CAPÍTULO 14

El adepto buscador Tyrus estaba en la proa del Sabio Áureo, justo detrás del mascarón dorado. Sostenía en alto una esfera ligeramente brillante de piedra clara con líneas grabadas que se entrecruzaban. Kalista, que observaba a cierta distancia, le había visto sacarla del sigilo que llevaba al cuello. La niebla blanca se abrió ante la esfera y les ofreció vía libre.

El Halcondaga permaneció frente a la niebla, pues, si bien Tyrus había aceptado llevar a Kalista a las Islas Bendecidas, se había negado a guiar el barco camavorano hasta ellas. A Vennix le preocupaba que fuese sola, pero Kalista no tenía muchas opciones.

—Sin una piedra guía, no se habría acercado a las islas ni aunque lo hubiera intentado cien años —declaró una voz.

Kalista se giró y halló al joven aprendiz de Tyrus, Ryze, apoyado despreocupadamente contra la barandilla.

—Me alegro de haberles encontrado, entonces —dijo ella, centrando de nuevo la atención en Tyrus.

El barco se deslizaba por el agua quieta y lisa; el único sonido que se oía era el chapuzón rítmico de los treinta remos. Casi la mitad de la tripulación había muerto o resultado gravemente herida en el ataque de los escamafiladas, y aun así avanzaban a una velocidad considerable.

—La magia protectora es antigua y poderosa —dijo Ryze—. Tiene que serlo para permitir a la Hermandad de la Luz proseguir su obra sin miedo a piratas e invasiones. De lo contrario, las islas serían un objetivo demasiado tentador.

A Kalista le sorprendió que le ofreciese tanta información, pero se dio cuenta de que el aprendiz estaba alardeando. Bueno, si ese joven fanfarrón quería contarle las cosas que su maestro se callaba, ella no pensaba impedírselo.

—Es una magnífica defensa —comentó, observando cómo la niebla se abría alrededor de la embarcación.

Parecía que se desplazasen por un túnel que empezaba una docena de yardas antes de la proa del barco y se cerraba detrás de ellos. Era lo bastante amplio para abarcar el barco a lo ancho, pero los extremos de los remos quedaban envueltos en niebla. El ligero movimiento de la cubierta era la única señal de que no estaban quietos.

—Más efectiva que las murallas de los castillos y los ejércitos. ¿Y nadie puede pasar sin una de esas piedras?

—Nadie —confirmó Ryze.

—¿Todo el mundo tiene una en las Islas Bendecidas? —preguntó Kalista—. ¿Tú tienes una?

Él la miró, y Kalista detectó entonces un asomo de recelo en sus ojos.

—No —dijo—. ¿Por qué quiere saberlo?

—Simple curiosidad —comentó ella encogiéndose de hombros, aparentando despreocupación.

—Me gustaría visitar Camavor algún día —dijo Ryze, tras un momento de silencio—. Allí mis aptitudes serían valoradas y respetadas. Y no coartadas, como bajo su supuesta tutela. —Señaló con la barbilla a Tyrus—. Tal vez usted podría enseñármelo.

—Tal vez —asintió Kalista.

—Lucha usted bien —dijo Ryze—. Su forma de moverse me recuerda a la de las doncellas espadachinas de mi pueblo. No hay guerreros más fieros en el mundo.

—¿En las Islas Bendecidas?

Ryze rio al oír la pregunta.

—No —contestó—. Allí nadie tiene alma de guerrero, como usted o como yo. No, nací en un pueblo llamado Khom, en una tierra árida del norte.

—¿Y cómo llegaste a formar parte de un grupo de estudiosos en las Islas Bendecidas?

Ryze se encogió de hombros.

—Khom se me quedó pequeño. Era demasiado diminuto para mí. Así que partí por mi cuenta. —Kalista sospechaba que había algo que no contaba, pero no insistió—. Estuve a mi aire un año o dos. Aprendí a luchar y a cazar. Aprendí a cuidar de mí mismo. Trabajé de mercenario por poco tiempo en las tierras de arena. Formé parte de los Halcones de Ámbar una temporada. Habrá oído hablar de ellos.

—No.

—Ah. Bueno, el caso es que no pagaban bien, pero descubrí que tenía un talento especial para meterme en sitios en los que se suponía que no debía estar. Y eso era mucho más lucrativo.

—Te convertiste en un ladrón.

—Hice lo que tenía que hacer para sobrevivir —dijo Ryze—. En fin, un día vi un barco nuevo en los muelles de Bel’zhun. No era de la zona, y todo hacía pensar que allí había dinero.

—A ver si lo adivino: era el Sabio Áureo.

Ryze sonrió.

—Tyrus me encontró en su camarote. Estaba acorralado, sin poder huir a ningún sitio. Esa fue la primera vez que mostré mi don. —Levantó el puño cerrado. Bajo la piel empezaron a arder runas moradas. A continuación, lanzando una mirada furtiva a Tyrus, relajó la mano, y el poder se disipó—. A Tyrus le impresionó y me tomó bajo su protección. Y, cuando se fue de las tierras desérticas, me fui con él.

Su expresión se agrió.

—Todo fue bien por un tiempo. Decían que yo tenía un don, pero me consideraban un alborotador.

—No me imagino por qué —murmuró Kalista, e hizo sonreír otra vez a Ryze.

—Me hizo mucha ilusión convertirme en aprendiz de Tyrus —dijo—. Es uno de los Buscadores, ¿sabe? Aunque la mayoría de la Hermandad tiene vidas aburridas en Helia, los Buscadores viajan por el mundo buscando objetos de poder. Iba a ver sitios nuevos, y él me prometió que me ayudaría a desarrollar mi don.

