Capítulo 2

Roger Lewis era agente de los SWAT, se había preparado a conciencia para entrar en ese cuerpo de élite. Desde pequeño, nunca le gustaron las injusticias y tuvo claro que de mayor se dedicaría a combatir el mal que veía o escuchaba por la radio y por la televisión. Había pasado por la academia de policía y se esmeró para ir subiendo peldaños y prepararse para formar parte de ese grupo. Cuando lo logró fue como si hubiese llegado a la meta después de un largo maratón.

Como era muy diestro en las persecuciones policiales, muy pronto estuvo conduciendo el furgón, al que había bautizado «MECET». Cuando sus compañeros quisieron saber a qué venía ese nombre, se rio de lo lindo.

—Me encanta conducir este trasto.

Todos lo miraban serios al no comprender dónde estaba la gracia, hasta que Williams, el sargento, se dio cuenta de que la sigla estaba formada por la primera letra de cada palabra. A partir de entonces todos lo llamaban así, se convirtió en la forma que utilizaban todos al nombrar al furgón.

Lewis —tal como era conocido por todos, nadie lo llamaba por su nombre de pila— era un hombre al que le gustaba estar acompañado, y se compró una casa en un barrio humilde de la ciudad, con un patio donde se podían reunir todos sus compañeros. Por lo menos una vez a la semana, cenaban hamburguesas que cocinaban en una improvisada barbacoa que hizo él mismo con un bidón de doscientos litros. Lo partió por la mitad a lo largo, le puso unas bisagras para que se abriera y cerrara y se hizo con una parrilla. También hizo una mesa con maderas que encontraba aquí y allá, con sus respectivos bancos. Era un manitas y se podía ver por todos los rincones de la casa. La puerta de esta siempre estaba abierta para sus compañeros y amigos.

A sus treinta y siete años había tenido varias relaciones amorosas; sin embargo, ninguna había cuajado. Los horarios inciertos de él no eran propicios para que ninguna mujer los aguantara. En más de una ocasión había tenido que salir corriendo por alguna emergencia, en el momento menos oportuno, lo que hacía que las mujeres no volvieran a responderle las llamadas. Se había resignado a la vida que compartía con sus compañeros y de vez en cuando a alguna que otra aventurilla.

No obstante, ese credo había cambiado no hacía mucho. Había conocido a una mujer que con una sola mirada le había erizado todo el vello del cuerpo. En cuanto su sargento, Williams, se la había presentado, se quedó prendado de ella. Sus risueños ojos grises plateados se habían clavado en él y le dedicó una sonrisa que podría hacerlo caer de rodillas. Esos labios rojo pasión prometían mil placeres y su humor extrovertido le había encantado.

Había salido con Carol en varias ocasiones, se lo pasaban bien, se reían de sus propias sombras y les gustaba pasear por el North End. Era el barrio más antiguo de Boston, donde se establecieron los colonos europeos desde final del siglo XVII. Aún en la actualidad, poseía mucho patrimonio histórico y cultural del que ambos disfrutaban. Sin embargo, esa mujer lo tenía confuso; cuando él trataba de acercarse, ella daba un paso atrás, como si quisiera mantenerlo a distancia.

Quizá era por eso que no se la sacaba de la cabeza. Era encantadora, guapa, elegante y sexy. En sus encuentros disfrutaron de la compañía mutua, y al despedirse le daba un beso en la mejilla y le decía que se lo había pasado muy bien. ¡Parecía que lo considerase como a un hermano! Y él no quería eso. Deseaba conocerla mejor y saber si aquello que había percibido al verla por primera vez podía cuajar en un sentimiento más profundo.

Incluso en el trabajo habían notado su desconcierto. Su amigo Keanu Williams, que era quien los había presentado, le había preguntado en más de una ocasión qué le ocurría. Le había dicho en confianza que quería conocerla más a fondo, pero que ella no estaba por la labor. Keanu le aconsejó que tuviera paciencia, que Carol era una mujer inteligente y que debía seguir su ritmo. Con eso le estaba diciendo que, si la atosigaba demasiado, podría mandarlo a tomar viento. Quizá fuera mejor eso, por lo menos sabría a qué atenerse y se la sacaría de la cabeza.

***

Estaba ejercitándose en el gimnasio de la central de los SWAT cuando sonó la alarma. Tenían una emergencia.

Mientras se dirigían al centro, el sargento les explicó que varios encapuchados habían entrado en un centro comercial y retenían a la clientela.

—¿Han pedido algo a cambio? —preguntó Scott, otro de los agentes, el más novato del grupo.

—Eso es lo raro, no han pedido nada. Dicen estar buscando a una mujer y dos adolescentes.

—¿Por qué?

—Solo han dicho que cuando los encuentren, se largarán —informó el sargento.

—¿Qué hacemos ahora, de niñeras? —soltó Lewis con ironía.

—Por lo visto no pretendían llegar a tanto, han estado enseñando una foto de ellos, y la dependienta de la joyería ha dado la alarma. Ha dicho que le han parecido delincuentes. Los guardias de seguridad han intentado sacar al personal y entonces es cuando se han bajado los pasamontañas y han sacado las armas. Han ordenado que se cerraran las puertas para que los tres no escaparan.

—Es posible que no estén allí, que hayan salido —añadió Ferdinand, el segundo al mando.

Williams asintió con la cabeza.

—A saber. —Baker, el agente experto en informática, meneaba la cabeza—. Tienen que ser unos tarados; si han entrado a cara descubierta, las cámaras los habrán captado, ¿por qué cubrirse después?

