siempre tu cuna.

III

¡Esta inmensa ternura

que es como un mar donde me anego inerme!

¡Esta inmensa ternura

de tenerte, de hablarte, de sentirte!

¿Qué pueden saber ellos,

los que no han conocido

más hijos que sus hondos pensamientos,

de este amor que me llena y me rebosa?

Tú de carne, de espíritu, como un ánfora

donde he guardado todos mis tesoros;

tú creciendo lo mismo que una palma,

brotando de mi tierra, alto y perfecto.

¡Oh, ángel de mis rezos! Dulcemente,

te precedo, te guío, te acompaño.

Más allá de ti mismo ya no hay nada.

Tus ojos son el límite a que aspiro.

 

Dolores Catarineu Nace en Aravaca en 1914. Tras foguearse en revistas universitarias le entrega una selección de poemas a Juan Ramón Jiménez, que se convierte en su valedor, corrige el libro y contribuye a su publicación con el título de Amor, Sueño, Vida. Casada con el pintor Hans Bloch. Muere en 2006.

 

¡Cómo quise tu boca,

granada abierta,

que en las noches

de estío de amor

me llena!

¡Cómo lloran las sombras

de las veredas,

qué cauces más amargos

dejan!

En fragmentos la luna

se mete en las ventanas

entreabiertas,

y manos de fulgores

las cierran.

En las praderas bailan blancas estrellas.

¡Cómo quiero tu boca

cuando te alejas!

Permanencia del pensamiento en el paisaje

Cada rama demuestra

un alto pensamiento.

Cada raíz responde

a un goce permanente.

Cada nube es un sueño

que se deshace en rosa.

Cada soplo de viento

es un latido breve.

Cada charco de lluvia

espera una mirada.

Cada hoja olvidada

una palabra muerta.

Cada señal de vida,

una vida que pasa.

¡Y cada pensamiento

un anhelo en la nada!

Tender un puente firme

Tender un puente firme

en esta noche clara,

desde mi pensamiento

a tu dormido ensueño.

Tener la certidumbre

de que esperas, sin duda,

y sentir palpitar

como un pájaro herido,

tu corazón en lucha

que reclama el silencio.

Estar en el deseo

como bruma azulada

que acaricia tus párpados

con desvelo de nido.

Ordenar las estrellas

que velarán tu sueño;

y sentirte latir

en la onda sonora

que trae tu sentimiento.

 

Josefina Romo Arregui

Nacida en Madrid en 1913. Descolló en los estudios de filosofía e hizo una carrera internacional como profesora que la llevó a impartir cursos y conferencias por tres continentes. Fundó y dirigió durante diez años los célebres Cuadernos literarios y fue consejera de revistas y editoriales. Murió en 1979.

 

El mar ausente del Sahara

Sí. Yo tuve un mar sobre mi arena.

Un mar grande sin límites, compacto.

La tierra de oro que abrasa soledades

estuvo henchida augusta del mar que ya no soy.

Picaban gaviotas mi cuerpo remeciente,

movíanse las naves arriba de mis olas.

Pues yo era el mar que hervía sobre la arena rubia,

la arena saturada que hoy clama por su agua.

¡Oh el mar aquí fantasma, el mar que finge el viento

desmelenando dunas al aventar mi arena!

¡Ay mar del agua espesa, la que corpórea y dura

ansían los caminantes de mi desierto blando!

¿Qué arcángeles de fuego evaporar pudieron

tanto mar que hube, llevándolo a un abismo?

Es mi arena abrasada la más sedienta boca

que gime por un agua que le bebieron dioses.

Los hombres me caminan soñándome poblado

de aquel mar que fue mío, el mar sobre el desierto.

Yo les mullo mi carne, les recibe mi arena,

y se quejan de sed junto a mi sed sin huelgo.

¡Oh gran mar de mi génesis, el mar que me escurrieron

a una zanja de llamas: cuánto pesa la arena!

1945 agosto

Ser fea

Hoy he sentido todo el amargo pesar

de saber que es mi rostro casi feo, vulgar;

tal vez tú no comprendas lo hondo de la herida

no sabiendo que adoro el amor y la vida,

la belleza hecha carne de plástica asombrosa,

de suavidad de bruma y de aroma de rosa.

Por eso me he sentido encogida de pena

cuando él me decía, la mirada serena:

no eres bella, más luce sobre tu frente

la magnitud de tu alma escogida y consciente.

¡Ay! La amargura toda se ha agolpado en mi pecho

y el castillo de naipes ha quedado deshecho.

He golpeado mi cuerpo con sañuda fiereza

hasta quedar rendida de dolor y tristeza.

Por ser hermosa, hermosa, de atractivos sin cuento

diera todo este espíritu que tan solo es tormento

que me retiene en hondas meditaciones graves,

mientras las flores mecen sus contornos suaves.

¡Oh! En la Armonía Eterna de ser un triste designio

y en la bella Natura no encontrarse a sí mismo.

Por eso hoy he sentido tan amargo pesar

al saber que es mi rostro casi feo, vulgar,

y llevaré en mi alma el rastro de la herida,

en mi alma enamorada del amor y la vida.

El amor a las cosas

Llevo dentro del alma un amor a las cosas,

que es la esencia suprema de mi amor a la vida

mientras haya jazmines y pomas olorosas

¡qué importa que la dicha para mí esté perdida!

¿No hay ojos que me miren? Me miran las estrellas,

que no hay ojos humanos brillando así de amor

y envuelta en el nocturno de irradiaciones bellas

gozo las luminosas miradas del Señor

y aunque en vano he soñado una pasión ardiente

amorosas palabras yo tendré al escuchar

el murmurio del río, el canto de la fuente

o el verso imponderable que me recita el mar

me dará la montaña su base firme y fuerte

por ella sin desmayo ascenderé a la luz

y los pinos amigos, fieles hasta la muerte

me aguardaran constantes con los brazos en cruz.

Llevo dentro del alma este amor a las cosas,

que es la esencia suprema de mi amor a la vida

y él son fecundas raíces dolorosas

en la aridez estéril de mi ilusión perdida.

Cántico de las manos

No mariposas, no pájaros, no nubes,

volad, vosotras sois el puro vuelo,

el del gesto que marca el pensamiento

–vuelo del alma por las altas cimas–.

Rubricad, húmedas gaviotas,

el blanco rito de la acción

sobre el ancho mar de la palabra

en espera del éxtasis seguro

de pétalos surcando el infinito.

Sois la forma y modeláis la forma;

en vuestro hueco nacieron delicadas

íntimas, perdurables, la gracia y la belleza.

Vuestras agudas flores en racimo,

de curvas gráciles, crean los aromas

que las sensibles palmas dan al viento.

El pincel y el buril son vuestros nervios

y el verso se desliza de la frente

por los dulces canales de las venas,

hasta salir de la prisión suave

de vuestros dedos tensos, hecho canto.

Sois la forma y modeláis la forma;

gesto y medida, el equilibrio exacto.

Sois el amor también. ¿Qué sin vosotras

la lentitud de la caricia, el gesto

rudo y ardiente de intensidad agobiante?

¡Íntima languidez de vuestro vuelo

girando del deseo al abandono!

El tacto es la verdad; solo la piel

sabe del elemento primordial del fuego.

El hambre de los ojos solo sacia el tacto,

y el bien únicamente es nuestro

cuando lo moldeamos en las palmas

o lo encerramos en la ardiente cárcel

de los dedos febriles, sensitivos.

El nardo y la magnolia nos doblegan

porque su aroma, de tan denso, es táctil,

carne de flor que nos seduce siempre

con engaño de oscura dulcedumbre.

Nunca será el amor sin vuestro celo,

guardadoras del ámbito secreto

que ilumináis, súbitamente aptas.

¡Oh, difícil camino de las rosas

lleno de espinas ávidas de sangre!

¡Oh, difícil camino, crispadura

de los tallos sensibles, que mordiendo

las palmas clavan con su agudo rastro!

Los celos hierven en la frente oscura

y el corazón asaltan mientras tiemblan

y se recogen vuestros nervios tensos.

¿Qué sin vosotras la dureza, el grito

de la pasión que en huracán estalla?

¿Qué sin vosotras

la tierna vigilancia de los ojos

en el adiós desgarrador? Postreras

en el gesto sois aves melancólicas,

sin nido, errantes para siempre, acaso.

La ausencia es ritmo delicado y triste;

solo vosotras dibujáis la tarde

con su curva suave y defraudada.

Amadas sois, amadamente

estrechadas en la amistad perfecta,

seguro puerto del dolor, agua clara

de la fe y confianza, os embellece

ese gesto de protección tan fácil

que arrastra vuestro vuelo hacia el amigo

para apartar el duelo de su frente

aunque os marque con fuego duro arrojo

en vuestra suave y generosa entrega.

Punto de caridad que enciende grave

la ilimitada abnegación del alma,

que chorrea la miel del abandono

de todo bien sin límite egoísta.

Santas manos os llamaréis entonces.

Ojos, lagos secretos; labios, sed insaciable;

manos, gesto del aire

y para el aire. Esquivas gaviotas,

palomas en arrullo preferido,

magnolias en reposo perfumado,

reinas sin rostro, esclavas sin rodillas...

No; manos, solo manos

gráciles y ligeras con eterno renuevo

y un antiguo saber todas las cosas.

La ternura

Y pensar cómo te busqué, con qué ciega esperanza

hice resonar el silencio con mi llamada;

cómo he sabido abandonar el penetrante fuego apasionado

por seguir tu sendero sencillo con musgo verde

y pájaros escondidos en sus árboles,

llegando hasta tu agua mi rostro

para aliviar las sienes agobiadas e infelices...

Ahora sé que solo eres un fugitivo temblor,

una buena mentira para acallar infantiles congojas;

que nadie puede aprisionarte, pájaro desmesurado en vuelo,

y que en la mano tu limosna no cae

más que en los sueños imposibles.

Solo es cierto el agrio sabor de la manzana verde,

de las grosellas fragantes y luminosas,

y el ácido escalofrío del membrillo duro y oloroso.

Solo es cierto el amor, áspero y fuerte, inconstante y dolorido,

que troncha el esbelto talle de los árboles jóvenes

como el viento del Sur, ardiente e impetuoso.

Solo es cierta la acongojada duda,

la irrazonable pregunta de los celos,

el encuentro de dos pleamares con distinto equinoccio,

de dos hambres que nada sacia,

de una sed diferente y conjunto que se abreva de vino áspero.

Ternura, tú no existes: es tan solo tu nombre

un ojo de agua quieta que se pierde en el llano,

un ojo gris que se estanca y se pudre.

Las nubes te visitan como mi sueño

y mis manos se llegan a tu cauce

hasta romper la dura realidad de un espejo,

de un espejo vulgar, mentira de agua clara.

Y la sed infinita va agrietando mis labios

y retuerce mis manos como secas raíces.

¡Oh, mi agua soñada de ternura!,

pequeña voz del arroyo naciente

que peinabas dichosos tréboles en tu orilla.

Nada tengo, porque no sé si te he perdido por no merecerte,

o acaso no has existido más que en mi anhelo impetuoso,

dulce ser de agua, suave espuma de nube, fugitiva ala de pájaro,

risa de niño, palabra no pronunciada,

voz que nació sin garganta del temblor de las primeras flores de almendro.

Ternura, tú.

Cántico de María sola

Volvemos los ojos a Dios

porque estamos cansados,

porque somos carne cansada,

porque sentimos la vida

como una enorme rueda de molino en los hombros.

Volvemos los ojos a Dios

porque nada esperamos;

ya que el padre y la madre se fueron,

ya los hermanos son cuervos de nuestro pan,

ya los amigos tienen los ojos secos a nuestro llanto,

ya el amor sabe a ceniza en nuestros labios

y pone hielo en el corazón.

Entonces

volvemos a Dios los ojos

y gemimos y nos humillamos

como si nunca hubiésemos levantado la frente orgullosa y enlodada.

Volvemos los ojos a Dios

reclamando ardientemente,

quejándonos de abandono y desesperanza,

exigiendo la fe que desdeñamos.

Como desventurados huesos sin paz de tierra,

como desesperados suspiros sin aire que los recoja

ahogando los minutos y las horas en llanto,

marchando irremediablemente hacia el fin

con terror y lástima.

¡Oh, Dios, oh, Dios!

Yo no supe reconocerte en los floridos prados,

en la dulce ladera de mi juventud,

cuando zumbaban las abejas doradas del sueño,

llenando los labios con la miel de la esperanza;

cuando crecía la vida bajo la mirada del padre y de la madre

y los hermanos compartían nuestras risas;

cuando la amistad trenzaba las manos confiadas y

felices

y el amor se presentía como un olor a lluvia lejana.

¡Oh Dios! ¿Pero es que acaso

tuvo mi vida una ladera tierna y apacible?

¿Es que supe lo que era sonreír sin lágrimas

caminar sin rencores, sin lóbrega amargura?

¡Oh! Mi destino de árbol azotado por el viento,

entristecido por el aullar de las pasiones,

sin una mano fuerte, sin una mano tierna,

sin una verdad limpia y pura como el aire de las cumbres.

Tú sabes, mi Señor, que sed de ti han gemido mis labios,

y cómo quise llenar el vaso de mi dolor en la renovada fuente de tu misericordia,

y me arrancaron mi vaso y maltrataron mis manos

para que no bebiera en ellas ni siquiera lágrimas.

Y después, Señor, me desnudaste de mi último bien

y me diste soledad,

esa tremenda soledad de las almas inquietas,

no la dulce soledad del que se hunde en el abandonado sueño,

porque tuvo un beso fiel en los párpados cerrados,

porque tuvo un eco amante en su llamada solitaria.

¡Oh Señor! Mi miseria te clama

y tú, que levantaste sobre mí tus designios,

acaso precisamente ahora

me señales un dulce destino de abandono

y tenga mi soledad una mano que la guíe,

y mi llanto unos labios que lo recojan,

y mi fe tu presencia, Señor, tu infinita Presencia.

Porque yo no he venido a Ti cansada y agobiada,

porque me he echado a tus pies

al primer gesto de una mano comprensiva

y he visto tu sombra, Señor, refrescando

todos los estíos de la tierra. 

Marina Romero

Nació en Madrid en 1908. Se educó en inglés en el International Institute for Girls de España y tras estudiar Magisterio y Filosofía y graduarse en California se instaló en Nueva Jersey como profesora de Lengua y Literatura españolas. Hasta principios de los setenta no volvió a España, donde moriría en 2001.

 

Las olas muerden la arena

con dentelladas de fuego;

le dejan su verde vivo,

se llevan su verde muerto.

¡Ay, marinero!

Las olas tienen querellas

de mar adentro.

En el mar hay un cantar

verde de silencios grises.

Como tus ojos, el mar,

borrachos de azul en sombra,

cantores de soledad.

¡Ay, qué colores profundos!

Verdes ojos, verdes mar;

azul de silencios grises,

en el mar hay un cantar.

No quiero

para mañana un reloj

que marque el tiempo;

quiero despertar, a solas

con la sombra de tus dedos,

caricias en lontananza

de un sueño apenas deshecho.

Así sentirte, dormida,

en casi un sueño despierto,

saber que estás

sin que esté

mi corazón cara al viento.

Entre mil gritos sordos

me escuché.

Tan sola dentro de mí,

que salí fuera a llorar

y no lloré.

 

Carmen Conde

Narradora, poeta, dramaturga y ensayista española nacida en 1907 en Cartagena. Tras aprobar unas oposiciones en la Sociedad de Construcción Naval empieza a interesarse por la poesía y a colaborar en prensa. Se casa con el poeta Antonio Oliver Belmás, con quien funda en 1931 la Universidad Popular de Cartagena. Tras la Guerra Civil (con su marido escondido por miedo a las represalias) Conde escribe para la prensa, y colabora con Radio Nacional de España y el CSIC. En 1978 fue elegida académica de la RAE. Murió en 1996 en Madrid.

 

Gloria Hernández

Un ala de niebla bate el cielo ancho de las terrazas. ¡Qué cerca está lo negro de nosotras!

Siento tu latido de miedo en mi latido. ¿Por qué temes si soy yo

más clara que la niebla y puedes caminar por mi transparencia?

¿Por qué temes, si somos de cielo y aunque esté oscuro yo soy alta y firme para ti?

Aquí están las mañanas con sus palomas lúcidas,

con sus jardines ávidos y sus arroyos breves.

En bosques humeantes, en arboledas fluidas,

entre los juncos negros de consumir las noches.

Cantando desde aves, buscándose los ríos;

suben claras antorchas y ríen entregadas

estas auroras tibias que confunden sus bríos

con mediodías gruesos poblados de campanas.

Son los primeros días, las horas iniciales;

el universo aprende que tiene días anchos.

Aquí están las mañanas, vendrán luego las tardes

y las noches de luna con aljibes de fango...

Ahora, no; ahora los que caminan oyen

cómo la voz del campo crece dentro del pino,

y va en la tierna boca de ese viento salobre

que llega desde el puerto como un amargo vino.

Si nadie las estruja, las mañanas doncellas

desnudarán sus cuerpos y tomarán del musgo

este baño de escarcha que en lo verde destella

porque es túnica limpia para el soñar impuro.

Hombres van sonriendo, hembras van deseando;

dichosas bestias plácidas en la hora infinita;

creciendo en las palmeras sus horizontes largos,

volcándose de luz, campana que gravita.

¡Que nadie las detenga, que ninguna palabra

silbe su lazo oscuro para coger los torsos

de estas mañanas dúctiles, azores de las mañanas,

que vuelan, que trascienden los cielos más remotos!

Detengo el caminar por estos versos

que recogen pedazos de memoria,

porque es mucho y es nada tanto tiempo

ofrecido a la fuga de una historia.

Aunque dije y diría, ¿qué palabra

es la exacta versión de lo infinito?

Aunque anduve y conté, ¿cómo se habla

para hacer que se entienda lo inaudito?

¡Oh, qué tierra la mía, tan extensa

y tan breve que cabe en mi persona!

Una zanja de fuego es su defensa

y un espino sin flores la corona.

Que los tibios y ajenos no se mezclen,

que ninguno me escuche cuando clame.

Estoy sola y lo sé (¡que no se acerquen!),

por la tierra de Dios, tierra de nadie.

Tus ojos son las fuentes donde beben los tigres,

que cuando tienen sed no respetan las selvas;

y arrancan, mientras rugen, esas flores sencillas

que entre el romero mueven su poderoso olor.

A tus ojos se vuelcan las entrañas del monte,

y por nacer en ellas, ¡oh líquido delgado!,

consienten que las lenguas vellosas de las fieras,

lamiéndolos con furia, sequen ríos de ojos.

Tanto como el romero florido, cuyo aceite

persistirá en la piel de los fieros sedientos,

huelen cortas raíces y esbeltos anticipos

de las flores oscuras del secreto deseo...

La luna se deshoja como un ave en tu agua.

A los tigres con celo esa luz los persigue

como loco fantasma de una caza suprema

que en el río, tus ojos, es posible alcanzar.

Tengo frío ante ti. Porque fuentes tan frías

no se encienden sin ángel que su calor otorgue.

Y ese ángel que a ti, a tus charcas bajara,

no lo oigo cantar ni lo siento fluir.

¡Ah tus tigres con sed! Déjalos que nos beban,

y cuando ya mi boca reseca se deshaga,

suéltalos sobre mí, no detengas el ataque:

para tus fieras tengo una cierva en mi cuerpo.

Autobiografía

En este gran salón donde la noche

penetra con su luz de ensueño puro,

quisiera rescatar de tantos ángeles

la luz que por velar ya sé perdida.

La luz que solo yo sabía mía,

aquella que luché porque alumbrara.

Redonda luz de infancia ajena a todos

que tuve por cilicio. Hasta apagarla.

Extraña niña ardiente castigada

por olas de rencor, inextinguibles;

soñando con las rosas, con fantasmas

colmados de purpúreas vestiduras;

cerrándose al ataque con silencio

y tensa voluntad de mundo propio.

Pequeño corazón el que mantuvo

lo oscuro del dolor que perseguía...;

las ansias de escapar eran su agua

y tuvo sed de fuentes celestiales.

Lo crezco desde entonces, grande y duro,

como una piedra roja sin misterio.

Ninguno de mis seres, ni siquiera

la joven que fui pronto, me perturba

la pura maravilla de mi infancia.

Creyente de imposibles aventuras,

fanática soñante de delirios

que nunca realidad alcanzarían.

¡Oh, espíritus, volved! Traedme sienes

que turnen su verdor con las marchitas

que empiezan a pesar sobre mi rostro.

Llevadme con vosotros al trasmundo;

llevadme, que olvidé cómo se iba.

Anduve con los ojos muy cerrados

y nunca me perdí. Llevadme ahora,

que no puedo soñar, de tan despierta.

Perdono con dolor a los que entonces

sus látigos en mí ejercitaron.

Por serles transparentes mi presencia

quisieron concretarla con mi sangre.

Dormida por los siglos se ha quedado,

sin nadie que libere tanto sueño,

la niña que me dio lo que yo he sido.

El día se abrirá. Los días abren

del fondo silencioso del pasado...

¡Oh, noche, que me urges las antorchas,

yo quiero que tú seas irredenta!

Amada adolescente, que amó loca,

secreta joven grave en sus pasiones,

mujer que renunció porque tenía

temor de contener cuanto contuvo:

os queda como a mí aquella niña

que no despertará más en mi cuerpo.

Primera noche en la tierra

Desoladamente

nos ha dejado solos...

No vemos el Jardín de nuestro ocio.

¿Apagose del fuego la gran rama,

o Dios se la llevó fuera del aire?

Habrá luna. Él creaba estrellas,

las que en el agua florecían veloces

buscándome los dedos vegetales.

Habrá su sol.

La líquida corola derramándose

encima de las selvas inholladas

que yo caminaré descalza siempre.

Junto al árbol que lleva doce frutos,

dando uno cada mes, nunca hubo noche.

Ni urgencia de la antorcha ni la brasa.

¡Dios lo alumbra todo! Hizo astros

para nosotros en destierro de sus síes.

Tibias sombras apaciguan las memorias.

Frío de soledad. Ven a mi pecho,

que yo seré tu tierno prado tibio,

y seguro soñarás en mi corteza.

Allá no ululan lobos. Allí lamían dulces

mis pies sobre tomillos aceitosos.

Aquí se encienden ojos y dientes amenazan

modernos calcañares desgarrados.

Ladran los chacales. ¡Oh, las hienas

que lúgubres husmean nuestro sueño!

Toma el paraíso de mi cuerpo:

mis labios son de ascua, mis hogueras

serán lo único vivo de la noche.

Más fuerte que el amor no será el cierzo.

Más dura que tu pecho no es la sombra.

Defiéndete de mí, estoy buscando

olvido de las selvas que no huelo.

¡Noche, cueva negra de la tierra!

Vamos a bebérnosla de un trago

que deje descubiertas las auroras.

Nostalgia de mujer

Mil años ante Ti son como sueño.

Como de aguas el grosor de una avenida.

Hierba que en la mañana crece,

florece y crece en la mañana

aunque a la tarde es cortada y se seca.

¿Qué es el tiempo ante Ti, qué son los truenos

que blandes contra mí cuando me nombras?

Pavor siento a tu idea, te veo hosco

mirándome en la lumbre de tu Arcángel.

La espada Tú también, eres el filo

y el pomo que se aprieta con el puño.

Para verte a Ti mismo me has nacido.

Por no estar solo con tu omnipotencia.

Soy la nada, soy de tiempo, soy un sueño...

Agua que te fluye, hierba ácida

que cortas sin amor...

Tú no me quieres.

Súplica final de la mujer

Señor, ¿Tú no perdonas? Si perdonara tu olvido

ya no pariría tantos hombres con odio,

ni seguiría arando cada día más estrechas

las sendas de los trigos entre zanjas de sangre.

La fuente de mi parto no se restaña nunca.

Yo llevo las entrañas por raíces de siglos,

y ellos me las cogen, las hunden, las levantan

para tirarlas siempre a las fosas del llanto.

Señor, mi Dios, un día creí que Tú eras mío

porque bajaste a mí alumbrando mi carne

con el alma que allá, al sacarme del hombre,

metiste entre mis huesos con tu soplo de aurora.

Más, ¿no perdonas Tú? Y no es gozo el que tuve

después del gozo inmenso en el jardín robado.

Me sigues en la tierra, retorciendo mis pechos

con labios de criaturas, con dientes demoníacos.

No hay lecho que me guarda, ¡ni de tierra siquiera!

Los muertos me sepultan, y obligada a vivir

aparto sus plomadas y vuelvo a dar la vida.

¡Oh, tu castigo eterno, tu maldición perenne:

brotar y aniquilarme lo que brotó a la fuerza,

porque un día yo quise que el hombre por Ti hecho

repitiera en mi cuerpo su estatua, tu Figura!

¿Sembrando he de seguir, pariendo más hombres

para que todos maten y escupan mis entrañas

que cubren con el mundo los cielos, tus estrellas,

y hasta el manto de brisas con que Tú paseabas

por tu Jardín soñado, cuando yo era suya?

¿Por qué me visitaste, Señor? ¿Por qué tu Espíritu

entrose a mi angostura dejándome tu Hijo?

¿Por qué te lo llevaste a aquella horrible cueva

que el odio de los hombres le abriera como tumba?

¡Oh! ¿No perdonas, Dios? Pues sigue tu mirada

teniéndome presente: joven, bella e impía

delante de tus árboles, que yo ya ni recuerdo...

Pues soy vieja, Señor. ¿No escuchas cuánto lloro

cuando el hombre, dormido, me vuelca su simiente

porque Tú se lo ordenas sin piedad de mi duelo?

¿No ves mi carne seca, mi vientre desgarrado;

no escuchas que te llamo por bocas estalladas,

por los abiertos pechos de niños, de mujeres?...

¡En nada te ofendieron sino en nacer!

Soy yo la que Tú olvidas y a ellos los devastas;

me obligas a que siga el lúbrico mandato

de aquella bestia horrible nacida en contra mía.

Tan vieja soy y labro. Tan vieja y cubro muertos.

No estéril porque quieres que sufra mi delirio

de un solo día hermoso del que guardo el aroma.

Ni Tú, Señor, lo olvidas. Que por ello me quejo.

Soy madre de los muertos.

De los que matan, madre.

Madre de Ti seré si no acabas conmigo.

Vuélveme ya de polvo. Duérmeme. Hunde toda

la espada de la llama que me echó del Edén,

abrasándome el cuerpo que te pide descanso.

¡Haz conmigo una fosa, una sola, la última,

donde quepamos todos los que aquí te clamamos!

 

Josefina de la Torre

Nació en 1907 en Las Palmas de Gran Canaria. Antes de trasladarse a Madrid destaca por su talento para la música y la interpretación. Al terminar la Guerra Civil actúo como primera actriz de la Compañía Nacional, y llegó a participar en media docena de películas. Murió, casi centenaria, en 2002.

 

Yo no sé qué tengo.

Si son vuelos ciegos de tormenta oscura,

o es reposo lento de inmóviles aguas.

Pero todo gira cerca de mi sombra

y conmueve el aire de mi pensamiento.

Es el mar y el sol y la arena misma

y es la vela blanca por la orilla abierta

y es todo que vibra dentro de mi sangre

y cubre mis brazos de áspero reflejo...

No sé qué me pasa.

Siento que me espera una hora de luces,

un inesperado vaivén del misterio.

Y en mis sienes vivas, sabias compañeras,

ya siento la huella del primer latido.

¡Ah, sonrisas libres de todos los niños,

voces olvidadas de todos los viejos,

rodeadme ahora,

pedidme consejos!

Sé que es mudable y en cambiar se ufana.

Que todo lo repite y nada es nuevo.

Que la mirada que en amores gana,

pierde en amores, siendo amor el cebo.

Sé que lo que hoy es templo decisivo,

mañana será tumba indiferente;

y que los versos que hoy ofrece, altivo,

a otra, mañana, ofrecerá inclemente.

Todo esto lo sé. Nada me obliga.

Y aun conociendo el mal, al mal aspiro:

porque sin mal, no hay bien que amores diga.

Que en la gracia mudable de su giro

está toda la savia de la ortiga:

si es que a dar en el blanco alcanza el tiro.

Mi falda de tres volantes

y mi blusa desprendida,

qué bien me adornan andares

y brazos al aire libre.

¡Cómo se ondea mi falda

desde el volante primero

perseguida curva eléctrica

hasta la rodilla firme!

Y mi blusa desprendida

viento y calma, sol y sombra,

cómo juega y se persigue

desde el hombro a la cintura.

¡Ay que me gusta mirarte

espejito biselado,

cristales de las esquinas,

gafas de los estudiantes!

¡Qué bien me veo pasar

remolino de las brisas

pequeña y grande, confusa

huella blanca en el asfalto! 

Ernestina de Champourcín

Aunque nacida en Vitoria en 1905, pasó buena parte de su infancia y de su juventud en Madrid. En 1926 publica su primer libro de poesía, En silencio, y traba amistad con los poetas de la Generación del 27. Casada con el poeta Juan José Domenchina, en 1936, la derrota del bando republicano les empuja a exiliarse en México, donde se gana la vida como traductora. Viuda desde 1959, no regresa a España hasta la década de los setenta. Siguió escribiendo y publicando hasta que la muerte la atrapó al filo del cambio de milenio.

 

Laxitud

La tarde gris y triste me agobia,

tengo sueño;

estiro lentamente

mis dos brazos abiertos

que se prenden al aire;

quieren cazar el tiempo,

aprisionarlo pronto,

robarle su secreto,

deshacer bruscamente sus límites estrechos.

Quiero llorar: no sé;

quiero reír: no puedo.

Los deseos

se estrellan contra la inexorable inercia

del silencio;

sobre mi corazón rueda grávido el peso

de la existencia toda.

Al fin me desperezo.

Logro romper el cerco

del malsano sopor,

pero apenas lo venzo

ya me torna a invadir

quedamente su tedio.

Luego...

Ya no sé más;

suspiro,

me paseo,

exprimo el tormentoso

lagar de mi cerebro,

destilo el elixir de su inquietud

en mi pecho...

Sujeto en mi memoria

repite el pensamiento;

la tarde gris y triste me agobia,

¡tengo sueño!...

Tú no sabes aún que he cercado tu orilla,

que sueñas por la noche el color de mis ojos,

que tus manos en sombra

dirigen su tanteo hacia mi soledad.

¡Ignóralo así siempre!

Yo agolparé tinieblas en el limpio sendero

que hollan las verdades.

Plegaré la inconsciencia como una venda inmóvil

sobre tu laxitud.

Nunca sabrás que en ti la fuerza se desnuda

para erguir hasta el cielo el soplo de mi vida.

Que tus labios se mueven al encuentro de un beso

modelado en mi boca por tu ardiente obsesión.

Ignóralo, y así desechará mi gesto

la rígida cautela que detiene el impulso,

e invadiré gozosa la atmósfera profunda

que arrebata en su cauce lo más puro de ti.

