CAPÍTULO 8
—Son las Islas Bendecidas —dijo Kalista con voz inexpresiva.
—¡Sí! —exclamó Viego, que se paseaba arriba y abajo, haciendo crujir la gravilla bajo sus pies, enfundados en unas zapatillas—. ¡Son reales! ¡Estoy convencido!
Estaban en uno de los muchos jardines que crecían en los claustros del palacio. Kalista había sacado a Viego del dormitorio real a toda prisa, temerosa de que despertase a la reina con su repentina euforia. Se llamaba el Jardín de la Reina y era un lugar íntimo y rebosante de serenidad, un oasis oculto que Kalista siempre había amado. Estaba rodeado de muros y columnas, y en el centro se erigía una fuente que burbujeaba con suavidad. Por él se extendían jardineras de flores cuidadas con mimo, repletas de ejemplares de todas las partes del mundo conocido. Dragones de vivos colores revoloteaban entre ellas, usando sus largas lenguas para alimentarse de su néctar. Sus alas diminutas zumbaban con fuerza mientras las nubes se desplazaban perezosamente a través del cielo azul.
Kalista observaba a Viego cada vez más alarmada. Parecía un demente; vestido solo con un camisón y con el pelo alborotado, señalaba haciendo grandes aspavientos mientras desvariaba sobre las Islas Bendecidas.
—¿Y dices que esto se te ocurrió en un sueño? —preguntó ella, intentando que el escepticismo no se le notara en la voz.
—¡No fue un sueño! ¡Fue una visión! ¡Una visión que me enviaron los Venerados Ancestros!
—Viego… —dijo Kalista con gentileza.
—No, Kal, ¡fue una visión! ¡Lo fue! ¡He hablado con los sumos sacerdotes y ellos me lo han confirmado!
Kalista frunció el ceño. «¿Por qué el sacerdocio permite que Viego siga perdiéndose en sus fantasías, por qué incluso las alimenta? Eso no lo ayudará a superarlo».
—Pero las Islas Bendecidas son solo un mito —dijo ella.
—¡Sí! Quiero decir… ¡No! —declaró Viego. Dejó de pasearse y la señaló, excitado—. Yo también lo pensaba, pero he leído todo lo que he encontrado en los archivos, y estoy convencido de que los adeptos de las islas propagaron el mito ellos mismos, para mantener alejados a los forasteros. Son reales, y es allí donde hallaremos la cura para Isolde.
Kalista suspiró.
—Conozco la historia, Viego. Se dice que allí hay un arroyo donde fluyen aguas que dan la vida, que son capaces de curar cualquier herida mortal. Pero no es más que eso: una historia. Es un cuento para niños, nada más.
—Ah, pero ¡yo he encontrado pruebas de que las Islas Bendecidas son reales, Kal! —insistió Viego, agarrándola de los hombros. Tenía los ojos desorbitados, la mirada asalvajada, y temblaba con fe y con frenesí—. ¡Salvaremos a Isolde!
Kalista respiró hondo. Se dio cuenta de que no serviría de nada discutir con él.
—Enséñamelo —le pidió.
Habían ubicado las investigaciones del rey en la salita que había junto al dormitorio real. Los documentos estaban desplegados por los escritorios y las mesas dispuestas a los lados de la habitación. Viego estaba de pie en el umbral de la puerta, mirando de un lado a otro, primero a su esposa, que dormía en el dormitorio real, y luego a Kalista y Nunyo, que estudiaban los relatos, mapas, diarios e historias desperdigados ante ellos.
—¿Y bien? —preguntó Viego—. Lo veis, ¿no es así?
Kalista miró a Nunyo, que se encogió de hombros de forma casi imperceptible.
—No sé… —dijo Kalista—. Hay tantas contradicciones…
—¡Pero hay demasiados detalles que encajan! ¡No puede ser una coincidencia! —insistió Viego. Se dirigió a una de las mesas laterales gesticulando con énfasis—. Mirad aquí, leed el relato de este tipo… ¿Zhulan? ¿Zielan? Como se llame. Es una traducción del original en icathiano. Habla de una visita a la ciudad de Helia y escribe sobre el tiempo que pasó entre sus académicos, sus bibliotecas y sus secretos. Y ese nombre, Helia, sale una y otra vez, aquí, y allí, y más allá añadió, señalando varios libros y pergaminos abiertos. Y ¡mirad! Helia aparece también en este mapa, ¡más de cien años después de esas otras menciones! Solo es un fragmento, pero, si lo comparamos con nuestros propios mapas, vemos que sitúa las Islas Bendecidas en algún lugar, por aquí.
