CAPÍTULO 6

Helia, Islas Bendecidas

Fueron a buscarlo en las horas previas al alba.

Un puño aporreó la puerta y Grael despertó sobresaltado. En un instante estaba de pie, con el corazón desbocado. La parpadeante luz anaranjada de una lámpara de gas se filtraba por debajo de la puerta. Había alguien en el exterior. Los fuertes golpes se repitieron, y Grael dio un respingo.

Se arrodilló y, deslizando una mano por debajo del duro camastro, palpó a tientas. Sus dedos rozaron lo que estaba buscando: el cuchillo desollador que había robado de las cocinas unos días atrás. Humedeciéndose los labios, lo desplegó.

La llamada resonó de nuevo y Grael se acercó a la puerta con el cuchillo bien aferrado en la mano. Armándose de valor, quitó el cerrojo y abrió la puerta. Parpadeó varias veces ante la súbita luz. Se aseguró de mantener el arma oculta.

—Erlok Grael —dijo una voz profunda.

—¿Sí? —respondió él al tiempo que forzaba la vista, tratando de distinguir los rasgos de las oscuras siluetas. Eran dos, un hombre y una mujer, y grandes, mucho más que él. Eso no le inquietó. De ser necesario, un cuchillo en el cuello derribaría a cualquiera, por muy fuerte que fuera. No obstante, ambos portaban alabardas de imponentes hojas e iban protegidos con las ornadas corazas blancas y los yelmos estriados de los custodios. Los augurios no eran buenos. Helia no contaba con una guardia doméstica, pero los custodios eran algo muy parecido.

—La maestra Nizana quiere hablar contigo —gruñó la mujer—. Debes comparecer ante ella.

La maestra.

Grael nunca la había visto en persona, pero había oído hablar de ella, por descontado. Era la supervisora de los Umbrales y todos los guardianes le rendían cuentas a través de los distintos prefectos y administradores que le prestaban servicio. Tenía fama de ser fría, implacable e insensible hacia aquellos que estaban sometidos a su autoridad.

—¿Qué quiere? —preguntó Grael.

Con una sonrisa burlona y sacudiendo la cabeza, el hombre intercambió una mirada con su compañera.

—He olvidado preguntárselo —le espetó la mujer—. Quiere verte. Ahora. No necesitas saber nada más.

Grael todavía sostenía el cuchillo desollador de manera que no pudieran verlo. Lo asaltaron las dudas. La orden de comparecencia debía de guardar relación con el prefecto Maksim y su descubrimiento de que Grael había estado sustrayendo libros de las criptas. «¿Cuánto sabe ella?».

—Esperad un momento. Voy a vestirme —dijo finalmente.

El hombre echó un vistazo al camisón de Grael con una expresión despectiva.

—Muy bien —rezongó—. Pero date prisa.

Grael asintió y les cerró la puerta en las narices a los custodios. Se quedó parado un momento, examinando mentalmente las opciones que tenía. A continuación se encaminó al escritorio, dejó el cuchillo y encendió el quinqué. Se lavó la cara en la jofaina y se enfundó la ornada túnica de los guardianes. Se tomó su tiempo, reacio a apresurarse a pesar de las amenazas roncas que los custodios proferían al otro lado de la puerta. Se abrochó el cinturón y se prendió las cadenas, de las que colgaban las numerosas llaves que tenía a su cargo. Las llaves tintineaban mientras terminaba de arreglarse. Se peinó el escaso pelo que le quedaba y se recortó el ralo bigote con unas minúsculas tijeras de plata.

Observó un instante el cuchillo desollador antes de guardárselo en uno de los numerosos bolsillos de la túnica.

Los custodios echaban chispas cuando abrió la puerta.

—¿Listo? —preguntó el hombre—. ¿O quieres que te cepille los zapatos antes de marcharnos? Ah, o quizá podría acompañarte a los baños termales de los maestros para que te apliquen ungüentos perfumados en ese pelo tan peinado. ¿Eh? ¿Qué te parece?

—No creo que sea necesario —respondió Grael, obviando la insolencia del hombre.

—Muévete —le ordenó la custodia.