La oración

Ese muro implacable, tan ciego, tan callado…

y yo a los pies del muro con mi sed y mis ansias,

yo sola, rodeada de todo lo que esquivo…

¡Qué lucha de lo inútil contra la pura esencia!

Un reflejo en el muro… una luz resbala

sobre esa cal inmóvil de un blanco impenetrable…

¡Es Tu sombra, Señor! Qué minuto de gloria.

Y después… qué silencio en qué sombras de noche.

Aquí estoy todavía… Yo sé que existe el pozo

donde dormita el agua que ofreciste a mis labios.

Yo sé que solo falta una grieta en el muro;

la que yo podré abrir mientras espero y amo.

Dame fuerzas, Señor. Aunque transcurran siglos

me encontrarás aquí, rendida y obstinada,

soñándote y amándote mientras pasan las horas,

mientras mi sed de Ti va adelgazando el muro…

A Juan Ramón Jiménez

Hoja blanca de hoy, de siempre, de mañana.

Frutal de cada día, semilla fecundada

por un rayo de luz o una gota de agua.

La vida fluye abajo, arrastrándose vana.

Encima de mi frente, los divinos fantasmas

del sueño verdadero, los éxtasis del alma…

cicatrices de oro, que mi pluma va abriendo

sobre la hoja blanca.

Evocación

I

(Huerto de fray Luis, Salamanca, febrero de 1928)

Laten oscuramente

los frutos del mañana...

¡Árbol mío reseco,

desnúdate más hondo!

Va sin túnica el agua

ofreciéndose al cielo.

II

(México, mayo de 1971)

Y pasó aquel mañana

–con frutos o sin ellos–

y vuelven al presente,

de pronto, aquellos versos.

Mi árbol ya cantó

vibrando entre Tus dedos,

y se fue despojando

mi pobre tronco hueco

para dejarte paso.

Después... hubo desiertos

y luz, oscuridades

y pozos de silencio.

El agua de aquel día

se ha quedado muy lejos.

–Éramos tres entonces:

sola en el Huerto quedo.

Voy a erguirme sin túnica ante tus ojos claros

que persiguen sin verme un sueño irrealizable,

quiero alzar ante ti mi desnudez intacta

como una ofrenda inútil que nunca aceptarás.

Seré tuya en silencio. Tus manos abstraídas

ignorantes del don que ha de colmar sus palmas,

se detendrán en mí, advirtiéndome apenas,

entre el vivo relumbre de un espejismo ignoto.

Me poseerás ajeno, ausente de tu abrazo,

tendido hacia otro rumbo de frágiles riberas

mientras te doy mi vida impetuosa y pura

en el breve cristal de un momento sin gloria.

Todo es nuevo,

se siente y aún se quiere

con gracia de capullo.

Un ramo de esperanzas

acaricia las puertas

que duermen todavía.

¿Y es posible nacer

cuando todo se acaba?

Si cerramos los ojos

ya en lenta despedida

algo nos fuerza a abrirlos

porque el mundo despunta

deslumbrando las horas,

un ramo de esperanzas

un brote de belleza

en medio de lo oscuro:

¿quién es el que nos colma

de esos sueños tangibles

que ningún libro ocupa?

¿A dónde vamos, dime?

La nada es honda y seca

lo mismo que una hoja

sola ya y sin aire

que se nos desperdicia

sin sueños de retorno.

¿A dónde va la nada?

Se pierde y aún se busca,

inventando en su sombra

extraños laberintos.

¿Dónde ir si no hay nadie,

y si todo se esfuma

y se disuelve en polvo?

¿Acaso algún día

podremos encontrarnos

en eso que no es nada

ni nadie todavía?

¿Y ese gajo de luz es el último acaso?

¿Cuántas capas de sombra

hasta la luz entera?

¿Es acaso vivir este andar sin camino

y acogerse a una triste claridad pasajera?

Este gajo de luz intermitente, mudo,

que levanta esperanzas

y aumenta ceguedades

¿por qué se nos ha dado

como don engañoso

y brota de pupilas

que ya apenas existen?

¿Es antorcha final de la capilla ardiente

donde todo se apaga,

o bien el tierno sol

de esta vida nueva que nos conducirá

a su nuevo horizonte?

¿Y tendrá que bastarnos

con ese gajo de oro desvalido y sin rumbo

que nace y muere pronto

en su primera salida,

luz empecinada en enseñarnos pronto

a valorar lo oscuro?

¿O tesoro repleto de un sueño inaprensible

que tal vez algún día

se nos pose en las manos?

¡Gajo de luz tan blanco, tan de oro

una nueva presencia cada día,

no te quiero perder pues eres todavía

la tabla de luz viva

que aleja mi naufragio!

Al final de la tarde

dime tú ¿qué nos queda?

El zumo del recuerdo

y la sonrisa nueva

de algo que no fue

y hoy se nos entrega.

Al final de la tarde

las rosas siguen lentas

abriéndose y cerrándose

sin caer aún en la tierra.

Al final de la tarde

no vale lo que queda

sino el impulso mágico

de la verdad completa. 

María Teresa Roca de Togores

Hija única del marqués de Molins, nació en 1905 en Francia, aunque se traslada enseguida a España y publica su primer libro de poemas a los dieciocho años. Participó de manera activa en la vida literaria y social hasta su muerte en 1989.

 

A un abanico

Abanico encantado, en tus tenues colores,

vibra el arte supremo del pincel de Watteau,

en ti mueren las frases de los viejos amores

y las rimas ingenuas que tu gracia inspiró.

Tu naciste en un siglo de placer y de orgía,

y en la Corte famosa de un famoso Rey Luis,

escuchaste las risas de la amada de un día

como el triste suspiro de una reina infeliz.

Eres frívolo y frágil, como el alma liviana

de la grácil marquesa que te supo agitar;

¡oh, cómplice temible de la fiel cortesana,

qué de intrigas contaras si pudieras hablar!

Tú robaste a la noche sus matices de plata

y sus pálidos oros a las rosas de té;

en ti duermen los ecos de la vieja sonata

y las rítmicas notas del gentil minué.

Tú recuerdas la pompa de la Corte francesa,

y revives la historia del augusto Borbón

que salpicara el trono de su invicta grandeza

con el cieno del vicio de una insana pasión.

Y viviste entre aromas, entre seda y brocados,

entre burlas y besos, y palabras de amor;

y bebiste el aliento de labios perfumados,

y evaporaste gemas que cuajara el dolor.

Hay escrito en tu vida un retazo de historia,

de la historia de un siglo de inagotable afán;

que lo mismo cantaba del guerrero la gloria,

que admiraba las rimas del abate galán.

Instrumento engañoso de la trama de encajes,

encubridor de risas, de llanto y de traición,

en ti vibran las almas de añejos personajes,

en ti vive el recuerdo que amó la tradición.

Eres frívolo y frágil, como el alma liviana

de la grácil marquesa que te supo agitar.

¡Oh, cómplice temible de la fiel cortesana,

qué de intrigas contaras si pudieras hablar!

Hoy yace ya olvidada la escena campesina

de los tenues colores que el tiempo acarició;

que encerrado en la cárcel de moderna vitrina

duerme el arte supremo del alma de Watteau.

 

Elisabeth Mulder. Hija de padre holandés y madre puertorriqueña, nació en Barcelona en 1904. Su exquisita educación y su dominio de las lenguas la ayudaron a traducir autores como Pushkin, Pearl S. Buck o Baudelaire, y a reseñar libros ingleses en Ínsula. En paralelo a su vocación poética escribió cerca de veinte novelas. Murió en 1986.

 

Roja, toda roja…

Roja, toda roja vi siempre la vida;

como una inmensa hoguera

donde quemaba bien

mi pobre corazón, rojo también.

Todo rojo el camino,

todo rojo el sendero

a seguir

y el día a vivir.

Y rojo el mundo entero.

Rojo de amor.

Y de dolor

y de horror…

En este vasto incendio

(brasa, flama, carbunclo),

que todo centelleante apareció

en esa luminaria,

¿qué había de ser yo,

alma furtiva

y temeraria?

¿Qué habría de ser yo

sino una llama viva?

La zarpa

Noche de estío, que en inquietud me sume…

Una flor lentamente se deshoja

entre intensas oleadas de perfume;

y hay una luna grande, hiriente y roja.

La brisa espesa muerde perversamente

con el hábito tibio de un suspiro,

y acaricia la boca febrilmente

con el ávido beso de un vampiro.

No hay estrellas. El cielo es esta noche

la misteriosa comba inmaculada

prendida únicamente con el broche

de una luna de faz congestionada.

Quizás mañana habrá tormenta; acaso

en esa obscuridad se está preñando

el rayo y la tormenta paso a paso,

y el torrente pluvial que ha de ir saciando

esta ansia intensa de humedad que encierra

una agria emanación calenturienta

que sube de la entraña de la tierra

seca y resquebrajada, ardorosa y sedienta.

Nocturno de estío. Hora febril y palpitante

en que el silencio y la fragancia arrullan

y toda la existencia se hace un interrogante

y en la calma tan solo los sentidos aúllan.

Mañana habrá tormenta. Esta noche expectante

me deja dolorida de emoción

como una zarpa alucinante

que me fuera exprimiendo el corazón.

Rebeldía

Señor, ya no más hiel; quiero un momento

ser yo quien el atroz látigo empuñe.

Hastiado de lo injusto del tormento

el león que hay en mí protesta y gruñe.

Señor, ni sumisión ni mansedumbre

quiero; no soporto lo inicuo de mi yugo.

Soy rayo, río, volcán, soy muchedumbre,

no tolero cadenas ni verdugo.

Señor, ya no más hiel, que mi garganta

la inhumana ponzoña más no aguanta.

Mi corazón, congestionado, estalla...

Y una roja visión me va exaltando...

¡Si he de morir, Señor, que sea matando,

como muere el soldado en la batalla!

El pulpo

Una noche soñé que un pulpo me quería.

¡Oh, la indecible angustia de aquella aberración!

Nunca he sufrido tanto; cuando amaneció el día

dijérase que había perdido la razón.

¿Alguien ha visto un pulpo acercársele quedo,

asqueroso y lascivo, monstruoso y feroz?

Por vez primera supe qué es ser presa del miedo,

qué es hundirse en la sima de una demencia atroz.

Él caminaba siempre, y yo huía, yo huía;

sus tentáculos eran como una maldición

caída del infierno sobre la carne mía

que crispaba el espanto de la alucinación.

¡Qué terror! Se me helaban los gritos en la boca.

¡Qué terror! No acertaba ni auxilio a demandar.

Y él avanzaba siempre, y yo, como una loca,

ni siquiera sabía hacia dónde escapar.

Un tentáculo horrible sobre mí iba a caer

como una helada mano blancuzca y amarilla,

cuando al fin dando un grito que sacudió mi ser

desperté sollozando de aquella pesadilla

que me hizo conocer el infierno del pánico,

el dolor de lo innoble, el terror de lo infecto

encarnado en lo inmundo de aquel pulpo satánico,

tenebroso y maldito, misterioso y abyecto.

Si en mis ojos a veces un terror pavoroso

refleja la impotencia de un grito silencioso,

si parece que miro una horrenda visión,

si a veces en mis labios hay un temblor de agonía,

es desde que soñé que un pulpo me quería.

¿Cómo olvidar la angustia de aquella aberración?

Reposo

No fijes tu mirada

en mis pupilas hondas;

no sacudas el ángel

de las visiones rojas.

No oprimas con tu mano

mi mano temblorosa;

no despiertes la bruja

de los gestos de loca.

No obligue tu palabra

a que la mía responda;

deja mi voz ahogada,

mi lengua silenciosa.

No indiques a mis pies

la ruta tentadora;

no evoques el fantasma

de la marcha azarosa.

No nombres a mi mente

la rima que obsesiona;

no llames al espíritu

de la ilusión traidora.

Elogio de la risa

¡Saludad a la risa que pasa!

¡Respetad a la jocunda masa

que tiene por bandera un cascabel!

La vida es vieja y fea; necesita una gasa

que ciña alegremente su cabellera rasa,

como una triunfante corona de laurel.

No busquéis a la risa su razón matemática.

No indaguéis si sus ecos distraen al alma extática

o si encierran sus sones mil formas de fingir.

¿Qué importa que una vieja desquiciada y apática

ría apáticamente? ¿O que alguna lunática

trunque en bruscos desmayos su histérico reír?

Lo importante es la risa. Lo esencial el sonido

que nos sacuda el alma. Sea real o fingido,

tiene sobre nosotros su vibrar tal poder

que unas veces nos calma y otras nos da el olvido,

y así un gozo mecánico que empezó indefinido

acaba y se resuelve en sincero placer.

¡Saludad a la risa! ¡Respetad sus blasones!

Ella es la dulce musa que da preciosos sones,

y el juego de sus viñas tiene fulgor de gema.

Amad sus locas huestes: los payasos burlones,

los ciegos optimistas, los alegres histriones

y todos los que hicieron de la risa su emblema.

¡Saludad a la risa! Su armonía

es el himno más grande, la poesía

más pura que en el libro del mundo escribiréis.

¡Dad al viento sus sones, gozad su melodía,

reíd con alma y nervios, porque pensad que un día

tendréis tierra en la boca... y nunca más reiréis!

El viejo trío

Colombina, Pierrot, Arlequín. El viejo trío

que aparece del todo transformado.

En una clara noche de este estío

yo lo he visto pasar, modernizado.

Colombina, elegante y esquelética,

mostrando una silueta parisina.

Pierrot sin blanquear su faz patética

porque hoy quien se pinta es Colombina.

Arlequín, siempre a la caza de conquista,

mira a Colomba y tararea el allegro

sincopado de un canto de revista

mientras marca un compás de baile negro.

A Pierrot ya no vence la ansiedad

de contarle a la luna su tragedia

y se atiene a la cruda realidad:

con serenatas poco se remedia.

Ya no tañe la vieja mandolina

ni versifica su pasión cruenta.

Se ha dado al cabaret y a la morfina

como el héroe de un tango de Spaventa.

Arlequín se ha tornado indiferente

y ha adoptado una «pose» bastante exótica;

pero quiere a Colomba ciegamente...

Por su tipo perfecto de neurótica.

Y con aburrimiento soberano

entró el trío, silencioso,

en un «dancing» americano

que anunciaba un letrero luminoso.

Crepúsculo

¡Oros, oros! ¡Granas, granas!

¡Sangre todavía caliente

de asesinadas mañanas!

Molinos de viento

Molinos de viento...

¡Alma, si pudieras

tú, como ellos, dar

máximo provecho

de la fuerza inútil

que te hace girar! 

Cristina de Arteaga

Nació en 1902 en Zarautz, hija del duque del Infantado. Toda su obra poética está reunida en un libro: Sembrad, que fue corrigiendo y aumentado a lo largo de su vida. Ingresó en una comunidad religiosa y murió en Sevilla en verano de 1984.

 

Sembrad

Sin saber quién recoge, sembrad,

serenos, sin prisas,

las buenas palabras, acciones, sonrisas...

que se lleven la siembra las brisas.

Con un gesto que ahuyenta el temor

abarcad la tierra,

en ella se encierra

la gran esperanza para el sembrador.

¡Abarcad la tierra!

No os importe no ver germinar

el don de alegría;

sin melancolía

dejad al capricho del viento volar

la siembra de un día.

Las espigas dobles romperán después.

Yo abriré la mano

para echar mi grano

como una armoniosa promesa de mies

en el surco humano.

Lo intrazado

Las carreteras, como reptiles,

son largas

y amargas,

las cruzan con tráficos viles

las turbas malditas, las turbas serviles...

¡Tengo horror al camino trazado!

Prefiero

el sendero

modesto, olvidado

que trilla el ganado.

Un esbozo de senda

vacía

tan mía

que nunca pretenda

otra vía.

Pero más que senderos

muy llanos

con lodos

de todos

los rastros humanos;

yo pienso

en lo Inmenso

magnífico y rudo

donde mi destino

devaste un camino

desnudo...

Por la estepa dolorosa…

Por la estepa dolorosa

los caminos polvorientos

van trazando su elegía

de soledad y silencios...

Por las almas siempre solas

como los campos desiertos,

por las almas relegadas

a los olvidos del tiempo;

solo transitan las sombras,

¡las sombras de los recuerdos!

Contraste

Me he tendido en el suave jardín del monasterio.

La iglesia se adormece bajo el sol de verano.

Se doran los cipreses del viejo cementerio...

¡Quiero cantar la estrofa de un himno gregoriano!

Allá en la lejanía, recogidos y graves,

unos monjes, calada la capucha, meditan.

Pero el ambiente es cálido, se estremecen las aves,

la tierra aletargada vierte efluvios que incitan.

Inflexible la voz de la campana reza,

en el cristal del día se desnuda su alarde.

¡No he podido rezar!... Me invade la pereza

esparcida en la densa laxitud de la tarde.

Sumergida en las hierbas perfumadas y untuosas,

ante un monje muy pálido, de figura de asceta,

por absurda ilación de paisajes y cosas...

¡Me acuerdo de Tais y del anacoreta!

Corazón de mujer

IV

Deja que apoye en tu hombro mi cabeza,

deja que en ti descanse mi alma de mujer;

pero acércate más. ¡Me da tanta tristeza

la sombra que desciende con el atardecer!...

¿No oyes subir el cauce de la melancolía?

Me parece un presagio de lo que va a cesar...

ya se asoman las almas a ver morir el día;

es la hora romántica. ¡No la dejes pasar!

Pon tu mano en mis manos, un instante... Sofoca

las palabras que dicen adiós a la ilusión...

Séllala con los besos, lágrimas de tu boca...

¡Y déjame llorar sobre tu corazón!

Invernal

Solos por el parque,

por el parque viejo

que tenía un largo

cansancio de invierno;

tras de tantos años

volvimos a vernos.

Yo llevaba el triste

corazón enfermo,

caía en el suyo

la niebla del tedio.

¡Cuán lejos las horas

vírgenes de duelos

en que nuestras vidas

eran como versos

que a veces rimaban

casi sin saberlo...!

Me clavó sus ojos

como en otros tiempos,

mas nada me dijo

su turbado acento.

Yo cerraba el arca

de mis pensamientos

porque no rasgase

lo gris del silencio

que esfumaba un mudo

soñador arpegio...

Y con una angustia

despertaba un nuevo

pavoroso acorde

dentro de su pecho,

nos miramos como

se miran los ciegos...

¡Y nos separamos

para nunca vernos!

Convalecencia

En el blanco terrado me dejó la enfermera,

silenciosa y tendida bajo el beso del sol

y me acoge el rumor de la gens dominguera,

esas voces de niños que juegan al futbol.

Superado el peligro, casi extraño mi suerte

me pregunto si debo contristarme o reír...

Fue tan dulce vivir cara a cara a la muerte

que hasta cuesta vivir.

Y me miro las manos de un marfil transparente,

que tan lánguidas unen su deseo de orar.

Siento una alegría de convaleciente

que me hace llorar. 

Concha Méndez

Nació en Madrid en 1898. De familia acomodada y muy aficionada a los deportes, en especial a la natación y a la gimnasia. Durante un veraneo en San Sebastián se enamoró de Luis Buñuel, con quien mantuvo una relación de siete años. En 1932 se casó con el poeta Manuel Altolaguirre, a la boda asistieron Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rosa Chacel y Luis Cernuda... El matrimonio se instala unos años en Londres, donde pierde al hijo que estaba esperando. Tras la Guerra Civil se vio forzada a exiliarse en un dramático periplo que la llevó a París, La Habana, Buenos Aires, Uruguay y México, donde Altolaguirre la abandonó. Pasó treinta y cinco años sin publicar y murió en 1986.

 

Nocturno

Una plaza. La luna

juega con la Noche.

Y una campanada muda

mira desde su torre.

Una fuente y una luz

decoran la rinconada.

Más allá se ve un farol

y una reja iluminada.

El pueblo espera dormido

otra llegada del alba.

Y, mientras espera, tiene

todas sus puertas cerradas.

Nadadora

Mis brazos:

los remos.

La quilla:

mi cuerpo.

Timón:

mi pensamiento.

(si fuera sirena,

mis cantos

serían mis versos)

Paisaje urbano

Ya pasea la luna por las azoteas.

En las calles y avenidas los perfiles se agrandan.

En el momento lívido, que hace inclinar las hojas

las farolas encienden su luz de madrugada.

Un cielo barnizado de cemento, sostiene

entre sus anchos dedos escasas luminarias.

Por el asfalto ruedan rehilanderas de acero

con sonoros flautines de voces esmaltadas.

Se estremece un tic-tac de pasos epilépticos.

Se disparan a un tiempo cohetes de miradas.

Se juega a serpentinas a través de las lunas

de los escaparates –cintura cinemática–.

Y se ven, dominando las huestes callejeras,

policías ecuestres de ondulantes capas.

Los vastos rascacielos emanan claridades

de las ruedas Catalina y luces de Bengala,

que saltan a la calle, gozosas de perderse,

entre el rumor continuo de todas las pisadas.

Por las profundas venas, el metropolitano

veloz de puerto en puerto, acompasando escalas,

cruzando del suburbio a la gran avenida

en una eterna noche de sombras estrelladas.

Se ha tendido en lo alto, sobre las azoteas,

la etíope danzarina, dulce y desmelenada.

Recuerdo de sombras

Sobre la blanca almohada,

más allá del deseo,

sobre la blanca noche,

sobre el blanco silencio,

sobre nosotros mismos,

las almas en su encuentro.

Sobre mi frente erguido

el exacto momento,

dices que en una sombra

vives en mi recuerdo.

Síntesis de las horas.

Tú y yo en movimiento

luchando vida a vida,

gozando cuerpo a cuerpo.

Dices que en estas sombras

vives en mi recuerdo,

y son las mismas sombras

que están en mí viviendo.

Silencio

De piedra siento el silencio

sobre mi cuerpo y mi alma.

No sé qué hacer bajo el peso

de esta losa.

Tendida estoy a la noche

–árbol de sombra sin ramas–.

Parece el tiempo dormido,

parece que no soy yo

quien está a solas conmigo.

Se desprendió mi sangre para formar tu cuerpo.

Se repartió mi alma para formar tu alma.

Y fueron nueve lunas y fue toda una angustia

de días sin reposo y noches desveladas.

Y fue en la hora de verte que te perdí sin verte.

¿De qué color tus ojos, tu cabello, tu sombra?

Mi corazón que es cuna que en secreto te guarda,

porque sabe que fuiste y te llevó en la vida,

te seguirá meciendo hasta el fin de mis horas.

Tiempo

Pupilas verdes, azules,

negras, de color castaño;

pupilas inolvidables

a las que yo me he asomado.

¿Qué habrá sido de vosotras

al transcurrir de los años?

Al igual que de los ojos

qué habrá sido de las manos

que al contacto con las mías

supe que me acariciaron.

¿Y qué de aquellas palabras?

¿Qué vientos se las llevaron?

Si algún dolor va perdido,

no tema acercarse a mí

que a muchos que me llegaron

calma y abrigo les di.

Yo tengo una fiel morada

en donde van a vivir,

según van y van llegando,

y se reúnen allí.

Así todos se acompañan

y se cuentan entre sí

cómo fueron engendrados,

la razón de su existir.

Y se van entreteniendo

hasta que les llega el fin.

Si turbia la razón y roto el sueño

paso a ser una sombra entre mortales,

quede de mí la luz que ahora me guía

antes de ser mi sombra larga noche.

Quede de mí la angustia y el anhelo

y la risa y el llanto en esa espera.

Que algunos ojos para verme un día

se asomarán al mar donde me muevo.

Salgo a la calle y voy en ascua viva,

o voy temblando porque el mundo es triste.

Y vuelvo de la calle y entro en casa

y el mundo sigue triste sin remedio.

Y no es que falte un ángel en la estancia

que nos sonría, que nos hable al menos.

Y no es que falte un dios para las cosas,

ni ese deseo de pasar soñando

sin escuchar las quejas que en el aire

vagan por encontrar por fin el eco. 

Lucía Sánchez Saornil

Nació en Madrid en 1895. Su familia era pobre, y al mismo tiempo que publicaba sus primeros poemas entró a trabajar en Telefónica para pagarse los estudios. El descubrimiento de las vanguardias corre en su caso paralelo al despertar de la conciencia política: se une al ultraísmo y a la CNT. Participó como combatiente en la guerra, pasó por los campos de refugiados y en 1940 se instala con América Barroso en París, donde se gana la vida retocando fotografías. Regresa a Madrid en los años cincuenta, trabaja como representante de laboratorios farmacéuticos, escribe poemas que no llegan a publicarse y muere en 1970.

 

Nocturno de cristal

Los cisnes

cobijan la luna bajo sus alas.

¿Quién ha sembrado el fondo negro

de anzuelos de oro?

Las hojas de los árboles

sobre el estanque sueñan

con un viaje a ultramar.

Me ha tentando el suicidio

y al mirarme en el espejo

me ha espantado mi doble

ahogándose en el fondo.

Es en vano

Detrás de nosotros

dejamos un rastro de cadáveres.

A cuántos los quisiéramos resucitar

y darles su sol y su cantar y su sonrisa.

Nada hay que pueda ponerlos en pie.

De algunos nos hemos traído el perfume

pero ellos van en sus cajas negras

río abajo.

Anochecer de domingo

¿Quién aprisionó el paisaje

entre rieles de cemento?

Bocas hediondas ametrallan la noche.

Los hombres que tornan del domingo

con mujeres marchitas colgadas de los brazos

y un paisaje giróvago

en la cabeza

vendrán soñando en un salto prodigioso

para que el río acune su sueño.

Un grito mecánico entra en el puente.

De pronto alguien

ha volcado sobre nosotros su mirada

desde la curva de la carretera.

Pasó.

Sus ojos van levantando los paisajes que duermen.

Ahora la luna ha caído a mis pies.

 

Pilar de Valderrama

Nació en Madrid en 1889. Poetisa y dramaturga. Publicó Las piedras de Horeb, Huerto cerrado, Esencias, Holocausto y Obra poética. En sus memorias Sí, soy Guiomar, publicadas póstumamente, nos descubre su relación con Antonio Machado. Forma parte de la Residencia de Señoritas y del Lyceum Club. Nombrada miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Cádiz. Con su marido, Rafael Martínez Romarate, creó el teatro de cámara Fantasio. Tuvieron tres hijos, todos ellos artistas. Muere en 1979 

Huerto cerrado

Unas tapias altas cerrando un espacio pequeño:

pequeño tan solo si se mira a tierra,

pero ilimitado si se mira al cielo.

Hiedras en esas tapias.

Un ciprés muy viejo

al que en mayo alegran unas golondrinas

pone en el ocaso su perfil austero.

Las nubes muy cerca.

El mundo muy lejos...

Crece el cinamomo junto a los granados,

el mirto, el romero;

y sobre la orilla fresca de un arroyo

abren sus corolas los lirios bermejos.

De mi propio campo, de mis propias flores

soy el jardinero.

¡Con qué amor las riego!

De hierbas, reptiles

e insectos,

que un día pudieran secar sus raíces,

las limpio y defiendo.

Y para que nunca ningún ser profano

a ultrajar llegara mis lirios bermejos,

quisiera crecieran... crecieran... las tapias

hasta confundirse con el ancho cielo.

Por fuera la vida

y yo aislada dentro

sobre el viejo mundo

en mi mundo nuevo...

Y cuando un extraño, mirando el recinto

curioso indagara: «¿Será torre o templo?».

Alguien respondiera: «Es Huerto Cerrado

donde se cultiva la Flor de los Sueños».

Poema tercero

Ella y él se miraron hondamente,

y algo indefinido

entre los dos flotó, tan impalpable

como un soplo divino.

Después, cuando las manos se estrecharon,

de nuevo confundidos

ella y él, no supieron

lo que pasó muy dentro de ellos mismos.

Ni una frase de amores hubo luego,

ni un pensamiento vino

a conturbarles con aliento impuro

la carne ni el espíritu.

No hubo allí en realidad, ni apariencia,

más que un saludo frío.

Una mirada en otra, y sin embargo...

¡Qué inmensurable abismo!

Briznas del hogar

Estas pequeñas cosas que conmigo han vivido

íntimamente unidas ¿dónde irán a parar

el día que yo parta, se desmorone el nido,

y sus pajas el viento llegue a desparramar?

Los libros que yo quise y leí tantas veces,

la lámpara que siempre mi trabajo alumbró,

la simbólica imagen que recibió mis preces,

la tela caprichosa que mi mano bordó.

El cofre cincelado, el jarrón, la pintura,

deleites de mis ojos, galas de mi mansión;

ellos fueron testigos de dolor y ventura;

del querido hogar mío fueron la ramazón.

Objetos que estuvisteis con mi vida ligados

y visteis los cambiantes de mi propio sentir,

descubriendo en los pliegues más hondos y cerrados

lo que acaso yo misma no supe definir.

Las manos que os recojan, ¿serán como las mías?

¿Será su tacto suave, como el mío lo fue?

¿Verán otras pupilas, impasibles y frías,

algún rastro del alma que en vosotros dejé?

¿Cuál será vuestra suerte cuando me marche lejos...?

Mis fieles compañeros, ¿qué dueño encontraréis?

Presos en la nostalgia de los afectos viejos

acaso arrinconados en un desván seréis.

¿No habrá un ser que descubra que el curso de los años

algo os fue transmitiendo de aquel que os poseyó?

¿Que aparecéis a veces con matices extraños

mezcla de luz y sombra de un alma que pasó...

... y que os legó a su paso algún rasgo, una huella

donde quedó estampada su personalidad;

una luz indecisa, como de errante estrella,

que siendo el alma vuestra, es suya en realidad?

No verán nada, nada... ¡pobres objetos míos!

mi lámpara, mis libros, mi cuadro, mi jarrón...

seréis pequeñas gotas perdidas en los ríos

del olvido, que arrastran recuerdo y tradición.

Mayo holgazán

Yo quiero un día gris, entoldadito,

para trabajar.

No puedo con este sol de mayo

el hervor de la sangre refrenar...

Las ideas

se agolpan por salir todas a un tiempo,

densas y turbias,

como si fueran lava de un volcán;

y no puedo, en su fuga, coordinarlas,

en calma razonar...

¡Cómo, si huelo el aire a flores,

y el sol me queda dentro,

y las acacias han abierto ya!

El invierno, la niebla,

despejan los sentidos

y el pensamiento llenan

de viva claridad.

¡Pero este sol!... ¡Pero este sol de mayo!

¡Pero este olor a flores...!

¡Imposible! ¡No puedo trabajar!

Dolor fecundo

¡Oh, vida! cuando dueles, viene un llanto callado

a humedecer la tierra de nuestro corazón.

Es un llorar por dentro, de todos ignorado.

Los ojos están secos como una negación.

Solo en la boca un rictus, solo un surco en la frente

por instantes nos muda la expresión de la faz.

