CAPÍTULO 13
El océano Eterno
—¡Barco a la vista!
Kalista salió de su melancolía y se levantó. Estaba helada y empapada hasta los huesos de la fuerte lluvia, pero, a pesar del tiempo, se había negado a ir bajo cubierta. Había estado contemplando lánguidamente el mar durante horas, con las piernas colgando por encima del borde del barco. Miró a lo lejos con los ojos entornados protegiéndose la vista de la espuma del mar, pero no vio nada. La lluvia torrencial ocultaba el mar como una gran cortina ondulante.
—¿Viene hacia nosotros? —gritó Vennix al vigía.
—¡No, capitana! Creo... ¡Sí, los están atacando!
Kalista cruzó la cubierta para reunirse con la capitana. Ahora veía algo: una sombra borrosa y oscura que se vislumbraba a través de la tormenta. Estaba mucho más cerca de lo que esperaba, puede que a solo unos cientos de metros de distancia.
—¿Qué los está atacando?
Vennix maldijo entre dientes.
—¡Guerreros carmesíes! —susurró.
La lluvia se abrió, y Kalista vio cosas en el agua alrededor de la embarcación y piratas que trepaban por el casco. El barco se escoró de manera peligrosa a un lado; el motivo que lo podía estar provocando resultaba perturbador.
—¿Guerreros carmesíes? —preguntó Kalista, pero Vennix ya se alejaba gritando órdenes.
—¡Todo a babor! ¡Todo a babor! ¡A toda vela! ¡Alejémonos!
—¡Un momento! —gritó Kalista—. ¡Esa gente necesita ayuda!
Vennix se volvió contra ella.
—Yo soy la capitana de este barco.
—¡Y juraste lealtad a la corona! —replicó Kalista.
—¡Puedes darlos por muertos! —le espetó Vennix—. ¡Los escamafiladas carmesíes son cazadores vastayanos de las profundidades! ¡Tenemos que huir o también nos atacarán a nosotros!
Unas figuras de color verde mar con largas colas serpentinas trepaban por el casco del barco dañado, con armas sujetas en sus bocas picudas. Sus aletas y sus crestas eran de un rojo intenso. Otras salían del mar lanzando arpones de obsidiana serrados y atravesaban a los marineros en la cubierta.
—¡Los están matando! —dijo Kalista—. ¡Tenemos que ayudarlos!
—¡Es demasiado peligroso! —contestó Vennix—. ¡Tú no lo entiendes! ¡Son asesinos!
—¿Dónde está tu honor? —dijo Kalista, con los ojos centelleantes—. ¡Es una vergüenza no hacer nada!
Vennix gruñó y apretó los puños. Sus marineros estaban inmóviles, esperando a ver cómo acababa el enfrentamiento entre su capitana y la princesa de sangre real.
—Muy bien —dijo Vennix—. Pero atente a las consecuencias.
La capitana gritó órdenes nuevas con el rostro iracundo. En unos instantes, el Halcondaga viró hacia la embarcación asediada, mientras los miembros de la tripulación hacían acopio de armas. Algunos empezaron a trepar por las jarcias con arcos y carcajs de flechas en bandolera y otros preparaban cabillas y espadas.
—Busca a su jefe —dijo Vennix a Kalista—. Elimínalo, y puede que tengamos una oportunidad de sobrevivir.
Acompañada de unos veinte marineros camavoranos, Kalista se balanceó sobre el abismo situado entre las dos embarcaciones. Cayó agachada en la atestada cubierta del otro barco.
Un alto y delgado escamafilada carmesí se giró hacia ella moviendo su cola moteada. A Kalista le asaltó su apestoso olor a salmuera y carne en descomposición. Las púas y las aletas de la criatura estaban agujereadas por montones de anzuelos oxidados y aros metálicos. Alrededor de las muñecas, los tobillos y el cuello, tenía largos mechones de algas marinas rojas trenzados con huesos. Sus ojos claros brillaban con una inteligencia salvaje, y atacó a Kalista con su arpón de obsidiana serrado.
