CAPÍTULO 12
Cuando se adentraron en la jungla había un sol abrasador, pero pronto se formaron unas nubes oscuras sobre los inmensos acantilados y agujas que se erigían sobre ellos. Un rayo cayó al mar y se oyó un trueno en atronadoras oleadas. Luego siguió la lluvia, que caía con fuerza, como un asalto implacable, tanto que era casi imposible oír nada por encima del diluvio.
Caminaban en fila por caminos peligrosos, calados hasta los huesos, resbalándose y deslizándose en el barro. Kalista se ayudaba con su lanza, que usaba a modo de bastón para no perder pie. A Vennix, que iba sola, no parecía afectarle el tiempo. La lluvia se deslizaba por su pelaje como si este fuese un abrigo engrasado, y marchaba silbando una evocadora melodía vastayana, con los ojos fijos en la espalda de Rhazu Ferros.
—¡En la última hora ha llovido más de lo que llueve en Camavor en un año! —comentó Kalista, contemplando el enorme acantilado que se erigía ante ellos.
—¿Qué? —gritó Vennix.
—Nada, no importa.
—¿Qué?
—¡Que no importa!
—¿Que soy una foca? —preguntó Vennix indignada.
—No, he dicho que… —empezó a decir Kalista antes de fijarse en el brillo travieso de los ojos de la capitana. Negó con la cabeza, exasperada, y esta se echó a reír.
—¡Ya te había oído la primera vez! —gritó—. Y, para que lo sepas, ¡eso para mí sería un cumplido!
A través de las simas y grietas que había entre las rocas todo se veía oscuro. En algunos lugares tuvieron que apretarse y pasar entre ellas, mientras que en los demás debían abrirse paso entre profundos charcos de agua de lluvia. Cuando ya estaban cerca de su destino, la lluvia había cesado y las nubes dieron paso a un atardecer glorioso y carmesí que atisbaban entre las estrechas quebradas que se abrían sobre sus cabezas o en las ocasionales vistas a la bahía.
Un rugido apagado anunció su llegada a una enorme cascada que descendía hasta un agujero gigantesco y profundo en el suelo de la jungla. Un inmenso arcoíris se reflejaba en el agua mientras los últimos rayos de sol desaparecían.
Kalista contempló las profundidades del agujero.
—Supongo que la vidente está ahí abajo, ¿no? —Ferros asintió y ella suspiró—. Por supuesto —masculló.
Cuando Kalista llegó al fondo del agujero ya era de noche. Había dejado a los demás arriba y había bajado sola. Al parecer, la vidente solo estaba dispuesta a verla si iba sola.
Las estrellas resplandecían en el cielo, reflejadas en la enorme y profunda masa de agua que formaba la cascada. El suelo estaba cubierto de plantas de hoja ancha, plantas trepadoras y flores de vívidos colores. El ruido del agua al caer reverberaba a su alrededor y el aire estaba lleno de vapor que se arremolinaba. Era una zona cavernosa, mucho más grande de lo que parecía desde arriba, y el agua se extendía fuera de los límites del agujero, extendiéndose hasta más allá de donde le alcanzaba la vista.
Una franja estrecha de tierra que abrazaba la pared llegaba hasta detrás de la cascada. Kalista imaginó que lo más probable era que la vidente estuviera allí, así que recorrió el sendero, esquivando con cuidado las rocas mojadas y el denso follaje.
Una figura alta y esbelta la esperaba sobre una de las rocas. Al principio pensó que era una estatua, de tan quieta que estaba, pero giró la cabeza cuando se acercaba a ella. El ser estaba oculto tras el vapor ondulante, así que no lo veía con claridad, pero era evidente que Kalista jamás había visto una criatura como aquella.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo la criatura.
Tenía un voz extraña y etérea, femenina y curiosamente carente de acento. Kalista no estaba muy segura de qué idioma hablaba, pero entendió cada palabra. Se acercó a ella, recelosa, para intentar verla con más claridad.
—Esta bahía, estas junglas, esta cascada… —continuó la criatura, gesticulando con movimientos lánguidos—. Todo es puro, intacto. Sin alterar. Pero no será así para siempre. Aquí crecerá una ciudad, como una úlcera. Un lugar de mentiras y asesinatos. Me… Me entristece.
—Hablas de lo que está por venir como si ya lo hubieras visto —respondió Kalista.
