CAPÍTULO 11
Buhru, Islas de la Serpiente
Kalista salió por la puerta de piedra hecha una furia, tras apartar una cortina de cuentas de color ámbar. Lucía una expresión encolerizada. Una criatura domesticada y con el cuerpo parcialmente lleno de plumas del tamaño de un perro pasó por su lado y resistió al impulso de darle una patada.
Desde un balcón tallado en la piedra de arriba, la observaba un hombre buhru corpulento vestido con un caparazón rojo quitinoso, con los enormes brazos tatuados cruzados sobre su pecho. La capitana Vennix la siguió, apresurándose por seguirle el ritmo. Las dos iban desarmadas, ya que los buhru exigían que los forasteros dejasen sus armas en sus barcos antes de desembarcar y hacían cumplir ese decreto con rigurosidad.
—No ha ido tan bien como esperaba —admitió Vennix.
—¡Ha sido una total pérdida de tiempo! —le espetó Kalista.
—Los buhru son estrechos de miras, pero no esperaba que se negaran a ayudarnos de forma tan… vehemente.
Habían llegado hacía cuatro días y Vennix le había estado haciendo de intérprete desde entonces.
—Pensaba que solo habías estado aquí un par de veces —le dijo Kalista, asombrada por la fluidez con la que la capitana hablaba la lengua nativa de los buhru.
—A los vastayanos se nos dan bien los idiomas —contestó ella, encogiéndose de hombros.
Sin embargo, cada intento que habían hecho para conseguir información sobre cómo cruzar las extrañas nieblas, o para contratar un guía, no había recibido más que respuestas vagas y negativas educadas pero tajantes. Ante su insistencia, todos las habían referido al patriarca… Pero conseguir una reunión con el sacerdote había requerido de largas horas de negociación, y todo por una audiencia que había durado apenas minutos. Había escuchado sus ruegos, pero las había interrumpido bruscamente para negarles cualquier tipo de ayuda.
Kalista estaba furiosa.
—Es evidente que el sacerdote cangrejo sabe más de lo que dice —dice—. ¿Por qué no quieren ayudarnos?
Vennix negó con la cabeza.
—No lo sé. Quizá sea por algún tabú religioso. Lo siento, princesa. Siento que te he decepcionado.
Bajaron los precarios escalones tallados en la aguja de roca que albergaba el templo y el domicilio del patriarca. Pasaron junto a varios guardias, todos ellos engalanados con una armadura dentada de cangrejo de color carmín, y avanzaron junto a paredes pintadas con vivas representaciones de la deidad del sacerdote, un cangrejo del tamaño de una isla con un enorme volcán a su espalda. Vennix le había explicado que los devotos del dios creían que este había fabricado las Islas de la Serpiente en el amanecer de los tiempos, aunque no era del todo benevolente: por las feroces representaciones de sus hazañas, parecía a la vez una fuerza de gran destrucción y de creación.
No era el único dios que los buhru parecían venerar, sino uno más en todo un panteón rico y variado. Otra diosa importante era una joven con cabello llameante que se erigía sobre las espaldas de un par de tiburones voladores, una deidad del sol, quizá, y había otro mucho más monstruoso, representado por una masa de tentáculos retorcidos que surgían de debajo de las olas y descendían también del cielo. Estaba a mundos de distancia de la veneración por el Ancestro de Camavor y a Kalista le resultaba fascinante.
Mientras se dirigían a la base de la roca, unos loros de vivos colores pasaron junto a ellas. Divisaron monos de seis patas colgados de las copas de los árboles selváticos que había abajo, y el aire húmedo estaba repleto de gritos estridentes y silbidos de otras bestias que no se veían. No podía ser más distinto de las tierras de Camavor, que eran áridas. En otras circunstancias, le habría encantado explorar aquellas islas y aprender sobre ellas… pero la presión de su cometido era un peso constante en su corazón. Además, los buhru habían dejado claro que a los forasteros solo se les permitía quedarse durante una breve estancia. Kalista ya estaba sobrepasando los límites de su hospitalidad.
Vio al Halcondaga anclado en la distancia, justo detrás del puerto protegido. El puerto no era lo bastante profundo para el navío camavorano, aunque sí para las docenas de barcos buhru atados a los muelles de piedra que salpicaban el agua. Había otros barcos extranjeros atracados cerca del Halcondaga: un elegante velero ionio cuyo mástil estaba formado por lo que parecía un árbol vivo, una galera con una estatua gigantesca y dorada de un guerrero con cabeza de águila en la popa, que Kalista se figuraba que provenía de una de las tierras arenosas del oeste, y varios barcos cuyo diseño no reconocía.