Ella esquivó el golpe rodando por la cubierta al tiempo que desenfundaba su cuchillo. Se levantó apoyando una rodilla y lo clavó en la parte posterior de la pata del escamafilada. La criatura rugió de furia tratando de atravesarla. Kalista se apartó de nuevo rodando y esta vez se levantó junto al mástil central del barco. Allí había un escamafilada empalado, inmovilizado contra el mástil por una lanza que ella había arrojado desde la cubierta del Halcondaga. Soltó el arma y giró para desviar otro arponazo del enfurecido escamafilada, al que ahora le sangraba la pantorrilla. Utilizando la lanza a modo de barra, Kalista atizó a la criatura en la cabeza y a continuación la derribó barriéndole las piernas. El escamafilada siseó de ira al caer, pero ella le hizo callar con una lanzada.
Como mínimo había una docena de escamafiladas en la cubierta, y otros trepaban a bordo clavando sus gruesas uñas en la madera. Unos cuantos habían sido abatidos, pero la mayoría de los caídos eran humanos. Unas flechas procedentes del Halcondaga hendieron la lluvia y alcanzaron a varias de las crueles criaturas, aunque solo mataron a una. Las demás siguieron luchando, gruñendo y escupiendo.
A un marinero camavorano se le cayó la cabilla cuando un látigo con púas restalló y se enroscó alrededor de su cuello. Antes de que Kalista pudiese ayudarlo, el hombre fue arrojado de un tirón al mar embravecido. El escamafilada que empuñaba el látigo se deslizó a la cubierta, pero se encontró con la lanza de Kalista.
—¡Vamos, malnacidos salados! —gritó la capitana Vennix tirando tajos con su enorme cimitarra, Jada.
Derribó a un invasor de un violento sablazo y tiró por la borda su cuerpo. Kalista topó con su mirada al otro lado del tumulto, y la capitana le dedicó una sonrisa indómita antes de lanzarse sobre el siguiente enemigo.
—¡Detrás de ti! —gritó una voz.
Kalista se giró justo cuando un escamafilada se abalanzaba sobre ella por su lado ciego, emitiendo destellos con la lanza. Una esfera violeta de energía chisporroteante alcanzó a la criatura antes de que pudiese atacar y la lanzó a través de la cubierta.
«Por todos los Ancestros, ¿qué ha sido eso?».
Se giró y vio a un joven con unas runas moradas ardiendo bajo la piel de las manos y los antebrazos. El chico gritó de dolor y cayó de rodillas mientras las runas brillaban intensamente y le subían por los brazos. La cubierta se ennegreció y empezó a echar humo bajo sus manos, y a continuación estalló en una llama violeta.
Un hombre mayor desarmado y ataviado con una túnica se hallaba de pie detrás de él, regañándolo en un idioma que ella no entendía. Llevaba un sigilo colgado del cuello que emitía un brillo radiante. Empujó la mano abierta hacia el joven y de su palma irradió una luz blanca. Las runas se oscurecieron en el acto, y las llamas se extinguieron como si las hubiesen apagado.
Kalista lanzó un grito de aviso cuando un brutal escamafilada se abalanzó por detrás del hombre mayor empujando un arpón con púas hacia su espalda, pero no era necesario. Un deslumbrante halo de luz rodeó al extraño, y el arma y el agresor que la empuñaba se vieron reducidos a cenizas.
El barco dio un brusco bandazo a estribor. Numerosos combatientes de los dos bandos resbalaron por la cubierta. Kalista recobró el equilibrio agachándose y aferrándose a la barandilla, mientras otros caían por delante de ella. El barco se escoró más, y las tablas protestaron crujiendo. Kalista abrió mucho los ojos al ver lo que estaba haciendo descender el lado de estribor.
Una criatura gigantesca, la mitad de larga que el barco de proa a popa, asomaba del mar mientras le caían chorros de agua por la curtida piel verde azulada. Tenía como mínimo seis extremidades, y, aunque las traseras acababan en unas aletas enormes, las dos delanteras eran inquietantemente humanoides. La cara hinchada del monstruo estaba dominada por unas gigantescas fauces llenas de dientes, con unos colmillos serrados largos como puñales. Debajo de las fauces tenía unos tentáculos que se retorcían y tanteaban el aire en busca de una presa. Dos ojillos pálidos, con las pupilas como puntos, miraban coléricamente a los marineros que se alejaban desesperadamente de él. La criatura chilló expulsando babas y un nauseabundo aliento a algas por la cubierta y dejando a la vista más tentáculos ocultos en la garganta. A Kalista le retumbaron terriblemente los oídos del agudo gemido, y el miedo le atenazó el corazón como un puño apretado.