Nuestras manos quisieran ser un garfio potente

que arrancando esta vida nos trajera la paz.

Mas la negra semilla se va abriendo en el fondo.

El prodigio ¡quién sabe cómo se realizó!

Aquel llanto invisible penetró en lo más hondo

y a las turbias acequias de la angustia, llegó...

¡Oh, simiente de penas! ¡Ay, amarga simiente!

¡Cómo endulzas, a veces, con tu propio amargor!

Cuando la vida duele, duele infinitamente,

en la raíz del alma nace una nueva flor.

 

Concha Espina

Santanderina nacida en 1877 y poeta de asombrosa precocidad. Recién casada vivió una temporada en Chile y de regreso empezó a publicar novelas apreciadas por el público y elogiadas por la Real Academia. En 1927 recibió el Premio Nacional de Literatura por la novela Altar Mayor. Murió en Madrid en 1955.

 

Mi secreto

Yo soy una mujer: nací poeta,

y por blasón me dieron

la dulcísima carga dolorosa

de un corazón inmenso.

En este corazón, todo llanuras

y bosques y desiertos,

han nacido un amor, interminable,

y un cantar gigantesco;

pasión que se desborda de la tierra

y que invade los cielos…

Ando la vida muerta de cansancio,

inclinándome al peso

de este afán, al que busca mi esperanza

un horizonte nuevo,

un lugar apacible en que repose

y se derrame luego

con la palabra audaz y victoriosa

dueña de mi secreto.

Yo necesito un mundo que no existe,

el mundo que yo sueño,

donde la voz de mis canciones halle

espacios y silencios;

un mundo que me asile y que me escuche;

¡lo busco, y no lo encuentro!…

¡Todo está dicho ya!… ¡Qué tarde llego!…

Por los hondos caminos de la vida

pasaron vagabundos los poetas

rodando sus cantigas:

cantaron los amores, los olvidos,

anhelos y perfidias,

perdones y venganzas,

zozobras y alegrías.

Siglos y siglos, por el ancho mundo

la canción peregrina

sube a los montes, baja a los collados,

en los bosques suspira;

cruza mares y ríos, llora y muge

en vientos y celliscas;

se queja en el jardín abandonado,

en las flores marchitas,

en las cosas humildes, en las tumbas,

en las almas sombrías.

Todo el mundo es querella, todo es himno,

todo el mundo es sollozo y poesía…

Y yo vengo detrás de ese torrente

que al universo encinta,

con una canción nueva entre los labios

sin poder balbucirla:

porque ya no hay palabras, no hay imágenes

ni estrofas y armonías,

que no rueden al valle penumbroso,

y suban a las cimas,

y salven los abismos,

colmando las medidas

de las voces humanas

y los sagrados sones de las liras…

¡En este mundo lleno de canciones

ya no cabe la mía!

Loca y muda la llevo entre los labios

sin poder balbucirla…

Insomnio

¡Qué bien se está contigo, noche amiga,

la temerosa y negra,

tendida como un manto de confines

sin luna y sin estrellas!

Livor celeste en el divino sueño

del orbe sideral,

párpado oscuro de la rubia tarde

cerrado sobre el mar.

¡Qué bien se está contigo, cuando sobran

imágenes de soles

en una mente condenada al fuego

de cárdenos amores!

Campana grave, de tañido sordo,

eclosión de silencios,

donde solo percute el inaudible

cantar de los recuerdos.

Espasmo informe de las cosas, vivas

en un tétrico arrullo,

¡qué bien recibe el alma su rocío

de tu callado pulso!

Calma, tiniebla,

cerrazón silente

bálsamo fresco de la roja herida

que nunca duerme...

¡Qué bien se está contigo, noche oscura,

regazo maternal,

luto de la mirada que Dios vela

encima de la mar!

Envuelve en tu ropaje sedativo

la voz de mi secreto;

¡que nadie sepa mi quebranto, insomne

bajo tu sueño! 

Sofía Casanova

Nacida en Culleredo (La Coruña) en 1862, hija de una familia de militares y letraheridos. Tras la muerte de su padre en un naufragio la familia se trasladó a Madrid, donde conoció a su futuro marido: el filósofo polaco Wincenty Lutoslawski. El matrimonio se dedicó a viajar por Europa y Asia mientras Sofía desplegaba una intensa actividad intelectual: traducciones, conferencias, novelas, obras de teatro, artículos... Perteneció a la Real Academia Gallega y recibió una distinción de Alfonso XIII. Murió en Poznan en 1958, poco después de enviudar y perder la vista.

 

… ¡Ni fe!

Cuando llegó del áspero sendero

a la cumbre distante,

halló en vez del albergue apetecido,

tan solo abrumadoras soledades.

Cuando, sin fuerzas ya, llegar creía

de la jornada al fin, miró el camino

roto por la mitad cortado el paso

por la negrura del abierto abismo.

Vacilante cayó junto a unas rocas,

vencida el alma, de su cruz al peso.

La fe le hizo buscar aquel calvario

y allí no estaba lo que vio su anhelo.

Brotó la sangre de su planta herida

y no pudo avanzar en el camino;

pensó en retroceder, y heló sus ojos

una impotente lágrima de hastío.

Rindiose al desaliento su alma noble,

y, al sentir su esperanza que moría,

dijo: Fe en lo ideal que no alcanzamos,

¡ay! tú también amargas nuestra vida.

Gota de agua

Gota de agua es la lágrima brillante

que, al nacer, en los ojos se evapora;

gota de agua es la perla de rocío

que nace y muere en la mañana hermosa.

Gota de agua también es la perpetua

gota que filtra y que la piedra horada,

secreto de las rocas de granito,

caliza filtración de la montaña.

¡Gotas de agua las dos! Mas, cuán distinta

es la que nace y muere en un momento,

de aquella que, entre rocas serpeando,

se petrifica y desafía al tiempo!

Así también del alma soñadora

brotan, a veces, fugitivas lágrimas,

que mueren a la luz de una sonrisa,

que evapora el calor de una esperanza.

Y, otras veces, hay lágrimas que brotan

y dejan en el alma, para siempre,

estalactitas de dolor profundo,

que el tiempo agranda, y que jamás perecen. 

Blanca de los Ríos. Nacida en Sevilla en el verano de 1862, hija de padres cultos, interesados por la política e integrados en la buena sociedad, recibió una educación esmeradísima. Casada con un arquitecto, publicó sus primeras obras con el seudónimo Carolina del Boss, que no tardaría en abandonar. Escritora muy prolífica, publicó poesía, novelas y cuentos e intervino con frecuencia en la prensa, preocupada por la situación de la mujer y las relaciones entre España e Hispanoamérica. Como crítica literaria se preocupó por santa Teresa de Jesús y Tirso de Molina. Murió en Madrid en 1956.

 

Preludio

Lo que aquí canta,

lo que aquí expira

trémulo el labio sobre la lira,

no son humanas palabras rudas;

son armonías de otro universo;

son luz del alma cuajada en verso;

son del espíritu las hablas mudas.

Son las silentes

hablas remotas

que, cual gemidos de cuerdas rotas,

por las dormidas selvas del alma

suenan en largas degradaciones,

como elegías, como oraciones,

como susurros de un mar en calma.

Son hablas tristes

que a nuestro oído

pronuncian seres que hemos perdido;

son vagas músicas; son remembranza

de lo entrevisto, de lo soñado;

son el memento de lo pasado

y el sursum corda de la esperanza.

Son lo indecible,

lo inexpresable;

voces amorfas de lo inefable

que en vano ensayan lenguas ignotas,

y en ansia eterna como el deseo

tercas repiten su balbuceo,

como en la playa las olas rotas.

Son vaticinos,

son confidencias;

gárrulos himnos, blandas cadencias,

trovas que el viento silba en las cañas,

risas que el agua presa borbota,

rachas que vienen de playa ignota

trayendo sílabas de hablas extrañas.

Manar de fuentes

que sin rumores

fluyen del seno de los amores;

raudal perenne nunca agotado,

rumor de besos de honda cisterna,

donde sus labios, con sed eterna,

pondrán las almas que no han amado.

Voces de aurora,

voces de lumbre,

voces de halago, de dulcedumbre;

voces suavísimas, como amasadas

con leche y mieles y luz de luna;

líquidas perlas que, una por una,

beben las bocas de amor quemadas.

Ayes que expiran

bocas dantescas;

largos sollozos de las Francescas

que Amor consume con fuego eterno,

y en cuyos labios abrasadores

florecen rojos besos de amores,

besos que alumbran el negro Infierno.

Sordo murmullo

de sediciones,

hondas, calladas, rebeliones;

roncos bramidos de turba loca

que la conciencia súbito asalta,

como rompiente que en polvo salta

cuando iracunda bate la roca.

Y a veces, sola,

muda, inefable,

truena la augusta Voz formidable:

la que los mundos destruye y crea.

¡La tierra tiembla y el sol se inclina,

mientras sus rayos Siná fulmina,

mientras la zarza de Oreb llamea!

Y a veces honda,

tenue, callada,

suena en nosotros la voz sagrada

como las brisas sobre los mares,

como las arpas de la Poesía,

como las dulces hablas que oía

la tierna Esposa de los Cantares.

Son hablas mudas,

largos arrullos,

quejas suaves, blandos murmullos;

hablas que esparcen raras virtudes;

hablas que esconden altos misterios,

ora salmodien como salterios,

ora suspiren como laúdes.

Largos arpegios

de arpas de oro,

que por el aire blando y sonoro

desgranan notas como sartales

de vivas perlas de claro Oriente;

versos que oculta rima la fuente

hilando ensueños, plata y cristales.

Notas de un canto

jamás oído;

música muda, voz sin sonido;

voz que tuvieran las ilusiones

llamando a citas inmateriales...

Voz que tuvieran las ideales,

nunca logradas aspiraciones.

Son las silentes

hablas internas

ecos lejanos de otras eternas;

voces que el hombre lleva en su abismo,

voces que agrandan sus soledades

cuando en sus propias inmensidades

se encuentra a solas consigo mismo.

La hoja blanca

¡Cuántas veces, la frente en la mano

y en el blanco papel la mirada,

entre el blanco papel y la mente

sorda lucha en secreto se entabla!

Como el mar solicita las velas,

como el aire estimula las alas,

el papel, con su casta blancura,

solicita a la idea y la llama.

Ven –le dice–; sumido en la mente,

pobre germen, te anulas, te matas;

tenue ser de la nada engendrado,

¿no te asusta el volver a la nada?

Ven, amiga; yo soy tu destino,

soy el aire que el águila aguarda,

soy silencio que espera armonías,

soy el mármol que ser quiere estatua.

Soy espera y misterio de cita;

tú la ignota belleza esperada;

soy lo incierto, lo vago, lo amorfo;

tú la línea, el color, la palabra.

Yo, mezquino papel, soy el lienzo

donde el Verbo su imagen estampa...

¡Cuántas veces impresa con sangre

en mi nieve su faz deja el alma! 

Siglo XIX 

Carolina Valencia

Nació en Valladolid en 1860. Pese a su prolongada vida (murió en 1954, casi centenaria) y a su intensa actividad profesional (colaboró con El Nacional, El Movimiento Católico, La Ilustración Española, El Universo...), sabemos muy poco de su vida. Se casó con Álvaro López Núñez, publicista, la RAE premió su Oda a San Juan de la Cruz y recibió los elogios de Emilia Pardo Bazán.

 

Mi tumba

Cuando mis breves días acabados,

salga el alma del cuerpo que mantuvo,

y los calcáreos huesos separados

del hálito vital que los sostuvo

bajen al seno de la tierra fría

para dormir el sueño de la muerte

hasta que el alba del postrero día

la trompeta del ángel me despierte.

Quiero una tumba humilde y escondida

en región ignorada y silenciosa,

sin recuerdos del mundo y de la vida,

sin nombre ni inscripción sobre la losa.

Quiérola junto a un bosque colocada

y al lindel solitario de un camino

donde canten las aves la alborada

y al pasar me bendiga el peregrino.

Y a otro lado se extienda con la alfombra

de sus menudos céspedes brillantes

ancho valle al que presten fresca sombra

las copas de los álamos gigantes.

Y con paso tranquilo y perezoso,

retratando en su linfa el bosque umbrío,

sereno, transparente y armonioso,

corra a mis plantas murmurante río

que al ir a visitar tierras ignotas

en la encantada soledad campestre,

arrulle mi pereza con sus notas

de no estudiada música silvestre.

Y en sus ondas de plata rumorosas

se miren las pintadas florecillas,

que se alcen en sus márgenes hermosas

rojas, blancas, moradas y amarillas.

Crezcan allí los lirios perfumados,

la humilde y odorante violeta,

los gentiles narcisos columpiados

al leve soplo de la brisa inquieta;

el pensamiento de hojas afelpadas,

la azucena cuajada de rocío,

el vulgo de amapolas encarnadas

y los blancos nenúfares del río;

y la fragante y encendida rosa,

y los nevados toldos de jazmines

donde suspire el aura bulliciosa

y salten los alegres colorines...

Y cuando el cano invierno con sus lutos

al mundo asome la marchita frente

y el campo no dé ya flores ni frutos

ni tenga luz ni aromas el ambiente,

cuando el bosque de nieve se corone

y con sus hojas se tapice el suelo

y del río las aguas aprisione

maciza cárcel de apretado hielo,

en vez de sus cristales transparentes

me dará gigantescas armonías

la poderosa voz de los torrentes

que arrastren a la mar sus ondas frías.

Y en lugar de los céfiros ligeros

que suspiran de amor en los mimbrales,

arrullarán mis sueños más severos

con su ronco silbar los vendavales.

Cuando mudos los pájaros canoros

se oculten de las peñas en los huecos

a cambio de sus cánticos sonoros

hará pujantes resonar los ecos.

Con su salvaje y áspero graznido

la reina de las aves soberana,

que en altísima roca a mí cercana

junto al disco del sol tenga su nido.

Y que cobije mi sepulcro quiero

una luz pobremente trabajada

que pida una oración al viajero

deteniéndole un punto en su jornada.

Y él, levantando la mirada al cielo,

eleve una plegaria fervorosa

por quien descansa en el florido suelo

sin nombre ni inscripción sobre la losa.

 

Concepción de Estevarena

Nacida en un modesto hogar sevillano en 1851 y huérfana de madre antes de cumplir los dos años, su padre reparó en su afición temprana a escribir versos y se lo prohibió. Tras la muerte del padre empieza a relacionarse con una familia de artistas, los Velilla, y se despierta de nuevo su afición por la escritura. Las cuitas económicas la obligan a trasladarse a Jaca, donde la tisis y la nostalgia del sur van erosionando su ánimo. Muere en 1878, un año después se publica su libro Últimas flores, gracias a la familia Velilla.

 

Misterio

Silenciosa es la noche: las campanas

con causa y gravedad su voz elevan,

y de las doce el último sonido

al extinguirse en el espacio tiembla.

Un instante no más ha separado

el año que termina del que empieza;

un instante no más, también, separa

la vida humana de la vida eterna.

Un año confundido entre las sombras

en el dormido mundo se despierta;

¡quién sabe lo que guarda en sus momentos!,

¡quién desgarra el misterio que lo encierra!

Para mí, que temblando lo recibo,

¡quién puede adivinar lo que reserva!

Acaso las auroras de sus días

me anuncien horas de amargura inmensa,

y las trémulas horas de sus tardes

noches de afán y luchas como esta:

noches en que el pasado que ya ha muerto,

el porvenir que mi esperanza crea,

y el presente, que miro con enojos,

como ahora rodarán por mi cabeza.

Tiempo, que has de pasar, yo ambicionara

impulsar con mis manos tu carrera,

y al par es tanto el miedo que me inspiras

que con afán quisiera detenerla.

Año fugaz, que empiezas tu dominio

a la indecisa luz de las estrellas,

lágrimas, risas, ambiciones, luchas,

consigo arrastrará tu indiferencia:

en ti la humanidad, tras de la dicha,

cual siempre, correrá cansada y ciega,

no comprendiendo que el que ciego nace

aunque brille la luz no puede verla.

Así es la humanidad, dueña y esclava:

mas yo, triste de mí, ¿qué soy en ella?

¿Qué es en el huracán embravecido

un leve soplo que en sus alas lleva?

Año, que has de pasar, en tus momentos,

que han empezado a resbalar apenas:

o abrume mi cabeza la ventura,

o mi cuerpo infeliz cubra la tierra.

Grande y sabio

Alcé los ojos: tu mirada, entonces,

brilló intensa en mis lágrimas,

como un rayo de sol que ardiente cae

sobre trémulas aguas.

Te dejé de mirar, por parecerme

que te causaba pena,

aunque yo, contemplándola, sentía

satisfacción secreta.

Volví a mirarte cuando ya a mis labios

atrajo una sonrisa:

llorando estabas tú, pero tus lágrimas

eran lágrimas mías.

Grande es tu corazón, porque consuela

con el triste sufriendo:

tu corazón es sabio porque sabe

llorar males ajenos.

Siempre igual

Si algo existe en el mundo que me halague,

es mi mundo ideal;

mas va la claridad de cada día

apagando su hermosa claridad.

Esclava de la vida, apenas puede

mi mente fatigada ni aún soñar,

que para dar la muerte a cada sueño

hay una realidad.

Hojas perdidas

Conservo el tallo verde entre mis manos

y ya esparcí las hojas de la flor;

las he visto alejarse, cual se aleja

la primera ilusión.

Eran hojas de rosas, que aún guardaban

el perfume, la forma y el color,

y, aun siendo así, volaron con el viento,

y nadie las miró.

He visto en esas hojas el destino

de seres sin hogar y sin amor,

que saben de la noche y nada saben

de los rayos del sol.

Arrancados del tallo en que nacieran

y arrojados al viento del dolor,

nadie se para a ver si en esos seres

existe un corazón.

Luz que pasa

Los cielos y la tierra resplandecen,

es la felicidad la que se acerca:

cierro los ojos; respetad mi sueño;

dejad que pase sin que yo la vea.

Palpita en el ambiente, y no respiro,

gira en la luz, y busco las tinieblas;

que se aleje por mí desconocida,

ya que ni ella ni yo somos eternas.

Deseos

Porque miro dolores y miserias

me pesa haber nacido;

yo quisiera ignorar ajenos males,

aun sintiendo los míos.

Quisiera ser la nota que se eleva

al espacio infinito,

quisiera ser el sueño que se forma

en la mente de un niño.

Quisiera ser más grande que el deseo,

más libre que un suspiro:

quisiera ser un ignorado mundo

rodando en el vacío.

Libertad

En cuanta extensión inunda el sol con su luz dorada,

la libertad es amada con una pasión profunda,

un canto en su honor entona,

y bien la fama pregona

que, aunque destronarla intenten,

tiene en las almas que sienten

un trono y una corona.

La libertad presta aliento

al pensamiento que crea,

porque es la primera idea

que brota en el pensamiento;

ella es luz y es sentimiento,

y es fuerza que la respeten,

pues, aunque su marcha inquieten

almas a su luz ajenas,

no habrá quien labre cadenas

que a la libertad sujeten.

¡Libertad, lazo de amor,

talismán que honra y escuda,

la humanidad te saluda

como a su gloria mejor!

No pierdes en esplendor,

aunque al verte victoriosa

te promuevan guerra odiosa;

que aun siendo tus penas muchas

sales de las nuevas luchas

más radiante y más hermosa.

 

Carolina Coronado

Nació en Badajoz en 1820, en un familia acomodada que enseguida se trasladó a Madrid. Publicó su primer poema, «A la palma», en el periódico El Piloto con diecinueve años recién cumplidos. Aficionada al excursionismo y virtuosa del harpa y del piano, se da a conocer con Libro de Alberto, aplaudido por Espronceda y Hartzenbusch. Después de casarse con un diplomático estadounidense abandona la poesía. Tras la muerte de su hija (a la que se niega a enterrar y mantiene embalsamada en el armario de un convento) se retira a un palacio junto al mar cerca de Lisboa. Allí recupera su afición por la escritura, que no la abandonará hasta su muerte en 1911.

 

A una tórtola

Tórtola, qué misteriosa

querella de amores cantas,

dolorida,

azorada, temblorosa,

como la lluvia en las plantas

conmovida;

que levantas arrullando

de tu seno palpitante

la alba pluma,

como el agua murmurando

en las olas, vacilante

leve espuma:

tórtola tímida y bella,

melancólica vecina

de los valles,

nunca tu blanda querella,

tu cántiga peregrina,

muda acalles:

lleva a el aura ese ruido

que en las soledades mueven

tus acentos:

los ecos de tu gemido

siempre amorosos se eleven

a los vientos.

Canta, canta dulcemente

con la tierna compañera

tus amores:

verás tu arrullo inocente

dar más vida a la pradera

y a las flores.

¿Mas por qué si regalado

tu murmurio en mis oídos

desfallece,

el pecho mío turbado,

a tus lánguidos gemidos

se estremece?

¿Será que yo también como tú siento

esa ternura que tu seno oprime,

y el dulce sentimiento

que de inefable amor tu acento exprime?

Con nuevo fuego el corazón se anima,

al escuchar tu canto apasionado;

¿será que también gima

en amoroso lazo aprisionado?

Es tu tristeza la tristeza mía;

con tono igual nuestro cantar alzamos;

si nunca en la armonía,

tórtola, en el gemir nos igualamos.

Pues si en gemir son iguales,

nuestras voces uniremos

retiradas,

como de dos manantiales

unirse las aguas vemos

separadas.

Mis suspiros lastimados,

tus arrullos gemidores

mezclaremos,

tú –sentidos–, yo –soñados–,

entrambas canto de amores

murmuremos.

El amor de los amores

I

¿Cómo te llamaré para que entiendas

que me dirijo a ti, dulce amor mío,

cuando lleguen al mundo las ofrendas

que desde oculta soledad te envío?...

A ti, sin nombre para mí en la tierra,

¿cómo te llamaré con aquel nombre,

tan claro que no pueda ningún hombre

confundirlo, al cruzar por esta sierra?

¿Cómo sabrás que enamorada vivo

siempre de ti, que me lamento sola

del Gévora que pasa fugitivo

mirando relucir ola tras ola?

Aquí estoy aguardando en una peña

a que venga el que adora el alma mía;

¿por qué no ha de venir, si es tan risueña

la gruta que formé por si venía?

¿Qué tristeza ha de haber donde hay zarzales

todos en flor, y acacias olorosas,

y cayendo en el agua blancas rosas,

y entre la espuma libros virginales?

Y ¿por qué de mi vida has de esconderte?

¿Por qué no has de venir si yo te llamo?

¡Porque quiero mirarte, quiero verte

y tengo que decirte que te amo!

¿Quién nos ha de mirar por estas vegas,

como vengas al pie de las encinas,

si no hay más que palomas campesinas

que están también con sus amores ciegas?

Pero si quieres esperar la luna,

escondida estaré en la zarza-rosa,

y si vienes con planta cautelosa,

no nos podrá seguir paloma alguna.

Y no temas si alguna se despierta,

que si te logro ver, de gozo muero,

y aunque después lo cante al mundo entero,

¿qué han de decir los vivos de una muerta?

Nada resta de ti…

Nada resta de ti..., te hundió el abismo...,

te tragaron los monstruos de los mares...

No quedan en los fúnebres lugares

ni los huesos siquiera de ti mismo.

Fácil de comprender, amante Alberto,

es que perdieras en el mar la vida,

mas no comprende el alma dolorida

cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.

Darnos la vida a mí y a ti la muerte;

darnos a ti la paz y a mí la guerra,

dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra

¡es la maldad más grande de la suerte!... 

Gertrudis Gómez de Avellaneda

Conocida en vida como La divina Tula, nació en 1814 en Cuba, hija de un capitán de barco sevillano y de la heredera de una de las mayores fortunas de la isla. Tras enviudar su madre decide regresar a España en 1836. Una vez en Europa Gertrudis inició una relación adúltera con Ignacio de Cepeda (su correspondencia ha llegado hasta nosotros), se quedó embarazada del poeta Tassara, que la abandonó (la niña nació muerta), se casó con Pedro Savater, que la deja viuda a los tres meses, y tras un período de retiro conventual volvió a casarse, esta vez con un coronel de artillería. Rechazada por la Real Academia, disfrutó del éxito popular que alcanzaron sus obras teatrales y de los elogios que su poesía suscitó en Zorrilla y Espronceda. Murió en Madrid en 1873.

 

A Él

No existe lazo ya: todo está roto:

plúgole al cielo así: ¡bendito sea!

Amargo cáliz con placer agoto:

mi alma reposa al fin: nada desea.

Te amé, no te amo ya: piénsolo al menos:

¡nunca, si fuere error, la verdad mire!

Que tantos años de amarguras llenos

trague el olvido: el corazón respire.

Lo has destrozado sin piedad: mi orgullo

una vez y otra vez pisaste insano...

Mas nunca el labio exhalará un murmullo

para acusar tu proceder tirano.

De graves faltas vengador terrible,

dócil llenaste tu misión: ¿lo ignoras?

No era tuyo el poder que irresistible

postró ante ti mis fuerzas vencedoras.

Quísolo Dios y fue: ¡gloria a su nombre!

Todo se terminó, recobro aliento:

¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre...

ni amor ni miedo al contemplarte siento.

Cayó tu cetro, se embotó tu espada...

Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro...

Hice un mundo de ti, que hoy se anonada

y en honda y vasta soledad me miro.

¡Vive dichoso tú! Si en algún día

ves este adiós que te dirijo eterno,

sabe que aún tienes en el alma mía

generoso perdón, cariño tierno.

A la poesía

¡Oh, tú, del alto cielo

precioso don, al hombre concedido!

¡Tú, de mis penas íntimo consuelo,

de mis placeres manantial querido!

¡Alma del orbe, ardiente Poesía,

dicta el acento de la lira mía!

Díctalo, sí, que enciende

tu amor mi seno, y sin cesar ansío

la poderosa voz, que espacios hiende,

para aclamar tu excelso poderío,

y en la naturaleza augusta y bella

buscar, seguir y señalar tu huella.

¡Mil veces desgraciado

quien –al fulgor de tu hermosura ciego–

en su alma inerte y corazón helado

no abriga un rayo de tu dulce fuego;

que es el mundo, sin ti, templo vacío,

cielo sin claridad, cadáver frío!

Mas yo doquier te miro;

doquier el alma, estremecida, siente

tu influjo inspirador; el grave giro

de la pálida Luna, el refulgente

trono del Sol, la tarde, la alborada...

todo me habla de ti con voz callada.

En cuanto ama y admira,

te halla mi mente. Si huracán violento

zumba, y levanta el mar, bramando de ira;

si con rumor responde soñoliento

plácido arroyo al aura que suspira...

tú alargas para mí cada sonido

y me explicas su místico sentido.

Al férvido verano,

a la apacible y dulce primavera,

al grave otoño y al invierno cano

me embellece tu mano lisonjera;

¡que alcanzan, si los pintan tus colores,

calor el hielo, eternidad las flores!

¿Qué a tu dominio inmenso

no sujetó el Señor? En cuanto existe

hallar tu ley y tus misterios pienso:

el Universo tu ropaje viste,

y en su conjunto armónico demuestra

que tú guiaste la hacedora diestra.

¡Hablas! ¡Todo renace!

Tu creadora voz los yermos puebla;

espacios no hay que tu poder no enlace;

y rasgando del tiempo la tiniebla,

de lo pasado al descubrir ruinas,

con tu mágica luz las iluminas.

Por tu acento apremiados,

levántanse del fondo del olvido,

ante tu tribunal, siglos pasados;

y el fallo que pronuncias –trasmitido

por una y otra edad en rasgos de oro–

eterniza su gloria o su desdoro.

Tu genio, independiente

rompe las sombras del error grosero;

la verdad preconiza; de su frente

vela con flores el rigor severo,

dándole al pueblo, en bellas creaciones,

de saber y virtud santas lecciones.

Tu espíritu sublime

ennoblece la lid; tu épica trompa

brillo eternal en el laurel imprime;

al triunfo presta inusitada pompa;

y los ilustres hechos que proclama

fatiga son del eco de la fama.

Mas, si entre gayas flores,

a la beldad consagras tus acentos;

si retratas los tímidos amores;

si enalteces sus rápidos contentos;

a despecho del tiempo, en tus anales,

beldad, placer y amor son inmortales.

Así en el mundo suenan

del amante Petrarca los gemidos;

los siglos con sus cantos se enajenan;

y unos tras otros –de su amor movidos–

van de Vacelusa a demandar al aura

el dulce nombre de la dulce Laura.

¡Oh! No orgullosa aspiro

a conquistar el lauro refulgente,

que humilde acato y entusiasta admiro,

de tan gran vate en la inspirada frente;

ni ambicionan mis labios juveniles

el clarín sacro del cantor de Aquiles.

No tan ilustres huellas

seguir es dado a mi insegura planta...

Mas, abrasada al fuego que destellas,

¡oh, genio bienhechor!, a tu ara santa

mi pobre ofrenda estremecida elevo,

y una sonrisa a demandar me atrevo.

Cuando las frescas galas

de mi lozana juventud se lleve

el veloz tiempo en sus potentes alas,

y huyan mis dichas como el humo leve,

serás aún mi sueño lisonjero,

y veré hermoso tu favor primero.

Dame que puedas entonces,

¡Virgen de paz, sublime Poesía!,

no transmitir en mármoles ni en bronces

con rasgos tuyos la memoria mía;

solo arrullar, cantando, mis pesares,

a la sombra feliz de tus altares.

Cuartetos escritos en un cementerio

He aquí el asilo de la eterna calma,

do solo el sauce desmayado crece...

¡Dejadme aquí; que fatigada el alma,

en aura de las tumbas apetece!

Los que aspiráis las flores de la vida,

llenas de aroma de placer y gloria,

no piséis el lugar do convertida

veréis su pompa en miserable escoria.

Mas venid todos los que el ceño airado

del destino mirasteis en la cuna;

los que sentís el corazón llagado

y no esperáis consolación alguna.

¡Venid también, espíritus ardientes,

que en ese mundo os agitáis sin tino,

y cuya inmensa sed sus turbias fuentes

calmar no pueden con raudal mezquino!

Los que el cansancio conocisteis, antes

que paz os diesen y quietud los años...

¡Venid con vuestros sueños devorantes!

¡Venid con vuestros tristes desengaños!

No aquí las horas, rápidas o lentas,

cuenta el placer ni mide la esperanza:

¡quiébranse aquí las olas turbulentas

que el huracán de las pasiones lanza!

Aquí, si os turban sombras de la duda,

la severa verdad inmóvil vela:

aquí reina la paz eterna y muda,

si paz el alma fatigada anhela.

Los que aquí duermen en profundo sueño,

insomnes cual nosotros se agitaron...

Ya de muerte en el letal beleño

sus abrasadas sienes refrescaron.

Amemos, pues, nuestra mansión futura,

única que tenemos duradera...

¡que ilusión de la vida es la ventura,

mas la paz de la muerte es verdadera!