Kalista y Nunyo se fijaron en el lugar que Viego había señalado en un mapa contemporáneo.
—¿En mitad del océano Eterno? —preguntó ella.
—¡Sí! ¡Están ahí! ¡Y en ellas se halla el secreto que curará a Isolde!
Hacía tiempo que Kalista no veía a Viego tan lleno de energía. Se acordó de cuando era un niño que se entusiasmaba profundamente con cualquier cosa, para luego volver su atención hacia otra. Su inagotable entusiasmo por su enésima obsesión le había resultado siempre contagioso, de algún modo, pero aquella nueva teoría hedía a desesperación. Sin embargo, no albergaba ningún deseo de desalentarlo, sobre todo teniendo en cuenta que era la primera vez que parecía resurgir de su oscura desesperanza.
—Hace mucho tiempo que nuestros navíos surcan esas aguas, Viego —repuso ella con suavidad—. Lo siento, pero creo que, si se hubieran topado con las legendarias Islas Bendecidas, nos habríamos enterado.
Viego la miró, frustrado, y soltó un gruñido de exasperación antes de girarse hacia su consejero.
—Nunyo, ¡no me digas que todas esas conexiones no son convincentes!
Nunyo se frotó la frente arrugada.
—No es del todo imposible —concedió, mientras acariciaba las páginas de un texto antiguo.
—¿¡Lo ves!? —exclamó Viego—. ¡Hasta el viejo Nunyo está de acuerdo conmigo!
—Bueno, joven rey, no afirmaría estar de acuerdo con vuestra hipótesis, no todavía —aclaró—. Pero si eliminamos los aspectos más fantasiosos de estos relatos, es decir, las historias sobre imperios subacuáticos, batallas contra semidioses caídos de los cielos, y demás… Entonces sí podría señalar un archipiélago de islas en esa zona, donde tal vez esté la supuesta Helia.
—¡Así es! —exclamó Viego, alzando la voz, emocionado. Miró hacia atrás para ver si había despertado a Isolde y luego prosiguió en voz más baja—: Y, cuanto más investigo, ¡más convencido estoy de que se encuentran ahí!
—Pero, mi rey, si eso fuera cierto —repuso Nunyo con gentileza—, parece que nadie ha avistado las Islas Bendecidas, o al menos escrito sobre ellas, durante siglos. Es como si… Como si se hubieran caído del mapa.
—O como si hubieran desaparecido bajo las olas —murmuró Kalista.
—Y esa es la razón por la que le pedí a la oficina del capitán que me trajeran los cuadernos de bitácora y las cartas de navegación de todos los navíos que han cruzado el océano Eterno en los últimos cincuenta años —respondió Viego, señalando un palé repleto de cajas de cartón, cada una de ellas meticulosamente etiquetada—. ¡Los registros que se han guardado son fascinantes!
Nunyo siseó entre dientes, claramente impresionado.
—¿Por eso solicitasteis la asistencia de los discípulos del templo?
—Para que me ayudaran a estudiar estos gráficos y estos informes, así es —respondió Viego—. Y luego, a partir de la información que cosecharon, hice que el cartógrafo real dibujase esto que tengo aquí. —Con un florido gesto, desenrolló un nuevo mapa dibujado a mano en un pergamino de vitela nuevo—. ¿Quién iba a decir que teníamos un cartógrafo real?
—Yo lo sabía —replicó Nunyo secamente.
—Bueno, fuera como fuese, le di al pobre hombre un susto de muerte cuando llamé a su puerta en las horas más tempranas de la mañana —continuó Viego—. Pero trabaja bien. Mirad.
El mapa mostraba el este de Camavor, así como el norte del archipiélago de Ionia, rápidamente esbozado y, hacia el este, el borde oriental de Valoran. En sus dominios septentrionales, aquellas tierras eran gélidas y salvajes, carentes de una verdadera civilización, mientras que el resto era una masa indistinta de bárbaros y tribus siempre inmersas en contiendas. Al sur se encontraba Shurima, plagada de arena y con junglas enormes, salvajes e impenetrables en la parte oriental. El océano Eterno se extendía entre Camavor y aquellas tierras tan lejanas, una masa gigantesca e ininterrumpida en la que había que navegar durante semanas para cruzarla. Había pocas islas que supusieran un respiro durante dicha travesía, además de un pequeño archipiélago llamado Islas de la Serpiente.
La mayoría de las rutas comerciales y corredores marítimos que utilizaba la flota de Camavor estaban marcados en el mapa. Era una telaraña de líneas entrecruzadas; había docenas de ellas. Y en el centro, en el lugar donde aguardaría la araña acuclillada…, no se veía nada.