El monstruo tenía un arnés de cadenas y piel escamosa bien sujeto alrededor del torso y el pescuezo, y un jinete escamafilada se hallaba encaramado sobre sus hombros. El jinete levantó un tridente dentado adornado con tótems y amuletos por encima de la cabeza y gritó. Llevaba un imponente tocado tejido con algas marinas rojas y huesos, y en el pecho tenía unas espirales de tinta brillante tatuadas.
«El jefe».
Kalista permaneció inmóvil un instante, paralizada por el miedo. A continuación, gruñó y echó a correr dirigiéndose a la bestia titánica, que atrapó a un marinero con su inmenso puño y lo estampó contra la cubierta. El jefe escamafilada se inclinó hacia delante y puso la mano sobre la cabeza del monstruo gritando una orden. De la palma de su mano irradió un pulso de energía, y los ojos del monstruo se quedaron en blanco. El jinete dio otra orden, apuntando con el tridente al hombre mayor de la túnica, y el escamoso gigante se giró hacia él e hizo que el barco cabecease otra vez de manera peligrosa.
Kalista esquivó otra espada y siguió corriendo, con la mirada fija en el jefe. Vennix acudió en su ayuda corriendo a matar a otro jinete, y su enorme cimitarra de dos manos cortó a la criatura del cuello al esternón.
—¡Mátalo! —gritó Vennix.
Kalista atravesó la cubierta a toda velocidad sin que la viesen la gran bestia ni su jinete, ambos concentrados en el hombre de la túnica. El joven que lo acompañaba avanzó haciendo caso omiso a las órdenes que gritaba el mayor, con una energía desenfrenada chisporroteando otra vez entre las manos. Sin embargo, antes de que pudiese liberarla, el monstruo lo apartó de un zarpazo, lo lanzó a través de un pasamanos y le hizo caer con estruendo a la cubierta inferior.
Kalista saltó a una estrecha barandilla, corrió ágilmente por ella y subió al lomo del monstruo de un brinco. Tenía la piel gruesa e incrustada de percebes, que le permitieron agarrarse bien. Se abalanzó sobre el líder escamafilada sujetando la lanza con las dos manos por encima de la cabeza.
El escamafilada la vio demasiado tarde. Un rápido pulso de energía hizo dar la vuelta rápidamente a su inmenso corcel, pero el jinete no pudo esquivar la punta de la lanza de Kalista, que se clavó con fuerza en su pecho.
Muerto el amo, la inmensa bestia se puso hecha una furia. Chilló y se revolvió, y tiró a Kalista de su lomo. Partió por la mitad de un mordisco a un escamafilada y estampó con la cola a un desdichado camavorano contra el mástil central. El hombre se desplomó a la cubierta, inmóvil.
Gruñendo de dolor, Kalista se levantó apoyándose en una rodilla. La bestia ya no tenía los ojos en blanco, sino entornados y furiosos. El monstruo descuartizó a otro escamafilada con sus gigantescas manos humanoides. Sonó un cuerno de caza, y los piratas huyeron saltando por la borda y desaparecieron en las profundidades. Lanzando un salvaje grito ululante, el gigantesco monstruo marino cruzó la cubierta sacudiéndose y volvió a hacer escorar alarmantemente el barco antes de tirarse al agua en busca de quienes lo habían esclavizado.
La batalla había terminado.
—Buena masacre —dijo Vennix, ayudando a Kalista a levantarse.
Kalista echó un vistazo a los muertos y heridos esparcidos por toda la cubierta.
—¿A cuántos hemos perdido?
—A más de los que me habría gustado —contestó Vennix—, pero a menos de los que temía. Desde luego hemos salido mejor parados que ellos.
