CAPÍTULO 9
Alovédra, Camavor
—¿Te marchas de Camavor? —Ledros bajó su espada—. ¿Ahora? ¿Es esa una decisión inteligente?
Kalista atacó, asestándole una retahíla de golpes con la lanza. La punta de esta se movía como la lengua de una serpiente, pero él la esquivó. Ella dio un paso atrás y lo rodeó, buscando otra oportunidad para atacar.
—No lo sé —admitió—. Pero es algo que tengo que hacer.
Ahora le tocaba atacar a Ledros. Se movía bien pese a su envergadura; gozaba de mucha más velocidad y equilibrio de lo esperado. Hizo ver que apuntaba hacia abajo para luego dirigir una estocada cortante hacia el cuello de Kalista, que se agachó con agilidad y dirigió la lanza hacia sus costillas expuestas. Él apartó la lanza con el escudo y la atacó de nuevo. No se refrenaba, y ella se habría enfurecido si lo hiciera. Moviéndose como una bailarina, esquivó la hoja sibilante y las estocadas subsiguientes, contraatacando cada vez con una propia, ninguna de las cuales acertó a su objetivo.
Se separaron de nuevo, ambos sudorosos, y continuaron caminando en círculos, enfrentados.
—Cuando dices que es algo que tienes que hacer, ¿quieres decir que es por la reina? ¿Por tus obligaciones con el rey? —preguntó Ledros—. ¿O por ti?
«Me ha pillado», pensó. Por mucho que intentara convencerse de lo contrario, la culpa tenía bastante que ver con su decisión de ir ella misma.
—Si hay alguna opción de salvar a la reina, por poco viable que sea, he de intentarlo —respondió Kalista—. Y, además, si esto se queda en nada, tal vez ayude al rey a pasar página de algún modo.
—No fue culpa tuya —dijo él.
—He de hacerlo.
Ledros no insistió.
Continuaron entrenando en silencio, los dos ensimismados en sus propios pensamientos. Solo cuando terminaron, ambos con varios moratones y verdugones producto de sus hojas poco afiladas, volvieron a hablar.
—Entonces, ¿cuándo nos vamos? —preguntó Ledros.
Kalista respiró hondo. No tenía ninguna gana de tener aquella conversación.
—Me voy mañana al amanecer. Yo —contestó. Ledros se quedó muy callado y ella apartó la vista y continuó—: El rey ha ordenado que te quedes en Alovédra.
—¿Desde cuándo sabe que existo?
—Desde que le cortaste la cabeza al rey de Santoras.
Parecía receloso, y con razón, pensó Kalista. Suspiró. Ella habría preferido mantener a Ledros tan alejado de la corte y de su nido de víboras como fuera posible, pero Viego había insistido.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Ledros.
El señor Hecarim estaba hablando con Viego cuando Kalista y Ledros llegaron a la antesala de la sala de audiencias del rey. Las puertas estaban abiertas de par en par, y la voz del gran maestro les llegaba con claridad, probablemente más de lo que él pensaba.
—Con todos mis respetos, mi señor… No estoy seguro de que sea el proceder más conveniente —dijo Hecarim.
El rey, desaliñado y vestido con su camisón, estaba sentado en el gran Trono de Argento, tamborileando con los dedos en el reposabrazos de plata, distraído. Hecarim estaba en el penúltimo escalón del estrado, mientras que Nunyo pululaba por los alrededores.
—Va contra las tradiciones que hemos mantenido desde que Camavor se fundó —continuó. Hablaba con tono respetuoso, pero había un matiz de exasperación en sus palabras.
Ledros había puesto unos ojos como platos. Kalista estaba acostumbrada al trono, lo había visto desde su infancia. De hecho, se había metido en líos docenas de veces por trepar a él con Viego cuando ambos eran adolescentes. Le resultaba fácil olvidar lo mucho que intimidaba. Era gigantesco y resplandeciente, dominaba el espacio de modo que cualquiera que lo viera fuese consciente de la riqueza y el poder de quienquiera que estuviera sentado en él. Esa era su función.
—Respira —dijo en voz baja—. Solo es un pedazo de metal pulido y él es solamente un hombre.
—Solo un hombre, dice —masculló Ledros—. Solo un hombre que podría ordenar mi ejecución si no le hago una reverencia lo bastante profunda, o… O, no sé, por usar el tenedor incorrecto durante la cena.