En silencio, ascendieron por el laberinto de túneles, escaleras de caracol, criptas y pasajes que llevaban a la superficie. Grael avanzaba como un prisionero, con un custodio delante y otro detrás. Puede que lo fuera. No lo sabía.

Se planteó salir corriendo. Si les daba el esquinazo, estaba seguro de poder librarse de ellos en la oscuridad de los niveles inferiores. Sin duda podría permanecer meses allí escondido, pero sin acceso a las cocinas de los guardianes, se moriría de hambre.

El sol empezaba a despuntar cuando llegaron a su destino. Uno de los custodios golpeó una puerta con brío —si bien con menos agresividad que cuando lo habían despertado a él— y una voz procedente del interior les ordenó que pasaran.

Grael fue el primero en entrar y los custodios lo siguieron. La maestra Nizana estaba sentada detrás de su escritorio. Con un monóculo prendido a un ojo, podaba con sumo tiento un minúsculo árbol que crecía en el interior de una maceta cuadrada y lacada. Tras ella había una ventana con vidrieras emplomadas que tenía vistas al mar. El resplandor de la luz matutina deslumbró a Grael. Ni recordaba la última vez que había visto el amanecer.

No había más sillas en la habitación, así que Erlok Grael se quedó de pie, esperando. La maestra no lo saludó ni pareció notar su presencia. Era una mujer de aspecto severo, con el cabello tenue como una telaraña, recogido en un moño tenso. Siguió concentrada en la poda, recortando los brotes y las hojas imperfectos con diestros tijeretazos de sus minúsculas podaderas.

Grael se giró a mirar a los custodios, que esperaban tras él, pero estos tenían la vista fija al frente, como si fueran los obedientes perros guardianes de la maestra. Devolvió la vista a la mujer mientras ella proseguía su trabajo.

—¿Quería verme? —preguntó Grael.

La maestra Nizana no levantó la vista.

—Es posible que este árbol sea pequeño, pero tiene más de trescientos años. Sorprendente, ¿verdad? ¿Y sabe usted cuál es la clave de la longevidad?

Grael la miró frunciendo el entrecejo.

—No… No lo sé —respondió.

—Quitar las partes más débiles —declaró—. La energía de un árbol no es infinita. La luz del sol, el agua y los nutrientes contribuyen, por supuesto, pero, si no cuidas de él, el árbol gastará una energía preciosa generando hojas y ramas que debilitarán el conjunto. Que perjudicarán su estética.

—Según su criterio —dijo Grael.

—¿Qué?

Nizana alzó la vista por primera vez. El monóculo prestaba a su ojo una apariencia gigantesca.

—Usted dice que perjudican su estética, pero solo es su opinión. Su criterio. Al árbol le da igual.

Ella inspiró por la nariz con aire digno y devolvió la mirada al árbol para proseguir su trabajo.

—Yo me aseguro de que las raíces obtengan el agua que necesitan. Me aseguro de que el árbol reciba la luz que precisa. Su vida, o su muerte, depende de mi voluntad. Para este árbol, yo soy dios. Diría que mi opinión es la única que cuenta.

Erlok Grael frunció el ceño, por cuanto advertía numerosas inconsistencias en el razonamiento de la maestra, pero se abstuvo de señalárselas. No le convenía contrariarla.

—Los Guardianes de los Umbrales son como este árbol —musitó la maestra—. Yo los atiendo, me ocupo de sus necesidades, los alimento. Y, de vez en cuando, tengo que podar una hoja por aquí, una rama por allá. Por la salud del conjunto. —Se quitó el monóculo y lo depositó con sumo cuidado en un estuche forrado de piel antes de cerrarlo. A continuación apartó a un lado el árbol en miniatura para prestar atención a Grael. Unió los dedos como si rezara y se inclinó hacia él con los codos apoyados en el escritorio.

—¿Sabe por qué está aquí?

Grael se humedeció los labios. Hundió las manos en los bolsillos de la túnica. Sin pensar en lo que hacía, cerró los dedos en torno al mango del cuchillo.

La maestra enarcó las cejas.

—¿Y bien?

—No lo sé, maestra —dijo Grael sin pestañear.

La maestra Nizana no mostró reacción alguna y su talante frío tampoco delató sus pensamientos.