Kalista asintió con la cabeza. El barco asediado parecía haber perdido a más de la mitad de su tripulación. Respiró hondo temiendo que Vennix le guardase rencor por haberla obligado a intervenir en auxilio del barco dañado.
—Capitana —empezó a decir.
—Fue la decisión acertada —la interrumpió Vennix—. Lo correcto era venir al rescate. Me avergüenza que mi primer impulso fuera hacer lo contrario.
—Querer mantener con vida a tu tripulación no es algo de lo que avergonzarse —dijo Kalista. Inclinó la cabeza hacia la tripulación del barco rescatado—. ¿Quiénes son?
—No lo sé —respondió Vennix en voz baja—. El barco se parece a los trirremes surimanos en la construcción, aunque esas embarcaciones no pueden navegar en mar abierto. Y esta gente no es del desierto. Pero creo que estamos a punto de descubrirlo.
Señaló con la cabeza a los dos hombres que se dirigían a ellos. Kalista los reconoció de la batalla.
—¡Saludos, amigas! —tronó el hombre mayor. Hablaba un camavorano casi perfecto, con un ligerísimo acento—. ¡Y muchas gracias por su oportuna intervención! —Tenía aspecto de estudioso (con su túnica gris, sus ojos penetrantes, su expresión analítica y su cuidada barba canosa), pero poseía el cuerpo fornido y la cara bronceada de un soldado que pasaba la mayoría del tiempo a la intemperie. Kalista dedujo que era de mediana edad. El sigilo que le colgaba del cuello (en forma de unos triángulos superpuestos con una piedra esférica en el centro) ya no brillaba—. Ciertamente habríamos perecido si no hubiesen acudido en nuestro auxilio. Estoy en deuda con ustedes.
—Lamento que no llegásemos antes —dijo Kalista—. Han sufrido un gran revés, y la mayoría de su tripulación está ahora con sus Ancestros.
—¡Podría haber sido mucho peor! Disculpen mis modales. Me presentaré —dijo—. Soy Tyrus, adepto buscador. Y este es mi aprendiz, Ryze.
Kalista miró al joven, que debía de rondar los veinte años. Tenía los lados de la cabeza afeitados y el pelo largo y trenzado en el centro. Él también llevaba una túnica gris, aunque la tenía abierta por la parte delantera dejando a la vista su pecho musculoso y bronceado. Era evidente que le dolía algo, aunque trataba de ocultarlo, y lucía una sonrisa descarada en su rostro de mejillas lisas. Tenía un atractivo pícaro y el aire de quien es perfectamente consciente de ello.
—Yo soy Kalista —dijo ella, centrándose otra vez en Tyrus—. Y esta es la capitana del Halcondaga, Vennix.
—Es un honor —declaró Tyrus, inclinando la cabeza.
—Habla usted nuestro idioma con soltura. ¿De dónde es, amigo?
—Nací en un pueblecito al noroeste llamado Aguas de Hierro.
—Un sitio famoso sobre todo por sus... sus... ¿Cómo se dice? ¿Sus cabras? Sí, «cabras» es la palabra —dijo Ryze.
Él también hablaba camavorano, aunque ni por asomo con la fluidez de su maestro. Dedicó una sonrisa a Kalista, y Tyrus sonrió secamente.
—Ah, la arrogancia de los jóvenes —dijo—. A mi aprendiz le gusta demasiado el sonido de su voz, incluso cuando habla una lengua que no domina. Y tiene poco respeto por sus superiores.
—¿Superiores? —Ryze puso los ojos en blanco—. Creo...
—Basta —le espetó Tyrus—. Ve a informar al cirujano del barco. A ver en qué puedes ayudar. Enseguida estoy contigo.
El aprendiz se fue con paso airado frunciendo el entrecejo y murmurando en un idioma áspero que Kalista no entendía.
Tyrus lanzó un suspiro de cansancio antes de volver a dirigirse a ella.
—Disculpe. Es un joven exasperante. Nació con más talento en un dedo del que la mayoría tenemos en todo nuestro ser, pero es impulsivo, irresponsable e indisciplinado.