De la jungla se erigían una docena, más o menos, de agujas de piedra, cada una de ellas con tentáculos retorcidos grabados y llena de puertas y ventanas. El resto del asentamiento buhru se extendía por debajo, medio oculto bajo el follaje.
—Es una pena —protestó Vennix mientras la guiaba hacia la primera planta—. Los navegantes buhru conocen el océano como nadie. Es como si les hablase. Hacen que mi tripulación y yo parezcamos aficionados, y somos los mejores de la flota camavorana.
—Y los más modestos —recalcó Kalista.
—Es la pura verdad, no hay más —replicó Vennix—. ¿Y ahora qué?
Kalista aplastó de una palmada un insecto que le estaba picando en el cuello. Los buhru las observaban desde las puertas y las ventanas. La gente no era hostil, pero les resultaban intimidantes. Incluso los tejedores, los artistas y los sacerdotes tenían aspecto de guerreros.
—No lo sé —respondió—. Parece una empresa inútil. No sé qué hacer.
—Bueno, una buena noticia —dijo Vennix cuando llegaron a la base de la aguja—. El Halcondaga vuelve a contar con provisiones y mi tripulación está satisfecha. Es fascinante lo que un buen plato caliente ayuda a levantar la moral.
En la planta baja había más gente. Los buhru iban de un lado a otro, cumpliendo con sus rutinas diarias. Los pescadores vendían sus presas; un grupo de niños, risueños, pasó correteando junto a ellas. El asentamiento era mucho más grande de lo que Kalista había pensado, y tan bullicioso como cualquier pueblo de pescadores camavorano.
—También me las arreglé para regatear el precio de un par de barriles de esta bebida artesana —añadió Vennix mientras sacaba y destapaba una petaca. Dio un largo trago y suspiró satisfecha—. La tripulación se pondrá muy contenta.
Kalista olisqueó la petaca que le tendía y le empezaron a llorar los ojos.
—En el nombre de los Ancestros, ¿qué narices es eso?
Vennix se echó a reír.
—Una especialidad local —dijo—. Te llenará el pecho de pelo, sin duda.
—¿Y por qué iba yo a querer…? —Kalista se interrumpió al ver la expresión en el rostro peludo de la vastaya—. No he dicho nada.
Vennix gruñó y se acabó el agrio licor.
—Vamos —dijo, dándole una palmada en el hombro—. Conozco un sitio cerca del muelle donde sirven el mejor cangrejo que he probado nunca. Vamos hasta allí y al menos podremos llenar la barriga mientras piensas cuál es tu siguiente paso.
La capitana tenía razón: el cangrejo estaba exquisito. Sin embargo, no sirvió para aplacar el mal humor de Kalista.
Se sentaron mirando al océano mientras el sol se ponía y las flotas de pescadores buhru se preparaban para su trabajo nocturno. Parecía que los pescadores fuesen a la guerra; con gesto sombrío, cargaban sus navíos de arpones y lanzas con púas y se despedían con un beso de sus seres queridos en los muelles de piedra. Tenía sentido, ya que, tal y como lo entendía Kalista, se disponían a cazar las diversas serpientes y monstruos que surgían de las profundidades, ocultas por la oscuridad. Curiosamente, todos lanzaron algo al océano al subir a sus barcos.
—¿Qué hacen? —preguntó Kalista.
La capitana y ella estaban sentadas en una larga mesa ante los restos de su cena. Parte de la tripulación del Halcondaga se había unido a ellas. El resto de la mesa la ocupaban vecinos y marineros de otros barcos anclados en la bahía, lo que formaba un grupo muy diverso en el que se hablaban fácilmente media docena de idiomas diferentes. Era un lugar bullicioso; parecía popular tanto entre los buhru como entre los forasteros.
—Son ofrendas a la Madre Serpiente —respondió Vennix, terminando otro vaso de la fuerte bebida local—. Es una cuestión de respeto.
Kalista miró su vaso medio vacío mientras se debatía entre acabársela o no. Sabía a rayos, pero la sensación cálida que le provocaba no era desagradable. Antes de que pudiera decidirse, Vennix alargó una mano, lo cogió y se lo bebió de un trago.
—¿Qué? —dijo al ver el rostro sorprendido de Kalista—. ¡Llevabas más de una hora mirándola!