Kalista lo miró con el rostro inexpresivo, intentando reprimir una sonrisa.
—Pues no uses el tenedor incorrecto.
—¿Quién necesita más de uno? No tiene sentido.
Le puso la mano en el pecho y lo miró a los ojos.
—Irá bien.
—No lo entiendo —insistió Ledros—. Mi lugar está en las filas, codo con codo con los hombres y las mujeres de la Hueste. ¿Qué quiere de mí?
Kalista suspiró.
—No quería que te dijese nada hasta que él no te viera.
Sentía una ansiedad mucho mayor de la que mostraba. Viego era impredecible en sus mejores momentos, y estaba muy lejos de estar en su mejor momento. La falta de sueño, la desesperanza y ahora esa esperanza febril y desesperada estaban acabando con su cordura. Se sentía inquieta.
—Todo irá bien —repitió, tanto para convencerlo a él como para convencerse a sí misma.
El corpulento hombre asintió, pero no parecía convencido.
—¿Qué me pongo? —le había preguntado hacía un rato. Sus ojos revelaban más preocupación de la que ella había visto en el campo de batalla—. No tengo nada que esté… bueno, bien. Y, sin duda, nada digno para conocer al rey.
Kalista se había echado a reír ante sus nervios. Se había bañado y afeitado y, después de que ella le asegurase repetidas veces que tenía buen aspecto, se había vestido con su armadura, aunque se había esforzado por asegurarse de que estuviera impecable y recién engrasada.
—¡Es de baja cuna! —dijo Hecarim—. Las órdenes no estarán conformes.
Viego les hizo un gesto a Kalista y a Ledros para que entraran.
—Me da igual si las órdenes están conformes o no —declaró—. Quiero a alguien en quien pueda confiar. Alguien que no esté metido en intrigas políticas. No he descartado que el intento de asesinato lo ordenara alguien que forme parte de mi propia corte. Necesito a alguien sin conexión alguna con la nobleza.
Hecarim no reparó en la presencia de Kalista y Ledros hasta que no llegaron al medio de la sala. Consciente de que debían de haberlo oído, tuvo la decencia de mostrarse avergonzado. Al situarse al pie de los escalones que ascendían hasta el trono, Kalista y Ledros hincaron la rodilla, colocaron las manos en el suelo y agacharon la cabeza como muestra de deferencia.
—Sí, sí, ya es suficiente —dijo Viego, apremiándolos a acercarse—. No quiero pasar mucho tiempo lejos de la reina, así que hagámoslo rápido. Tráemelo, quiero verlo de cerca.
Kalista subió los escalones y se quedó en el penúltimo.
—Señor Hecarim —dijo a modo de saludo, inclinando la cabeza.
—Mi señora —respondió él, devolviéndole el gesto.
Ledros se detuvo un escalón más abajo que Kalista. Era de baja cuna y su posición no le permitía ascender más.
Viego se levantó del trono y pasó junto a Kalista y a Hecarim. La cola de su túnica abierta ondeaba a su paso. Ledros se quedó quieto, con la mirada gacha, como era su obligación, mientras el rey caminaba a su alrededor, evaluándolo como a una res.
Kalista intercambió una mirada con Nunyo y el consejero se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
—En fin, es lo bastante grande, sin duda —dijo Viego—. Y tiene un aire intimidante a la vez que parece respetuoso. Eso me gusta.
—El capitán Ledros es el mejor guerrero de la Hueste —intervino Kalista. Empezaba a sentirse irritada, pero también era muy consciente de que Hecarim, su prometido, estaba presente—. Ha servido fielmente en muchas campañas militares y es mi mejor oficial.
—Es el que mató a Agripos, ¿verdad? —Viego volvía a estar frente a Ledros—. No es poca cosa. El rey de Santoras sabía usar la espada.
—Así es —respondió Kalista—. Y ese no ha sido el primer honor que se ha ganado en batalla.
—¿Y es leal?
—Sí, es leal. —Kalista frunció el ceño—. Pero se lo podéis preguntar vos mismo, rey Viego. Está aquí presente.
Viego miró a Hecarim con las cejas enarcadas, lo que solo irritó aún más a Kalista, pero se mordió la lengua. Perder los estribos no le serviría a nadie de nada.