—Conozco a los de su clase —dijo Kalista con una sonrisita—. Pero me ha salvado de morir atravesada.
—No debería utilizar esas artes —se lamentó Tyrus, meneando la cabeza—. Puede captar la esencia pura de la magia, pero es demasiado pronto. Carece de los conocimientos sobre las formas rúnicas para dispersar ese poder sin peligro o para canalizarlo. No tiene la disciplina ni la responsabilidad para aprender esas formas, todavía no.
No muy lejos, sonó un chillido de angustia y voces fuertes, y Kalista vio que Ryze corría junto a un marinero abatido.
—Con permiso, me necesitan —se disculpó Tyrus.
—Por supuesto. Nos quedaremos a ayudar —dijo Kalista—. Tenemos provisiones, hierbas curativas y demás.
—Se lo agradeceríamos —declaró Tyrus—. Repito, estoy en deuda con ustedes.
Le dedicó una reverencia antes de retirarse.
Kalista se giró y encontró a Vennix inclinada por encima de la barandilla con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa, capitana?
—¿Qué te dijo la vidente en las Islas de la Serpiente? ¿Que siguieses algo dorado?
—Dijo que la doncella dorada marcaría el camino —contestó Kalista—. ¿Por qué?
Vennix señaló a proa con una sonrisa burlona en los labios. Kalista miró.
—No veo... —Abrió mucho los ojos—. Oh. ¡Oh!
El mascarón del barco era una mujer dorada de porte feroz, inclinada sobre el mar con los brazos abiertos por detrás como si estuviese volando.
—Parece que has encontrado a nuestra doncella dorada, princesa.
—Dijo que es de una ciudad del noroeste —apuntó Kalista—. ¿Aguas de Hierro, se llamaba?
Estaba sentada bajo la cubierta con Tyrus cenando una suculenta sopa con pan. Los dos comían solos, pues Vennix había regresado al Halcondaga, y el joven aprendiz de Tyrus se había ido a hacer una tarea encargada por su maestro.
Tyrus sonrió.
—Ciudad es demasiado decir —contestó—. El joven Ryze quería avergonzarme, pero no se equivoca. Aguas de Hierro es un lugar bastante bárbaro.
—No parecen ustedes poco civilizados —dijo Kalista—. En absoluto. ¿Son estudiosos? ¿Sacerdotes?
—¿Sacerdotes? No, sacerdotes sí que no —declaró Tyrus riendo entre dientes. Bebió un sorbo de una jarra de peltre antes de continuar—. Lo único en lo que creo es en las artes científicas. Pero «estudiosos» me parece un término adecuado.
—¿Y qué hacen unos estudiosos surcando el océano Eterno?
—Estoy convencido de que el conocimiento es el recurso más preciado del mundo (mucho más valioso que el oro) y me dedico a su recopilación y preservación. —Tyrus se encogió de hombros—. A veces eso requiere ir a sitios que la mayoría de los estudiosos evitarían y volver con artefactos y libros dignos de un estudio más detenido.
—Me da la impresión de que viaja por el mundo y se lleva lo que no le pertenece. Sería usted un buen camavorano.
Tyrus sonrió.
—Camavor posee muchos artefactos y libros que a mis compañeros les encantaría estudiar —reconoció—. Aunque me gusta pensar que mis métodos para adquirir esos objetos son algo menos... agresivos.
Kalista rio.
—¿Y adónde lleva esos conocimientos, maestro Tyrus? ¿Dónde están sus «compañeros»?
—En un sitio intrascendente en el gran orden del universo. Es un lugar humilde e insignificante, la verdad.
—Pero un sitio humilde e insignificante con suficiente riqueza para mandarle por el mundo con considerables comodidades —apuntó Kalista.
Los platos en los que estaban cenando eran de porcelana exquisitamente trabajada y los cubiertos de plata ornamentada. Todo en el barco, el Sabio Áureo, hacía pensar en riqueza.
—¿Qué interés tiene una hija de la estirpe real de Camavor por una hermandad de estudiosos sin importancia? —preguntó Tyrus—. ¿Quiere unirse a nosotros? No creo que la vida que llevamos le resultara tan interesante como los encantos de Alovédra. Somos bastante aburridos, se lo aseguro.