—Y lo he visto, Kalista vol Kalah Heigaari de Camavor —contestó la criatura—. Te estaba esperando.
—¿Quién eres?
Un soplo de aire disipó la neblina que había entre ellas y los ojos de Kalista se abrieron de par en par. La piel de la vidente era del pálido púrpura del atardecer, y se erguía sobre unas patas del revés que terminaban en pezuñas. Del centro de su frente nacía un cuerno curvado que brillaba como la luz de la luna.
—Seres muy distintos me han llamado de muchas formas diferentes —dijo la vidente—. Pero soy la Hija de las Estrellas. Puedes llamarme Soraka.
Soraka llevó a Kalista a una cueva natural poco profunda que había tras la cascada. El techo estaba cubierto de puntitos de luz, como estrellas, y había grupos de hongos que irradiaban una suave luz y cubrían la cueva de un pálido azul.
La vidente se movía con una gracia pausada y sutil. Kalista sentía una sensación de profunda calma en su presencia. Soraka dobló sus piernas cuidadosamente y descendió sobre una plataforma de piedra, y luego le indicó a Kalista que se sentara. Cerca de ella había apoyado un báculo adornado con una luna creciente y, sobre una roca plana, se veían una pequeña tetera y un par de tazas. Poco más indicaba que fuese su hogar, pero Kalista estaba segura de que lo era.
—¿Té? —le ofreció Soraka.
Kalista asintió agradecida y cogió una de las tazas. Se sorprendió al ver que estaba caliente y que un vapor cálido y aromático surgía de ella.
—¿Cómo sabías que vendría? —preguntó—. ¿Y cómo sabías mi nombre?
Los ojos del extraño ser eran cautivadores; parecían reflejar las estrellas y otros lejanos cuerpos cósmicos en sus profundidades.
—No creo que hayas venido hasta aquí para hacerme esas preguntas, pero las responderé de todos modos. La respuesta a esas dos cuestiones es la misma: me lo dijeron las estrellas.
—Ya veo —respondió Kalista, aunque no veía nada. «Así son las cosas con los videntes», pensó.
Soraka se rio con suavidad.
—Tu escepticismo no me ofende.
Kalista insistió.
—Si dices la verdad, ya sabrás por qué estoy aquí.
Soraka sonrió, aunque había algo triste en el gesto, como si estuviera lleno de arrepentimiento.
—Sé por qué has venido, y te responderé como mejor sepa —dijo—. Pero podrías hacerme una pregunta diferente. Podrías preguntarme qué pasaría si simplemente… te marchases. Podrías preguntarme qué pasaría si te liberases de tu carga y abandonaras tu patria con el verdadero amor de tu corazón.
Kalista no se movió; de repente, estaba alerta. ¿Podía aquella criatura leer sus pensamientos y deseos más profundos?
—¿Y cuál sería tu respuesta si fuese esa mi pregunta?
—Serías feliz. Vivirías una vida larga y plena. Tendrías hijos, y ellos tendrían hijos, y aquellos a los que amas estarían a tu lado cuando llegase tu hora, tan gentil como una brisa. —La sonrisa de Soraka se disipó—. Pero, incluso sabiendo adónde te llevaría ese camino, es poco probable que lo elijas.
—¿Por qué me dices esto?
Soraka suspiró.
—Tal vez, simplemente, me gustaría que te ahorrases un camino largo y lleno de pesares. Tal vez desearía que en tu vida hubiese un poco de felicidad. Un mortal vive tan poco…
—Entonces, ¿ya está decidido nuestro destino? —preguntó Kalista—. ¿Ya está escrito y pensar que decidimos lo que hacemos no es más que una ilusión?
—Oh, no —repuso Soraka negando con la cabeza—. Tu futuro es tuyo. El camino que elijas es algo que decidirás tú. Lo que yo veo son posibilidades. Una miríada de posibles futuros se despliegan ante ti, pero la elección siempre siempre será tuya.
Kalista dio un sorbo de té.
—¿Y qué has visto en esos futuros míos?
—Oscuridad —susurró Soraka. Una sombra cayó sobre ella. Tal vez fuera una ilusión de la luz, pero pareció que los hongos y las constelaciones resplandecientes se atenuaron.
—Eso me da ánimos —masculló Kalista.
Soraka se rio con suavidad y las sombras remitieron.