Kalista sonrió y negó con la cabeza.
—¡Ya era hora! —bramó la capitana—. ¡Es la primera vez que relajas el ceño en toda la noche!
Su expresión se nubló de nuevo. ¿Qué derecho tenía a pasarlo bien mientras la reina yacía en su cama moribunda, rindiéndose al veneno de una hoja que ella debería haber parado?
—Quizá debería volver al Halcondaga y dejaros aquí a ti y a la tripulación —sugirió—. No soy la mejor de las compañías.
—Espérate un ratito y volveremos juntos —respondió Vennix. Se apoyó en el respaldo y echó un vistazo alrededor de las mesas.
Los autóctonos no parecían reparar en ellos, pero muchos de los marineros extranjeros los miraban con gesto sombrío, y Kalista había oído a varios de ellos mascullar entre dientes cuando habían llegado. Al parecer, la reputación de Camavor llegaba muy lejos. Quizá habían pensado que el Halcondaga era un navío de exploración en busca de nuevas tierras que conquistar. Su intuición de soldado le decía que las cosas podían ponerse feas en cualquier momento y, de repente, se sintió agradecida por la ley buhru, que dictaminaba que ningún forastero pudiese desembarcar armado.
—Quizá sería mejor que nos marchásemos ahora —advirtió en voz baja.
—Qué va —repuso Vennix con una sonrisa—. Yo diría que la cosa se va a poner interesante.
En ese momento, como si la hubiera oído, un marinero extranjero se chocó con un miembro de la tripulación de Vennix con el impulso suficiente para que se le derramara la bebida. Se encararon el uno contra el otro casi al instante y los demás empezaron a levantarse para ver si se producía una escalada. Un par de matones buhru se acercaron, pero Vennix intervino antes que ellos.
—Caballeros, caballeros, estoy segura de que podemos resolver esto amigablemente —dijo, levantando las manos con gesto pacificador. Hablaba en un tono jovial, pero en sus ojos había un brillo peligroso que le reveló a Kalista exactamente lo que estaba a punto de pasar. Poco a poco, también ella se puso de pie.
Uno de los marineros de las tierras arenosas del oeste echó un vistazo a la capitana, que apenas le llegaba al pecho, y dijo algo con desprecio antes de apartar la vista. Kalista se estremeció. «No ha sido muy inteligente», pensó.
Vennix no perdió ni un segundo: golpeó al hombre de lleno en el cuello, girando las caderas para darle al golpe toda la fuerza de su peso. Este se desplomó hacia atrás y entonces la sala entera explotó. Más marineros se pusieron de pie, rugiendo iracundos, y empezaron a repartir puñetazos. A uno de ellos le aplastaron una silla encima; a otro le lanzaron un plato a un lado de la cabeza que lo cortó al instante. Vennix, que se reía a fuertes carcajadas, esquivó un porrazo terrible para luego levantar a su atacante del suelo con un gancho perfecto en la barbilla.
Kalista observaba la pelea de brazos cruzados. La mayoría de los buhru, por su parte, se mantenían apartados y dejaban que los forasteros se molieran a palos. Los dos matones lucían una sonrisa.
Un marinero se giró hacia ella blandiendo de forma inestable la pata rota de una silla.
—No lo hagas —le advirtió, pero él se abalanzó sobre Kalista de todos modos. Ella paró el golpe y, con un hábil giro, dejó a su atacante de rodillas. Este soltó su arma improvisada y gritó de dolor; Kalista le había dislocado el hombro. En general, pelear fuera de sus horas de servicio no le parecía bien, pero sintió cierta satisfacción ante el gesto de respeto de los buhru cuando apartó a su oponente, que no dejaba de gritar, a patadas.
Una anciana diminuta salió de la cocina gritando y los dos corpulentos matones por fin se metieron en la pelea para acabar con ella. Uno separó a dos tipos en plena refriega levantándolos por los pies, cada uno en una manaza, mientras que el otro agarró a una marinera de los pantalones y la camiseta y la lanzó directa al océano.
—¡Ya paramos! ¡Ya paramos! —exclamó Vennix sin dejar de reír cuando uno de los enormes buhru se giró hacia ella. La capitana sacó a los últimos miembros de su tripulación de la pelea y escapó en la noche, dejando tras ella la destrucción.
Kalista fue la última en marcharse.