—¿Sabe quién soy?
—Sería un mal estudioso si no lo supiera —respondió Tyrus.
—Entonces permítame que le sea sincera —dijo Kalista—. No creo que su orden sea tan humilde como usted insinúa. Estoy en una misión de búsqueda que tiene por objetivo encontrar las Islas Bendecidas.
Tyrus observó a Kalista con una mirada impenetrable.
—Las Islas Bendecidas son un mito.
—Los dos sabemos que eso no es cierto —dijo Kalista—. Están ocultas entre las nieblas que se forman en el corazón de este océano. Hemos intentado penetrarlas sin éxito, pero su magia nos hace dar la vuelta una y otra vez.
—Por lo que tengo entendido, las misiones camavoranas suelen acabar en sangre y violencia. ¿Busca esas islas míticas para conquistarlas?
—No —contestó Kalista—. La tradición de las misiones de mi patria se ha pervertido durante mucho tiempo, y aborrezco que se utilice para justificar las invasiones. Busco las islas por una causa noble. La reina de Camavor se está muriendo. La atacaron con un cuchillo envenenado, un veneno que nuestros mejores sanadores no han conseguido detener. Necesito encontrar la cura. Por eso busco las Islas Bendecidas.
Tyrus se dio unos golpecitos en la boca con una servilleta de seda.
—Ojalá pudiera ayudarla —dijo—. Pero...
—Por favor. Se lo suplico. Mi joven tío, el rey, adora a su reina. Ella es su vida, y temo lo que hará si ella sucumbe.
—Hará lo que todos debemos hacer cuando perdemos a alguien cercano. Llorará su pérdida.
—Temo que haga algo peor que eso —dijo Kalista—. Buscará a alguien a quien culpar y descargará el poder de Camavor sobre él. Sembrará la muerte y la destrucción, y su ira y su dolor no se aplacarán fácilmente.
—Eso se parece mucho a una amenaza. Una forma de obligarme a que revele cualquier cosa que pueda saber sobre sus fantásticas Islas Bendecidas.
Kalista suspiró.
—Si decide no ayudarme, tiene mi palabra de que no diré nada de esto a nadie. Viego no se planteará atacar una isla de estudiosos en medio del océano. Su furia se volverá contra los vecinos de Camavor. Y, cuando ya no queden, se volverá contra la gente de su reino. Y será culpa mía.
—¿Culpa suya?
—Yo podría haberlo impedido —dijo Kalista—. Debería haberlo impedido, y mi fracaso me obsesiona. ¡Encontrarme con ustedes no ha sido un accidente! Una vidente con un cuerno me dijo que estaba escrito en los cielos que la doncella dorada del mar me llevaría a las islas. Tiene que ser su barco. Nunca he creído en profecías, pero todo lo que ella dijo se ha cumplido. Creo que estaba destinada a encontrarles.
Tyrus frunció el entrecejo.
—¿Una vidente con un cuerno? ¿La Hija de las Estrellas?
—Dijo que se llamaba Soraka. ¿Ha oído hablar de ella?
Él se recostó frotándose el mentón.
—El ser que describe aparece en las leyendas de muchas culturas del mundo. ¿Dice que llegó a conocerla?
—Así es. Y me guio hasta ustedes. —Kalista tomó las manos de Tyrus—. Juro por los Ancestros que no revelaré la verdad de las islas. Encarcéleme para siempre si es lo que tiene que hacer, pero, por favor, si existe alguna forma en que sus estudiosos pueden ayudarme, no me la niegue. Puedo concederles riqueza, artefactos, libros antiguos... Conocimientos que no existen en ningún otro sitio, salvo en las bibliotecas de Alovédra. Lo que haga falta. Dijo que estaba en deuda conmigo. Ayúdeme si puede. Por favor.
Él no pronunció palabra durante un largo rato. Kalista le sostuvo la mirada implorándole en silencio. Finalmente, el estudioso asintió con la cabeza.
—No puedo prometer nada —dijo en voz baja—, pero creo que su corazón es noble. La llevaré.