—Levanta la vista, soldado —le dijo Viego a Ledros.
Al ver que el capitán vacilaba, Hecarim alzó la voz.
—Levanta la vista —ordenó poniendo los ojos en blanco—. Tu rey te ha dado una orden.
Ledros levantó la vista poco a poco, como si aquella orden fuera un truco. Aunque estaba dos escalones por debajo del rey, sus ojos quedaban a la misma altura.
—¿Eres leal, capitán? —preguntó Viego en voz baja.
—Lo soy, mi rey y señor —respondió Ledros, con voz grave y potente—. Mi vida es vuestra.
Viego le sostuvo la mirada unos instantes y luego asintió.
—Me gusta —le dijo a Kalista antes de girarse de nuevo hacia Ledros—. Serás mi nuevo guardaespaldas y mi defensor.
Ledros parpadeó.
—¿Mi…, mi rey y señor?
—Necesito uno nuevo —dijo Viego como si le estuviera hablando a un niño—. Me gustaría que el puesto fuese tuyo.
Ledros se quedó boquiabierto y miró a Kalista confundido. Ella asintió de forma alentadora.
—¡Sería un honor, mi rey y señor! —dijo.
—Sin ánimo de ofender al buen capitán, es de baja cuna, mi señor —intervino Hecarim con voz dulce—. Tradicionalmente, ese puesto se le asigna a un caballero de una de las órdenes. Pero, incluso si no fuera así, el puesto debe pertenecer a un noble. Es la ley.
—Pero el rey soy yo —repuso Viego, sentándose de nuevo en el trono—. Puedo cambiar la ley, ¿no es así? Nunyo, ¿no es así?
El viejo consejero suspiró.
—No es tan sencillo, mi señor —respondió—. Las leyes pueden cambiarse, pero eso lleva tiempo. Existen ciertos… protocolos que deben cumplirse.
—Pero yo no quiero que me lleve más tiempo. ¿Y si hubiera otro intento de asesinato? Quiero que sea él quien nos proteja, desde ya.
—Hay otra opción, creo —ofreció Nunyo.
—Suéltala, vamos.
—Si fuera un noble, podríais asignarle ese puesto de inmediato. Así que… conviértalo en un noble.
—¿Eso se puede hacer?
—Vos podéis, mi rey y señor. En los últimos meses han muerto varios nobles sin heredero y su patrimonio ha quedado desprovisto de dueño. En dichas situaciones, esas tierras y títulos pasan por defecto al Trono de Argento. Disponéis del poder de asignárselos a un nuevo dueño. Dadle al capitán Ledros unas tierras y un título, y así pasará a ser un noble.
—Vaya… ¿Y no hace falta nada más?
—No hace falta nada más. Puedo preparar los papeles de inmediato.
—Hazlo.
—Os sugeriría Panthas, mi rey y señor —continuó Nunyo—. Son unas propiedades humildes en la costa meridional. Tiene un viñedo nada desdeñable; se produce buen vino. Y respecto al título… Quizá bastaría con que fuera un caballero. Y necesitará un rango militar más elevado para poder acompañarlo como su protector, por supuesto. Sugeriría el de comandante.
—Comandante Ledros —dijo Viego para probar—. Sí, no suena mal. Y Panthas me parece una buena elección. —Se giró hacia Ledros—. Doy por hecho que no tendrás objeciones.
Ledros seguía con la boca abierta. Su mundo entero había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.
—No, no tengo… objeciones —consiguió decir.
—Nunyo, encárgate. —Viego hizo un gesto con la mano—. Ahora debo volver junto a la reina.
El rey se levantó del trono y todos los presentes se arrodillaron, inclinando la cabeza. Luego salió de la habitación rodeado de guardias.
Cuando se hubo ido, los demás se levantaron. El viejo consejero tuvo que apoyarse en el brazo que le ofreció Kalista para ayudarse. Luego salieron en silencio de la sala. Ledros parecía anonadado; Hecarim, pensativo. Nunyo se marchó a toda prisa tras murmurar que debía preparar los papeles y dejó a Kalista, Ledros y Hecarim en la antesala, incómodos.
Fue Hecarim quien rompió el silencio.
—Bien, supongo que he de felicitarte, comandante. —Le dedicó una sonrisa triunfal, una vez recuperada su refinada apariencia. Ledros bajó la vista de forma instintiva.