—¿Por qué hay un hueco ahí? —preguntó Kalista.
—¿Por qué, pues? —respondió Viego.
—Interrumpe la ruta más directa a varios de estos lugares. —Kalista frunció el ceño mientras trazaba las líneas con el dedo—. ¿Se halla allí algún peligro que nuestros barcos quieran evitar? ¿Un torbellino, quizá?
—Los cuadernos de bitácora de aquellos que han estado en esa zona hablan de dar media vuelta al ver una niebla antinatural, tras el fallo de sus instrumentos de navegación. Mirad, aquí —les dijo, dirigiéndose a la pila de cajas. Abrió una y rebuscó en su interior hasta sacar un pequeño cuaderno de cuero. Buscó una página que había marcado con anterioridad y se aclaró la garganta antes de leer: «Nos descubrimos a la deriva, inmóviles ante la falta de viento y confundidos, y teníamos poca visibilidad. Cuando por fin pudimos volver a ver las estrellas, estábamos muchas leguas al norte de donde debiéramos haber estado, y navegábamos en otra dirección, aunque no había ninguna corriente o viento perceptibles».
Miró a su público con las cejas enarcadas, expectante.
—Así pues, ¿crees que es ahí donde se hallan ocultas las Islas Bendecidas? —preguntó Kalista.
—Estoy convencido de que se encuentran allí —replicó Viego.
Kalista observó el mapa, considerando esa posibilidad.
—Digamos que sí, que existen —añadió—. ¿Qué te hace pensar que allí encontrarás la cura para Isolde?
Viego puso los ojos en blanco y soltó otro gruñido de frustración.
—Normalmente, incluso en los relatos más fantasiosos hay una parte de verdad —reconoció Nunyo—. Si aceptamos la posibilidad de que esas islas legendarias estén ocultas en el lugar que sugiere nuestro rey, no es descabellado aventurar que las historias que aseguran que son un lugar de sanación alberguen también una pizca de verdad.
Kalista no estaba convencida.
—Esto me parecen falsas esperanzas, Viego. No creo que nos convenga creer que lograremos hallar salvación alguna en esas islas legendarias.
Viego suspiró, y el entusiasmo febril que parecía colmarlo de energía empezó a disiparse. Se sentó en una butaca ornamentada, con el asiento tapizado en suave terciopelo de color vino, y señaló los libros y los mapas.
—Tal vez sea su única oportunidad —dijo con voz apagada—. No hay nada más que funcione.
La culpa golpeó de nuevo a Kalista; se le clavó en las entrañas como un cuchillo. «Esto es culpa mía», pensó. Miró al viejo consejero.
—No empeorará las cosas que tratemos de encontrarlas —sugirió este, encogiéndose de hombros.
Kalista lo fulminó con la mirada. ¿En qué estaba pensando? Por trágico que fuera, Viego necesitaba aceptar lo que estaba sucediendo y no depositar todas sus esperanzas en una misión desesperada que desembocaría probablemente en un fracaso.
—¡Es una locura, Viego! —dijo—. Quiero a Isolde como a una hermana, y haría lo que fuera porque se recuperase, pero debemos enfrentarnos a la verdad, y la verdad es que es muy poco probable que se cure. Sé que es duro de aceptar, pero, si estos son de veras sus últimos días, tal y como creen los médicos, tu lugar está junto a ella, y no indagando entre archivos, en busca de una cura secreta y desesperada.
Viego parecía herido. Kalista suspiró. No quería hacerle daño, pero debía aceptar la situación. Colocó una mano en su brazo con la esperanza de suavizar así sus palabras y de ayudarlo a comprender que solo pensaba en su bien.
—Lo lamento, Viego.
Él le apartó la mano y la miró con los ojos llenos de furia.
—Pensaba que, de entre todos los demás, tú lo entenderías —le espetó entre dientes.
—Viego…
La señaló en la cara con el dedo.
—¡No! Ya he escuchado tu consejo ¡y lo rechazo!
—Pero si…
—¡Ya es suficiente! —gritó—. He tomado una decisión. La cura está allí, lo sé. Quiero que nuestro navío más veloz emprenda la travesía en la próxima marea. Nunyo, encárgate de que así sea.
El consejero le hizo una reverencia, aunque a Kalista le ardía el rostro.
—Será como ordenéis, mi rey —respondió Nunyo.
Viego miró a Kalista. Su ira ya se había esfumado.
—Es probable que haya quien, en la corte, se manifieste en contra de mi decisión. Pero puedo contar con tu apoyo, ¿no es así, Kal?
