CAPÍTULO 4
Helia, Islas Bendecidas
Dieciocho meses después de la coronación de Viego
Erlok Grael recorría enfurruñado las galerías de la cripta, en las profundidades de Helia.
Cadenas y llaves repicaban en su cinto y la parpadeante luz de su quinqué proyectaba un cambiante despliegue de sombras a su alrededor, como si llevara consigo un montón de espíritus y demonios retozones. Más que inquietarlo, su presencia lo reconfortaba en cierta medida. Durante casi quince años habían sido sus compañeras, su séquito, su cuadrilla. Eran sus testigos silenciosos, sus confidentes, sus cómplices.
En ocasiones las sombras parecían mirarlo mal. Y a veces, en la oscuridad, le susurraban y le inspiraban deseos terribles y pensamientos aún más violentos.
Se detuvo para agitar una pesada puerta de madera sobre sus goznes, con el fin de comprobar que estuviera cerrada. Sosteniendo el fanal en alto, miró a través del ventanuco enrejado de la puerta. La celda únicamente contenía un cofre de hierro, plantado en el centro de la cámara y asegurado con un candado. Grael movió el farolillo adelante y atrás para disipar las tinieblas que persistían en los rincones de la celda y asegurarse de que no hubiera nada raro agazapado. Satisfecho, siguió avanzando.
Esa era su vida como humilde guardián de los Umbrales. Su tarea consistía en recorrer los oscuros pasajes y galerías que discurrían bajo la ciudad de Helia y asegurarse de que los objetos considerados tan importantes o peligrosos como para apartarlos del mundo siguieran estándolo. Para colmo de humillaciones, ni siquiera custodiaba los objetos más poderosos, tan solo los inferiores. No le habían dado la menor oportunidad de lucirse y su mezquino superior inmediato, el prefecto Maksim, se deleitaba menospreciándolo y denigrándolo a la menor ocasión.
Los maestros habían mentido. No lo habían enviado allí un par de años para que aprendiera humildad o empatía. Nunca le darían ocasión de demostrar que había mejorado. Sabía desde hacía mucho tiempo que tan solo lo habían enviado allí para borrarlo del mapa. Se lo habían quitado de encima y querían olvidar su misma existencia.
Prosiguió su solitaria ronda comprobando que las puertas estuvieran cerradas y asegurándose de que los sellos siguieran intactos. En ocasiones pasaba semanas enteras sin ver ni un alma en aquellas tinieblas. Los guardianes de las criptas patrullaban por turnos las secciones que tenían asignadas. Había cientos de túneles en las lúgubres profundidades, a distintos niveles, de modo que no solían cruzarse entre ellos a menos que lo hicieran voluntariamente. Grael prefería evitar a los demás. Los despreciaba.
En apariencia, Helia era un lugar maravilloso, consagrado a la belleza y el aprendizaje, donde jóvenes eruditos de rostros lozanos y maestros togados cultivaban y preservaban el conocimiento; una utopía intelectual de paz y abundancia. Cuando rascabas la superficie, sin embargo, aparecían el fétido nepotismo y la hipocresía de la Hermandad.
Si bien se esforzaban en fingir que la Hermandad de la Luz promovía una educación igualitaria, los altos estamentos hacían lo posible por mantener ocultos sus más arcanos misterios. Grael se había propuesto apoderarse de esos secretos. Y cuanto más escarbaba, más descubría.
Grael exhumaría esos secretos como si fueran cadáveres. Si los maestros se esforzaban tanto en esconderlos sería porque otorgaban un poder inmenso. ¿Quiénes eran ellos para decidir qué conocimiento había que compartir y cuál debía permanecer oculto? Su soberbia no tenía límites. El círculo de confianza acumulaba ese poder para sí y lo protegía con celo.
Él, Grael, debería estar formando parte de esa camarilla. Deberían haberlo acogido en su seno quince años atrás, pero decidieron concederle ese honor a Tyrus de Hellesmor. ¡Tyrus! ¡Ese hombre era un idiota! Sin embargo, procedía de un entorno rico e ilustre, mientras que Grael venía de la nada. Y si bien Grael pensaba en otro tiempo que su intelecto superior y erudita perspicacia lo impulsarían a lo más alto, había acabado por convencerse de que los maestros nunca lo aceptarían en sus filas. Grael carecía de contactos, de riqueza o de patrimonio, y a las personas como él se las excluía.
El resentimiento todavía le roía las entrañas.
Las galerías por las que Grael hacía su ronda eran extensas y se internaban muy por debajo de la superficie. El lugar era un laberinto y, a pesar de lo que había explorado, quedaba mucho por ver todavía. Helia era como un tocón podrido y plagado de termitas. Sus mismos cimientos estaban corrompidos y se sostenía sobre una base de favoritismos y autocomplacencia. Solo era cuestión de tiempo que se derrumbara.
Grael no era un hombre devoto, ni por asomo. No rendía pleitesía a ningún dios. Consideraba el sentimiento religioso un miedo desesperado a lo que había después de la muerte, un deseo de falso consuelo ante la dura realidad: que uno no venía a esta vida con un gran propósito, que el mundo era un lugar frío y cruel y que el mismo sentido tenía vivir que estar muerto. Y sin embargo Grael rezaba para seguir allí cuando las Islas Bendecidas se desmoronaran.