Al partir

¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!

¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo

la noche cubre con su opaco velo,

como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir!... La chusma diligente,

para arrancarme del nativo suelo

las velas iza, y pronta a su desvelo

la brisa acude de tu zona ardiente.

¡Adiós!, ¡patria feliz, edén querido!

¡Doquier que el hado en su furor me impela,

tu dulce nombre halagará mi oído!

¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...

¡El anda se alza... El buque, estremecido,

las olas corta y silencioso vuela!

 

Siglo XVIII 

María Nicolasa de Helguero y Alvarado

Apenas sabemos que nació en Palencia, que se casó con el marqués de San Isidro y que al enviudar ingresó en un monasterio de Burgos. Murió allí en 1805.

 

Octavas a la memoria de su hermano don

Pedro de Helguero

Desgajado el ciprés, rota la lira,

mal concertado el susto con el canto,

empiece el triste numen que me inspira

a dar tímida voz envuelta en llanto;

que mal entre congojas se respira,

que poco explica quien padece tanto;

pero si he de cantar, sea el tormento

el que sirva esta vez por instrumento.

Amaba yo a Petronio generoso

ufana de que fuese hermano mío,

miraba que a su genio belicoso

las Gracias asistían sin desvío,

no desdeñando al joven animoso

docta, canora, sonorosa Clío;

gracias y Musas se unen a elevarle

y las Furias y Parca a derribarle.

Heredó de Cantabria el ardimiento,

imitó del Gran Noja las acciones,

advertido ilustró su entendimiento

tomando de Minerva las lecciones;

supo dar a su empleo cumplimiento,

supo también robar las aficiones

cuando en el regio Nápoles florido

brilló gallardo y se explicó entendido.

Del Betis caudaloso en la ribera

festivo divirtió los cortos años

logrando en la fortuna lisonjera

los aplausos de propios y extraños;

corrió veloz, y al fin de la carrera

enseñó a los mortales desengaños,

dejando entre cenizas sepultado

el valor adquirido y heredado.

Cuando el sabio Pastor americano

surcaba el golfo por gozar su esposa,

el furor atrevido de Vulcano

arrojó al vaso llama pavorosa;

diestro Petronio, con activa mano

cortó el incendio y dio quietud dichosa

a los que ya entre sustos desmayaban

en vista de la muerte que esperaban.

No experimentó en Tolón el triste estrago

cuando en nave fatal dio providencia

de un sitio a otro discurriendo vago,

armado de valor y de prudencia.

El mismo fuego le sirvió de halago;

no naufragó, que la alta Providencia

a más glorioso fin le reservaba

en morir por la fe que profesaba.

Del mar funesto el agua procelosa

anegaba sangrienta el roto pino,

riesgos surca la gente lastimosa

sin rumbo, sin aliento, sin destino;

mas avistando (bien que temerosa)

a la excelsa colonia de Barquino,

en su noble piedad hallaron puerto,

Petronio triste y Olivares muerto.

Cercábame el dolor un triste día

en que más su peligro imaginaba,

a su seguridad le persuadía

mi voz, que en los afectos se animaba;

desatendió la justa pena mía

porque de los temores se burlaba,

y en la causa infeliz de mis enojos

líquido el corazón corrió a los ojos.

Volvió Petronio al mar y bramó el viento

enmudecen tritones y sirenas

ronco sonó el bélico instrumento,

infausto anuncio de futuras penas;

solo Petronio, instado de su aliento

pisó ardiente las húmedas arenas

por acercarse al término preciso

de que el mismo nacer le dio el aviso.

¿Adónde vas, Petronio valeroso?

Huye del golfo, que Neptuno airado

oculta en su domino proceloso

agareno furor de fuego armado;

pero en vano es el ruego cariñoso

que el corazón te envidia lastimado;

magnánimo, constante, fiel y fuerte,

mi voz no escuchas por buscar tu muerte.

Descúbrense las naves enemigas;

da la española al viento la bandera,

corta veloz las olas cristalinas,

apresa a la otomana más velera;

Petronio, con hazañas peregrinas

mayor victoria conseguir espera;

a seguir a la que huye se previene,

cuando su misma muerte le detiene.

Bárbara mano, ¿cómo así atrevida,

con el fuego y el plomo has conspirado

contra el cántabro bello, cuya vida

en su perfecta edad has marchitado?

De su valor el África ofendida

envidiosa, tirana se ha mostrado

y el infiel Ismael el tiro ha hecho

en el rosado blanco de su pecho.

Admirable divina providencia

independiente en tus operaciones,

¿cómo al inmenso abismo de tu ciencia

podrán sondear humanas comprehensiones?

Yo imagino, Señor, que fue clemencia

al alma libertar de sus prisiones;

tu juicio adoro, y víctima te ofrezco

con el dolor intenso que padezco.

Murió Petronio, y el ingrato olvido

también cruel su nombre ha sepultado;

no hubo laurel, que desdeñoso ha huido

de un mérito, aunque heroico, desgraciado;

solo la bella tropa en quien ha sido

por sus amables prendas estimado,

de su heroicidad imprime historia

en el terso papel de la memoria. 

María Rosa Gálvez

Nació en 1768 en Málaga y fue adoptada por el coronel Antonio Gálvez y su esposa. Al poco de casarse con un capitán de milicias tuvo que trasladarse a los Estados Unidos, allí el matrimonio no prosperó y María Rosa logró el divorcio. Escribió teatro además de poesía. Mantuvo una relación estrecha con Godoy, que la protegió cuando sus obras fueron acusadas de inmoralidad, además de sufragarlas con dinero del Estado.

 

Oda

¡Portentosa natura! Yo en mi mente

saludo tus augustas maravillas,

obra de un Dios de eterna omnipotencia;

permíteme que pueda reverente

al tiempo que me humillas

con tu magnificencia,

del Teyde abrasador cantar la cumbre,

su altura prodigiosa,

su hondo abismo y su mole cavernosa.

El astro de la luz, padre del día,

del globo de la tierra

sus rayos escondía

cuando yo penetraba

de Laguna la selva deliciosa.

Si entre el horror sangriento de la guerra

sublime Tasso en su cantar mudaba

la horrible trompa en cítara de amores

que en la selva de Armida resonaba,

del bosque de laguna Apolo en tanto

la imagen inspiró a su dulce canto.

Por él mil arroyuelos se deslizan

que en tortuoso giro

cortan del valle el plácido retiro.

Allí en largas praderas fertilizan

el plátano sabroso;

aquí verdes colinas esquivando

su falda van lamiendo

y del tronco pomposo

del drago la altivez desenvolviendo,

que de su seno abriendo las vertientes,

de púrpura matiza las corrientes.

Las frutas y las flores

lisonjean y halagan los sentidos

con su sabor y olores;

encantan los oídos

las quejas de los dulces ruiseñores,

y del canario y colorín hermosos

al par resuenan ecos armoniosos.

La bóveda perpetua de verdura

de esta selva sombría

pasó entre sus antiguos moradores

por el elíseo campo

do en eterna ventura

habitaban las sombras inmortales

de los varones y héroes virtuosos;

al tiempo que en Teyde los malvados,

testigos desgraciados

de su gloria, lloraban envidiosos

y con hondos clamores

del volcán agotaban los ardores.

Envuelta en estas lúgubres ideas

mi mente se agitaba

cuando veloz la noche desplegaba

su manto por el mundo;

las sombras por el viento descendían,

en los copados árboles caían,

y el silencio profundo

de las aves mostraba al caminante

del forzoso descanso el dulce instante.

La senda dejo y encontrar procuro

un asilo propicio a mi reposo;

busco y elijo como el más seguro

de una alta roca el hueco pavoroso,

por donde entre el horror que le acompaña

su cóncavo presenta la montaña.

Dejo el temor, y al resplandor sombrío

de las humosas teas

me adelanto con planta vacilante;

mis ojos vagan por el centro frío,

y en el ¡Gran Dios! encuentro la morada

de la implacable muerte;

ella su trono ostenta

de esta horrible mansión en el silencio... 

Margarita Hickey

Nació en Barcelona en 1753. Sus padres eran cantantes, originarios de Irlanda, y se trasladaron a Madrid cuando Margarita todavía era muy joven. La casaron, recién salida de la adolescencia, con un hombre de setenta años. Viuda al poco tiempo, alternó la escritura de poemas (bajo el seudónimo de Antonia Hernanda de la Oliva) con elegantes traducciones de teatro francés. Murió en 1793 sin haberse vuelto a casar.

 

De las mujeres

De bienes destituidas,

víctimas del pundonor,

censuradas con amor,

y sin él desatendidas;

sin cariño pretendidas,

por apetito buscadas,

conseguidas, ultrajadas;

sin aplausos la virtud,

sin lauros la juventud,

y en la vejez despreciadas.

De los hombres

Son monstruos inconsecuentes,

altaneros ya batidos;

humildes, si aborrecidos;

si amados, irreverentes;

con el favor, insolentes;

desean, pero no aman;

en las tibiezas se inflaman,

sirven para dominar;

se rinden para triunfar;

y a la que los honra infaman.

Al oído

Déjame penetrar por este oído,

camino de mi bien el más derecho,

y, en el rincón más hondo de tu pecho,

deja que labre mi amoroso nido.

Feliz eternamente y escondido,

viviré de ocuparlo, y satisfecho...

¡De tantos mundos como Dios ha hecho,

este espacio no más a Dios le pido!

Ya no codicio fama dilatada,

ni el aplauso que sigue a la victoria,

ni la gloria de tantos codiciada...

Quiero cifrar mi fama en tu memoria;

quiero encontrar mi aplauso en tu mirada;

y en tus brazos de amor toda mi gloria.

 

María Gertrudis Hore. Aunque nuestra poeta nació en Cádiz a finales de 1742, la familia de su padre provenía de Irlanda. A los diecinueve años se casó con Esteban Fleming. El mismo Fleming la ayudó quince años después a ingresar en un convento, lo que supuso la separación del matrimonio, pues él partió de inmediato a Inglaterra. Muchos de sus poemas aparecieron en el Diario de Madrid firmados por M. D. S. Hoy no estamos seguros de la fecha de su muerte.

 

Endecasílabos

Los dulcísimos metros que tu pluma

hoy me dirige, amada amiga mía,

fueran el refrigerio más gustoso

si admitieran alguno mis fatigas:

la paz, con que el amor y la fortuna

la bella unión coronan a porfía

de tantas bellas almas, que su culto

engrandecen con ver que se dedican,

celebrara, si acaso ser pudiera

que por bien estimara la alegría;

mas yo que la conozco cierto anuncio

de tristezas, pesares y fatigas,

compadezco las almas que engañadas

en su inconstante duración se fían,

y huyendo del contagio que las cerca

me acojo a mi feliz melancolía.

Si esta cede al encanto que le ofrecen

de tu discurso las pinturas vivas,

mil funestos objetos me prevengo

porque conserven las tristezas mías.

¡Qué estado tan feliz! Quien le conoce

no apetece más gustos ni más dichas,

pues libre del temor y la esperanza

es de la nada, y nada le lastima.

El aire brama en fuertes huracanes,

la tierra toda tiembla estremecida,

una escuadra se sorbe el mar airado;

destruye un edificio llama activa.

Perecerá, si perecer le toca,

pero no temblará con cobardía

el sabio corazón que reconoce

que nada pierde con perder la vida.

No reirá cual Heráclito del mundo

vanas perecederas alegrías,

ni cual Demócrito llorará las tristes

funestas consecuencias que las sigan.

Mas como aquel filósofo del Támesis,

huyendo sí, sus engañosas dichas

y los vanos objetos que interpone

para que la verdad se nos resista.

Se entra por los altísimos cipreses

y con el mayor gusto ve y visita

sepulcrales cavernas a quien solo

de la muerte blandones iluminan.

Y leyendo piadosos epitafios

de los pasados, su memoria viva

se complace en tan lúgubre ejercicio

y con cuidado pesa sus cenizas.

Yo exclamaré con él, que aquel imperio

en que la muerte en trono de ruinas

soberana se ostenta a los humanos,

un asilo le ofrece a sus desdichas.

Aquí el alma ha de entrar y aquí es preciso

que el pensamiento siempre se dirija

y para su consuelo, y su remedio

como recreo este paseo admita.

¡Cuán mortal es para el orgullo

y cuán suave a la verdad benigna

de estos cóncavos siempre tenebrosos

el aire que gustoso se respira!

¡Sí, sí divino Young! Contigo entro:

al ver tu ejemplo, mi valor se anima

y de ti acompañado sin recelo

compararé la muerte con la vida.

De aquella el horroroso y triste aspecto

me atreveré a mirar con frente altiva

y en los sepulcros de las almas grandes

las palmas cogeré en tu compañía.

¿Mas dónde voy?... perdona mis discursos,

mi distracción perdona amiga mía,

que del Inglés filósofo la cuarta

noche arrebató mi fantasía.

No, aunque me ves gustosa en mi tristeza,

dejes de condenarla y combatirla;

y no merezco tu piedad, pues necia

huyo el remedio al punto que le indica.

¿Qué tengo desgraciada? ¿Qué me aflige?

No pues ya la costumbre las ha hecho

indiferentes cuasi por continuas.

Es más que te pregunto el corto alivio

que hallaban mis pesares en el día:

era el instante que alternar lograba

contristada mi voz melancolías.

Este corto consuelo, rigurosas

leyes de esta república me presan

por un espacio que cual siglos cuento

aunque los cuenten todos como días.

¡Feliz tú que viviendo en otro mundo

disfrutas la amable compañía

de tus amigas sin que estorbo alguno

incomode lo firme de tu dicha!

Glosa

¡Oh, ser que me das el ser,

toma este ser que me das,

que yo no quiero ser más,

que ser en quien es mi ser!

Puede, tal vez, engañada

la humana naturaleza,

tener por propia riqueza,

la que de ti es derivada.

Y entonces, precipitada,

engreírse más y más.

Tú, señor, que viendo estás

lo que mi engaño no advierte,

si con él he de ofenderte,

toma este ser que me das.

¡Ay mi Dios!, ¿sin ti qué fuera

este envanecido ser,

que solo con tu querer

en nada se resolviera?

Cuando pienso en lo que era

y soy, temo lo que harás

conmigo, y al ver que estás

pronto a castigar mi error,

te entrego mi ser, Señor,

que yo no quiero ser más.

A un pajarillo

Infeliz pajarillo,

que apenas empezaste

a gozar de tu imperio

la libertad amable,

de contingentes riesgos

que amenazan el aire,

antes de conocerlos,

víctima a ser llegaste.

¡Cuánto dolor me causa

el mirar que se añade

a tus lindos colores

el matiz de tu sangre!

Parece en la tristeza

con que las alas bates,

que me pides socorro

en tu mudo lenguaje.

Te lo daré amorosa,

y si logro sanarte,

tendrás en mis cuidados

con mi Diana parte.

Sobre su blanco lomo

vendrás a pasearte,

volándote a mi pecho

siempre que yo te llame.

Ni probarás prisiones

de dorados alambres,

ni cortaré a tus alas

los pintados plumajes.

Mas si después que logres

la quietud apreciable

ingrato a mis finezas,

volando te escapares,

plegue al cielo que encuentres,

oh pajarillo infame,

ya lazo que te prenda,

ya tiro que te mate.

Anacreóntica

Oye, Filena mía,

por qué en tus años tiernos

tengas el desengaño

antes que el escarmiento.

Ese todo, que ahora

te llena de embeleso,

y en cada parte suya

te ofrece un placer nuevo.

Ese conjunto alegre

de músicos conciertos,

de danzas, de teatros,

festines, y paseos:

al pasar cada uno

oye que va diciendo:

nada en el mundo dura

todo lo acaba el tiempo.

Esas, que al campo hermoso

en su verdor ameno,

matizan bellas flores

de colores diversos.

No son las que ayer viste,

pues su lugar cedieron

a nuevos individuos

de su florido reino.

Mas todas destruidas

del riguroso invierno

presentarán lo triste

de un árido terreno.

Entonces mudamente

te dirá el campo seco:

nada en el mundo dura,

todo lo acaba el tiempo.

Mira esa hermosa tropa

de jóvenes sin seso,

que en pos de los placeres

corren sin conocerlos.

Después que se han cansado,

ya con el dulce acento,

ya con ligera planta,

agitándose el pecho

examina y repara

si no ha sido su objeto

del próximo la ruina,

la envidia de su sexo.

Sus gozos se transforman

en pesares y celos,

nada en el mundo dura,

todo lo acaba el tiempo. 

Siglo XVII 

Sor Juana Inés de la Cruz

Nacida en San Miguel de Napantla (México) en 1648 con el nombre de Juana de Asbaje y Ramírez. Hija natural, se crió con su abuelo materno, que le procuró una esmeradísima educación. Participó de la corte como dama de compañía de la virreina, tras convencerse de que el matrimonio era un estado de «negación» decide hacerse religiosa e ingresa en las Carmelitas Descalzas, primero (donde no se adapta), y en el convento de Santa Paula, después, donde viviría dedicada al estudio y a la escritura (además de ocuparse de su archivo) hasta su muerte en 1695. La apodaron Décima musa y Fénix de México.

 

Primero sueño

I

Piramidal, funesta de la tierra

nacida sombra, al cielo encaminaba

de vanos obeliscos punta altiva,

escalar pretendiendo las estrellas;

si bien sus luces bellas

–exentas siempre, siempre rutilantes–,

la tenebrosa guerra

que con negros vapores le intimaba

la vaporosa sombra fugitiva

burlaban tan distantes,

que su atezado ceño

al superior convexo aún no llegaba

del orbe de la diosa

que tres veces hermosa

con tres hermosos rostros ser ostenta;

quedando solo dueño

del aire que empañaba

con el aliento denso que exhalaba.

Y en la quietud contenta

de impero silencioso,

sumisas solo voces consentía

de las nocturnas aves

tan oscuras tan graves,

que aún el silencio no se interrumpía.

Con tardo vuelo, y canto, de él oído

mal, y aún peor del ánimo admitido,

la avergonzada Nictímene acecha

de las sagradas puertas los resquicios

o de las claraboyas eminentes

los huecos más propicios,

que capaz a su intento le abren la brecha,

y sacrílega llega a los lucientes

faroles sacros de perenne llama,

que extingue, sino inflama

en licor claro la materia crasa

consumiendo; que el árbol de Minerva

de su fruto, de prensas agravado,

congojoso sudó y rindió forzado.

Y aquellas que su casa

campo vieron volver, sus telas yerba,

a la deidad de Baco inobedientes

ya no historias contando diferentes,

en forma si afrentosa transformadas

segunda forman niebla,

ser vistas, aun temiendo en la tiniebla,

aves sin pluma aladas:

aquellas tres oficiosas, digo,

atrevidas hermanas,

que el tremendo castigo

de desnudas les dio pardas membranas

alas, tan mal dispuestas

que escarnio son aun de las más funestas:

estas con el parlero

ministro de Plutón un tiempo, ahora

supersticioso indicio agorero,

solos la no canora

componían capilla pavorosa,

máximas negras, longas entonando

y pausas, más que voces, esperando

a la torpe mensura perezosa

de mayor proporción tal vez que el viento

con flemático echaba movimiento

de tan tardo compás, tan detenido,

que en medio se quedó tal vez dormido.

Este, pues, triste son intercadente

de la asombrosa turba temerosa,

menos a la atención solicitaba

que al suelo persuadía;

antes si, lentamente,

si su obtusa consonancia espaciosa

al sosiego inducía

y al reposo los miembros convidaba,

–el silencio intimando a los vivientes,

uno y otro sellando labio obscuro

con indicante dedo, Harpócrates la noche silenciosa;

a cuyo, aunque no duro, si bien imperioso

precepto, todos fueron obedientes–.

El viento sosegado, el can dormido:

este yace, aquel quedo,

los átomos no mueve

con el susurro hacer temiendo leve,

aunque poco sacrílego ruido,

violador del silencio sosegado.

El mar, no ya alterado,

ni aún la instable mecía

cerúlea cuna donde el sol dormía;

y los dormidos siempre mudos peces,

en los lechos 1amosos

de sus obscuros senos cavernosos,

mudos eran dos veces.

Y entre ellos la engañosa encantadora

Alcione, a los que antes

en peces transformó simples amantes,

transformada también vengaba ahora.

En los del monte senos escondidos

cóncavos de peñascos mal formados,

de su esperanza menos defendidos

que de su obscuridad asegurados,

cuya mansión sombría

ser puede noche en la mitad del día,

incógnita aún al cierto

montaraz pie del cazador experto,

depuesta la fiereza

de unos, y de otros el temor depuesto,

yacía e1 vulgo bruto,

a la naturaleza

el de su potestad vagando impuesto,

universal tributo.

Y el rey –que vigilancias afectaba–

aun con abiertos ojos no velaba.

El de sus mismos perros acosado,

monarca en otro tiempo esclarecido,

tímido ya venado,

con vigilante oído,

del sosegado ambiente,

al menor perceptible movimiento

que los átomos muda,

la oreja alterna aguda

y el leve rumor siente

que aun le altera dormido.

Y en 1a quietud del nido,

que de brozas y lodo instable hamaca

formó en la más opaca

parte del árbol, duerme recogida

la leve turba, descansando el viento

del que le corta alado movimiento.

De Júpiter el ave generosa

–como el fin reina– por no darse entera

al descanso, que vicio considera

si de preciso pasa, cuidadosa

de no incurrir de omisa en el exceso,

a un solo pie librada fía el peso

y en otro guarda el cálculo pequeño,

–despertador reloj del leve sueño–,

porque si necesario fue admitido

no pueda dilatarse continuado,

antes interrumpido

del regio sea pastoral cuidado.

¡Oh, de la majestad pensión gravosa,

que aun el menor descuido no perdona!

Causa, quizá que ha hecho misteriosa,

circular denotando la corona

en círculo dorado,

que el afán es no menos continuado.

El sueño todo, en fin, lo poseía:

todo, en fin, el silencio lo ocupaba.

Aun el ladrón dormía:

aun el amante no se desvelaba.

II

El conticinio casi ya pasando

iba y la sombra dimidiaba, cuando

de las diurnas tareas fatigados

y no solo oprimidos

del afán ponderosos

del corporal trabajo, más cansados

del deleite también; que también cansa

objeto continuado a 1os sentidos

aún siendo deleitoso;

que la naturaleza siempre alterna

ya una, ya otra balanza,

distribuyendo varios ejercicios,

ya al ocio, ya al trabajo destinados,

en el fiel infiel con que gobierna

la aparatosa máquina del mundo.

Así pues, del profundo

sueño dulce los miembros ocupados,

quedaron los sentidos

del que ejercicio tiene ordinario

–trabajo, en fin, pero trabajo amado

si hay amable trabajo–

si privados no, al menos suspendidos.

Y cediendo al retrato del contrario

de la vida que lentamente armado

cobarde embiste y vence perezoso

con armas soñolientas,

desde el cayado humilde al cetro altivo

sin que haya distintivo

que el sayal de la púrpura discierna;

pues su nivel, en todo poderoso,

gradúa por exentas

a ningunas personas,

desde la de a quien tres forman coronas

soberana tiara

hasta la que pajiza vive choza;

desde la que el Danubio undoso dora,

a la que junco humilde, humilde mora;

y con siempre igual vara

(como, en efecto, imagen poderosa

de la muerte) Morfeo

el sayal mide igual con el brocado.

El alma, pues, suspensa

del exterior gobierno –en que ocupada

en material empleo,

o bien o mal da el día por gastado–,

solamente dispensa,

remota, si del todo separada

no, a los de muerte temporal opresos,

lánguidos miembros, sosegados huesos,

los gajes del calor vegetativo,

el cuerpo siendo, en sosegada calma,

un cadáver con alma,

muerto a la vida y a la muerte vivo,

de lo segundo dando tardas señas

el de reloj humano

vital volante que, si no con mano,

con arterial concierto, unas pequeñas

muestras, pulsando, manifiesta lento

de su bien regulado movimiento.

Este, pues, miembro rey y centro vivo

de espíritus vitales,

con su asociado respirante fuelle

–pulmón, que imán del viento es atractivo,

que en movimientos nunca desiguales

o comprimiendo yo o ya dilatando

el musculoso, claro, arcaduz blando,

hace que en él resuelle

el que le circunscribe fresco ambiente

que impele ya caliente

y él venga su expulsión haciendo activo

pequeños robos al calor nativo,

algún tiempo llorados,

nunca recuperados,

si ahora no sentidos de su dueño,

que repetido no hay robo pequeño–.

Estos, pues, de mayor, como ya digo,

excepción, uno y otro fiel testigo,

la vida aseguraban,

mientras con mudas voces impugnaban

la información, callados los sentidos

–con no replicar solo defendidos–;

y la lengua, torpe, enmudecía,

con no poder hablar los desmentía.

Y aquella del calor más competente

científica oficina

próvida de los miembros despensera,

que avara nunca y siempre diligente,

ni a la parte prefiere más vecina

ni olvida a la remota,

y, en ajustado natural cuadrante,

las cuantidades nota

que a cada cual tocarle considera,

del que alambicó quilo el incesante

calor en el manjar que –medianero

piadoso– entre él y el húmedo interpuso

su inocente substancia,

pagando por entero

la que ya piedad sea o ya arrogancia,

al contrario voraz necio la expuso

–merecido castigo, aunque se excuse

al que en pendencia ajena se introduce–.

Esta, pues, si no fragua de Vulcano,

templada hoguera del calor humano,

al cerebro enviaba

húmedos, mas tan claros los vapores

de los atemperados cuatro humores,

que con ellos no solo no empañaba

los simulacros que la estimativa

dio a la imaginativa,

y aquesta por custodia más segura

en forma ya más pura

entregó a la memoria que, oficiosa,

grabó tenaz y guarda cuidadosa

sino que daban a la fantasía

lugar de que formase

imágenes diversas y del modo

que en tersa superficie, que de faro

cristalino portento, asilo raro

fue en distancia longísima se veían,

(sin que esta le estorbase)

del reino casi de Neptuno todo,

las que distantes le surcaban naves.

Viéndose claramente,

en su azogada luna,

el número, el tamaño y la fortuna

que en la instable campaña transparente

arriesgadas tenían,

mientras aguas y vientos dividían

sus velas leves y sus quillas graves,

así ella, sosegada, iba copiando

las imágenes todas de las cosas

y el pincel invisible iba formando

de mentales, sin luz, siempre vistosas

colores. Las figuras,

no solo ya de todas las criaturas

sublunares, mas aun también de aquellas

que intelectuales claras son estrellas

y en el modo posible

que concebirse puede lo invisible,

en sí mañosa las representaba

y al alma las mostraba.

La cual, en tanto, toda convertida

a su inmaterial ser y esencia bella,

aquella contemplaba,

participada de alto ser centella,

que con similitud en sí gozaba.

Y juzgándose casi dividida

de aquella que impedida

siempre la tiene, corporal cadena

que grosera embaraza y torpe impide

el vuelo intelectual con que ya mide

la cuantidad inmensa de la esfera,

ya el curso considera

regular con que giran desiguales

los cuerpos celestiales;

culpa si grave, merecida pena,

torcedor del sosiego riguroso

de estudio vanamente juicioso;

puesta a su parecer, en la eminente

cumbre de un monte a quien el mismo Atlante

que preside gigante

a los demás, enano obedecía,

y Olimpo, cuya sosegada frente,

nunca de aura agitada

consintió ser violada,

aun falda suya ser no merecía,

pues las nubes que opaca son corona

de la más elevada corpulencia

del volcán más soberbio que en la tierra

gigante erguido intima al cielo guerra,

apenas densa zona

de su altiva eminencia

o a su vasta cintura

cíngulo tosco son, que mal ceñido

o el viento lo desata sacudido

o vecino el calor del sol, lo apura

a la región primera de su altura,

ínfima parte, digo, dividiendo

en tres su continuado cuerpo horrendo,

el rápido no pudo, el veloz vuelo

del águila –que puntas hace al cielo

y el sol bebe los rayos pretendiendo

entre sus luces colocar su nido–

llegar; bien que esforzando

mas que nunca el impulso, ya batiendo

las dos plumadas velas, ya peinando

con las garras el aire, ha pretendido

tejiendo de los átomos escalas

que su inmunidad rompan sus dos alas.

Las pirámides dos –ostentaciones

de Menfis vano y de la arquitectura

último esmero– si ya no pendones

fijos, no tremolantes, cuya altura

coronada de bárbaros trofeos,

tumba y bandera fue a los Ptolomeos,

que al viento, que a las nubes publicaba,

si ya también el cielo no decía

de su grande su siempre vencedora

ciudad –ya Cairo ahora–

las que, porque a su copia enmudecía

la fama no contaba

gitanas glorias, meníficas proezas,

aun en el viento, aun en el cielo impresas.

Estas que en nivelada simetría

su estatura crecía

con tal disminución, con arte tanto,

que (cuanto más al cielo caminaba)

a la vista que lince la miraba,

entre los vientos se desaparecía

sin permitir mirar la sutil punta

que al primer orbe finge que se junta

hasta que fatigada del espanto,

no descendida sino despeñada

se hallaba al pie de la espaciosa basa.

Tarde o mal recobrada

del desvanecimiento,

que pena fue no escasa

del visual alado atrevimiento,

cuyos cuerpos opacos

no al sol opuestos, antes avenidos

con sus luces, si no confederados

con él (como en efecto, confinantes),

tan del todo bañados

de un resplandor eran, que lucidos,

nunca de calurosos caminantes

al fatigado aliento, a los pies flacos

ofrecieron alfombra,

aun de pequeña, aun de señal de sombra.

Estas que glorias ya sean de gitanas

o elaciones profanas,

bárbaros hieroglíficos de ciego

error, según el griego,

ciego también dulcísimo poeta,

–si ya por las que escribe

aquileyas proezas

o marciales, de Ulises, sutilezas,

la unión no le recibe

de los historiadores o le acepta

(cuando entre su catálogo le cuente),

que gloria más que número le aumente–,

de cuya dulce serie numerosa

fuera más fácil cosa

al temido Tonante

el rayo fulminante

quitar o la pescada

a Alcides clava herrada,

que un hemistiquio solo

de los que le dictó propicio Apolo:

según de Homero digo, la sentencia,

las pirámides fueron materiales

tipos solos, señales exteriores

de las que dimensiones interiores

especies son del alma intencionales

que como sube en piramidal punta

al cielo la ambiciosa llama ardiente,

así la humana mente

su figura trasunta

y a la causa primera siempre aspira,

céntrico punto donde recta tira

la línea, si ya no circunferencia

que contiene infinita toda esencia.