—¿Sabe cuál es el castigo por llevarse cosas de las criptas sin permiso? —Grael entró en tensión—. ¿Libros, por ejemplo? —precisó.

—El destierro —dijo Grael, sin apartar la vista.

—El destierro —asintió la maestra—. Un cortecito de nada y la hoja molesta desaparece. En el pasado, algunos maestros eran más indulgentes. Preferían reservar el destierro para las peores infracciones. Pero yo opino que esa actitud, esa laxitud, pecaba de ambigüedad. No disuadía a los guardianes. Lo que es peor, los animaba.

Grael la miró fijamente, inmóvil. Su puño se tensó alrededor del arma.

—¿Cuándo vio por última vez al prefecto Maksim? —preguntó la maestra.

—Hace una semana —respondió Grael sin inmutarse.

La mujer lo observó con atención, sin decir nada. Pasado un momento, se levantó y se acercó a la ventana para mirar al mar.

—El prefecto Maksim ha desaparecido —informó—. ¿Sabe algo al respecto?

—¿Desaparecido? —dijo Grael, frunciendo el ceño—. No sé si la entiendo. ¿Está enfermo?

—No, no está enfermo. Ha desaparecido. Se ha ido.

—¿Adónde?

—Cierta cantidad de libros prohibidos, robados de criptas selladas, han aparecido en su celda. ¿Entiendo que tampoco sabe nada de eso?

—No, maestra —respondió Grael al tiempo que negaba con la cabeza.

La mujer se giró a mirarlo y él entró en tensión de nuevo. ¿Había llegado el momento? ¿Se habría cansado ya de jugar con él y ordenaría que lo prendieran?

—Tal vez supo que sus indiscreciones saldrían a la luz y prefirió huir a afrontar las consecuencias —dijo la maestra Nizana. Se encogió de hombros—. En ocasiones la hoja cae antes de que puedas cortarla.

Grael soltó el cuchillo. El ansia iluminó sus ojos cuando la maestra extrajo una enorme anilla de hierro del bolsillo de su túnica. Montones de llaves colgaban de la misma.

—Estas llaves pertenecían al prefecto Maksim. Ahora son suyas.

—¿Mías? —musitó Grael sin despegar los ojos de ellas.

—De todos los que trabajaban a las órdenes de Maksim, es usted el que lleva aquí más tiempo. En consecuencia, usted ocupará su puesto. Felicidades, prefecto guardián Grael.

Con las nuevas llaves colgando de las cadenas, el prefecto guardián Grael se abría paso por la oscuridad con una sonrisa satisfecha en la comisura de los labios. Tarareaba mientras caminaba bajo las bóvedas, enfilaba por túneles olvidados y recorría los pasajes menos frecuentados para internarse cada vez más en las zonas más antiguas de las criptas, aquellas que seguramente nadie había pisado desde hacía años.

Al llegar a un pasillo largo y estrecho, se arrodilló para dejar el farolillo en el suelo. Había vertido sal unos días atrás y le complació descubrir que estaba tal y como la había dejado. Nadie había pasado por allí. Satisfecho, Grael enfiló por el pasaje con pasos crujientes sobre la sal escampada. Caminaba con andares saltarines. Por fin las cosas empezaban a salirle bien.

Llegó a una puerta cerrada al final del pasillo. Extrajo una llave grande y el mecanismo chasqueó cuando la giró en la cerradura. Todavía tarareando, Erlok Grael entró en la celda. El hedor de la sangre y la suciedad le inundó las fosas nasales, tan intenso que se le saltaron las lágrimas.

Contra una de las paredes de la celda había un recio banco de madera. Sobre el mismo descansaban toda clase de cuchillos de carnicero, hachuelas y tenazas, todo cuidadosamente clasificado por orden de tamaño. Grael escogió una de las herramientas. Era su favorita: un espantoso cuchillo en forma de hoz con la hoja tremendamente afilada.

Se dejó oír un gemido procedente de las sombras del fondo. Grael sonrió al ver la figura, deshecha y desmoronada, que estaba encadenada a la pared. Agitó el cuchillo curvado ante él.

—Buenos días, prefecto Maksim —le dijo.