—Eso se acabó —dijo el gran maestro meneando un dedo—. Ahora sois un noble. El único hombre ante el que debéis inclinaros es el rey.
Ledros levantó la vista con recelo y Kalista sonrió.
—Así es, comandante —dijo, haciendo una pequeña genuflexión.
—Vaya… Me va a costar un poco acostumbrarme —dijo Ledros.
Kalista no durmió bien. Se quedó despierta hasta tarde leyendo el diario de Isolde y, cuando por fin se durmió, no logró descansar. Se despertó varias veces durante la noche, ansiosa porque ya hubiera roto el alba y hubiera perdido el barco. Tenía el estómago encogido; estaba plagada de dudas que le susurraban que ir en busca de las Islas Bendecidas era un acto propio de una estúpida y que nada bueno saldría de ello.
Tampoco podía dejar de recordar la vehemente reacción de Hecarim al repentino ascenso de Ledros. Y pensar en eso la hizo pensar luego en Ledros, lo que hizo que se le encogiera el estómago todavía más…
Apartó las sábanas y bajó las piernas de la cama. La noche era cálida y tenía las ventanas abiertas; la luz de la luna arrojaba un pálido resplandor en su alcoba. Había sido su cuarto desde que era niña, aunque ya apenas dormía en palacio, sino que casi siempre lo hacía en una tienda, en el catre sencillo de un soldado, mientras estaba en una campaña militar. Su armadura y su casco estaban colgados al otro lado de la alcoba, y cerca descansaban su lanza y su espada corta enfundada. El morral que había hecho y deshecho una docena de veces estaba en el suelo, junto a la armadura.
Suspiró y se levantó. Llevaba un largo camisón, un lujo poco frecuente, pues durante las campañas solía dormir con su armadura. Se estiró y se dirigió al balcón. El fresco suelo de piedra le resultó agradable. Abrió las puertas y salió a la oscuridad.
Su alcoba estaba en lo alto del palacio; las olas rompían en los acantilados de abajo. Faltaban varias horas para el amanecer. Cerró los ojos y escuchó el sonido del oleaje, respiró hondo, llenando los pulmones de brisa marina y apaciguando la mente.
La interrumpió una suave llamada a la puerta. Frunció el ceño. ¿Quién habría ido a verla a aquellas horas? Entró de nuevo en la habitación en silencio y desenfundó su espada. Llamaron otra vez, con suavidad pero insistentemente. Con la hoja preparada, abrió la puerta.
Una enorme figura encapuchada esperaba al otro lado del umbral, pero, pese a que su rostro estaba oculto entre las sombras, Kalista lo reconoció de inmediato.
—¿Ledros? —Él apartó la vista a toda prisa y ella puso los ojos en blanco—. Entra, rápido, antes de que te vea alguien —dijo entre dientes, agarrándolo del brazo y tirando de él hacia su habitación. Miró a un lado y luego al otro para asegurarse de que nadie los estuviera observando y cerró la puerta tras ella. Se giró hacia Ledros, que estaba de pie, incómodo, con la vista apartada—. ¿Qué haces aquí?
—¿Puedes…, puedes guardar la espada?
Kalista bajó la vista hacia su espadín.
—No sé…, comandante —lo chinchó, con una sombra de sonrisa en la voz—. Quizá todavía me haga falta.
—Kalista… —Ledros la miró con expresión sincera—. Jamás te haría daño. ¡Jamás! Lo sabes.
Ahora le tocó a Kalista apartar la mirada. Notó que se sonrojaba y se apartó para enfundar la espada.
—Ya sé que nunca lo harías —contestó. Le estaba dando la espalda, pero sentía su mirada sobre ella—. Ha sido un chiste de mal gusto.
—Quería verte antes de que te fueras.
El corazón le latía desbocado; volvía a tener el estómago encogido. Respiró de forma contenida, intentando recuperar la calma. No funcionó. Se giró y miró a Ledros. Había cautela en los ojos de ella, pero también algo más, algo más profundo, algo que llevaba mucho tiempo intentando enterrar. Él estaba tan cerca que podía olerlo, notaba la mezcla de cueros y acero engrasado, junto con una pizca de sudor. Era un aroma reconfortante y familiar, pero su presencia en su alcoba la confundía.