Estos pues, montes dos artificiales,

bien maravillas, bien milagros sean,

y aun aquella blasfema altiva torre,

de quien hoy dolorosas son señales

–no en piedras, sino en lenguas desiguales

porque voraz el tiempo no las borre–,

los idiomas diversos que escasean

el sociable trato de las gentes

(haciendo que parezcan diferentes

los que unos hizo la naturaleza,

de la lengua por solo la extrañeza),

si fueran comparados

a la mental pirámide elevada,

donde, sin saber cómo colocada

el alma se miró, tan atrasados

se hallaran que cualquiera

graduara su cima por esfera,

pues su ambicioso anhelo,

haciendo cumbre de su propio vuelo,

en lo más eminente

la encumbró parte de su propia mente,

de sí tan remontada que creía

que a otra nueva región de sí salía.

En cuya casi elevación inmensa,

gozosa, mas suspensa,

suspensa, pero ufana

y atónita, aunque ufana la suprema

de lo sublunar reina soberana,

la vista perspicaz libre de antojos

de sus intelectuales y bellos ojos

(sin que distancia tema

ni de obstáculo opaco se recele,

de que interpuesto algún objeto cele),

libre tendió por todo lo criado,

cuyo inmenso agregado

cúmulo incomprehensible

aunque a la vista quiso manifiesto

dar señas de posible,

a la comprehensión no, que –entorpecida

con la sobra de objetos y excedida

de la grandeza de ellos su potencia–

retrocedió cobarde.

Tanto no del osado presupuesto

revocó la intención arrepentida,

la vista que intentó descomedida

en vano hacer alarde

contra objeto que excede en excelencia

las líneas visuales,

–contra el sol, digo, cuerpo luminoso,

cuyos rayos castigo son fogoso,

de fuerzas desiguales

despreciando, castigan rayo a rayo

el confiado antes atrevido

y ya llorado ensayo

(necia experiencia que costosa tanto

fue que Ícaro ya su propio llanto

lo anegó enternecido)–

como el entendimiento aquí vencido,

no menos de la inmensa muchedumbre

(de tanta maquinosa pesadumbre

de diversas especies conglobado

esférico compuesto),

que de las cualidades

de cada cual cedió tan asombrado

que –entre la copia puesto,

pobre con ella en las neutralidades

de un mar de asombros, la elección confusa–

equívoco las ondas zozobraba.

Y por mirarlo todo, nada veía,

ni discernir podía

(bota la facultad intelectiva

en tanta, tan difusa

incomprensible especie que miraba

desde el un eje en que librada estriba

la máquina voluble de la esfera,

el contrapuesto polo)

las partes ya no solo,

que al universo todo considera

serle perfeccionantes

a su ornato no más pertenecientes;

mas ni aun las que ignorantes

miembros son de su cuerpo dilatado,

proporcionadamente competentes.

Mas como al que ha usurpado

diuturna obscuridad de los objetos

visibles los colores

si súbitos le asaltan resplandores,

con la sombra de luz queda más ciego

–que el exceso contrarios hace efectos

en la torpe potencia, que la lumbre

del sol admitir luego

no puede por la falta de costumbre–,

y a la tiniebla misma que antes era

tenebroso a la vista impedimento,

de los agravios de la luz apela

y una vez y otra con la mano cela

de los débiles ojos deslumbrados

los rayos vacilantes,

sirviendo va –piadosa medianera–

la sombra de instrumento

para que recobrados

por grados se habiliten,

porque después constantes

su operación más firme ejerciten.

Recurso natural, innata ciencia

que confirmada ya de la experiencia,

maestro quizá mudo,

retórico ejemplar inducir pudo

a uno y otro galeno

para que del mortífero veneno,

en bien proporcionadas cantidades,

escrupulosamente regulando

las ocultas nocivas cualidades,

ya por sobrado exceso

de cálidas o frías,

o ya por ignoradas simpatías

o antipatías con que van obrando

las causas naturales su progreso

(a la admiración dando, suspendida,

efecto cierto en causa no sabida,

con prolijo desvelo y remirada,

empírica atención examinada

en la bruta experiencia,

por menos peligrosa),

la confección hicieron provechosa,

último afán de la apolínea ciencia

de admirable triaca

¡que así del mal el bien tal vez se saca!

No de otra suerte el alma, que asombrada

de la vista quedó de objeto tanto,

la atención recogió, que derramada

en diversidad tanta, aun no sabía

recobrarse a sí misma del espanto

que portentoso había

su discurso clamado,

permitiéndole apenas

de un concepto confuso

el informe embrión que mal formado

inordinado caos retrataba

de confusas especies que abrazaba

–sin orden avenidas,

sin orden separadas,

que cuanto más se implican combinadas

tanto más se disuelven desunidas

de diversidad llenas–,

ciñendo con violencia lo difuso

de objeto tanto a tan pequeño vaso

(aun al más bajo, aun al menor, escaso).

Las velas, en efecto, recogidas

que fío inadvertidas

traidor al mar, al viento ventilante

–buscando desatento

al mar fidelidad, constancia al viento–,

mal le hizo de su grado

en la mental orilla

dar fondo destrozado

al timón roto, a la quebrada entena,

besando arena a arena

de la playa el bajel astilla a astilla,

donde –ya recobrado–

el lugar usurpó de la carena,

cuerda refleja, reportado aviso

de dictamen remiso,

que en su operación misma reportado

más juzgó conveniente

a singular asumpto reducirse,

o separadamente

una por una discurrir las cosas,

que vienen a ceñirse

en las que artificiosas

dos veces cinco son categorías.

Reducción metafísica que enseña

los entes concibiendo generales

en solo unas mentales fantasías

donde de la materia se desdeña

el discurso abstraído,

ciencia a formar de los universales,

reparando advertido,

con el arte el defecto

de no poder con un intuitivo

conocer acto todo lo criado,

sino que haciendo escala de un concepto

en otro va ascendiendo grado a grado,

y el de comprehender orden relativo

sigue necesitado

del del entendimiento

limitado vigor, que a sucesivo

discurso fía su aprovechamiento,

cuyas débiles fuerzas la doctrina,

con doctos alimentos va esforzando,

y el prolijo, si blando

continuo curso de la disciplina,

robustos le va alientos infundiendo,

con que más animoso

el palio glorioso

del empeño más arduo altivo aspira

los altos escalones ascendiendo

–en una ya, ya en otra cultivado,

facultad–, hasta que insensiblemente

la honrosa cumbre mira

término dulce de su afán pasado

(de amarga siembra fruto al gusto grato,

que aun a largas fatigas fue barato),

y con planta valiente

la cima huella de su altiva frente.

De esta serie seguir mi entendimiento

el método quería

o del ínfimo grado

del ser inanimado

(menos favorecido,

si no más desvalido,

de la segunda causa productiva)

pasar a la más noble jerarquía,

que en vegetable aliento

primogénito es, aunque grosero,

de Tetis –el primero,

que a sus fértiles pechos maternales

con virtud atractiva,

los dulces apoyó manantiales

de humor terrestre, que a su nutrimiento

natural es dulcísimo alimento–,

y de cuatro adornada operaciones

de contrarias acciones

ya atrae, ya segrega diligente

lo que no serle juzga conveniente;

ya lo superfluo expele y de la copia

la substancia más útil hace propia.

Y –esta ya investigada–

forma inculcar más bella de sentido adornada;

y aun más que de sentido de aprehensiva

fuerza imaginativa,

que justa puede ocasionar querella

–cuando afrenta no sea–,

de la que más lucida centellea

inanimada estrella,

bien que soberbios brille resplandores

–que hasta a los astros puede superiores,

aun la menor criatura, aun la más baja,

ocasionar envidia, hacer ventaja–;

y de este corporal conocimiento

haciendo, bien que escaso, fundamento

el supremo pasar maravilloso

compuesto triplicado

de tres acordes líneas ordenado

y de las formas todas inferiores

compendio misterioso;

bisagra engarzadora

de la que más se eleva entronizada

naturaleza pura

y de la que criatura

menos noble se ve más abatida

–no de las cinco solas adornada

sensibles facultades–

mas de las interiores

que tres rectrices son ennoblecida

–que para ser señora

de las demás, no en vano

la adornó sabia poderosa Mano–:

fin de sus obras, círculo que cierra

la esfera con la tierra;

última perfección de lo criado

y último de su Eterno Autor agrado;

en quien con satisfecha complacencia

su inmensa descansó magnificencia:

fábrica portentosa

que cuanto más altiva al cielo toca

sella el polvo la boca

–de quien ser pudo imagen misteriosa

la que Águila Evangélica, sagrada

visión en Patmos vio que las estrellas

midió y el cielo con iguales huellas;

o la estatua eminente

que del metal mostraba más preciado

la rica altiva frente

y en el más desechado

material flaco fundamento hacía

con que a leve vaivén se deshacía–:

el hombre, digo, en fin, mayor portento

que discurre el humano entendimiento,

compendio que absoluto

parece al ángel, a la planta, al bruto,

cuya altiva bajeza

toda participó naturaleza.

¿Por qué? Quizá porque más venturosa

que todas, encumbrada,

a merced de amorosa

unión sería. ¡Oh, aunque repetida,

nunca bastante bien sabida

merced, pues, ignorada,

en lo poco apreciada

parece o en lo mal correspondida!

Estos, pues, grados discurrir quería

unas veces, pero otras disentía

excesivo juzgando atrevimiento

el discurrirlo todo.

Quien aun la más pequeña,

aun la más fácil parte no entendía

de los más manuales

efectos naturales;

quien de la fuente no alcanzó risueña

el ignorado modo

con que el curso dirige cristalino

deteniendo en ambages su camino

–los horrorosos senos

de Plutón, las cavernas pavorosas

del abismo tremendo,

las campañas hermosas,

los Elíseos amenos,

tálamo ya de su triforme esposa,

clara pesquisidora registrando

(útil curiosidad aunque prolija,

que de su no cobrada bella hija

noticia cierta dio a la rubia diosa,

cuando montes y selvas trastornando,

cuando prados y bosques inquiriendo,

su vida va buscando

y del dolor su vida iba perdiendo)–;

quien de la breve flor aun no sabía

por qué ebúrnea figura

circunscribe su frágil hermosura;

mixtos por qué colores

–confundiendo la grana en los albores–

fragante le son gala:

ámbares por qué exhala

y el leve, si más bello

ropaje al viento explica

que en una y otra fresca multiplica

hija, formando pompa escarolada

de dorados perfiles cairelada,

que –roto del capillo el blanco sello–

de dulce herida de la cipria diosa

los despojos ostenta jactanciosa,

si ya el que la colara,

candor al alba, púrpura al aurora,

no le usurpo y, mezclado,

purpúreo es ampo, rosicler nevado,

tornasol que concita

los que del prado aplausos solicita,

preceptor quizá vano

–si no ejemplo profano–

de industria femenil que el más activo

veneno hace dos veces ser nocivo

en el velo aparente

de la que finge tez resplandeciente;

pues si a un objeto solo –repetía

tímido el pensamiento–,

huye el conocimiento

y cobarde el discurso se desvía,

si a especie segregada

–como de las demás independiente,

como sin relación considerada–,

da las espaldas el entendimiento

y asombrado el discurso se espeluza

del difícil certamen que rehúsa

acometer valiente

porque teme cobarde

comprehenderlo o mal o nunca o tarde.

¿Cómo en tan espantosa

máquina inmensa discurrir pudiera,

cuyo terrible incomportable peso

–si ya en su centro mismo no estribara–,

de Atlante a las espaldas agobiara,

de Alcides a las fuerzas excediera;

y el que fue de la esfera

bastante contrapeso,

pesada menos, menos poderosa

su máquina juzgara que la empresa

de investigar a la naturaleza?

Otras –más esforzado–

demasiada acusaba cobardía,

el laudo antes ceder que en la lid dura

haber siquiera entrado,

y al ejemplar osado

del claro joven la atención volvía

–auriga altivo del ardiente carro–

y el, si infeliz, bizarro

alto impulso al espíritu encendía

donde el ánimo halla

–más que el temor ejemplos de escarmiento–

abiertas sendas al atrevimiento

que una ya vez trilladas no hay castigo

que intento baste a renovar segundo;

segunda ambición, digo,

ni el panteón profundo

–cerúlea tumba a su infeliz ceniza–,

ni el vengativo rayo fulminante

mueve por más que avisa

al ánimo arrogante

que el vivir despreciando determina

su nombre eternizar en su ruina;

tipo es antes modelo

ejemplar pernicioso

que alas engendra a repetido vuelo

del ánima ambicioso,

que –del mismo terror haciendo halago

que el valor lisonjea–

las glorías deletrea

entre los caracteres del estrago.

O el castigo jamás se publicara,

porque nunca el delito se intentara,

político silencioso antes rompiera

los autos del proceso

–circunspecto estadista–,

o en fingida ignorancia simulara,

o con secreta pena castigara

el insolente exceso,

sin que a popular vista

el ejemplar nocivo propusiera;

que del mayor delito la malicia

peligra en la noticia

contagio dilatado trascendiendo,

que singular culpa solo siendo,

dejara más remota a lo ignorado

su ejecución, que no a lo escarmentado.

Mas mientras entre escollos zozobraba,

confusa la elección, sirtes tocando

de imposibles en cuantos intentaba

rumbos seguir –no hallando

materia en que cebarse

el calor ya, pues su templada llama

(llama al fin, aunque más templada sea,

que si su activa emplea,

operación, consume, si no inflama)

sin poder excusarse

había lentamente

el manjar transformado,

propia substancia de la ajena haciendo;

y el que hervor resultaba bullicioso

de la unión entre el húmedo y ardiente

en el maravilloso

natural vaso había ya cesado

(faltando el medio) y consiguientemente

los que de él ascendiendo

soporíferos, húmedos vapores,

el trono racional embarazaban

(desde donde a los miembros derramaban

dulce entorpecimiento)

a los suaves ardores

del calor consumidos,

las cadenas del sueño desataban.

Y la falta sintiendo de alimento

los miembros extenuados

del descanso cansados,

ni del todo despiertos ni dormidos,

muestras de apetecer el movimiento

con tardos esperezos

ya daban, extendiendo

los nervios, poco a poco, entumecidos,

y los cansados huesos

(aun sin entero arbitrio de su dueño)

volviendo al otro lado–,

a cobrar empezaron los sentidos

dulcemente impedidos

del natural beleño

su operación los ojos entreabriendo.

Y del cerebro ya desocupado

los fantasmas huyeron

y –como de vapor leve formado–

en fácil humo, en viento convertida,

su forma resolvieron.

Así, linterna mágica, pintadas

representa fingidas

en la blanca pared varias figuras

de la sombra no menos ayudadas

que de la luz que en trémulos reflejos

los competentes lejos

guardando de la docta perspectiva

en sus ciertas mensuras,

de varias experiencias aprobadas

la sombra fugitiva,

que en el mismo esplendor se desvanece,

cuerpo finge formado

de todas dimensiones adornado

cuando aun ser superficie no merece.

III

En tanto el padre de la luz ardiente,

de acercarse al Oriente

ya el término prefijo conocía

y al antípoda opuesto despedía

con trasmontantes rayos

que –de su luz en trémulos desmayos–

en el punto hace mismo su Occidente,

que nuestro Oriente ilustra luminoso.

Pero de Venus antes el hermoso

apacible lucero

rompió el albor primero

y del viejo Titón la bella esposa

–amazona de luces mil vestida,

contra la noche armada,

hermosa si atrevida,

valiente aunque llorosa–,

su frente mostró hermosa

de matutinas luces coronada,

aunque tierno preludio, ya animoso

del planeta fogoso,

que venía las tropas reclutando

de bisoñas vislumbres

–las más robustas, veteranas, lumbres

para la retaguardia reservando–,

contra la que tirana usurpadora

del imperio del día,

negro laurel de sombras mil ceñía

y con nocturno cetro pavoroso

las sombras gobernaba,

de quien aun ella misma se espantaba.

Pero apenas la bella precursora

signífera del Sol, el luminoso

en el Oriente tremoló estandarte,

tocando alarma todos los suaves

si bélicos clarines de las aves

(diestros –aunque sin arte–

trompetas sonorosos),

cuando –como tirano al fin, cobarde

de recelos medrosos

embarazada, bien que hacer alarde

intentó de sus fuerzas, oponiendo

de su funesta capa los reparos,

breves en ella, de los tajos claros

heridas recibiendo

(bien que mal satisfecho su denuedo,

pretexto mal formado fue del miedo,

su débil resistencia conociendo)–,

a la fuga ya casi cometiendo

más que a la fuerza, el medio de salvarse,

ronca tocó bocina

a recoger los negros escuadrones

para poder en orden retirarse,

cuando de más vecina

plenitud de reflejos fue asaltada,

que la punta rayó más encumbrada

de los del mundo erguidos torreones.

Llegó en efecto el Sol cerrando el giro

que esculpió de oro sobre azul zafiro

de mil multiplicados

mil veces puntos, flujos mil dorados

–líneas, digo, de la luz clara– salían

de su circunferencia luminosa,

pautando al cielo la cerúlea plana

y a la que antes funesta fue tirana

de su imperio, atrapadas embestían

que sin concierto huyendo presurosa

–en sus mismos horrores tropezando–

su sombra iba pisando

y llegar al ocaso pretendía

con el (sin orden ya) desbaratado

ejército de sombras, acosado

de la luz que el alcance le seguía.

Consiguió, al fin, la vista del ocaso

el fugitivo paso

y –en su mismo despeño recobrada

esforzando el aliento de la ruina–

en la mitad del globo que ha dejado

el Sol desamparada,

segunda vez rebelde determina

mirarse coronada,

mientras nuestro hemisferio la dorada

ilustraba del Sol madeja hermosa,

que con luz juiciosa

de orden distributivo, repartiendo

a las cosas visibles sus colores

iba restituyendo

entera a los sentidos exteriores

su operación, quedando a luz más cierta

el mundo iluminado, y yo despierta. 

Ana Francisca Abarca de Bolea

Se cree que nació en 1623 en el pueblo de Casbas, en un entorno humilde que propició su ingreso, cuando todavía no había cumplido los tres años, en el convento del que llegó a ser abadesa durante un lustro. Se desconoce la fecha exacta de su muerte.

 

Romance a una fuente

Fuente que en círculo breve

presumes de gran caudal,

si tus principios observas

no te precipitarás.

Considera que, mendiga

en diverso mineral,

con anhelos de grandiosa

te nos quieres ostentar.

Rica de bienes ajenos

todos nos dicen que estás,

que usurpas cual poderoso

a los pobres el caudal.

De ambiciosa te calumnian,

mas tú te puedes quejar,

pues ves no te agradecemos

el gran gusto que nos das.

Recién nacida se ofrece

a clausura tu humildad;

no son acciones de niña,

aunque sean en agraz.

Parecímonos los dos;

mas en proseguir está

la fineza, fuente amiga;

no des pasos hacia atrás.

Dicen que envidias te quieren

de esta huerta desterrar,

que hasta en raudales ofende

lo claro de la verdad.

Que eres en todo sabrosa

no hay quien lo pueda dudar,

que fuente en huerta de monjas,

¿quién duda que tendrá sal?

Aunque estás puesta en la pila

no te quieren bautizar

con nombre, más desde hoy

eres fuente del Peral.

Uno guarda tus espaldas,

pero aunque te haga amistad,

es imposible que tú

le dejes de murmurar.

Más de cosario a cosario

muy poco perdido habrá,

que te la juran sus hojas

con desquite general.

En mí has visto claramente

que te trato la verdad,

siendo más clara que tú

que no es poco ponderar.

Quédate adiós, que ya es tiempo

de comer y de almorzar,

donde probaré tus aguas

brindando a todo zagal. 

Sor Marcela de San Félix

Nació el año 1605 en Toledo. Sabemos que fue hija de Lope de Vega y de la actriz cómica Micaela Luján (que aparece en los poemas de Lope como Camila Lucinda). Se retiró a un convento de Madrid al cumplir los dieciséis años, allí recibía frecuentes visitas de su padre. Su vida se prolongó hasta 1688.

 

Villancico a la profesión de la hermana Isabel del Santísimo Sacramento

No pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

Hoy que al más dichoso lazo

el alma, Isabel, ofreces,

y de tu Esposo mereces

el dulce mental abrazo,

y a su divino regazo

entregas tu hermoso abril,

pues para lograr gentil

tanta repetida flor,

no pudo Amor

hacer tu dicha mayor,

más nobleza has adquirido,

pues con ilustre renombre,

de su dulcísimo nombre

te vales para apellido.

El favor que has conseguido

no es de mano temporal,

y así con afecto igual

eterno será el favor,

que no pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

Esa bella juventud

que a tu Esposo has consagrado,

aseguras en su agrado

no menos que la quietud.

El dote de la virtud

te hizo de tan buena estrella,

pues para con Él es ella

la prenda de más valor,

no pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

A tu entendimiento unida

tu fortuna corresponde,

pues quien a Dios le responde

sin duda es bien entendida;

de los riesgos de la vida

tu discurso te previno

y la elección del camino

fue de tu ingenio primor,

que no pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

Liberal de tus riquezas

con tu Esposo procediste;

cuerda diligencia hiciste

para lucir la pobreza;

a pesar de la belleza

sus aliños moderaste

y con ánimo dejaste

todo su ambicioso error,

que no pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

Vive, pues, enamorada

de quien lo merece tanto

¡oh, bella Isabel!, en cuanto

dure esta breve jornada,

y pues que ya asegurada

de los humanos desvelos

de todo el sol de los cielos

atiendes al resplandor,

que no pudo Amor

hacer tu dicha mayor.

Al buen empleo del tiempo

¡Oh, cuánto pierde quien pierde

el preciosísimo tiempo!

¡Oh, cuánto gana quien gana

sus instantes y momentos!

Toda la plata y el oro

y diamantes de más precio

no valen lo que un instante

que se gasta para el cielo.

¡Oh, tiempo, riqueza suma

a quien te estima! Yo creo

que ni un solo respirar

no le exhale sin provecho.

¡Oh, infelicísima vida

la que he gastado sin miedo

de la cuenta que he de dar

del instante más pequeño!

Las coronas y las mitras,

y aun las tiaras, es cierto

que son la misma desgracia

si desperdician el tiempo.

¡Oh, si licencia les dieran

a los que gastaron, necios,

el tiempo, sin granjear

que volviesen a sus cuerpos!

Con provechosa codicia,

divinamente avarientos,

guardarían los instantes

como antes los dineros.

Para adquirir y ganar

vivimos este destierro,

y nuestros censos y juros

son los espacios del tiempo.

Depende una eternidad

de solo un instante incierto:

¿pues cómo se pasa instante

sin dar pasos a lo eterno?

¡Oh, si me diesen a mí

tiempo en que llorar el tiempo

que tan sin cuenta he gastado

todo lo mejor del tiempo!

De mi tiempo mal gastado,

Dios mío, aquel tiempo apelo

que dispuso tu piedad

el que yo llegase a tiempo.

A sus vanas alegrías

llama el malo pasatiempos,

y tiempos que así se pasan

traerán tristeza a su tiempo.

¡Oh, si todos entendiesen

el que no es ahora tiempo

de gozar! Que al padecer

sea dedicado este tiempo.

El jardín del convento

En estas verdes hojas

que esta fuente riega

con agua de mis ojos,

que suya no la lleva,

contemplo, amado mío,

tu grande providencia,

tu beldad soberana

y tu hermosura inmensa.

También, por el contrario,

conozco mi vileza,

mi imperfección sin par,

mi descuido y tibieza,

pues las hojas y flores,

que crecen tan aprisa,

con sus calladas voces

significan mis menguas,

y siempre que las miro,

parece que me enseñan

que yo sola en el mundo

soy la que nunca medra.

Miro del cinamomo

aquella copia inmensa

de su olorosa flor

que tanto nos deleita;

parece que, a porfía,

su multitud afecta

llevarse de las flores

la palma de belleza.

En las guardadas rosas

a quien espinas cercan,

de tus hermosas llagas

la memoria refrescan.

Los vistosos jazmines

en su candor ostentan

lo lindo de tus manos

y liberal franqueza,

porque, sin aguardar

que los cojan por fuerza,

ellos se dan al suelo

sin hacer resistencia.

Acuérdame tu olor

la fragante mosqueta,

tan noble entre las flores

y tan linda en sí misma.

El clavel estimado

tu sangre representa,

y por esto merece

le traten con decencia.

De tus hermosos labios,

del coral dulce afrenta,

su cárdeno color

me muestran las violetas.

Majestuosa siempre,

la cándida azucena

tu bellísimo cuello

venturosa semeja.

La fecunda retama,

tan rubia como bella,

de tus cabellos de oro

me da memorias tiernas.

Muestra, por abrazar,

la siempre verde hiedra,

a que busque tu unión;

provoca mi tibieza

procurando ascender;

si presumida trepa,

humilde se aprisiona,

que de amante se precia.

Misericordia y paz

este olivo me enseña

que siempre las procure

por costosas que sean.

Las rojas clavellinas

y manutisas bellas,

de mirar tu color

parece que se precian,

pero el bizarro lirio,

con gravedad modesta,

porque a él te comparas,

más ufano campea.

Suave el albahaca,

símbolo de pureza,

su verdor apacible

nuestra esperanza alienta.

Clavelones, adorno

de las últimas fiestas,

enseñan que la muerte,

como terrible, es cierta.

Recuerdo de humildad

es la hierba doncella;

aunque vistosa y grave,

no sale de la tierra.

Los amargos ajenjos

me enseñan a que tenga

mortificado el gusto

y el apetito venza.

El robusto alhelí,

que el invierno no seca,

me fuerza a que haga rostro

a toda la aspereza.

El funesto ciprés,

aunque árbol de tristeza,

provoca a devoción

y soledad enseña;

y la del nombre dulce,

felicísima hierba

que de santa María

nos acuerda y recrea.

Las ásperas ortigas,

intratables y fieras,

en igualar mi agrado

presumen competencia.

Entre todas las flores

puede la gigantea

pretender, por amante,

que alaben sus finezas:

del sol enamorada,

siempre mirarle intenta

y, por vueltas que da,

de seguirle no cesa.

¡Oh, cómo reprehende

el descuido y tibieza

con que busco, Dios mío,

a tu amable presencia!

Los árboles copados

alegres manifiestan

los sazonados frutos

que el justo te presenta.

Las abundantes parras

alegres manifiestan,

que a tu sangre real,

accidentes le prestan.

Mis años mal gastados

me acuerda a esta higuera,

pues ha crecido tanto

y yo estoy tan pequeña.

Y habiéndonos plantado

en esta santa tierra

casi en un tiempo mismo,

mil ventajas me lleva.

El riguroso invierno,

con su mucha aspereza,

os quita los vestidos

y deja en gran pobreza:

tolerando rigores

y sufriendo inclemencias,

me enseñáis, apacibles,

a que tenga paciencia.

Con suave agasajo,

la alegre primavera

siempre os sirve gustosa

de madre y camarera;

de la Resurrección

parece nos da nuevas

cuando, sin menoscabo,

nos tornen nuestra tierra.

Los árboles y plantas,

las flores y las hierbas

publican tu hermosura

y dicen tu grandeza.

Todas, Señor, me animan,

me enseñan y me fuerzan

a que te sirva y ame,

te alabe y engrandezca.

 

Luisa Manrique

Nació en Nápoles en 1604. Hija de cortesanos, se movió siempre en ambientes aristocráticos, primero al servicio de la reina Isabel, después como esposa del conde de Paredes, y, tras enviudar, como institutriz de las infantas, en reconocimiento a su delicada cultura. Cansada de la corte, ingresa en el Carmelo Descalzo, donde morirá en 1660.

 

Décimas

Señor, cuando os llego a hablar

no sé cierto qué pedir,

si vida para servir

o muerte para gozar.

Yo os quisiera asegurar,

y vivo temo perderos;

muerto no podré ofenderos;

mas dejaré de serviros;

en fin, no acierto a pediros:

haced que acierte a quereros.

No hay dicha como la vida

en serviros empleada,

ni cosa más desdichada

que una vida mal vivida.

En duda tan conocida

que Vos elijáis espero;

la vida y la muerte quiero,

pero con tales reparos,

que, si vivo, he de obligaros,

y he de gozaros si muero.

Señor mío, haced en mí

vuestra santa voluntad,

que toda mi libertad,

os entrego desde aquí;

de vos vida recibí,

quitádmela si queréis;

solo os pido que me deis

que nunca mi gusto hagáis,

que si el vuestro ejecutáis

lo más conveniente haréis.

 

Violante do Ceo

Nacida en Lisboa en 1601, hija de nobles portugueses. Tras un desengaño amoroso ingresó sin vocación, a los veintinueve años, en un convento de Lisboa. Allí desarrolló sus intereses literarios, escribiendo poesía (en castellano y en portugués) y recibiendo a artistas y eruditos. Su obra es muy extensa, pese a que se han perdido muchas de sus composiciones. Murió en 1693.

 

Romance

Huid de amor, zagalejas;

huid si vivir queréis,

que verme morir amando

escarmiento os puedo ser.

No fiéis de sus caricias,

no de sus gustos fiéis,

que cual sirena engañosa

regala para ofender.

Huid de sus tiranías,

que, disfrazadas, tal vez

áspides son entre flores,

si flores al parecer.

En los tormentos que paso

cerca el ejemplo tenéis;

miradme y veréis, zagalas,

este enemigo quién es.

Mirad la tristeza mía

y en ella conoceréis

su tirano maltratar,

mi continuo padecer.

Mirad mis lágrimas tristes

Y en su corriente veréis

desde tirano lo injusto,

desde traidor lo cruel.

 

Amarilis

Seudónimo. Según algunos estudiosos su verdadero nombre era María Rojas y Garay. Una chica huérfana, nacida en 1594, que creció en el beaterio de las Agustinas Recoletas. Allí escribió la Epístola a Belardo y también desde allí se la enviaría a Lope de Vega, quien se decidió a publicarla en una de sus obras: La Filomena. De María Rojas y Garay sabemos también que decidió salir de la vida religiosa en 1617 y que murió cinco años más tarde.

 

Epístola a Belardo

Tanto como la vista, la noticia

de grandes cosas suele las más veces

al alma tiernamente aficionarla,

que no hace el amor siempre justicia,

ni los ojos a veces son jueces

del valor de la cosa para amarla:

mas suele en los oídos retratarla

con tal virtud y adorno,

haciendo en los sentidos un soborno

(aunque distinto tengan el sujeto,

que en todo y en sus partes es perfecto),

que los inflama a todos

y busca luego artificiosos modos,

con el que pueda entenderse

el corazón, que piensa entretenerse,

con dulce imaginar para alentarse

sin mirar que no puede

amor sin esperanza sustentarse.

El sustentarse amor sin esperanza,

es fineza tan rara, que quisiera

saber si en algún pecho se ha hallado,

que las más veces la desconfianza

amortigua la llama que pudiera

obligar con amar lo deseado;

mas nunca tuve por dichoso estado

amar bienes posibles,

sino aquellos que son más imposibles.

A estos ha de amar un alma osada;

pues para más alteza fue criada

que la que el mundo enseña;

y así quiero hacer una reseña

de amor dificultoso,

que sin pensar desvela mi reposo,

amando a quien no veo y me lastima:

ved qué extraños contrarios,

venidos de otro mundo y de otro clima.