—El Trono de Argento os envía sus disculpas —anunció con una ligera reverencia. Sin embargo, era evidente que nadie tenía ni idea de a qué se refería. En ese momento, todas las miradas estaban sobre ella y muchas de sus expresiones anunciaban que tal vez se avecinara más violencia.
Consciente de que había un idioma que hablaban todos los presentes, Kalista sacó un puñado de monedas camavoranas, las suficientes para pagar por los daños dos veces. Las levantó para que todos las vieran y luego las apiló cuidadosamente en una de las mesas que quedaban derechas. Al ver que todo el mundo miraba las monedas, salió rápidamente y se apresuró a unirse a Vennix y a la tripulación.
Varios de sus miembros estaban heridos, aunque nada más serio que unas costillas rotas o un ojo morado, pero se reían y charlaban animadamente mientras se dirigían a los muelles.
—¿De qué iba todo eso? —le preguntó Kalista a la capitana al alcanzarla.
—Pensé que no nos iría mal liberar tensiones —contestó—. Ha sido divertido, ¿no?
Kalista negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír.
Los marineros fueron subiendo al bote, todavía comparando heridas y magulladuras. Cuando Kalista estaba también a punto de subir, vio que se le acercaba un hombre. Frunció el ceño y se giró hacia él. Estaba oscuro, pero era evidente que no era buhru. Se puso tensa, preguntándose si sería alguien que venía a continuar la pelea, aunque enfrentarse a todos los camavoranos solo habría sido una estupidez, lo miraras desde donde lo mirases.
Dijo algo que Kalista no entendió; sus palabras sonaban guturales. Vennix le contestó bruscamente en la misma lengua. Sonaba igual de dura.
—¿También hablas ese idioma? —preguntó Kalista.
—Como te dije, los idiomas se me dan bien.
—¿Qué quiere?
Vennix y el hombre hablaron. Parecía que estuvieran discutiendo, casi se gritaban, pero la capitana no parecía enfadada. La vastayana se giró hacia ella y le dijo:
—Dice que sabe que el anciano buhru no te dio las respuestas que buscabas y que él conoce a alguien que podría proporcionártelas. Se ofrece a llevarnos hasta allí. Por un precio, claro. Ah, y también sabe que eres una princesa, lo que supongo que habrá doblado el precio que nos pida, como mínimo.
Kalista evaluó al desconocido. No le acababa de gustar la forma en que le sonreía. Tenía los dientes hechos de acero y brillaban a la luz de la luna.
Pero ¿qué otra opción tenía?
—¿Estás segura? —le preguntó Vennix.
El Halcondaga estaba anclado en una amplia bahía cerca de la más grande de las Islas de la Serpiente, a casi un día del puerto buhru donde habían conocido a su guía. Kalista estaba en la parte trasera del barco camavorano, preparada para subir al bote que colgaba de la popa, sujeto con una serie de cuerdas y poleas.
—No —respondió—. Pero ahora mismo no se me ocurre una idea mejor.
Gracias a Vennix, Kalista se había enterado de que el hombre que se había acercado a ellas la noche anterior era Rhazu Ferros, un «comerciante, explorador y en ocasiones proveedor de información y cosas difíciles de encontrar», como se describía a sí mismo. Era originario de una ciudad portuaria llamada Oshra Va’Zaun, situada en un istmo del oeste. A Kalista le sonaba el nombre, y creía rememorar que una delegación de aquella ciudad había llegado a Camavor años antes con la intención de alcanzar acuerdos comerciales. Por lo que recordaba, habían rechazado su petición.
—Lo único que ve cuando te mira es dinero.
—Ah, eso ya lo sé —repuso Kalista—. Pero no significa que no vaya a conseguir las respuestas que busco.
El barco de Ferros, que estaba anclado cerca, no se parecía a nada que Kalista hubiese visto. Se llamaba Progreso y era un ancho navío de sólida construcción, con lo que parecían palacetes fortificados construidos en la popa y en la proa, con sus tejados, ventanales y chimeneas. El de la popa tenía incluso un reloj gigante en la fachada y, cuando daba la hora, un conjunto de puertas diminutas se abrían para que desfilaran unas figuritas.
—¿Qué tiene de malo usar el sol para saber qué hora es? —había comentado Vennix cuando vieron el barco por primera vez.
—¿Y no funciona con magia? —le había preguntado Kalista a Ferros. Él había mostrado su sonrisa de acero y hablado de forma apasionada.