—Porque irán hasta las cejas de cualquier sustancia. La pregunta es ¿por qué buscan a esa mujer y a los críos? —Mitchell, otro de los compañeros, que era como un armario ropero, se estaba poniendo el casco y no le encontraba sentido—. Es posible que la señora sea quien les provee y tengan el mono. Ya sabemos que en estas condiciones son imprevisibles.

—Y muy peligrosos —añadió Williams.

—¿Cuál es el plan? —Quiso saber Scott.

—Primero intentaremos razonar con ellos, eso nos dará una pista de lo que ocurre —respondió el sargento.

Todos asintieron, creyendo que eran unos delincuentes del tres al cuarto, y eso los volvía muy impredecibles.

—Esperemos que nadie se quiera hacer el héroe —dijo Scott.

Al llegar al destino, varios coches patrulla y ambulancias cortaban el paso a aquella calle. Williams bajó y se encaminó hacia donde vio a Wilson, el jefe de policía.

—¿Qué tenemos por aquí?

—Por lo que nos ha dicho la joyera, son cuatro hombres que retienen a los clientes. Por lo visto andan buscando a una mujer y sus dos hijos.

—¿Soy yo o esto no tiene ni pies ni cabeza?

—Tienes razón, pero debemos tratar de sacarlos antes de que empiecen a disparar, no nos podemos arriesgar a que haya una matanza.

—¿Aún tenemos comunicación con esa mujer? —Williams quería todos los detalles antes de trazar un plan.

—La hemos llamado una vez y nos ha cortado la comunicación, supongo que antes de que sonara el móvil.

Keanu asintió frunciendo el ceño. Tenía a todo el equipo detrás esperando la orden de entrar.

—Baker, quiero hablar con esos tipos. —Lo acababa de decir cuando levantó una mano—. Este centro tiene aparcamiento, ¿están las puertas cerradas?

—No, están abiertas —contestó Wilson—. Hay dos de mis hombres vigilando que nadie salga por allí. No queremos estar aquí perdiendo el tiempo mientras ellos escapan.

—Mitchell, Ferdinand, Scott, id por el subterráneo y tratad de entrar. Me vais informando.

Los aludidos no perdieron ni un segundo y, al amparo de los árboles y setos que había frente al centro, se dirigieron al lateral, donde estaba la entrada y salida del aparcamiento. No se encontraron con nadie, y la puerta que daba acceso a la planta principal del centro estaba atrancada. Tendrían que entrar mientras eran distraídos desde la parte delantera, todos ellos se comunicaban por sus intercomunicadores.

—Esperad ahí —ordenó el sargento.

Alrededor del centro comercial se había reunido un buen grupo de mirones. Williams le hizo un gesto al jefe de policía, que este entendió a la perfección. Mandó a sus hombres que despejaran a todo el mundo dos manzanas más allá.

Al mismo tiempo, Baker se había hecho con los números de teléfono de las tiendas del centro.

—Ahora, Baker, quiero hablar con esos tipos. —Este marcó el número de recepción y esperó a que alguien contestara. Poco antes de que saltara el contestador, una voz masculina habló al otro lado de la línea.

—Está cerrado —dijo sin miramientos.

—Lo sé, estoy aquí fuera —lo cortó el sargento—. ¿Qué está pasando ahí dentro?

—¿Eres uno de los polis? —El tipo tartamudeaba.

—Sí.

—Solo queremos salir de aquí —exclamó alzando la voz.

Wilson y Williams se miraron frunciendo el ceño.

—¿Quién te lo impide?

—Jack. Dice que si salimos sin la mujer y los chavales no vamos a cobrar los cien dólares que le ha prometido ese hombre.

—¿Qué hombre?

—Ese que nos ha parado en la entrada.

Williams renegó. Seguro que entre los mirones estaba el responsable de aquel lío. Miró a Wilson y este pareció leerle el pensamiento, se alejó un poco y ordenó a dos de sus hombres que fueran hacia donde se había congregado la gente para que buscaran a alguien que pudiera ser quien los había engatusado para aquel despropósito.

—Sea quien sea, estoy seguro de que ahora mismo ya está muy lejos de aquí. Se habrá largado.

Al otro lado de la línea se oyó una discusión, por lo visto aquel idiota había respondido la llamada sin el permiso del tal Jack. Este le estaba chillando como un loco diciéndole que no habían hecho el trabajo, que si no se apartaba del aparato le iba a romper la crisma.

Williams aprovechó la discusión para dar la orden a sus hombres que estaban tras la puerta del aparcamiento para que entraran, a la vez que le hacía una señal a Lewis para que pusiera en marcha el furgón. A toda mecha arremetieron en la luna del escaparate y entraron al mismo tiempo que Ferdinand y los otros hacían volar la puerta con uno de sus aparatos. Todo ocurrió tan rápido que los delincuentes se encontraron rodeados sin tiempo a esconderse o mezclarse entre los rehenes que habían situado cerca de las cristaleras. Fueron esposados y desenmascarados en cuestión de segundos. De los cuatro, ninguno parecía tener más de veinte años y ya eran unos malhechores. ¿Dónde iban a llegar?

El equipo volvió a la central con la satisfacción de que no hubiese habido víctimas. Algunos de ellos pensando en que si encontraban un juez benévolo los dejaría en libertad muy pronto y quizá en la próxima ocasión no tendrían tanta suerte.