Al fin de este, donde el Sur me esconde

oí, Belardo, tus conceptos bellos,

tu dulzura y estilo milagroso;

vi con cuánto favor te corresponde

el que vio de su Dafne los cabellos

trocados de su daño en lauro umbroso

y admirando tu ingenio portentoso,

no puedo reportarme

del descubrirme a ti, y a mí dañarme.

Mas ¿qué daño podría nadie hacerme

que tu valer no pueda defenderme?

Y tendré gran disculpa,

si el amarte sin verte, fuera culpa,

que el mismo que lo hace,

probó primero el lazo en que me enlace,

durando para siempre las memorias

de los sucesos tristes,

que en su vergüenza cuentan las historias.

Oí tu voz, Belardo... mas ¿qué digo?

No Belardo, Milagro han de llamarte,

este es tu nombre, el cielo te le ha dado

y amor, que nunca tuvo paz conmigo

te me representó parte por parte,

en ti más que en sus fuerzas confiado,

mostrose en esta empresa más osado,

por ser el artificio

peregrino en la traza y el oficio,

otras puertas del alma quebrantando,

no por los ojos míos, que velando,

están en gran pureza,

mas por oídos, cuya fortaleza

ha sido y es tan fuerte,

que por ellos no entró sombra de muerte,

que tales son palabras desmandadas,

si vírgenes las oyen,

que a Dios han sido y son sacrificadas.

Con gran razón a tu valor inmenso

consagran mil deidades sus labores,

cuando manejan perlas en sus faldas:

todo ese mundo allá te paga censo,

y este de acá mediante tus favores,

crece en riqueza de oro y esmeraldas.

Potosí, que sustenta en sus espaldas,

entre el invierno crudo,

aquel peso, que Atlante ya no pudo:

confiesa que su fama te la debe;

y quien del claro Lima el agua bebe

sus primicias te ofrece,

después que con tus dones se engrandece,

acrecentando ofrendas

a tus excelsas y admirables prendas:

yo, que aquestas grandezas voy mirando,

y entretenido en ellas.

las voy en mis entrañas celebrando.

En tu patria, Belardo, mas no es tuya,

no sientas mucho verte peregrino,

plegue a Dios, no se enoje el Manzanares,

por más que haga de tu fama suya;

que otro origen tuviste más divino,

y otra gloria mayor, si la buscares.

¡Oh, cuánto acertarás, si imaginares

que es patria tuya el cielo,

y que eres peregrino acá en el suelo!

Porque no hallo en él quien igualarte

pueda, no solo en todo, más ni en parte,

que eres único y solo

en cuanto miran uno y otro polo.

Pues, peregrino mío,

vuelve a tu natural, póngante brío,

no las murallas que ha hecho tu canto

en Tebas engañosas,

mas las eternas, que te importan tanto.

Allá deseo en santo amor gozarte,

pues acá es imposible poder verte,

y temo tus peligros y mis faltas;

tabla tiene el naufragio y escaparte

puedes en ella de la eterna muerte,

si del bien frágil al divino saltas,

las singulares gracias, con que esmaltas

tus soberanas obras

con que fama inmortal continuo cobras,

empléalas de hoy más con versos lindos

en soberanos y divinos Pindos:

tus divinos conceptos

allí serán más dulces y perfectos;

que el mundo a quien lo sigue,

en vez de premio al bienhechor persigue,

y contra la virtud apresta el arco

con pozoñosas flechas

de la maligna aljaba de Aristarco.

Quiero, pues, comenzar a darte cuenta

de mis padres y patria, y de mi estado

porque sepas quién te ama y quién te escribe,

bien que ya la memoria me atormenta

renovando el dolor, que aunque llorado

está presente y en el alma vive,

no quiera Dios que en presunción estribe

lo que aquí te dijere,

ni que fábula alguna compusiere,

que suelen causas propias engañarnos,

y en referir grandezas halagarnos,

que la filaucia engaña

más que no la verdad nos desengaña,

especialmente cuando

vamos en honras vanas estribando

de estas pudiera bien decirte muchas,

mas quédense en silencio

pues atento contemplo que me escuchas.

En este imperio oculto que el Sur baña,

más de Baco pisadas que de Alcides,

entre un trópico frío y otro ardiente,

adonde fuerzas ínclitas de España

con varios casos y continuas lides

fama inmortal ganaron a su gente,

donde Neptuno engasta su tridente

en nácar y oro fino,

cuando Pizarro con su flota vino,

fundó ciudades y dejó memorias,

que eternas quedarán en las historias:

a quien un valle ameno,

de tantos bienes y delicias lleno,

que siempre es primavera,

merced del dueño de la cuarta esfera,

la ciudad de León fue edificada,

y con hado dichoso,

quedó de héroes fortísimos poblada.

Es frontera de bárbaros y ha sido

terror de los tiranos, que intentaron

contra su rey enarbolar bandera:

al que en Jauja por ellos fue rendido,

su atrevido estandarte le arrastraron,

y volvieron al Reino cuyo era.

Bien pudiera, Belardo, si quisiera

en gracia de los cielos,

decir hazañas de mis dos abuelos

que aqueste nuevo mundo conquistaron

y esta ciudad también edificaron,

do vasallos tuvieron,

y por su Rey su vida y sangre dieron:

más es discurso largo,

que la fama ha tomado ya a su cargo,

si acaso la desgracia de esta tierra,

que corre en este tiempo,

tantos ilustres méritos no entierra.

De padres nobles dos hermanas fuimos

que nos dejaron con temprana muerte.

Aun no desnudos de pueriles paños.

El cielo y una tía que tuvimos,

suplió la soledad de nuestra suerte

con el amparo suyo algunos años,

huimos siempre de sabrosos daños,

y así nos inclinamos

a virtudes heroicas que heredamos

de la beldad, que el cielo acá reparte,

nos cupo, según dicen, mucha parte

con otras muchas prendas,

no son poco bastantes las haciendas

al continuo sustento,

y estamos juntas, con tan gran contento,

que una alma a entrambas rige y nos gobierna,

sin que haya tuyo y mío,

sino paz amorosa, dulce y tierna.

Ha sido mi Belisa celebrada,

que este es su nombre, y Amarilis mío,

entrambas de afición favorecidas:

yo he sido a dulces Musas inclinada:

mi hermana, aunque menor, tiene más brío,

y partes por quien es muy merecidas

al fin todas han sido merecidas

con alegre himeneo

de un joven venturoso, que en trofeo

a su fortuna y vencedora palma

alegre la rindió prendas del alma;

yo, siguiendo otro trato,

contenta vivo en limpio celibato

con virginal estado

a Dios con grande afecto consagrado,

y espero en su bondad y en su grandeza

me tendrá de su mano

guardando inmaculada mi pureza.

De mis cosas te he dicho en breve suma

todo cuanto quieras preguntarme,

y de las tuyas muchas he leído:

temerosa y cobarde está mi pluma

si en alabanzas tuyas emplearme

con singular contento he pretendido:

si cuanto quiero das por recibido.

¡Oh, qué de ello me debes!

Y porque esta verdad ausente pruebes,

corresponde en recíproco cuidado

el amor, que en mí está depositado,

Celia no se desdeñe

por ver que en esto mi valor se empeñe,

que ofendido en sus quiebras

su nombre todavía al fin celebras;

y aunque milagros su firmeza haga,

te son muy bien debidos,

y aún no sé si con esto tu fe paga.

No seremos por esto dos rivales,

que Trópicos y Zonas nos dividen,

sin dejarnos asir de los cabellos;

ni a sus méritos pueden ser iguales,

cuantos al mundo el cetro y honor piden

de trenzas de oro, cejas y ojos bellos;

cuando enredado te hallaste en ellos,

bien supiste estimallos,

y en ese mundo y este celebrallos,

y en persona de Angélica pintaste

cuanto de su lindeza contemplaste:

mas estoyme riendo

de ver que creo aquello que no entiendo,

por ser dificultosos

para mí los sucesos amorosos,

y tener puesto el gusto y el consuelo

no en trajes semejantes

sino en dulces coloquios con el cielo.

Finalmente, Belardo, yo te ofrezco

una alma pura a tu valor rendida:

acepta el don, que puedes estimallo;

y dándome por fe lo que merezco,

quedará mi intención favorecida,

de la cual hablo poco y mucho callo,

y para darte mas, no sé ni hallo.

Dete el cielo favores,

las dos Arabias bálsamo y olores,

Cambaya sus diamantes, Tibar oro,

marfil Cefala, Persia su tesoro,

perlas los orientales,

el rojo mar finísimos corales,

balajes los Ceilanes,

aloe precioso Samaos y Campanes,

rubíes Pegu gamba, y Nubia algalia,

ametistes Rarsinga

y prósperos sucesos Acidalia.

Esto mi voluntad te da y ofrece

y ojalá yo pudiera con mis obras

hacerte prendas de mayor estima:

mas donde tanto se merece, de nadie no recibes, sino cobras

lo que te debe el mundo en prosa y rima.

He querido, pues viéndote en la cima

del alcázar de Apolo,

como su propio dueño, único y solo,

pedirte un don, que te agradezca el cielo,

para bien de tu alma y mi consuelo:

no te alborotes, tente,

que te aseguro bien que te contente,

cuando vieres mi intento,

y sé que lo harás con gran contento,

que al liberal no importa para asille

significar pobrezas,

pues con qué más se agrada es con pedille.

Yo y mi hermana, una santa celebramos,

cuya vida de nadie ha sido escrita,

como empresa que muchos han tenido:

el verla de tu mano deseamos;

tu dulce Musa alienta y resucita,

y ponla con estilo tan subido,

que sea dondequiera conocido,

y agradecido sea

de nuestra santa virgen Dorotea.

¡Oh, qué sujeto, mi Belardo, tienes

con que de lauro coronar tus sienes,

podrás, si no emperezas,

contando de esta virgen las grandezas,

que reconoce el cielo

y respeta y adora todo el suelo:

de esta divina y admirable Santa

su santidad refiere

y dulcemente su martirio canta!

Ya veo que tendrás por cosa nueva

no que te ofrezca censo un mundo nuevo,

que a ti cien mil que hubiera te le dieran;

mas que mi Musa rústica se atreva

a emprender el asunto a que me atrevo,

hazaña que cien Tassos no emprendieran,

ellos, al fin, son hombre y temieran;

mas la mujer, que es fuerte,

no teme alguna vez la misma muerte.

Pero si he parecídote atrevida,

a lo menos parézcate rendida,

que fines desiguales

Amor los hace con su fuerza iguales:

y quédote debiendo

no que me sufras, mas que estés oyendo

con singular paciencia mis simplezas,

ocupado continuo

en tantas excelencias y grandezas.

Versos cansados, ¿qué furor os lleva

a ser sujetos de simpleza indiana

y a poneros en brazos de Belardo?

Al fin, aunque amarguéis, por fruta nueva,

os vendrán a probar, aunque sin ganas,

y verán vuestro gusto bronco y tardo;

el ingenio gallardo,

en cuya mesa habéis de ser honrados,

hará vuestros intentos disculpados:

navegad, buen viaje, haced la vela:

guiad un alma que sin alas vuela.

 

Sor María de Santa Isabel

Pese a ser una de las poetas más prolíficas del siglo apenas sabemos nada de su vida. Es muy probable que naciese en Toledo, y sabemos que vivió toda su vida en el convento de la Concepción de Toledo. Firmó toda su obra con el seudónimo de Marcia Belisarda.

 

Décimas para una novela

Fatigado corazón,

¿qué os aqueja? ¿Ver el oro

de vuestro amado tesoro

convertido ya en carbón?

Apelad a la razón,

si descansar pretendéis,

y en ella conoceréis

que ese de mi vida engaño

os libra del desengaño

que en su muerte hallar podréis.

No me admira que sintáis

padecer, sin culpa alguna,

desaires de mi fortuna

cuando la pena pagáis,

mas si olvidado no estáis,

de vos en vuestro desvelo

pues sabéis que os hizo el cielo

tan valiente en el sufrir,

en parte, os pueden servir

las desdichas de consuelo.

Esforzad el sufrimiento,

consultando a la cordura,

que es suerte, si no ventura,

ver a tiempo un escarmiento.

Sufrid, que según yo siento,

grande hazaña viene a ser,

corazón mío, vencer

con sufrimiento el rigor.

Por cuanto es mayor valor

el sufrir que el padecer.

Pues olvidar es forzoso,

determinaos, corazón,

a salir con la razón

de un abismo proceloso.

El triunfo es dificultoso

y en vos poco el valor fuera,

si fácil guerra emprendiera,

si esta os promete más gloria.

¡Ea! Al arma, mi memoria,

muera el enemigo, muera.

Romance

Procurad, memorias tristes,

divertir mi sentimiento

con penas que siempre son

y no con gustos que fueron.

Representadme pesares,

dejad pasados contentos,

que son figuras de humo

en el teatro del viento.

Muy bien entiendo las voces

de vuestro mudo silencio,

qué mal concertadas suenan,

qué acordes fueron un tiempo.

De mis muertas esperanzas

clamor parecen sus ecos

o que se cantan endechas

a mi perdido sosiego.

Si con inciertos favores

olvidáis agravios ciertos,

guerra armáis al corazón

no menos que a sangre y fuego.

No me deis en vaso de oro,

disimulado veneno,

creyendo así lo que dice

quien no cree lo que siento.

Memorias, dejadme ya

o acabad mi vida luego,

que no hay fuerzas en el alma

para tan crueles tormentos.

Dándome por asunto cortarse un dedo llegando a cortarse un jazmín

Filis, de amor hechizo soberano,

cortar quiso un jazmín desvanecido,

y de cinco mirándose excedido,

quedó del vencimiento más ufano.

No bien corta el jazmín, cuando tirano

acero, en rojo humor otro ha teñido,

mintiendo ramillete entretejido,

da jazmín y clavel la hermosa mano.

Átropos bella a la tijera cede

piadosa ejecución, si inadvertida,

a su mano dolor ocasionando.

Que si alma con su sangre dar no puede,

en vez de muerte, dio al jazmín vida,

de amor el dulce imperio dilatando.

Romance melancólico

Pensamiento, si pensáis

en dar a mi mal remedio,

mal pensáis porque es un mal

causado de pensamientos,

pienso con ajenos gustos

engañar propios deseos

y es engaño donde el alma

penando más, se halla menos.

Si en dormir busco descanso

por ser del morir diseño,

más me canso porque lidio

con enemigos desvelos,

siempre intento hallar alivio

y siempre queda el intento,

con el logro en esperanza

y con la esperanza a riesgo

o apenas alivio hallo

cuando a penas ya le pierdo,

el intento examinando

convertido en escarmiento.

En mi dolor, no hay templanza

y si a la memoria apelo

para el que tengo presente

me da pasados remedios;

en fin, peno, siento y callo

por no decir lo que siento,

que solo puedo quejarme

de que quejarme no puedo;

nacer amable es estrella,

suerte nacer con ingenio,

pero si falta ventura,

nada es gloria y todo infierno;

nuestra derrota sigamos

triste corazón sin miedo

por el golfo de desdicha,

rumbo más seguro y cierto.

¡Ay de mí, triste!,

¡socorro, cielos!

que me anego sin agua,

en sentimientos.

¡Socorro, cielos!, ¡socorro os pido!,

dad, en llanto, a mis penas

algún alivio.

A una señora casada, a quien aborrecía su marido

Divino hechizo de amor,

en quien se admiran a un tiempo

la discreción y la hermosura

en iguales paralelos,

a todo sentir del alma

todo penar del deseo

justamente querellosa

vives de tu injusto dueño,

que como siempre el amor,

solo del alma hace empleo

no se opusieron al tuyo,

imperfecciones del cuerpo,

alma irracional, sin duda,

tiene, pues no aspira a un cielo,

que tantas lleva en sus ojos

cuantos hacen movimientos,

tantos dotes nobles ricos

engrandecen tu sujeto

que el más discreto en amarle

logra felices aciertos,

que te adoran, no lo dudes,

que a tu dueño envidian, menos,

los que no alcanzan su dicha

con mejor conocimiento,

vive, pues, siempre gozosa

de que los cielos te hicieron

deidad que solo merecen

gozarla los cielos mesmos.

Décimas escritas muy deprisa, en respuesta a otras en que ponderaban la mudanza de las mujeres

Hombres, no deshonoréis,

con título de inconstantes,

las mujeres que diamantes

son, si obligarlas sabéis.

Si alguna mudable veis,

la mudanza es argumento

de que antes quiso de asiento,

mas en vuestra voluntad,

antes ni después, verdad

no se halló con fundamento.

Si mujer dice mudanza,

el hombre mentira dice,

y si en algo contradice,

es que el juicio no lo alcanza.

Si se ajusta a igual balanza,

por la cuenta se hallaría,

en el mentir cada día

y en mudarse cada mes.

Que el mentir vileza es,

mudar de hombres, mejoría.

Décimas apoyando que los celos declarados son más insufribles que los recelos

De un recelo imaginado

a una celosa evidencia,

hay la misma diferencia

que entre lo vivo y pintado.

Un agravio declarado

vivo dolor a ser viene

del alma en quien siempre tiene

muerta toda la esperanza.

Y, como alivio no alcanza,

es su tormento perenne.

Cuando el agravio es dudoso,

pinta el temor una calma

adonde padece el alma

de un qué será, riguroso,

mas en el sentir penoso

de la duda se alimenta.

Y si salir de ella intenta,

porque enfermo el gusto advierte,

luego teme que su muerte

cause ejecución violenta.

No diga que tiene amor

quien no tiene sufrimiento,

que esperar es argumento

de la fineza mayor.

Perder el gusto en rigor

por un disgusto temido

siempre es remedio mentido

que busca amor agraciado,

y después, desesperado,

llora el sosiego perdido.

Perseverar en querer,

aunque se oponga el recelo,

es a costa de un desvelo

granjearse el merecer;

y por salir de temer

dar por bien que llegue el mal,

es de amor desaire tal

que aquí establecer querría

que amor tan sin bizarría,

no es de amante racional. 

Leonor de la Cueva y Silva

Desconocemos la fecha exacta de su nacimiento, aunque fue en Medina del Campo, hija de un hidalgo del mismo pueblo. Vivió soltera hasta su muerte sin salir de Medina del Campo. Se atribuye su afición a la poesía a la influencia de su tío, Francisco de la Cueva, hombre de letras y astrólogo.

 

A los celos

Siempre guerra me dais, terribles celos;

celos, nunca acabáis de atormentarnos;

injustos celos, no queréis dejarnos,

pues que siempre nos dais tantos desvelos.

Ladrones sois de el nombre de los cielos,

que os disfrazáis ansí para matarnos,

pues de vuestra ponzoña no hay librarnos,

aunque más por huir alcemos vuelos.

Veneno sois, bastardos, mal nacidos,

del alma pena y de la vida infierno,

flecha del corazón, del pecho fuego,

donde se abrasan todos los sentidos,

y al fin sois, celos, un tormento eterno

laberinto intrincado de amor ciego.

Soneto

Ni sé si muero ni si tengo vida;

ni estoy en mí, ni fuera puedo hallarme;

ni en tanto olvido cuido de buscarme,

que estoy de pena y de dolor vestida.

Dame pesar el verme aborrecida,

y, si me quieren, doy en disgustarme;

ninguna cosa puede contentarme:

todo me enfada y deja desabrida.

Ni aborrezco, ni quiero, ni desamo;

ni desamo, ni quiero, ni aborrezco,

ni vivo confïada ni celosa;

lo que desprecio a un tiempo adoro y amo;

¡vario portento en condición parezco,

pues que me cansa toda humana cosa!

Lira a la hermosura y variedad de flores de la primavera

Plantas bellas y hermosas

resucitadas de el abril ufano

que anuncia vuestras rosas,

sacándoos del rigor tan inhumano

de el cano invierno helado

a ser gallarda ostentación de el prado;

jacintos que primicias

sois, y violetas, de las otras flores,

que parece que albricias

pedís al mundo, provocando amores

de que ya el mayo hermoso

se le acerca con paso presuroso;

dorados alhelíes

bellos, blancos narcisos y mosquetas,

rosas, sí, carmesíes,

de la purpúrea sangre más perfecta

de la Ericina diosa,

que su color os dio su planta undosa;

olorosos junquillos,

poblada madreselva, jazmín blanco,

de los montes tomillos,

fragante azahar, en quien el cielo franco

mostró con mil primores

más divino poder en tus olores;

campanillas moradas,

casta azucena y trébol oloroso,

manutisas rosadas,

azul espuela, toronjil hojoso,

encarnados claveles,

menuda albahaca y verdes mirabeles;

rajadas clavellinas,

lirio que haces gallardos tornasoles,

gigantas que divinas

os mostráis, pues seguís los arreboles

de Cintio celestiales,

que su rosa os llamamos los mortales;

árboles de mil nombres,

que viste abril de flor y mayo de hoja,

regalo de los hombres,

a quien noviembre robador despoja

el galano vestido,

de verdes esmeraldas guarnecido;

arroyuelos helados

que el rubio sol los grillos os desata,

adorno de los prados,

risa de el monte, bulliciosa plata,

y de las aves lira

por cuyo aliento cada flor respira;

puras fuentes hermosas,

espejos claros de la blanca Aurora;

vida, sí, de las rosas,

gloria de el campo, espíritu de Flora,

de la vista recreo,

satisfacción suave de el deseo;

jardines deleitosos

donde se cifran máquinas tan bellas,

amenos y espaciosos,

morada hermosa de quien son estrellas

las siempre refulgentes

hermanadas cabrillas más lucientes;

plantas, flores y fuentes,

invierno, abriles, mayos y arroyuelos,

árboles diferentes,

jardín ameno, estrellas de los cielos

y campos dilatados, [sol, aurora cándida y verdes

prados,]

todos sois de el verano

y primavera galas excelentes,

librea de su mano,

que os da y reparte en tiempos diferentes

en mil varias colores

con que suspende el alma en sus primores.

Todo lo pierde quien lo quiere todo

Muestra Galicio que a Leonarda adora,

y con segura y cierta confianza

promete que en su fe no habrá mudanza,

que el ser mudable su firmeza ignora.

Mas de su amor a la segunda aurora

muda su pensamiento y su esperanza,

y sin tener de el bien desconfianza,

publica que Elia sola le enamora.

Con gran fineza, aunque si bien fingida,

a Leonarda da el alma por despojos,

y luego con un falso y nuevo modo

dice que es Elia el dueño de su vida;

pues oiga un desengaño a sus antojos:

todo lo pierde quien lo quiere todo.

Liras a la muerte de mi querido padre y señor

Dejad, cansados ojos,

el justo llanto que os convierte en fuentes,

detened los enojos

y enjugad vuestras líquidas corrientes,

que al mal que oprime el pecho

el alma y corazón le viene estrecho.

En tan terrible pena,

ni hallo descanso, gusto ni alegría;

de todo estoy ajena,

y solo tengo la desdicha mía

por alivio y consuelo,

que de todo lo más me priva el cielo.

Quitome en breves días,

airado y riguroso, un bien amado,

a las fortunas mías

añadiendo este golpe desdichado,

¡Oh, suerte fiera y dura!

¡Llorad, ojos, llorad mi desventura!

Contenta el alma estaba

en sus trabajos, penas y dolores

con el bien que gozaba;

mas la Parca cruel, con mil rigores,

fiera y embravecida,

cortó el hilo al estambre de su vida.

Musa, detente un poco,

que si de tantos males hago suma

y en el presente toco,

no es suficiente mi grosera pluma,

que pues estoy penando,

cuanto puedo decir digo callando.

Introduce un galán desfavorecido de su dama, quejándose de su crueldad

Basta el desdén y bastan los rigores:

Clori, no más crueldad, no más enojos,

serena un poco tus divinos ojos

y suspende sus rayos matadores.

Cesen desprecios, cesen disfavores,

que por flores no es bien que des abrojos

a quien te rinde un alma por despojos,

no indigna de gozar de tus favores.

¡Ah, ingrata Clori! ¡Ah, ingrata, que a mis quejas

tienes el alma y pecho de diamante,

y parece que vives con mi muerte!

Mas, cruel Clori, aunque penar me dejas,

y aunque me matas, he de estar constante,

con tu desdén luchando hasta vencerte.

 

Antonia de Mendoza

Nacida en Sevilla con el cambio de siglo en un entorno aristocrático, pasó soltera buena parte de su adolescencia y de su juventud. En 1648 se casó con el conde de Benavente, recién enviudado, quien le firmó una pensión de tres mil ducados si fallecía, lo que ocurrió cuatro años después. Los plumillas de la época la destacan por su apetito, y uno de ellos llegó a considerar como causa de su muerte (en 1656) una cena de cuatro pollos (uno de ellos en jigote, otro en pepitoria, y dos sin aderezos).

 

Romance

Hoy una rosa, Domingo,

plantando está en su jardín,

para que su ramillete

tenga del rosa el matiz.

El botón de su virtud,

aunque en julio se va a abrir,

en fragancia y en edad

está gozando el abril.

Siendo rosa es maravilla,

puesto que, para lucir,

en vez de extender su pompa,

quiere su pompa ceñir.

De la religión la selva

la prohíja en su pensil,

con que otra hija desde hoy

en la madre selva vi.

El armiño y la pureza

de que hoy se viste es decir

que, sin dejar de ser rosa,

quiere parecer jazmín.

Azucena se transforma:

¿quién ha visto introducir

el candor de la azucena

de la rosa en el carmín?

Aunque de todas las flores

lo más puro llegó a unir

no hay en su designio azahar,

pero amor perfecto sí.

Aplauso le demos, flores,

pues siempre logró feliz

el aplauso de las flores

la rosa, su emperatriz.  

Catalina Clara de Guzmán

Las fechas de nacimiento y muerte de esta poeta son inciertas, aunque sabemos a ciencia cierta que nació en Zafra. Su obra es muy amplia, muchos de sus poemas se los dedicó a sus dos hermanos y a sus dos hermanas. Fue quizás la primera mujer que se sintió a sus anchas firmando composiciones cómicas.

 

Romance pintado del invierno

Qué amenazado está el campo

de las iras de el diciembre,

que le ha dado soplo al aire,

que ha de abrasarlo con nieve.

Los árboles prevenidos

desnudas las hojas tienen,

que el estorbo de estar preso

no embaraza al que es valiente.

Piezas las nubes disparan

desde sus muros celestes,

siendo campo de batalla

el que de flores fue albergue.

Balas de cristal esparce

sobre el florido tapete,

blanco de su puntería,

a pesar de tanto verde.

Banderas tremola el cierzo

y las plantas se estremecen,

porque, aunque son cosas de aire,

la debilidad las teme.

Su miedo helados confiesan

los arroyos y las fuentes,

si no es que, muertas las flores,

ya ser expertos no quieren.

Treguas les propone el marzo,

y abril socorros le ofrece,

con ejércitos de rosas

y escuadrones de mosquetes.

Retrato suyo

Un retrato me has pedido,

y aunque es alhaja costosa

a mi recato,

por lograrte agradecido,

si he dicho que soy hermosa,

me retracto.

El carecer de belleza

con paciencia lo he llevado;

mas repara

en que ya a cansarme empieza,

y aunque lo niegue mi agrado,

me da en cara.

Pero, pues precepto ha sido,

va a un traslado reducida

mi figura,

y porque sea parecido

ha de ser cosa perdida

la pintura.

No siendo largo ni rizo,

a todos parece bien

mi cabello,

porque tiene al hechizo,

que dicen cuantos le ven

que es bello.

Si es de azucena o de rosa

mi frente, no comprehendo,

ni el color,

y será dificultosa

de imitar, pues no le entiendo,

yo la flor.

Y aunque las cejas en frente

viven de quien las mormura

sin recelo,

andan en traje indecente,

pues siempre está su hermosura

de mal pelo.

Los ojos se me han hundido,

y callar sus maravillas

me da enojos,

y en su ausencia me han servido

como negros dos neguillas

de ojos.

Mis mejillas desmayadas,

nunca se ve su candor,

y esto ha sido

porque son tan descuidadas

las tales, que hasta el color

han perdido.

De mi nariz he pensado

que algún azar ha tenido,

o son antojos;

pero a ello me persuado

porque siempre la he traído

entre ojos.

Viéndola siempre a caballo,

mi malicia me previene

que lo doma,

y en buen razón lo hallo,

pues aunque lengua no tiene

se va a Roma.

No hallaré falta a mi boca

aunque molesto el desdén

me lo mande,

porque el creerlo me toca,

que dicen cuantos la ven

que es cosa grande.

Pero aunque es tan acabada,

confieso que le hace agravio

un azar,

pues a los que más agrada

dicen que tiene en el labio

un lunar.

La garganta es pasadera,

y aunque no es larga, no estoy

disgustada,

pues en viéndome cualquiera

ha de confesar que soy

descollada.

Tiene el que llega a mi mano,

aunque de corta lo niega,

gran ventura,

pues llegue tarde o temprano

a sus dedos, siempre llega

a coyuntura.

Con todo, tan poco valen

aunque alegan sus querellas

no ser mancas,

que cuanto mejores salen

no habrá quien me dé por ellas

dos blancas.

Porque nada desperdicia

dicen que es corto mi talle,

y he observado

que no es talle de codicia,

pues nadie puede negalle

que es delgado.

Que el mundo le viene estrecho

su vanidad ha llegado

a presumir,

y viene su mal derecho

más de cuatro le han cortado

de vestir.

Pues no merece mi brío

quedarse para después

ni el donaire,

ni encaresco porque es mío;

solo digo que no es

cosa de aire.

A ser célebres sospecho

que caminan mis pinceles

si me copio,

pues el retrato que he hecho

sé que no lo hiciera Apeles

tan propio.

Sin haberle obedecido,

el retrato a mi despecho

ha sido en vano,

pues tú cabal lo has pedido,

y todo el retrato he hecho

de mi mano.

Y que tiene, es infalible,

algún misterio escondido,

y yo peno

por saber cómo es posible

que estando tan parecido,

no esté bueno.

Tal cual allá va esa copia,

y si me deseas ver,

yo creo

según ha salido propia,

que te ha de hacer perder

el deseo.

Y si tal efecto hace,

temo que pareceré

confiada,

y aunque no me satisface

mi trabajo, quedaré

muy pagada.

Romance

Sin color anda la niña

después que se fue su amante,

enemiga de sus ojos,

descuidada de su talle.

El cabello suelto deja

a la voluntad al aire,

que avariento con el sol,

antes le riza que esparce.

Sus hermosos ojos negros

vierten perlas orientales,

que para alguno que envidia

cada lágrima es un áspid.

No se conoce a sí misma

desde el jueves en la tarde,

que ya para sus desdichas

los jueves han de ser martes.

Bien puede ser que la ausencia,

de enamorada me engañe,

que no hay venturoso firme

ni desdichado mudable.  