Ella suspiró.
—Por supuesto. Pero, si de veras va a ser este tu proceder, ¿a quién enviarás?
—Debe ser alguien en quien confíe —respondió Viego—. La mayoría de los nobles creen que fui un estúpido por casarme con Isolde, así que no tengo ninguna fe en ellos. Y las Órdenes de Caballería pueden ser muy volubles.
—¿Quién, entonces? —preguntó Nunyo.
—El señor Hecarim —declaró Viego—. La Orden de Hierro debe lealtad al trono gracias a su compromiso con Kalista.
—Todavía no estamos casados —murmuró Kalista.
—No, pero podríamos adelantarlo. Hecarim insiste.
—¿Ah, sí? —repuso Kalista, arqueando las cejas—. ¡Primera noticia!
—Podrías desposarte mañana mismo, si fuera necesario —continuó Viego, ignorándola—. Lo podríamos organizar, ¿no es así, Nunyo?
—Podríamos, mi rey y señor —respondió el viejo consejero, mirando a Kalista de reojo.
Viego y su principal consejero empezaron a debatir la logística que la celebración requeriría, pero Kalista apenas los escuchaba. Pensó en las naciones conquistadas que habían sido calcinadas, saqueadas y brutalizadas por las Órdenes de Caballería. En el pasado, la Orden de Hierro había formado parte de esas salvajadas, y lo único que los había refrenado en Santoras había sido la orden expresa de Viego y la presencia de Isolde. Sin embargo, ahora… Solo con que un cuarto de todo lo que había escrito sobre las Islas Bendecidas fuera verdad, se trataría de un lugar de una tremenda riqueza. Kalista casi podía oír ya los gritos…
—No mandes a la Orden de Hierro —le pidió—. Su lugar está aquí, protegiendo el reino.
—¿Entonces…? —preguntó Nunyo.
—Iré yo —sentenció Kalista.
Helia, Islas Bendecidas
Erlok Grael no recordaba la última vez que se había reído de verdad. Sin embargo, descubrir el cadáver de uno de los maestros de Helia, que llevaba ya tiempo muerto, en una de las criptas más profundas que se hallaban bajo la ciudad, lo hizo reír hasta gritar.
El cuerpo era poco más que una cáscara desecada, engalanada con unos ropajes que poco a poco se estaban convirtiendo en polvo. Todavía había algunos mechones de pelo pegados al cráneo del maestro, y tenía un tobillo roto, doblado en un ángulo extraño. Cerca de él había un candil, vacío ya de aceite. Dedujo que el pobre infeliz se había tropezado y se rompió la pierna, y eso le había impedido salir antes de quedarse sin luz. ¿Cuánto tiempo habría pasado antes de que la locura y la sed se adueñaran de él? Los maestros aborrecían y despreciaban a los segadores como Grael, así que pensar que uno de ellos había pasado sus últimos días arrastrándose en la oscuridad le parecía sublime.
Era difícil estimar cuánto tiempo debía de llevar allí el cadáver. ¿Veinte años? ¿Cincuenta, quizá? La sequedad de aquella parte concreta de las criptas debía de haber ralentizado su descomposición, así que bien podría haber sido más bien un siglo.
El hecho de que se trataba de un maestro saltaba a la vista: lo evidenciaba la insignia oxidada que todavía colgaba de su cuello. Se deshizo en manos de Grael, desprendiéndose así la pálida piedra que había en su interior.
—Una piedra angular —murmuró.
Medía apenas un palmo. Había runas inscritas en su superficie, que, curiosamente, era cálida al tacto. Solo los maestros de la Torre Centelleante eran poseedores de esas piedras. La acunó en las manos, disfrutando de su tacto, y luego se la deslizó en el interior de la túnica.
Era evidente que hacía décadas que nadie ponía un pie en aquella parte de las criptas. Las llaves de prefecto que acababa de recibir le proporcionaban un terreno de caza mucho más extenso que antes, y también acceso a algunas de las criptas más profundas y antiguas que había en Helia.
—¿Qué hacías aquí abajo solo, apartado de todas las miradas? —le preguntó al esqueleto.
Solo entonces se dio cuenta de que el cadáver tenía algo en la mano. Tuvo que romperle los dedos, de tanta fuerza con que lo tenía agarrado. Se partieron como ramitas secas y revelaron una llave vieja y deslustrada, recubierta de verdín, con la cabeza en forma de un ojo atento. No tardó en terminar en una de las cadenas de Grael.
Empleó varias horas en encontrar el candado en el que encajaba la llave. Y, tras esa puerta, halló el libro que lo cambiaría todo.