Prosiguió su recorrido enfilando por silenciosos pasajes, acompañado tan solo por su séquito de sombras y su amargura. Las interminables galerías eran un auténtico galimatías, si bien, después de tantos años, él las conocía bien. Al principio de su llegada a las criptas, se perdía con frecuencia. En cierta ocasión se quedó atascado tres días en la oscuridad después de que su quinqué perdiera su aceite. Siguió adelante palpando las paredes a tientas y solo gracias a la suerte logró encontrar la salida. No era raro que los guardianes perecieran allí abajo, en particular los nuevos en el oficio.
Durante los primeros años recurría a mapas, marcas de tiza en paredes y suelos o bobinas de hilo para orientarse. Ya no los necesitaba. Se conocía sus trayectos de memoria e incluso, en una ocasión, había recorrido la ruta en la más completa oscuridad para ponerse a prueba. Tenía presente cada desnivel, cada piedra mal alineada, y ni siquiera avanzando a ciegas tropezaba. En su tiempo libre, cuando no estaba hojeando con frenesí volúmenes prohibidos y pergaminos que había extraído en secreto de criptas cerradas para dar con los secretos que los maestros escondían, se internaba en el laberinto, más allá de los niveles que tenía asignados, para explorar y sondear los límites del mismo.
Era imposible calcular el paso del tiempo en esas profundidades, ni tan solo saber si era de día o de noche. La luz no llegaba allí abajo, salvo en los primeros niveles, que contaban con tragaluces estratégicamente ubicados, semejantes a chimeneas que ascendieran hasta la superficie. Algunas galerías poseían aspilleras que daban al mar y, aunque apenas se veía nada desde las estrechas aberturas, la brisa fresca mezclada con la sal y la espuma suponía un cambio agradable tras el aire seco y estancado de las criptas. Ciertamente, esas ubicaciones eran muy codiciadas y solían destinarse a los guardianes de mayor alto rango; aquellos que se habían abierto paso a lo más alto mediante sobornos y favores.
Incluso la celda en la que Grael dormía y guardaba sus escasas posesiones estaba sumida en una oscuridad absoluta. Cuando apagaba el quinqué no podía ver ni su propia mano agitándose ante la cara. Pasaba demasiado rato entre tinieblas y la mente empezaba a jugarle malas pasadas. Privada del estímulo visual, creaba imágenes extraídas de las profundidades de la memoria y de los rincones más profundos del alma. No era raro que los guardianes se perdieran en su propia locura.
Al finalizar su larga y sinuosa ronda, rozando distraídamente la fría piedra con la yema de los dedos, emprendió el regreso a su propia celda. Otros guardianes acudían directamente a la cantina cuando su turno llegaba a su fin. Esas comidas solían ser el único momento que tenían para relacionarse con otros seres vivos, pero Grael solo se sometía a la presencia de los demás cuando era necesario. Guardaba jarras de agua en su dormitorio y alimentos secos para varias semanas. Ese día comería a solas. Además, estaba ansioso por seguir revisando los volúmenes que había sustraído de una cripta ubicada en los niveles inferiores del lado este tan solo unos días atrás.
Descendía por una empinada escalera de caracol excavada en la roca viva cuando oyó algo al fondo. Se detuvo y apagó el quinqué a toda prisa para ocultar la luz. Se quedó varios minutos donde estaba, escuchando.
Nada.
¿Se habría confundido? Era posible, desde luego. Los sonidos viajaban de manera extraña por los túneles y resultaba complicado calcular la distancia o la dirección de un rumor. Además, abundaban los golpes, crujidos, gemidos y pasos inexplicables que se proyectaban a través de la oscuridad.
Aguardó un momento más, y se disponía a seguir su camino cuando volvió a oírlo. Esa vez no tuvo dudas. Alguien hablaba con voz queda. Oyó murmullos y el crujido de la madera al romperse. Su rostro se crispó con rabia cuando dobló el último recodo y vio luz en su dormitorio. Había cerrado la puerta antes de comenzar la ronda, hacía ya nueve horas. El pesado candado que usaba para asegurarla yacía roto en la piedra.
Otro golpe se dejó oír en el interior de la celda y Grael apuró el paso, con furia. Exhibía una mirada salvaje y rebosante de odio cuando cruzó el umbral de su dormitorio. Lo habían registrado de arriba abajo. Habían extraído los cajones del escritorio y volcado el contenido por el suelo. Habían arrastrado el pesado arcón que guardaba debajo de la cama, reventado el cerrojo y escampado sus prendas de ropa y sus libros. La cama había sido separada de la pared, con violencia, arrancadas las sábanas y las mantas del duro colchón.
Advirtió al instante que alguien había encontrado el compartimiento secreto del fondo del arcón. Y la losa que ocultaba el nicho excavado detrás de su cama también había sido retirada.
La cosa no tenía buena pinta.
Los custodios como él tenían la misión de vigilar los objetos y los libros encerrados en las criptas. El castigo por extraer algo sin el permiso expreso por escrito de los maestros era el destierro… y él llevaba años haciéndolo. Y allí, en su celda, estaban las pruebas de sus delitos, expuestas.
Con el rostro enrojecido y los ojos abiertos de par en par, Grael se quedó mirando la figura calva y murmurante del guardián que había descubierto sus fechorías. El hombre estaba de rodillas, pasando páginas de sus cuadernos. Levantó la vista.
Era el prefecto Maksim. Su cara, pálida y carnosa, exhibía una expresión de manifiesta alegría. Largo tiempo llevaba amargándole la vida a Grael, buscando la manera de hundirlo. Y largo tiempo había resistido él, soportando cada mezquino tormento que el prefecto le infligía.
Maksim se humedeció los labios como si saboreara un delicioso bocado.
—Estás acabado, Grael —declaró.