Ana Caro Mallén

Es posible, pero no seguro, que naciese, como su hermano, en Granada, en torno a 1590. Vivió en Sevilla antes de instalarse en Madrid, donde desplegó una animada vida social. Fue miembro de la Academia Literaria del conde de la Torre y trabó una inspirada amistad con la escritora María de Zayas y Sotomayor. Es muy probable que muriese en 1650.

 

A un posible lector

Noble lector piadoso, cuando leas

este bosquejo de mi inculta pluma,

y en cada letra mil defectos veas,

pensando ver una perfecta suma,

que deseé acertar es bien que creas,

mas la materia es mar, mi ingenio espuma:

halle mi hierro en tu intención disculpa

si amor la suele ser de toda culpa.

 

Sor Dorotea Félix de Ayala

A ciencia cierta solo podemos decir que vivió en un convento segoviano como monja.

 

Décimas a la muerte del doctor Juan Pérez de Montalbán

Que amor uno pueda hacer

de dos amantes ingenios,

y más siendo unos los genios,

nadie le duda el poder.

Pues si esto así puede ser

cuando uno al otro así quiere,

sin duda alguna se infiere

que por más que uno se prive

al morir, todo no vive

al punto que el otro muere.

Montalbán, pues esto es cierto,

¿quién es aquel que no vio

lo mucho que en ti murió

cuando al gran Lope vio muerto?

Así con razón advierto

al mundo que, cuanto a mí,

morir dos veces os vi,

¡quién tanto visto no hubiera!:

en Lope, tú, la primera,

la segunda, Lope en ti.

En tanto extremo notamos

cuanto sentir os hicistes;

pues si dos veces moristes,

nosotros cuatro os lloramos;

a la fortuna culpamos

de sernos tan importuna,

y responde la fortuna

que era injusto que se viese

que dos veces no muriese

quien ha de vivir más de una.

 

Beatriz Jiménez Cerdán

De esta poeta apenas sabemos que vivió en el siglo xvii y que sintió admiración por la Casa de los Austrias.

 

Soneto a la muerte de doña Isabel de Borbón

De Francia marchitó la flor más bella,

del rigor más común el golpe fiero;

desdicha grande, si funesto agüero,

que a España le dejó tanta querella.

Si alfombras de cristal triunfante huella

túmulo de dolor grave y austero

renueva sus memorias tan severo

que anocheció la más lucida estrella,

hoy atenta celebra las memorias

del sol, a quien debió luces tan claras,

llorando que le falten sus reflejos.

Perdió su luz mi sol, perdí mis glorias;

aquí, vida veloz, tu curso paras;

quiebren a un mismo tiempo dos espejos.

 

Cristobalina Fernández de Alarcón

Tras nacer en Antequera en 1576 su padre le procuró una educación humanística antes de casarla a los quince años con un comerciante. El chismorreo de la época asegura que inspiró su célebre «Canción amorosa» en la pasión extramatrimonial que le despertó Pedro Espinosa. Participó en numerosas justas poéticas donde sobresalió por su talento para la improvisación. Tras quedarse viuda se casó con un joven estudiante. Se dice que del disgusto Pedro Espinosa se retiró a una ermita; pero el dato está menos contrastado que el de su muerte el año 1646, en la misma Antequera, de la que apenas salió.

 

Canción amorosa

Cansados ojos míos,

ayudadme a llorar el mal que siento,

hechos corrientes ríos

daréis algún alivio a mi tormento

y al triste pensamiento

que tanto me atormenta

anegaréis con vuestra gran tormenta.

Llora el perdido gusto

que ya tuvo otro tiempo el alma mía,

y el eterno disgusto

en que vive muriendo noche y día;

que estando mi alegría

de vosotros ausente,

es justo que lloréis eternamente.

¡Que viva yo penando,

por quien tanto de amarme se desdeña!

¡Que cuando estoy llorando

haga tierna señal la dura peña,

y que a su zahareña

condición no la mueven

las tiernas lluvias que mis ojos llueven!

Sombras que en noche oscura

habitáis de la tierra el hondo centro,

decidme ¿por ventura

iguala con mi mal el de allá dentro?

Mas ¡ay! que nunca encuentro

ni aun en el mismo infierno

tormento igual a mi tormento eterno.

¿Cuándo tendrá, alma mía,

la tenebrosa noche de su ausencia

fin, y en dichoso día

saldrá el alegre sol de tu presencia?

Mas ¿quién tendrá paciencia?

Que es la esperanza amarga

cuando el mal es prolijo y ella es larga.

¡Oh, tú, sagrado Apolo!,

que del alegre oriente al triste ocaso,

el uno y el otro polo

del cielo vas midiendo paso a paso,

¿has descubierto acaso

desde tu sacra cumbre

el hemisferio a quien mi sol da lumbre?

Dirasle, si lo esconde

en sus dichosas faldas el aurora,

lo mal que corresponde

a aquesta alma cautiva, que le adora;

y cómo siempre mora

dentro del pecho mío,

tan abrasado cuanto el frío es frío.

Infierno de mis penas,

fiero verdugo de mis tiernos años,

que con fuertes cadenas

tienes el alma presa en tus engaños,

donde los desengaños,

aunque se ven tan ciertos,

cuando llegan al alma llegan muertos.

Yo viviré sin verte

penando, si tú gustas que así viva,

o me daré la muerte,

si muerte pide tu piedad esquiva;

bien puedes esa altiva

frente ceñir de gloria

que amor te ofrece cierta la victoria.

Tuyos son mis despojos,

adorna las paredes de tu templo;

que tus divinos ojos

vencedores del mundo los contemplo;

ellos serán ejemplo

de ingratitud eterna.

¡Ay ojos, quién os viera!

que no hubiera pasión tan inhumana

que no se suspendiera

con vista tan divina y soberana.

Quedara tan ufana,

que el pensamiento mío

cobrara nuevas fuerzas, nuevo brío.

Si amor, que me transforma,

quitándome el pesado y triste velo,

me diera nueva forma,

volara, cual espíritu, a mi cielo,

y no abatiera el vuelo,

que yo rompiera entonces

de cualquier imposible duros bronces.

No estuviera seguro

el monte más excelso y levantado,

ni el más soberbio muro,

de ser por mis ardides escalado,

y a despecho del hado,

descendiera, por verte,

al reino oscuro de la oscura muerte.

Mil veces me imagino

gozando tu presencia, en dulce gloria,

y con gozo divino

renueva el alma su pasada historia;

que con esta memoria

se engaña el pensamiento,

y en parte se suspende el mal que siento.

Mas como luego veo

que es falsa imagen, que cual sombra huye,

auméntase el deseo,

y ansias mortales en mi pecho influye,

con que el vivir destruye:

que amor en mil maneras

me da burlando el bien, y el mal de veras.

Canción, de aquí no pases,

cese tu triste canto;

que se deshace el alma en triste llanto.

Soneto a la batalla de Lepanto

De la pólvora el humo sube al cielo,

busca el cielo su esfera, y entre tanto

mira Neptuno con terror y espanto

teñido en sangre su cerúleo velo.

Al centro profundísimo del suelo

bajan mil almas con eterno llanto

a contar la batalla de Lepanto,

y otras vuelan al reino del consuelo;

cuando de Carlos el valiente hijo

español Escipión, César triunfante,

levantando en sus hechos su memoria:

«¡Virgen Señora del Rosario», dijo,

«venced nuestro enemigo!», y al instante

se oyó por los cristianos la victoria.

Soneto a san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier

Sale dando matices de escarlata

al cielo de zafir el sol dorado

y el grato al resplandor que le ha prestado

todo planeta influye en luz de plata.

Si en un espejo el cielo se retrata,

de estrellas, cielo y sol se ve un traslado,

mas si el cristal por arte es ochavado,

en diversas esferas se dilata.

Javier e Ignacio a Dios, que es sol, imitan

en la Iglesia, cristal de la triunfante,

distinta en dos opuestos paralelos.

Mas no en la unión que entre ambos solicitan,

siendo el uno en Poniente, otro en Levante,

dos planetas, dos soles en dos cielos.

A la Virgen

Reina del cielo, que con bellas plantas

sobre tapetes y alcatifas bellas,

cantando himnos y pisando estrellas,

los coros guías de doncellas santas,

de cuyas gracias tantas

se admiran de tu corte los galanes,

los que, en vez de brocado y tafetanes,

visten púrpura ardiente y blancas luces:

escucha mi lamento,

si mis piadosas lágrimas

pueden subir al reino del contento.

 

Siglo XVI

 

Silvia Monteser

Poeta de la que solo conservamos trazos biográficos borrosos. Se conjetura que fue hija del autor dramático Francisco Antonio de Monteser.

 

Soneto a la muerte de Felipe III

No pases, huésped, no, para y admira

la pompa de este túmulo arrogante

y esa inscripción te informará elegante

que es lengua muda de esta excelsa pira.

Penetra el mármol y en su centro mira

triste cadáver el cristiano atlante,

contra el hereje rayo fulminante,

que ya su imperio y majestad expira.

Aquí verás los triunfos por despojos

colgajos en el templo de la muerte,

donde huella la púrpura y cayado.

Mas si no son dos ríos tus dos ojos

no pares, huésped, no, para y advierte

que aquí vives y mueres retratado.

 

Hipólita de Narváez

Ni un dato seguro conocemos de esta poeta, a la que algunos eruditos consideran hermana de Luciana de Narváez, de la que sabemos que nació en Antequera.

 

Soneto

Engañó el navegante a la sirena,

el dulce canto en blanda cera roto;

y ayudado del santo, su devoto,

el cautivo huyó de la cadena.

De la serpiente que en la selva suena,

la virgen se libró con alboroto,

y de las ondas se escapó el piloto

haciendo remo el brazo, nao la entena.

Yo, fuerte, presa tímida, constante,

venzo sirenas, sierpes, ondas, hierro,

y sola muero a manos de mi daño.

Virgen, piloto, esclavo, navegante,

ven, libres, que no importa a mi destierro

voto, temor, necesidad, engaño.

Soneto

Leandro rompe, con gallardo intento,

el mar confuso, que soberbio brama;

y el cielo, entre relámpagos, derrama

espesa lluvia con furor violento.

Sopla con fuerza el animoso viento,

triste de aquel que es desdichado y ama,

al fin al agua ríndase la llama,

y a la inclemente furia el sufrimiento.

Mas, ¡oh felice amante!, pues al puerto

llegaste deseado de ti tanto,

aunque con cuerpo muerto y gloria incierta.

Y desdichada yo, quien mar incierto,

muriendo entre las aguas de mi llanto,

aún no espero tal bien después de muerta.

 

Juana de Arteaga

De esta poeta apenas sabemos que vivió en el siglo xvi.

 

Alegres horas de memorias tristes

que, por un breve punto que durastes,

a eterna soledad me condenastes

en pago de un contento que me distes.

Decid: ¿por qué de mí, sin mí, os partistes

sabiendo vos, sin vos, cual me dejastes?

Y si por do venistes os tornastes,

¿por qué no al mismo punto que vinistes?

¡Cuánto fue esta venida deseada

y cuán arrebatada esta venida!

Que, en fin, la mejor hora fue menguada.

No me costastes menos que una vida

la media en desear vuestra llegada

y la media en llorar vuestra partida.

 

Isabel de Vega

Poquísimo es lo que sabemos de Isabel de Vega, más allá de que la mayor parte de su vida transcurrió en el siglo xvi, y que por el tema y las dedicatorias de sus libros admiraba (y quizás trató en la corte) a Carlos V. Vivió largo tiempo en Madrid, pero tampoco es seguro que naciese allí.

 

Glosa a este villancico

Nunca más vean mis ojos

cosas que les den placer

hasta tornaros a ver.

Si pudiese con la vida

recobrarse el bien perdido,

yo la doy por bien perdida,

que el morir no es a medida

del dolor que he padecido;

y pues veros apartar

fue causa de mis enojos,

pues no queda que mirar

ni lágrimas que llorar,

nunca más vean mis ojos.

¿Qué puedo ya ver, señora,

habiéndote visto en mí?

Que el que te vido y te adora

no puede vivir un hora

más que cuando vive en ti;

mas pues que con mis gemidos

no puedo ya detener,

no se acabe el padecer,

ni suenen a mis oídos

cosas que les den placer.

Cuando me atormenta amor

con temor, ausencia y muerte,

tengo yo por buena suerte

vivir con tanto dolor

a trueque de esperar verte;

pero porque de sufrir

no se canse el padecer,

finge mi mal un placer

qu’es imposible sentir

hasta tornaros a ver.

Coplas

Ni basta disimular

ni fingir contentamiento,

qu’el rabioso pensamiento

revienta por se mostrar.

No me aprovecha callar

aunque la razón me ayuda,

que si la lengua está muda

los ojos saben hablar.

¡Oh, cuitado corazón!

¡Cuán dichoso hubieras sido

si fuera tu mal fingido

como los de muchos son!

Mas, ¡ay!, cuán a costa mía

es vuestro mal verdadero,

pues mucho más persevero

mientras más el mal porfía.

Ya no valen desengaños

para hacerme entender

cuán costoso es el querer

que acarrea tantos daños.

Qu’es tan ciega mi afición

y está el mal tan arraigado,

que en virtud de mi cuidado

me sustenta mi pasión.

Soneto a la muerte del emperador Carlos V

¡Oh, muerte! Cuánta gloria has alcanzado

triunfando del que triunfos par no tiene;

que triunfes más de nadie no conviene,

pues no hay plus ultra adonde has llegado.

Sosiéguese de hoy más tu pecho airado,

qu’el daño que por ti cruel nos viene

ni el nombre del que en tal dolor nos tiene

no temas que jamás será olvidado.

¡Oh César y Alejandro!, que ganastes

tan clara fama por los hechos raros

y con ellos triunfáis en el abismo.

¡Oh Carlos! Clara luz, que vos volastes

al sumo cielo con triunfos claros

después de haber triunfado de vos mismo.

Soneto al príncipe don Carlos de España, sobre este verso de David: «Omnia excelsa tua et fluctus tui super me transierunt»

Divino ingenio, lengua casi muda,

hermoso rostro, cuerpo desgraciado,

valor inestimable no estimado,

con mano larga y de poder desnuda.

Virtud resplandeciente sin ayuda,

rigor y ejecución bien empelado;

benigno, afable, nunca espirmentado,

palabra firme, fe que no se muda.

Alto estado, grandeza, abatimiento,

prisión y libertad, poca salud

con ánimo constante y sufrimiento.

Pasó sin hacer daño a su virtud

el Príncipe don Carlos desdichado

a quien Fortuna rostro no ha mostrado.  

Sor María de la Antigua

Nacida en 1566, muy cerca de la ciudad de Sevilla, en Cazalla de la Sierra, en un ambiente de pobreza tan agobiante que obligó a sus padres a llevarla a servir en un convento. La priora se encariñó de la niña y le trazó una cómoda carrera religiosa que se prolongó hasta su muerte en 1617. La poesía ocupó en su vida un espacio modesto si lo comparamos con el millar y medio de cuadernos que escribió, al dictado de Dios, sobre doctrina eclesiástica, y que despertaron las sospechas de la Inquisición.

 

Canción

Alma, que estando muerta

y en horrores de vicios sepultada,

Dios te llama y despierta

con una voz tan dulce y regalada,

¿qué haces, que no escuchas

sus amorosos ecos? ¿Con quién luchas?

¿Qué miedos te combaten?

¿Qué temores te impiden? ¿Qué recelos

hay en ti que delaten

el logro de tus ansias y desvelos?

Responde a quien te llama

y no te hieles cuando Dios te inflama.

Concede al ocio justo

la piadosa atención que está pidiendo,

y con intenso gusto

escucharás a un cisne que muriendo

entre las ansias suyas

se acuerda así de las miserias tuyas.

–Pobre ovejuela –dice–,

¿qué quieres ignorante de tu daño,

malograrte, infelice?

¿No ves que vas huyendo del rebaño

de mis mansos corderos,

a ser manjar de lobos carniceros?

De ti te compadece;

ten lástima de ti, que vas perdida,

y si no te parece

que es muy grande tu culpa y tu caída,

mira, fiel, con cuidado,

verás lo que me cuesta tu pecado.

Mira estas nobles sienes

coronadas de espinas rigurosas,

y si en tu pecho tienes

piedad, mira estas puntas dolorosas

que el cerebro me pasan

y el corazón y el alma me traspasan.

Mira estos ojos bellos,

por tu culpa sangrientos y eclipsados,

y estos rubios cabellos,

en mi sangre teñidos y bañados;

verás al sol ponerse

y al oro entre la púrpura esconderse.

Mira aquestas mejillas

que a esmaltes de carmín fondo de nieve

les daban, ya amarillas,

sin su beldad hermosa cuanto breve;

mira, y verás mis labios

cárdenos lirios de sufrirte agravios.

Mira estas manos santas

que ocupadas en tales ejercicios,

misericordias tantas

obraron, por hacerte beneficios,

y para tu remedio

las verás taladradas por el medio.

Mira esta de rubíes

puerta, que en mi costado generoso

con pompas carmesíes

abrió un golpe de lanza impetuoso,

verás con este hierro

pagar mi amor lo que debió tu yerro.

Mira estos pies divinos

que, descalzos por una y otra parte,

tan diversos caminos

anduvieron gustosos a buscarte,

y en ellos castigada

verás tu liviandad desenfrenada.

Mira, si acaso puedes

mirar sin compasión, todo llagado

mi cuerpo, y si no excedes

en fiereza al león y al tigre airado,

viendo no lo merezco,

te dolerá lo que por ti padezco.

Mira que si en el verde

leño se hace tan cruel castigo,

es para que se acuerde

cuál será aquel que se hará contigo,

que, dada a tus placeres,

seca de gracia y de virtudes eres.

Pero si estás tan dura

que no te mortifican mis dolores,

y tu vana locura

los oídos le niega a mis clamores,

alma, repara y mira

que cuanta es mi piedad, tanta es mi ira.

Invocación del favor divino que puso la venerable madre sor María de la Antigua a esta obra

Socorredme, Señor mío,

si no queréis que perezca

entre dos mares metida

de quien soy y tus grandezas

hechas en la criatura

peor que el Cielo sustenta,

que cuanto mayores fueron,

tanto lo son las ofensas.

Mandaisme, mi Dios, que escriba

las soberanas larguezas

que habéis hecho con mi alma,

y cómo respondo a ellas.

Sépase mi ingratitud;

no tengas, alma, vergüenza;

pues sin vergüenza pecasteis,

decid que sois sinvergüenza.

Yo soy la ingrata que di

a mi Señor con las puertas

tantas veces en la cara,

como si Él algo perdiera.

Y habiéndole menester,

yo le traté de manera

que en no echarme en el Infierno

mostró su amor y grandeza.

Ojalá estuviera en él

primero que le ofendiera,

que no siento mis tormentos,

sino solo sus ofensas.

 

Luisa de Carvajal y Mendoza

Nacida en Extremadura el segundo día de 1566, quedó bajo la tutela de su tía, María Chacón, tras quedarse huérfana apenas seis años después. La tía María se relacionaba con el arzobispo de Toledo, con el príncipe don Diego (del que había sido aya) y con las infantas. Cultivó la independencia para vivir sin casarse ni ingresar en ningún convento. En 1605 se trasladó a Lovaina con el propósito (satisfecho) de formar un contingente de misioneros para predicar en la Gran Bretaña. En aquella especie de monasterio privado murió el segundo día de 1614.

 

En la sagrada comunión

¡Ay! soledad amarga y enojosa,

cansada de mi ausente y dulce amado,

dardo eres en el alma atravesado,

dolencia penosísima y furiosa.

Prueba de amor terrible y rigurosa,

y cifra del pesar más apurado,

cuidado que no sufre otro cuidado,

tormento intolerable y sed ansiosa.

Fragua, que en vivo fuego me convierte,

de los soplos de amor tan avivada,

que aviva mi dolor hasta la muerte.

bravo mar, en el cual mi alma engolfada

con tormenta camina dura y fuerte

hasta el puerto y ribera deseada.

Al pie izquierdo de Cristo

El pie que de amor me hirió

de solo mirarle un día,

¿qué efecto en el alma haría

cuando a mis labios llegó?

Dígalo amor, a quien diere

el alma por escucharle,

que fuerza será dejarle

vida y alma, si le oyere.

Que sin jamás apremiar

la voluntad de manera,

él la fuerza a que te quiera,

que no te puede olvidar.

El pie tu Silva besando,

que juntamente adoraba,

do sentí que al alma entraba

un fuego y otro abrasando.

Y abierto hasta el corazón

el camino a puro fuego,

a paso llano el pie luego

entró a tomar posesión.

Y tan perdida quedé,

cuando los ojos por verle

alcé, que por no perderle

me di por el dulce pie.

Y como me di a mí, diera

por solo este pie pintado

cuanto bien imaginado

puede haber, si le tuviera.

Aquesto así ejecutado,

me fuera suma riqueza

verle sobre mi cabeza

después de haberle besado.

Que no solo vencedor

tu robusto brazo diestro

es, que con tu pie siniestro

hieres y matas de amor.

Mil dardos dél me arrojaste

y al alma todos llegaron,

y mil heridas causaron

de amor, con que me mataste.

Deseos de martirio

Esposas dulces, lazo deseado,

ausentes trances, hora victoriosa,

infamia felicísima y gloriosa,

holocausto en mil llamas abrasado.

Di, amor, ¿por qué tan lejos apartado

se ha de mí aquella suerte venturosa

y la cadena amable y deleitosa

en dura libertad se me ha trocado?

¿Ha sido, por ventura, haber querido

que la herida que al alma penetrada

tiene con dolor fuerte desmedido

no quede socorrida ni curada,

y, el afecto aumentado y encendido,

la vida a puro amor sea desatada?

Amor y ausencia

¿Cómo vives, sin quien vivir no puedes;

ausente, Silva, el alma, tienes vida;

y el corazón aquesta misma herida

gravemente atraviesa, y no te mueres?

Dime, si eres mortal, o inmortal eres.

¿Hate cortado Amor a su medida,

o forjado en sus llamas derretida,

que tanto el natural límite excedes?

Vuelto a tu corazón cifra divina

de extremos mil Amor, en que su mano

mostrar quiso destreza peregrina,

y la fragilidad del pecho humano

en firmísima piedra diamantina,

con que quedó hecho alcázar soberano.

En el siniestro brazo recostada

de su amado pastor, Silvia dormía,

y con la diestra mano la tenía

con un estrecho abrazo a sí allegada.

Y de aquel dulce sueño recordada,

le dijo: «El corazón del alma mía

vela, y yo duermo. ¡Ay! Suma alegría,

cuál me tiene tu amor tan traspasada.

Ninfas del paraíso soberanas,

sabed que estoy enferma y muy herida

de unos abrasadísimos amores.

Cercadme de odoríferas manzanas,

pues me veis, como fénix, encendida,

y cercadme también de amenas flores». 

Constanza Ossorio

Con apenas ocho años de edad ingresó en el convento de Santa María de las Dueñas, donde sobresalió como maestra de capilla por sus dotes vocales y su talento como interpreté de órgano. El Huerto del celestial esposo constituye junto con la reescritura de los salmos lo más importante de su obra. Murió en 1637 en Sevilla, la misma ciudad donde había nacido en 1595.

 

Salmo LXIV

A ti, Dios, en Sión den alabanzas

tus queridos devotos;

los que en Jerusalén ¡oh rey! alcanzas

también te rindan votos.

Y entre unos y otros yo te pido,

dando al alma trasiegos,

que inclines tu amoroso y fiel oído

a mis humildes ruegos.

Pues a ti solo todos los mortales

van a pedir remedio

de sus crueles y incurables males

como a su único medio.

Contra nosotros han prevalecido

las palabras dañosas

de nuestros enemigos, y han vencido

sus lenguas venenosas.

Si desto causa han sido los pecados

que habemos cometido,

de tu piedad seremos perdonados,

cual siempre lo hemos sido.

Porque es dichoso y bienaventurado

aquel que Tú recibes,

y por mil siglos vive coronado

adonde Tú resides.

Que es tu sagrado templo donde hay bienes

y premios de honra y gloria;

allí tu mano coronó sus sienes

con triunfos de victoria.

Dando con igualdad a cada uno

el premio que merece,

quedando de honra y gloria siempre ayuno

el que el mundo engrandece.

A los que somos tuyos, salud nuestra,

óyenos del altura,

y muestra en nuestra ayuda tu gran diestra,

¡oh mi esperanza pura!

que aunque al fin de la mar y de las tierras

esté de ti apartado,

me aparejas los montes y las sierras

que sirven de collado,

donde con tu poder y fortaleza,

mientras el mar se altera,

me ciñen de valor y de firmeza,

guardando mi fe entera.

Viendo tu gran saber y tus señales

las gentes te temieron,

y aunque eran enemigos capitales,

tu poder conocieron.

Que alegras y entristeces cuando quieres,

que ordenas noche y día,

que sanas y das vida, matas, hieres,

que eres del alma guía.

Y para encaminarla a tu alto cielo

visitaste la tierra,

dejando enriquecido nuestro suelo

del bien que en ti se encierra.

El río caudaloso y de contento

del tesoro del Padre,

para dar a las almas su sustento

nació de Virgen madre.

Y los demás arroyos se enriquecen

de peces nadadores;

las plantas y las flores reverdecen

y respiran olores.

Con tu rocío manso y amoroso

se alegran los sembrados,

y crece el trigo grueso y espigoso

en los verdes collados.

Y viéndolo tan fértil y abundoso

tu bendición le echaste

benigno, afable y misericordioso,

que en verlo te alegraste.

Los campos ya desiertos y agostados

primaveras parecen,

y en los cerros más altos y empinados

la rosa y clavel crecen.

Y las ovejas mansas parideras,

con los demás ganados,

pacen la fresca hierba en las riberas,

de gozo rodeados.

Y todos con balidos, brincos, danzas,

te dan mil alabanzas.

 

Sor Jerónima de la Asunción

En 1555 vino al mundo esta hija de un jurista toledano. Ingresó de adolescente en el convento de Santa Isabel. En 1620 emprendió un viaje (casi asombroso en aquel tiempo) a Manila con el propósito de ejercer como abadesa de un nuevo convento, allí falleció en 1630. Pese a su fama de escritora prolífica muchos de sus escritos se han perdido.

 

Soliloquio

Vuestra soy, para vos nací;

¿qué mandáis hacer de mí?

Inaccesible grandeza,

eterna Sabiduría

y bondad del alma mía,

Dios, un ser, poder y alteza,

mirad la suma pobreza

de esta que se ofrece aquí.

¿Qué mandáis hacer de mí?

Veis aquí mi corazón,

yo le pongo en vuestra palma,

mi cuerpo, mi vida y mi alma,

mis entrañas, mi afición;

luz, esposo y Redención,

pues por vuestra me ofrecí,

¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme muerte o dadme vida,

salud o enfermedad

honra o deshonra me dad,

dadme guerra o paz cumplida,

que, medrosa o atrevida,

a todo diré que sí.

¿Qué mandáis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza,

dadme gusto o desconsuelo,

dadme alegría o tristeza,

dadme infierno o dadme cielo;

vida dulce, sol sin velo,

pues del todo me vendí.

¿Qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que me esté holgado

por amor, quiérome holgar;

si me mandáis trabajar,

morir quiero trabajando;

decí dónde, cómo y cuándo,

decí, dulce amor, decí,

¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis, dadme oración;

si no, dadme sequedad;

si abundancia o devoción,

o si no esterilidad.

Soberana Majestad,

solo hallo paz aquí.

¿Qué mandáis hacer de mí?

Dadme, pues, sabiduría,

o por amor ignorancia,

dadme años de abundancia

o de hambre y carestía,

tinieblas o claro día,

revolvedme aquí o allí;

¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme Calvario o Tabor,

desierto o tierra lodosa

sea Job en el dolor

o Juan que al pecho reposa,

sea viña fructuosa

o estéril, si cumple así;

¿qué mandáis hacer de mí?

Sea Joseph en cadenas

o de Egipto Adelantado;

sea David sufriendo penas

o el mesmo ya coronado;

sea Jonás anegado

o libertado de allí;

¿qué mandáis hacer de mí?

Esté callando o hablando,

haga fruto o no le haga,

la ley me esté preguntando,

la gracia sane mi llaga;

crezca o se mengüe mi paga,

solo vos vivid en mí.

¿Qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, para vos nací;

¿qué mandáis hacer de mí?

 

Sor Ana de San Bartolomé

Su novelesca vida nos dice que tras quedarse huérfana vivió de cuidar ovejas en Ávila, donde había nacido en 1549. Su ingreso en el convento de San José interrumpió esta vida pastoril, allí conoció a santa Teresa, a quien acompañó en varios viajes por Palencia y Burgos, transmitiéndole su pasión por la poesía. Pasó por Madrid, París y Amberes, con el cometido de fundar conventos. Murió en 1626.

 

Letrilla

Si ves mi pastor,

háblale, Llorente;

dile mi dolor,

mira si lo siente.

Dile con cuidado,

y bien dicho, pastor, 

que por qué ha cerrado

ansí mi corazón,

y siendo el Señor

ansí se me ausente.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

Vuélveme la luz,

caro y buen amigo,

y venga la cruz

como seáis servido,

que ese es el camino

que pide el amor.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

La noche es oscura

y da mil temores,

y los robadores

que no se conduran;

¿y entonces te escondes,

mi buen fiador?

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

No os mostréis tan duro,

buena está la prueba

y basta la hecha,

pues veis no es seguro

en tan flaca tierra

y tan sin vigor.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

¿Cómo me has metido 

en tan fuerte breña,

y te has escondido

dejándome en ella

y en estrecha senda

sin saber dó voy?

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

Si me has entendido,

¿cómo no respondes

a un triste suspiro

que es cierto que le oyes?

Y eso más me pone

triste y con temor.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

Dile cuál estoy

y todas mis penas,

y con gran dolor

de ver sus ausencias,

y en tierras ajenas

que es más el temor.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

Dile que no tarde,

porque yo me muero

y no hallo nadie

que me dé consuelo

si yo no le veo

en mi corazón.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

Dile que a qué hora

quiere que le aguarde,

que él mismo la escoja

y que me lo mande,

y que yo le halle

como a mi pastor.

Dile mi dolor,

mira si lo siente.

 

Sor Hipólita de Jesús Rocaberti

Nacida en Barcelona a principios de 1549, Hipólita solo pasó once años en su aristócrata casa donde confluían los títulos de vizconde de Rocaberti, conde de Módica y Osona, marqués de Anglesola y conde de Pereleda, para tomar el hábito, bajo la supervisión de su tía sor Estefanía. Su carrera eclesiástica fue modesta y no pasó de maestra de novicias. Murió en pleno verano de 1624.

 

¡Oh, llave piadosa,

consuela esta alma que rendida pide,

y muéstrale el tesoro

que nadie puede ver sino el humilde!

El humilde Cordero

que por nosotros fue crucificado,

abrió los siete sellos

que solo descifrar puede su mano.