Y, aun así, no quería que se marchase.
—Tengo una cosa para ti. —Ledros se quitó una delicada cadena del cuello. Tenía un colgante de plata con dos rosas grabadas, con los tallos y las hojas enredados, como amantes.
—Es precioso —dijo Kalista en voz baja. Alargó una mano para cogerlo, pero luego la apartó. Una joya de esa calidad no podía ser barata. Ledros era ahora un hombre rico, con tierras y título, pero no era posible que lo hubiera comprado en las horas que habían pasado desde que había recibido la noticia. Algo así habría requerido ahorrar durante años con el pobre salario de un soldado de baja cuna, por mucho que fuera capitán—. Ledros…
—No espero nada. Pero, si no te lo doy ahora, bien podría arrojarlo al mar.
Kalista tragó saliva; un tumulto de emociones se retorcía en su interior. Al final, ganó el deber.
—No puedo aceptarlo —dijo.
Ledros asintió estoicamente. Kalista se sentía como si alguien le estuviese estrujando el corazón. El corpulento hombre cerró el puño alrededor del delicado colgante y lo hizo desaparecer.
—Supongo que tirarlo al mar habría sido la opción correcta —murmuró—. Lo siento, no sé en qué estaba pensando.
—No, soy yo la que lo siente. El compromiso…
—No tienes por qué explicar nada —la interrumpió él en voz baja—. Y menos a mí.
El rostro de Kalista estaba impasible, pero se sentía como si se estuviese rompiendo por dentro.
—Eres una princesa de sangre real —prosiguió él— y, aun así, sigues siendo esclava del deber, tanto como yo. Puede que incluso más. No pasa nada. Soy un soldado. Comprendo lo que es el deber. —Se esforzó por sonreír, aunque lo que mostró se parecía más a una mueca de dolor—. Al menos mañana no tendremos un entrenamiento incómodo, teniendo en cuenta que embarcas al amanecer.
Parecía a punto de decir algo más, pero, evidentemente, se lo pensó mejor y se dio la vuelta para marcharse. Kalista lo siguió; quería decirle algo, pero era incapaz de formar las palabras.
En el umbral de la puerta, él miró atrás.
—Ten cuidado, Kalista —susurró con voz ronca—. Mi corazón está contigo, ahora y siempre.
Luego se giró y se marchó.
Y ella se quedó sola.
Hecarim estaba en el pasillo, escondido entre las sombras, cuando el capitán de baja cuna salió de la alcoba de Kalista. Observó con los ojos entrecerrados cómo el corpulento soldado se cubría la cabeza afeitada y llena de cicatrices con la capucha y se perdía en la oscuridad.
Cerró las manos en dos puños.
Helia, Islas Bendecidas
Erlok Grael leía cuidadosamente el tomo que tenía abierto. Sus ojos ardían bajo la luz febril. Era un libro antiguo y sus páginas gastadas se resquebrajaban, pero era legible de todos modos. Lo había encontrado en la cripta sellada que había abierto con la llave que pertenecía al maestro muerto. No, se corrigió enseguida. Le pertenecía a él.
Se lamió los labios y, al pasar la página, puso unos ojos como platos ante lo que descubrió. Era un boceto preciso y detallado de una sala situada en las profundidades de Helia, en la que había una piscina enorme a la que se descendía por unas escaleras. Alrededor de la ilustración había dimensiones, medidas y cálculos, y Grael se dio cuenta de que era el plan arquitectónico de un lugar que todavía no se había construido.
Hojeó las páginas siguientes sin apenas atreverse a creer lo que estaba viendo. Habían dibujado cada centímetro de la habitación y las cámaras adjuntas con todo lujo de detalles, desde las columnas geométricas a los intricados arcos que formaban un patrón matemáticamente perfecto en el techo. Tenía instrucciones para iluminar la sala, cálculos que describían cómo el arroyo natural que corría bajo ella llenaría la piscina central.
—Las Aguas de la Vida —dijo Grael sin aliento—. Los rumores eran ciertos.
El secreto de la vida eterna estaba en manos de los maestros… Y se lo habían guardado para sí.
Sintió que lo anegaban la amargura y la furia, que ambas solidificaban su propósito. Él merecía acceso a esas aguas, ¡lo merecía! Y daría con el modo de lograrlo.