—Incluso cuando se apaga una llama y todo parece perdido, puede que haya ascuas bajo las cenizas. Mientras esas ascuas ardan, se podrá acabar con toda la oscuridad del mundo. Mientras brille, habrá esperanza.
—No lo comprendo.
—Lo sé —repuso Soraka con tristeza—. Y tal vez no necesites comprenderlo nunca. Como he dicho, el futuro no es fijo.
—Todo esto es… fascinante —dijo Kalista—. Pero he venido buscando la respuesta a una pregunta específica y no dispongo del lujo del tiempo.
—Eres un alma pragmática, Kalista vol Kalah Heigaari de Camavor. Es inteligente que no deposites toda tu confianza en aquellos que aseguran conocer el futuro. La mayoría de los que se describen con esos términos son falsos.
—Y ahora es cuando me dices que tus profecías sí son ciertas. Que todos los demás son unos mentirosos, pero tú no.
—No importa si me crees o no. El sol seguirá saliendo y poniéndose cada día, hasta el final. La verdad no necesita que crean en ella para ser cierta, simplemente… lo es.
—Dame algo sólido y demostrable y lo creeré —dijo Kalista.
Soraka sonrió.
—No necesito demostrarte nada, pero te diré algo. Buscas las islas escondidas en la niebla. Pues bien, te diré que sería mejor para ti no encontrarlas. Pero, si decides ir de todos modos, y tanto tú como yo sabemos que así será, puedo decirte que será la doncella dorada del mar quien te lleve.
—La doncella dorada del mar —repitió Kalista con voz inexpresiva—. ¿Y quién es ella?
Soraka dio un sorbo de té, dejando claro que ya le había contado su profecía y que no hablaría más. Kalista puso los ojos en blanco, se levantó y empezó a pasearse.
—¿Por qué hablar con acertijos y vaguedades? ¿Por qué no decírmelo directamente?
—Solo puedo decirte lo que veo. Siento no poder hacer más.
—¿Y ya está? ¿Esa es mi profecía? ¿Encontrar a una doncella dorada que me lleve hasta allí?
El rostro de Soraka estaba lleno de empatía y arrepentimiento.
—No puedo decir nada más.
Kalista miró a la vidente, frustrada a más no poder, enfadada consigo misma por haber ido. Había mucho que la criatura no le contaba, pero comprendía que jamás obtendría una respuesta clara.
—Gracias por el té —dijo, dejando la taza sobre la plataforma de piedra. Luego inclinó la cabeza y dio media vuelta para irse.
—Las aguas son profundas —dijo Soraka—. Y llevan hasta la bahía.
Kalista frunció el ceño y miró a la extraña criatura. La vidente contemplaba la luz de la luna que se reflejaba a través de la cascada con una expresión de anhelo y no le devolvió la mirada.
«¿Estará loca?», pensó.
Negó con la cabeza y se marchó.
Mientras trepaba hacia el nacimiento del agujero, Kalista reflexionó sobre las palabras de la vidente. Nada tenía sentido.
Cuando llegó arriba, lucía una expresión ensombrecida y el corazón le latía a toda prisa por el esfuerzo. De repente, vio que la apuntaban con varias ballestas.
—Tranquilos —dijo una voz con un fuerte acento—. Deja esa lanza que llevas aquí encima, por favor. A no ser que te apetezca acabar llena de agujeros y que le cortemos el cuello a tu capitana.
Kalista maldijo entre dientes. «Ferros. El muy cerdo sí que habla camavorano». Lo veía arriba, con un cuchillo contra el cuello de Vennix, a la que habían obligado a arrodillarse ante él. Había un puñado de marineros extranjeros que lo asistían, con sus ballestas preparadas. «¿De dónde han salido?», pensó. Maldijo de nuevo al darse cuenta de que debían de haber llegado antes que ellas para preparar la emboscada. Tendría que habérselo esperado. Sus ansias por encontrar a la vidente la habían convertido en una imprudente.
Al menos cinco de los guardias recién llegados de Ferros estaban fuera de combate, pero los cuatro miembros de la tripulación de Vennix también estaban muertos. La capitana estaba sangrando y tenía un ojo tan hinchado que no podía abrirlo.
Kalista fulminó a Ferros con la mirada. Podía acabar con él antes de que le cortara el cuello a Vennix, pero, por satisfactorio que fuese, no evitaría que sus esbirros las mataran con las ballestas.