¡Oh, deseada llave

de los profetas, a que abriste el Cielo,

y porque en ti esperaron,

ni avergonzados ni confusos fueron!

¡Oh, llave de oro fino,

abre mi corazón a tu ley santa;

el espíritu ardiente

dél sea el escritor, y yo la tabla!

Con su dedo divino

su amor tan firme grabe,

que borrarle no puedan

ni penas, ni dolor, ni enfermedades.

¡Oh, saber sempiterno,

a esta hormiguita admite

en esa abierta llaga

de tu costado, donde el alma vive!

A este vil gusanillo

tu calor sea fomento,

que de frío se muere

si no le das aliento con tu fuego.

¡Oh, llave de mi alma,

a este entendimiento oscurecido

enviad esos rayos

que vuestro pecho oculta en su retiro!

¡Oh, llave gloriosa

de mi dulce Jesús, que eternidades

liberal facilita

para vivir con él y con su Padre!

¡Oh, llave, que escondida

del seno superior al mundo bajas

porque elevado el hombre

pueda ascender al cielo de tu gracia!

Jesús, amable dueño,

selle mi corazón tu dulce mano;

la culpa no le empañe;

tú seas el Señor, y no el pecado.

Si eres celestial puerta,

y llave te llamó el santo Isaías,

no a mis deseos niegues

esta gloria feliz por que suspiran.

En la coluna miro

abierta por mi bien tu sacra espalda;

esa coluna sea

norte de mi desierto hasta la patria.

¡Oh, qué llave divina

que abre a todos los predestinados

sin que nadie lo embargue,

sino solo el pecado no llorado!

Pues si el Cielo franqueas

a los atribulados y afligidos,

admite del que llora

tus ofensas, el grato sacrificio.

Himno en desprecio del mundo

Pues a cuanto el mundo alaba

pone fin la sepultura,

no quiero bien que no dura,

ni temo mal que se acaba.

Llore yo el tiempo pasado

y menosprecie el presente,

meditando atentamente

el tiempo que no ha llegado.

Pues el tiempo está pasando

y se me acerca la muerte,

quiero vivir de tal suerte,

que en el bien me halle velando.

La cruz quiero por cayado,

séanme clavos y lanza

asilos de mi esperanza

en mi corazón fijados.

Aunque vivo en este mundo,

trátole como traidor,

aborrezco su favor,

vístome de su descuido.

A mi alma, cual carbón,

muerta, negra, fría y fea,

con la sangre la hermosea

que por mí en su Pasión dio.

La muerte venir afecta;

yo deseo que no tarde

cuando mi corazón arde

en la caridad perfecta.

Si el mundo llama al perdido,

llama Jesús sus electos;

quiero ser de los perfectos

y a Jesús prestar oído.

Este es cordero y pastor

y yo su pequeña oveja,

y así mi amor se apareja

a oír la voz del Señor.

¡Oh!, si en esta tierra ajena

viviera yo de tal suerte

que cuando llegue la muerte

venga muy en hora buena.

 

Sor María de San José

La vida de esta poeta, nacida en Toledo en 1548, está estrechamente ligada a la de santa Teresa, a la que conoció cuando trabajaba de doncella en casa de Luisa de la Cerda. Santa Teresa no tardó en convencer a la chica para que se uniese a su orden, donde desarrolló una actividad frenética, primero como priora del convento de Sevilla, y tras varios roces con la Inquisición, en Lisboa. Murió agobiada por la persecución a la que fueron sometidos los herederos espirituales de santa Teresa (con la que mantuvo una prolongada correspondencia) en el convento de Cuerva en 1603.

 

Ansias de amor

Por las calles y plazas voceando,

buscando te he andado, Amado mío;

mil días han pasado, y no hallando,

con dolorosas ansias a ti envío

mil suspiros, y a todos conjurando,

cada cual me arroja y da desvío;

vuelvo con triste llanto y cruda pena

a soltar al dolor copiosa vena.

Tornen los ojos al continuo llanto,

torne el gemido, torne la tristeza,

cubra el cielo su lustroso manto

y todo se me vuelva en aspereza,

y nada me sustente, ni vea cuanto

cobija el firmamento y su riqueza,

que mientras no tuviere luz preciosa,

la que alumbra a los otros me es odiosa.

El caos confuso oscuro otra vez sea,

que para mí yo doy carta de horro

a todo lo criado, y nada sea

en mi favor, provecho, ni socorro;

hasta que aquel que ama mi alma vea,

en nada paro y con deseo corro

al fin donde me llevan mis deseos,

huyendo de tropiezos y rodeos.

Y por que nada estorbe mi destino,

ni me impida ninguna criatura,

a todos doy repudio, y sé que atino,

porque sin ti, mi Dios, todo es locura,

y quien en esto para, va sin tino,

buscando eterna muerte y desventura;

vaya lejos de mí lo que es dañoso,

y aun para vivir lo provechoso.

Lejos vaya de mí todo contento,

afuera tierra y afuera suelo,

que sin Dios nada soy ni llevo intento

admitir el más mínimo consuelo;

si algo he de admitir, es el tormento,

ansias, penas que dais y desconsuelo;

que esta medicina a mi dolencia

sana, y della tengo ya experiencia.

No hay agua más preciada al sediento,

ni manjar más sabroso al sin hastío,

ni sombra do descanse el sin aliento

de la furia del sol en el estío;

ni tesoro escondido al avariento,

ni al ambicioso el mando y señorío

que más gustoso sea y agradable,

que a mi alma es la pena dulce, amable.

Y por que no me falte, determino

hacer un desafío a sangre y fuego

a aquestos tres tiranos que el camino

impiden al que busca con sosiego

solo lo celestial y lo divino;

al que mi alma busca pido y ruego

que crezca y nunca cese aquesta guerra,

ni ya más tenga yo paz en la tierra.

¡Oh, mundo crudo, desleal, insano!,

huir quiero de ti y de quien te sigue,

pues tu trato perverso e inhumano,

a aquel que más te ama más persigue.

Dichoso es aquel que da de mano

a aquesta bestia fiera, que prosigue

en ser siempre contrario y enemigo,

pues hará menos mal que siendo amigo.

Mas ¿para qué me acuerdo de que hay cosa

que bien ni mal me haga en este suelo,

pues sola su memoria aun es dañosa?

Cubrir quiero mi rostro, y puesto velo

a todo lo criado, como esposa

de aquel eterno Rey de tierra y cielo,

prosiga el lamentar ya comenzado,

no cese el penar, pues no le he hallado.

¡Ay, ay, Amado mío! ¿Qué te has hecho?

¿No te duele el clamor de mi gemido,

viendo mi corazón por ti deshecho,

y siendo tú la causa, que has herido

con un terrible golpe el tierno pecho?

¿Por qué huyes de mí y te has escondido?

Respóndeme, Señor y dulce Padre,

Esposo, Hermano, Amigo y cara madre.

Que gustas ver penar a quien te ama

con un amor más duro que el infierno,

más que la muerte fuerte, ardiente llama,

que resuelves el alma en llanto tierno:

¿por qué no respondes, di, a quien te llama,

y das fin a tan cruel invierno?

Si no socorres presto, consumida

será en breve la flaca y triste vida.

Viva me enterraré por darte gusto,

y poder con silencio contemplarte,

que por gozar de ti el trabajo es gusto,

y al infierno iré si allá he de hallarte:

ni hambre, ni trabajo, ni disgusto

de ti me apartará, ni será parte

la infernal canalla a persuadirme

y de lo comenzado a disuadirme.

Morir quiero y me ofrezco a la partida,

y a todo lo visible doy de mano,

y quiero, mi Señor, ser despedida

por ti de cuanto tiene el ser humano:

el gusto y el consuelo y propia vida,

memoria y voluntad pongo en tu mano,

cuerpo, alma, sentidos, ser y gloria:

con tu favor espero la victoria.

Suplico, mi Señor, a tu clemencia,

por tus entrañas tiernas, regaladas,

asista a aqueste acto tu clemencia

notando las postreras boqueadas;

pues sin tu favorable asistencia

nuestras obras son bajas, desechadas,

¿qué puede hacer la humana criatura,

si el Hacedor no esfuerza su hechura?

Con estas tres postreras hago fin,

y entro en el sepulcro de mi grado:

la primera, obediencia: con tal fin

de resignarme en manos del prelado

aunque no sea tal cual serafín,

antes riguroso y desgraciado;

por no seguir la antigua inobediencia,

me sujeto a la ajena providencia.

Las otras dos que menos son penosas,

a la observancia de ellas yo me entrego:

pobreza, castidad, piedras preciosas

de propiedad contra el eterno fuego;

libre será de penas tenebrosas

y vivirá contento con sosiego

aquel que en caridad las engastare

y a tu misericordia invocare.

Y para estar de todo satisfecha,

resta, mi dulce Amado, que te vea

que con esta esperanza en vida estrecha

el alma se regala y se recrea;

pero si mucho tardas, es deshecha

con mil dudas aquella que desea

ver de tu dulce amor alguna prenda;

da medio, Amado mío, que esto entienda.

Suene ya tu voz en mis oídos,

y como a Lázaro di que salga fuera

y en los tuyos se oigan mis gemidos;

muestra tu claro rostro más que espera,

acaba ya, Señor, sean concedidos

mis ruegos, que no es justo que el que espera

en ti, sea defraudada su esperanza,

pues el que en ti esperó todo lo alcanza.

Esto es ser carmelita reformada

Pobre el vestido, limpio sin cuidado,

un rostro afable, grave, alegre, honesto,

un trato honroso, sincero y modesto,

a la verdad el corazón ligado;

un valeroso pecho al bien atado,

sin que temor o amor le mude el puesto,

conforme a Dios, en todo al hombre opuesto,

por sí mismo temblando sosegado;

buscar a Dios, por solo ser Dios bueno,

abrazar con el alma la pobreza,

tener por libertad el ser mandada;

el corazón vacío, de Dios lleno,

conocer la soberbia en su bajeza:

esto es ser carmelita reformada.

Redondillas exhortando a las carmelitas descalzas a conservar las constituciones de santa Teresa

¡Ay, ay, Carmelo dichoso,

guarte, que anda la raposa

solícita y cuidadosa

por quitarte tu reposo!

Está con el ojo alerta,

puesto siempre en centinela,

y llama para esta vela

a tu Teresa y Alberto.

No fíes en esperanzas

ni promesas aparentes,

nota bien inconvenientes

y previene las mudanzas.

No te engañen con decir

de otras nuevas perfecciones;

huye de las invenciones,

que te quieren destruir.

Bien vas, bien vas, no te mudes,

pues tiene larga experiencia;

resiste con vehemencia,

de lo demás no te cures.

¡Ay, ay, otra vez te digo,

y mil decirlo querría,

y aún de grado moriría

y desde luego me obligo!

A trueque de te servir,

dulce monte y patria buena,

venga sobre mí la pena,

que no quiero más vivir.

Por no ver el torbellino

y tempestad que diviso,

no digas que no te aviso

con tiempo lo que adivino.

¡Ay!, que a todos descuidados

nos hallará, sin pensar

que nos podrá derribar;

no es bien ser tan confiados,

ni fiar de nuestro celo

y nuestra traza y prudencia;

mira a quien tiene experiencia;

abre los ojos, Carmelo.

No fíes de mal tu cumbre,

ni vivas tan descuidado;

mira que nunca ha mudado

el enemigo costumbre

de acometer lo más alto,

y cuanto más, más codicia

armarse de su malicia,

por dar aún mayor asalto.

Ves que comienza a bramar

el lobo infernal que espanta,

y una borrasca levanta

por la parte aquilonar,

y por la de Mediodía,

debajo del santo celo,

irá puniendo tal velo

que nos perturbe la guía.

Soplará donde el sol nace

con promesas de bonanza,

con que sabe se abalanza

cada uno a lo que hace.

Al Poniente asomará

una nube muy espesa,

porque todos se den priesa

contra el mal que fingirá.

Con esto los más celosos

del bien común, engañados,

apartarán de los prados

sus corderos recelosos.

Dejarán el pasto llano

por inútil y dañoso,

seguirán el montüoso

teniéndole por más sano.

Por las matas entrincadas

veréis saltar cada uno;

como ganado cabruno

se tratarán las majadas.

Volverse han los cachorrillos

contra los fuertes mastines

levantarse han de malsines

aquí y allí mil corrillos.

A los más sabios zagales

y zagalas más prudentes,

tendrán por impertinentes

y dignos de grandes males.

¡Ay del corral de Teresa

si no es presto socorrido

del gran Pastor del ejido,

cómo ha de hacer en él presa!

No sin causa voceaba

tantos años ha Benito,

aquel incógnito grito

que con un ¡ay! le acababa.

¿Qué remedios buscaremos

que prevenga este rigor?

Pues tenemos buen pastor,

celoso, ¿por qué tememos?

Sí lo es, sin duda alguna,

y amigo de perfección,

y es sola su pretensión

colocarnos en la luna.

Mas ¡ay! que cuanto más buena

es la intención celosa

es más difícil la cosa;

que no hay agotar la vena

del que camina pensando

que hace a Dios algún servicio;

y no hay alegarle vicio

en lo que va fabricando.

Es embozo acostumbrado

de aquel dragón infernal,

dar el tósigo mortal

metido en vaso dorado.

Y así, vistiendo de celo,

cuantas máquinas ha hecho

las ha sentado en el pecho

como una cosa del cielo.

Pues ¿qué remedio ha de haber,

carilla, para tal furia?

Irnos a la sacra Curia,

que nos podrá socorrer.

¡Somos mujeres! Pregunto:

¿cómo seremos oídas?

Menos oirán caídas

en los males que barrunto.

Pues cuando es tiempo que vamos,

luego no haya dilación,

que se pasa la ocasión

y no es bien que la perdamos.

Salí, hermanas, no temáis,

que en tal caso ha de ir ufana

cada cual de buena gana,

pues que trabajos buscáis.

Pues ¿qué mejor coyuntura

queréis, que en tal ocasión

mostrar pecho y corazón,

que lo demás es locura?

¿Arrinconamos sin tiento

cuando es razón nos pongamos

con ánimo y resistamos?

Os espantáis ya del viento.

De los gritos y amenazas

no hagáis caudales, pues sabéis

que ayuda cierta tenéis

contra las malignas trazas.

En año de seis y ochenta

como sabéis, esto digo;

alguno será testigo

que probará la tormenta.

 

Sor Ana de Jesús

Nacida en Medina del Campo en 1545 con el nombre de Ana de Lobera Torres, al entrar en el convento carmelita adoptó el apelativo por el que ahora la conocemos. Editó el Cántico de san Juan de la Cruz y la traducción del Cantar de los Cantares de Fray Luis de León. Muy activa en la defensa de la religión, fundó conventos de descalzas en Granada, Madrid, Francia y Bruselas, ciudad donde murió en 1621.

 

Invitación de Navidad, 1585

Sal acá fuera, querido.

Darémoste el corazón

y tú tomarás posesión.

Sal acá fuera, querido,

ya del vientre de tu madre,

abajo de las alturas,

que allí tienes a tu Padre.

Que no te entrega nadie;

hasta verte, el corazón

y tú tomarás posesión.

Liras en loor de los trabajos

Quien no sabe de penas

en este valle lleno de dolores

no sabe cosas buenas,

ni ha gustado amores,

pues penas son el traje de amadores.

La piedra reprobada

por los hombres y por Dios elegida,

con penas fue labrada

dando su propia vida

con ansías y dolores sin medida.

Y aquellas que tú viste,

¡oh, Juan!, del claro febo revestida,

ropas de penas viste,

con ellas guarnecida

vivió su virginal y limpia vida.

Y aquellos capitanes

para doctores nuestros enviados

fueron purificados

con trabajos y afanes

y en la sublime rueda colocados.

Y el coro ensangrentado,

que la aureola goza por la espada,

con penas fue labrado,

con muerte trabajada

subió a la vida bienaventurada.

Y aquel vergel bendito

de vírgenes sagradas tan florido,

domando su apetito

de penas fue vestido,

tentado, fatigado y afligido.

Y los que se apartaron

por las congregaciones y desiertos,

vestidos caminaron

de penas cubiertos,

cansados, agotados, casi muertos.

Esta es la vestidura

de aquello que son viejos escogidos,

de los favorecidos

esta es la cobertura,

amados, regalados y queridos.

Con tanta rica librea

se gozará su alma rodeada,

con tal querella se vea

como piedra labrada

en el alto edificio colocada.

Vengan, pues, los dolores

y labren esta piedra seca y dura.

Trabajos, desfavores.

congoja y amargura

duren mientras la triste vida dura.

 

Luisa Sigea

Aunque nacida en Toledo (entre 1522 y 1530), su familia se trasladó, siendo ella adolescente, a Lisboa. Allí se la conoció como La Toledana, y empezó a sobresalir en filosofía, retórica, poesía... y el manejo de varias lenguas, incluido el caldeo. Su boda con Francisco de Cuevas, un hidalgo de Burgos, la trajo de regreso a España. Carolina Coronado escribió una novela, La Sigea, inspirada en su vida. Murió en 1560.

 

Un fin, una esperanza, un cómo, un cuándo

Un fin, una esperanza, un cómo, un cuándo;

tras sí traen mi derecho verdadero;

los meses y los años voy pasando

en vano, y paso yo tras lo que espero;

estoy fuera de mí, y estoy mirando

si excede la natura lo que quiero;

y así las tristes noches velo y cuento,

mas no puedo contar lo que más siento.

En vano se me pasa cualquier punto,

mas no pierdo yo punto en el sentirlo;

con mi sentido hablo y le pregunto

si puede haber razón para sufrirlo:

respóndeme: sí puede, aunque difunto;

lo que entiendo de aquel no sé decirlo,

pues no falta razón mi buena suerte,

pero falta en el mundo conocerse.

En esto no hay respuesta, ni se alcanza

razón para dejar de fatigarme,

y pues tan mal responde mi esperanza

justo es que yo responda con callarme;

fortuna contra mí enristró la lanza

y el medio me fuyó para estorbarme

el poder llegar yo al fin que espero,

y así me hace seguir lo que no quiero.

Por sola esta ocasión atrás me quedo,

y estando tan propensa al descontento,

las tristes noches cuento, y nunca puedo,

hallar cuanto en el mal que en ella cuento;

ya de mí propia en esto tengo miedo

por lo que me amenaza el pensamiento;

mas pase así la vida, y pase presto,

pues no puede haber fin mi presupuesto.

Canción de la señora Luisa Sigea de Velasco, declarando: «Habui menses vacuos et noctes laboriosas, et numeravi mihi»

Pasados tengo hasta ahora

muchos meses y largos

tras un deseo en vano sostenido

que tanto hoy día mejora

cuanto los más amargos

y más desesperados he tenido;

lo que en ellos sentido

no puedo yo contallo;

el alma allá lo cuente;

mas ella no lo siente

tan poco que no calle como callo;

¡oh grande sentimiento!

que a veces quita al alma el pensamiento,

y cuanto esto acaece,

según veo las señales

ya creo que el remedio está cercano;

la vida se amortece,

no se sienten los males

tanto como si esté el cuerpo más sano;

pero todo es en vano,

que al fin queda la vida

y torna el alma luego

en el acostumbrado fuego

a ser muy más que antes encendida;

así que en fantasías

se me pasan los meses y los días,

en fantasías y cuentos

la vida se me pasa;

los días se me van con lo primero,

las noches en tormentos,

que el alma se traspasa

echando cuenta a un cuento verdadero

cual es desde que espero

el fin de mi deseo;

¡cuántas habré pasadas

de noches trabajadas

sufriéndolas por ver lo que aun no veo!

estas muy bien se cuentan,

mas ¡ay que las que quedan más me afrentan!

En esto un pensamiento

me acude a consolarme

de quantos males solo dél recibo

pensando en mi tormento

no oso de alegrarme

según que se me muestra tan esquivo;

con todo allí recibo

con tan nuevo consuelo,

y aunque parece sano

no oso echarle mano,

que a quien vive en dolor todo es recelo,

y al fin helo por bueno

y huelgo de acogerle acá en el seno.

Esta es una esperanza

que viene acompañada

de razón, que por mi parte no ha faltado,

que habrá de hacer mudanza

en la fortuna airada

que ha tantos años contra mí durado,

y aunque fuera hado

o destino invencible

de cruda avara estrella,

muriera el poder de ella

con el de la razón que es más terrible,

y con su ser perfecto

traerán de mi deseo buen afecto;

mas ¡ay! no sean estas

consolaciones vanas

que así como se sienten no esperadas

ansí se van tan presto

que dejan menos sanas

las almas donde fueren gasajadas;

las noches trabajadas

ajenas de alegría,

los días, meses y años

llenos de graves daños

habré de pensar siempre noche y día;

si en esto el remedio se halle

no sentiré el trabajo de esperadle;

porque no seas de las gentes creída

canción conmigo queda,

que yo te encubriré mientras que pueda. 

Isabel de Castro y Andrade

Se cree que nació en 1516 cerca de Monforte, en un ambiente aristocrático, pues su padre era conde de Lemos y marqués de Sarriá. Poeta de inspiración precoz, se casó con el conde de Altamira, perteneció a la Academia de Madrid y murió en 1595.

 

Competencia entre la rosa y el sol

Púrpura ostenta, disimula nieve,

entre malezas peregrina rosa,

que mil afectos suspendió frondosa,

que mil donaires ofendió por breve.

Madre de olores a quien ambas debe

lisonjas, no por prenda de la diosa,

mas porque a los aromas deliciosa

lo más sutil de los alientos bebe.

En prevenir al sol tomó licencia:

sintiolo él, que, desde un alto risco,

sol de las flores halla que le incita;

mirola al fin ardiente basilisco,

y, ofendido de tanta competencia,

fulminando veneno la marchita.  

Santa Teresa de Jesús

Nacida en Ávila en 1515, entró a los 16 años como pensionista en el convento de Nuestra Señora de Gracia, donde se familiariza con la lectura y la escritura. Escribió obras piadosas como Las moradas o Camino de perfección. Cultivó la amistad con san Juan de la Cruz y trabajaron juntos para reformar conventos carmelitas. Tras una vida de achaques la muerte le dio alcance en otoño de 1582 cuando se dirigía a visitar a su amiga la duquesa de Alba.

 

Unos versos de la Santa Madre Teresa de Jesús, nacidos al fuego del amor de Dios que en sí tenía

Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero.

Aquesta divina unión,

del amor con que yo vivo,

hace a Dios ser mi cautivo,

y libre mi corazón.

Más causa en mí tal pasión

ver a Dios mi prisionero,

que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué larga es esta vida!

¡Qué duros estos destierros,

esta cárcel, estos hierros

en que el alma está metida!

Solo esperar la salida

me causa un dolor tan fiero,

que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué vida tan amarga

do no se goza el Señor!

Y si es dulce el amor,

no lo es la esperanza larga;

quíteme Dios esta carga,

más pesada que el acero,

que muero porque no muero.

Solo con la confianza

vivo de que he de morir,

porque muriendo, el vivir

me asegura mi esperanza;

muerte, do el vivir se alcanza,

no te tardes, que te espero,

que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;

vida, no me seas molesta,

mira que solo te resta,

para ganarte, perderte:

venga ya la dulce muerte,

venga el morir muy ligero,

que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,

que es la vida verdadera;

hasta que esta vida muera,

no se goza estando viva:

muerte, no me seas esquiva;

viva muriendo primero,

que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle

a mi Dios que vive en mí,

si no es el perderte a ti,

para mejor a él gozarle?

Quiero muriendo alcanzarle,

pues a Él solo es el que quiero,

que muero porque no muero.

El pez que del agua sale

aún de alivio no carece;

a quien la muerte padece

al fin la muerte le vale.

¿Qué muerte habrá que se iguale

a mi vivir lastimero?,

que muero porque no muero.

Cuando me empiezo a aliviar

viéndote en el Sacramento,

me hace más sentimiento

el no poderte gozar;

todo es para más penar

por no verte como quiero,

que muero porque no muero.

Cuando me gozo, Señor,

con esperanza de verte,

viendo que puedo perderte,

se me dobla mi dolor;

viviendo en tanto pavor

y esperando como espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta muerte

mi Dios, y dame la vida;

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte;

mira que peno por verte,

y vivir sin ti no puedo,

que muero porque no muero.

Lloraré mi muerte ya

y lamentaré mi vida,

en tanto que detenida

por mis pecados está.

¡Oh, mi Dios!, ¿cuándo será

cuando yo diga de vero:

que muero porque no muero?

Otra glosa sobre los mismos versos

Vivo ya fuera de mí,

después que muero de amor,

porque vivo en el Señor,

que me quiere para sí;

cuando el corazón le di

puso en mí este letrero

que muero porque no muero.

Esta divina unión,

y el amor con que yo vivo,

hace a mi Dios mi cautivo,

y libre mi corazón;

y causa en mí tal pasión,

ver a Dios mi prisionero,

que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué larga es esta vida!

¡Qué duros estos destierros,

esta cárcel y estoy hierros

en que está el alma metida!

Solo esperar la salida

me causa un dolor tan fiero

que muero porque no muero.

Acaba ya de dejarme,

vida, no me seas molesta,

porque muriendo, ¿qué resta

sino vivir y gozarme?

No dejes de consolarme,

Muerte, que así te requiero,

que muero porque no muero.

Villancico

¡Oh, hermosura que excedéis

a todas las hermosuras!

Sin herir dolor hacéis,

y sin dolor deshacéis,

el amor de las criaturas.

¡Oh, ñudo que así juntáis

dos cosas tan desiguales!

No sé por qué os desatáis,

pues atado fuerza dais

a tener por bien los males.

Quien no tiene ser juntáis

con el ser que no se acaba;

sin acabar, acabáis,

sin tener que amar, amáis,

engrandecéis nuestra nada. 

Octava

Dichoso el corazón enamorado

que solo en Dios ha puesto el pensamiento.

Por Él renuncia a todo lo criado

y en Él halla su gloria y su contento.

Aun de sí mismo vive descuidado,

porque en su Dios está todo su intento,

y así, alegre pasa y muy gozoso

las olas de este mar tempestuoso.

Nada te turbe

Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

Dios no se muda.

La paciencia

todo lo alcanza.

Quien a Dios tiene,

nada le falta:

solo Dios basta.

Si el amor que me tenéis,

Dios mío, es como el que os tengo,

decidme: ¿en qué me detengo?

O Vos, ¿en qué os detenéis?

–Alma, ¿qué quieres de mí?

–Dios mío, no más que verte.

–¿Y qué temes más de ti?

–Lo que más temo es perderte.

Un alma en Dios escondida,

¿qué tiene que desear,

sino amar y más amar,

y en amor toda escondida

tornarte de nuevo a amar?

Un amor que ocupe os pido,

Dios mío, mi alma os tenga,

para hacer un dulce nido

adonde más la convenga.

Sea mi gozo en el llanto,

sobresalto mi reposo,

mi sosiego doloroso,

y mi bonanza el quebranto.

Entre borrascas mi amor,

y mi regalo en la herida,

esté en la muerte mi vida,

y en desprecios mi favor.

Mis tesoros en pobreza,

y mi triunfo en pelear,

mi descanso en trabajar,

y mi contento en tristeza.

En la oscuridad mi luz,

mi grandeza en puesto bajo.

De mi camino el atajo

y mi gloria sea la cruz.

Mi honra el abatimiento,

y mi palma padecer,

en las menguas mi crecer,

y en menoscabo mi aumento.

En el hambre mi hartura,

mi esperanza en el temor,

mis regalos en pavor,

mis gustos en amargura.

En olvido mi memoria,

mi alteza en humillación,

en bajeza mi opinión,

en afrenta mi victoria.

Mi lauro esté en el desprecio,

en las penas mi afición,

mi dignidad sea el rincón,

y la soledad mi aprecio.

En Cristo mi confianza,

y de El solo mi asimiento,

en sus cansancios mi aliento,

y en su imitación mi holganza.

Aquí estriba mi firmeza,

aquí mi seguridad,

la prueba de mi verdad,

la muestra de mi firmeza.

Véante mis ojos

Véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;

véante mis ojos,

muérame yo luego.

Vea quien quisiere

rosas y jazmines,

que si yo te viere,

veré mil jardines:

flor de serafines,

Jesús Nazareno,

véante mis ojos,

muérame yo luego.

No quiero contento

mi Jesús ausente,

que todo es tormento

a quien esto siente;

solo me sustente

tu amor y deseo,

véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;

véante mis ojos,

muérame yo luego.

 

Siglo XV

 

Florencia del Pinar

Pese al esfuerzo de los eruditos es muy poco lo que sabemos de esta mujer, la primera poeta española: apenas que fue dama de la corte de Isabel la Católica y que participó en certámenes literarios. La inclusión en el Cancionero general de Hernando del Castillo (1511) salvó sus versos del olvido.  

Canción

El amor ha tales mañas

que quien no se guarda dellas,

si se l’entra en las entrañas,

no puede salir sin ellas.

El amor es un gusano

bien mirada su figura,

es un cáncer de natura

que come todo lo sano.

Por sus burlas, por sus sañas,

dél se dan tales querellas

que si s’entra en las entrañas,

no puede salir sin ellas.

Es de diversas colores

que quien no se guarda dellas,

si se l’entra en las entrañas,

no puede salir sin ellas.

Es de diversas colores,

críase de mil antojos;

da fatiga, da dolores,

rige grandes y menores,

ciega muchos claros ojos;

y aquellos, desque cegados,

no quieren verse en clarura;

hállanse tanto quebrados,

que dicen los desdichados

es un cáncer de natura,

a quien somos sojuzgados.

Éntranos por las axiellas

cuándo quedo, cuándo apriesa,

con sospechas, con rencillas;

y al contar destas mancillas

tal se burla que s’confiesa,

y aun las más defendidas

señoras del ser humano

cuando deste son heridas,

si saben y son garridas,

y a ellas come lo sano

y a nosotros nuestras vidas.

Canción de unas perdices que le enviaron vivas

Destas aves su nación

es cantar con alegría,

y de vellas en prisión

siento yo grave pasión,

sin sentir nadie la mía.

Ellas lloran que se vieron

sin temor de ser cativas,

y a quien eran más esquivas

esos mismos las prendieron.

Sus nombres mi vida son

que va perdiendo alegría,

y de vellas en prisión

siento yo grave pasión,

sin sentir nadie la mía.

 

del riguroso invierno

presentarán lo triste

de un árido terreno.

Entonces mudamente

te dirá el campo seco:

nada en el mundo dura,

todo lo acaba el tiempo.

Mira esa hermosa tropa

de jóvenes sin seso,

que en pos de los placeres

corren sin conocerlos.

Después que se han cansado,

ya con el dulce acento,

ya con ligera planta,

agitándose el pecho

Examina y repara

si no ha sido su objeto

del próximo la ruina,

la envidia de su sexo.

Sus gozos se transforman

en pesares y celos,

nada en el mundo dura,

todo lo acaba el tiempo.