—No es magia —había traducido Vennix—. Engranajes, mecanismos ocultos y la artesanía de Oshra Va’Zaun, dice. No me voy a molestar en traducir lo demás. Está presumiendo, diciendo lo caro que fue construirlo y todo eso. Creo que intenta impresionarnos. A mí me parece un desperdicio de dinero, si te digo la verdad.
Tal vez Vennix desdeñara la practicidad del barco, pero Kalista estaba impresionada con el ingenio de la construcción.
—Yo no creo que sea buena idea —dijo Vennix mientras Kalista subía al bote—, pero voy contigo. —Chasqueó los dedos para llamar la atención de su grumete—. Ve a buscar a Jada, ¿quieres, cariño?
—¿Jada? —preguntó Kalista cuando la joven bajó de cubierta a toda prisa.
—Es mi compañera más valiosa, y he tenido unas cuantas —contestó Vennix—. Sin contar el Halcondaga, claro. Mi corazón siempre le pertenecerá a él.
Kalista no tardó en descubrir que Jada era una enorme cimitarra curva de dos manos con los gavilanes en forma de serpiente retorcida.
—Es casi tan grande como tú —dijo mientras Vennix se ataba la espada enfundada sobre los hombros.
—Jamás me ha decepcionado. Es la mejor relación que he tenido nunca. —Se giró hacia un marinero que había en cubierta—. ¡Bájanos!
Desataron las cuerdas y poco a poco bajaron el bote hacia el mar cristalino. Además de Vennix y Kalista, cuatro miembros más de la tripulación iban en el bote. Cogieron los remos y empezaron a remar en dirección a la orilla. Se trataba de una parte de la isla remota y virgen, sin nada que indicase que estaba habitada. Ante ellos se erigían inmensas formaciones rocosas repletas de cascadas y follaje.
—¿Por qué, entre todos los lugares, estará aquí esa vidente? —preguntó Vennix contemplando la densa jungla—. Parece muy difícil de encontrar.
—Quizá sea precisamente por eso —dijo Kalista.
—O quizá sea para llevarte a un sitio apartado donde quitarte todo el oro.
—No es impensable —coincidió ella—. Pero tal vez disfrutar de las vistas sea otra forma de liberar tensiones.
Vennix sonrió.
—Prefiero limitarme a darme de tortas con marineros borrachos en un bar.
—Apuntado queda.
Ya estaban cerca de la playa, así que Kalista saltó al agua, que le llegaba a la cintura, para ayudar a atracar el bote en la arena. El agua era cálida y agradable, pero la cantidad de aletas y criaturas escamosas que había visto entre la orilla y el Halcondaga no la invitaba a pasar allí dentro más tiempo del necesario.
Rhazu Ferros estaba de pie, solo, con una gran sonrisa que mostraba sus dientes brillantes. Le hizo una reverencia a Kalista y luego se dirigió a Vennix, que resopló.
—¿Qué dice? —preguntó.
—Ninguna sorpresa. Quiere discutir el pago.
—¿Dónde está esa vidente suya?
Vennix volvió a hablar con Ferros, que señaló los árboles con la cabeza.
—Dice que está en la selva, pero es poco claro a propósito. Dice que podríamos llegar al atardecer si nos ponemos en marcha ya. No creo que quiera revelar mucho antes de que le paguemos.
Ferros volvió a hablar, señalándose a sí mismo, y luego a Kalista y a sus acompañantes.
—Ha vuelto a decir que es un hombre de palabra. Que nos lleva hasta allí solo, sin ninguno de sus guardias, como acto de buena fe. Pero quiere que le paguemos.
—Está bien —dijo Kalista, sacando una bolsa y mostrándosela—. Aquí hay un tercio del pago. Te daré el resto cuando veamos a la vidente y hayamos vuelto a salvo. —Le lanzó la bolsa, que él cogió al vuelo—. No me traiciones, Ferros —añadió alzando un dedo—. Si lo haces, te arrepentirás.
Vennix tradujo y el hombre se echó a reír negando con la cabeza. Kalista reconoció una de sus palabras: «camavorana».
—¿De qué se ríe? —preguntó.
—De nosotras, parece. —Vennix olisqueó—. Dice que no todo el mundo es tan despiadado y codicioso como los camavoranos. Este hombre no me gusta un pelo.
—Vamos y ya está, ¿de acuerdo? —dijo Kalista.
Ferros le hizo otra reverencia y señaló la jungla. Cuando emprendieron el camino, Kalista se acercó a Vennix y le pidió:
—Ve echando la vista atrás. Asegúrate de que no nos siga nadie.