—¡Mátalo! —rugió Vennix.
—Ni lo intentes —dijo Ferros, agarrando el cuchillo con más fuerza. Se lo clavó un poco y Vennix siseó cuando empezó a salirle sangre.
Kalista echó otro vistazo a las ballestas y calculó sus posibilidades de esquivar las flechas a aquella distancia. No era probable.
—Está bien —accedió con desdén.
—Despacio —le ordenó él.
Sin dejar de mirarlo con odio, Kalista extendió el brazo poco a poco a un lado y dejó caer su querida lanza al agujero. Desapareció en la ondulada niebla al instante.
—No sé cuánto te habrán pagado, pero, sea lo que sea, no es suficiente —le espetó.
Ferros empujó a Vennix al suelo.
—Atadla —ordenó, y uno de sus marineros echó los brazos de Vennix hacia atrás y le ató las muñecas—. A ella también.
Otros dos marineros se acercaron a Kalista con recelo. Ella los fulminó con la mirada, pero no opuso resistencia. Le pusieron los brazos a la espalda con brusquedad y se los ataron con una cuerda.
—¿Y ahora qué, traidor? —preguntó mientras la ponían junto a Vennix y la obligaban a arrodillarse.
—¿Traidor? ¡Ay! —se burló Ferros—. Y no me ha pagado nadie, para que lo sepas. Pero estoy seguro de que a Camavor le interesará mucho que la heredera al trono llegue a casa sana y salva.
—¿Piensas pedir un rescate por mí? Lo único que conseguirás es que maten a todo hombre, mujer y niño de Oshra Va’Zaun. ¿Quieres ser responsable de eso?
—Sí que estáis sedientos de sangre, sí —respondió Ferros—. «Rescate» es una palabra muy fea en todos los idiomas. Serás mi invitada. Te trataremos como a la princesa que eres, vivirás en mi ciudad rodeada de lujos. Lo único que quiero es que el rey acepte comerciar con el clan Ferros. Luego podrás irte a casa, si eso es lo que deseas.
—Eres un estúpido, Ferros. Esto no terminará bien para ti.
El hombre sonrió.
—Ya lo veremos. De momento, ya me has subestimado una vez. Creo que es posible que lo estés haciendo de nuevo.
Kalista intercambió una mirada con Vennix.
—Lo siento, princesa —dijo la capitana—. Me he cargado a unos cuantos, pero por desgracia no he podido con ese bastardo de dientes de plata. Al menos así no tendríamos que aguantar que nos tocara las narices.
Kalista evaluó la situación. Vennix y ella estaban maniatadas y de rodillas. Los marineros de Ferros las rodeaban por tres lados, impidiéndoles cualquier intento de escapar… Excepto si se tiraban por el acantilado.
—«Las aguas son profundas y llevan hasta la bahía» —murmuró.
—¿Qué dices? —susurró Vennix.
—Una cosa que me ha dicho la vidente…
Miró a Ferros, que estaba distraído dando órdenes a uno de sus guardias. Luego dirigió su mirada de nuevo a Vennix y señaló el acantilado con la cabeza.
—No te dan miedo las alturas, ¿no?
—No estarás pensando en…
Pero Kalista ya se había puesto de pie y corría hacia el agujero. Era incómodo correr con las manos atadas a su espalda, pero era rápida y había cogido desprevenidos a Ferros y a su tripulación. Oyó los gritos tras ella y una flecha pasó volando a escasos centímetros de su cuello.
Y entonces llegó al borde del agujero y, sin detenerse, saltó.
Dio vueltas en el aire, atisbando a Vennix unos pasos tras ella. La capitana se tambaleó cuando una flecha le acertó en el hombro, pero siguió adelante y medio saltó, medio cayó por el precipicio.
Mientras caía, Kalista veía la pared de roca borrosa y, de repente, estaba en mitad del agua fría de la cascada y ya no vio nada. Era una sensación curiosa y se preguntó si sería así como se sentía quien podía volar.
Y entonces cayó al agua y se hundió en sus profundidades, mientras el aire abandonaba sus pulmones. Estaba rodeada de burbujas y remolinos de agua que la cegaban; se sentía totalmente perdida, no sabía por dónde era hacia arriba y por dónde hacia abajo. Pataleó y se revolvió y, por un momento, estuvo segura de que se ahogaría.
Entonces hizo una pausa y se calmó. La explosión de burbujas remitió y pudo evaluar sus alrededores. Vio las oscuras y ensombrecidas rocas que había abajo y el resplandor de la luna arriba. Pataleó en dirección a la luz y por fin salió a la superficie y cogió aire, temblando.
Vennix resurgió tras ella, salpicando y riéndose.
—¡Qué locura! —exclamó.
—Todavía no hemos salido de esta —le recordó Kalista. Miró la flecha que tenía clavada en el hombro—. ¿Estás bien?
Vennix se encogió de hombros e hizo una mueca.
—Sí.
—Coge el cuchillo que llevo en la cadera, rápido.
Las dos mujeres, mientras flotaban, se colocaron de modo que Vennix pudiera coger la hoja con las manos atadas.
—Creo que la tengo —dijo.
—Que no se te caiga.
—Tranquila. Oh…
—¿Qué? ¿No se te habrá caído?
—Qué va, era broma. Dame un momento… ¡Ya está! —Se liberó y cortó rápidamente las cuerdas de Kalista—. Bueno, ¿y ahora qué?
—La vidente me ha dicho que estas aguas llevan a la bahía —dijo Kalista—. ¿Podrás llegar?
—No te ralentizaré. Pero antes…
Se hundió en las profundidades. Se movía sin esfuerzo pese a poder usar solo un brazo, su cuerpo ondeaba como una ola mientras pataleaba con las dos patas. Kalista se quedó donde estaba, flotando. Pasó un minuto y luego otro y, justo cuando empezaba a preocuparse, Vennix salió a la superficie.
—Toma —le dijo, tendiéndole su lanza.
—¿Cómo…?
—Mis ojos ven más que los tuyos. Y, ahora, vamos, he encontrado por dónde salir. Y creo que también a Jada.
Kalista se impulsó para salir del agua tosiendo y chapoteando. Se arrastró sobre las rocas, aferrándose a la piedra afilada, aunque le cortara los dedos. Una ola rompió sobre ella con un sonido atronador, pero no se soltó. Justo cuando empezaba a perder el agarre, Vennix la cogió de las correas de la armadura y la impulsó con una fuerza sorprendente.
Por fin a salvo, se tumbó boca arriba, cogiendo aire, y contempló las aguas oscuras. Había docenas de aletas afiladas que corrían frenéticamente en círculos por donde habían salido.
—Nos hemos salvado por un pelo —dijo entre dientes.
—Ahora volvamos al barco.
Treparon por las rocas en dirección a la estrecha cueva a la que habían llegado remando, mientras los cangrejos y las criaturas con tentáculos correteaban para apartarse de su camino. Una vez en la arena, corrieron deprisa hacia la base de los acantilados donde habían atracado el bote. El barco de Ferros seguía allí, así que al menos habían llegado antes que él.
Arrastraron el bote al agua lo más rápido que pudieron.
—Los oigo —gruñó Vennix, que sufría maniobrando su lado del barco con un solo brazo.
Kalista veía las llamas de unas antorchas en la jungla que se dirigían hacia ellas. Oyó un grito cuando Ferros y su tripulación las vieron. Gruñendo del esfuerzo, tiró del barco hasta que por fin se deslizó en el agua.
—Espera —dijo. Corrió al otro barco, le quitó los remos y los lanzó tan lejos como pudo. Unas fauces enormes y afiladas surgieron de entre las olas y lo atraparon, destruyéndolo como a una ramita.
Con unos ojos como platos, volvió junto a Vennix y subió al bote.
—¡Vamos, vamos! —gritó Kalista, y las dos empezaron a remar.
—Espero que le hayas sacado a esa vidente lo que necesitabas —masculló Vennix.
—¿Seguro que no quieres hundir el barco de ese bastardo?
Kalista, ya en la cubierta del Halcondaga, miró al otro lado de la bahía. Era una idea tentadora, pero negó con la cabeza.
—No vale la pena el riesgo —dijo—. Y la tripulación de Ferros no merece morir por la codicia de su patrón.
Vennix gruñó de dolor mientras le sacaban la flecha del hombro.
—Entonces, ¿todo esto ha sido para nada? —preguntó con los dientes apretados.
—Eso parece —respondió Kalista amargamente—. La vidente no me dio una respuesta clara.
—¿Y ahora qué?
Kalista suspiró.
—Volvemos a Camavor.
Había fracasado.