—¿Y no fue lo que pasó?

—Es un tirano despótico —declaró Ryze—. Y no me ha enseñado nada. Quiere que me centre en la teoría de la magia y no en nada de uso práctico hasta que considere que estoy listo. ¡Hace años que estoy listo! Solo tiene envidia de que me resulte tan fácil. Él puede hacer magia, pero necesita el sigilo para conseguir poder, mientras que yo no necesito nada. Me está frenando. No quiere que yo lo eclipse.

Kalista asentía con la cabeza en solidaridad, pero por dentro ponía los ojos en blanco. Estaba harta de jóvenes con talento llenos de arrogancia.

—No ve mi potencial —continuó amargamente—. Ninguno de ellos lo ve.

—Debes de conocer las Islas Bendecidas muy bien, ¿no?

—Nadie las conoce mejor —respondió él—. Cuando estuve por primera vez, me dediqué a explorarlas mientras los demás alumnos dormían. Puedo entrar y salir de sitios a los que solo pueden acceder los altos mandos del círculo de confianza sin que ellos se enteren.

—Entonces debes de saber si las historias sobre la magia vivificante de la isla son verdaderas.

Ryze la miró de reojo.

—¿Las Aguas de la Vida? ¿Es eso lo que busca?

—Así es —contestó Kalista.

—En ese caso, creo que podría ahorrarse tiempo y volver a Camavor ya —dijo riendo—. ¡Las aguas no son más que un cuento! Quién sabe cómo empezó. Puede que en los primeros tiempos de la Hermandad un viejo cirujano salvara a un marinero desaparecido de ahogarse o algo parecido. Tal vez le dio un tónico, y el pobre ignorante pensó que era agua curativa. Cuando volvió a casa, debió de exagerar la historia estando borracho en la taberna de su pueblo, y así nació el cuento. Incluso he oído una versión según la cual las aguas dan la vida eterna. ¡Ja! Creo que si los viejos maestros llevaran viviendo cientos de años ya se habría notado.

—Puede que sean verdad, y simplemente tú no tienes derecho a ese conocimiento —repuso Kalista—. Al fin y al cabo, solo eres un aprendiz.

Ryze resopló.

—Si fueran verdad, ya lo habría descubierto. Quien la embarcó en esta misión es un necio.

La expresión de Kalista se endureció.

—Cuidado con lo que dices, aprendiz.

—¡Pero tiene que ser un necio! —exclamó Ryze, claramente ajeno al cambio de actitud de Kalista—. Un necio o alguien con un sentido del humor perverso. ¿Seguro que mandarla a buscar esas aguas no ha sido una broma?

Kalista lo miró sin parpadear.

—Si pronuncias una palabra desconsiderada más, te tiraré a la cubierta.

Ryze le dedicó lo que a todas luces pensaba que era una sonrisa traviesa y pícara, pero a Kalista no le pareció nada atractiva.

—¿Quién es más necio? —dijo él, sonriendo con suficiencia—. ¿El que da la orden o el que la obedece?

Kalista le agarró la muñeca de inmediato y se la retorció bruscamente. Él gritó viéndose obligado a arrodillarse, totalmente a merced de ella. Bajó más hacia la cubierta en un vano intento de escapar de Kalista, pero ella no cedió.

—No puedes decir que no te he avisado —dijo—. Así que yo diría que tú eres el necio.

Lo soltó de un empujón, y el joven se la quedó mirando airadamente mientras se frotaba la muñeca. Parecía a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor. Se giró frunciendo el ceño y se fue.

Kalista se quedó sola observando cómo se marchaba.

—Haciendo amigos, como siempre —murmuró.

Helia, Islas Bendecidas

El prefecto guardián Erlok Grael estaba sentado a su mesa, solo en su pequeña celda de techo bajo, en las profundidades de Helia.

Algunos guardianes tenían problemas con los espacios cerrados y la omnipresente oscuridad de las cámaras. No era el caso de Grael. Las cámaras eran los únicos sitios en los que se sentía a gusto. Allí abajo él lo controlaba todo.

Cada centímetro de su celda estaba cubierto de dibujos, mapas y anotaciones hechas con su letra diminuta y pulcra. Docenas de trozos de papel y libros abiertos se hallaban esparcidos por el suelo, la mesa y el catre. A cualquier otra persona, le habría parecido caótico, pero allí había un orden que tenía sentido para Grael.

En el centro de la mesa se encontraba el antiguo tomo que le había revelado el secreto que residía en el corazón de las Islas Bendecidas: la Fuente de las Eras, la cámara que contenía las legendarias Aguas de la Vida. Le embargaba una furia irrefrenable al pensar que los maestros se habían guardado ese milagro para ellos.

Durante las últimas semanas, había trabajado obsesivamente buscando una entrada a la Fuente de las Eras. Sabía que se encontraba debajo de la Torre Centelleante, pero la ruta directa le estaba vedada, ya que solo los maestros más veteranos podían ir allí sin compañía. Él no conseguiría acercarse a la torre sin que lo detuviesen y lo despojasen de su rango y sus privilegios.

Sin embargo, sospechaba que debía de haber una forma de acceder a las aguas sagradas desde las cámaras situadas debajo de la ciudad. Había túneles por todas partes, debajo de cada rincón de la urbe. Muchos de los túneles más antiguos estaban abandonados u olvidados, mientras que otros se habían desmoronado y habían quedado enterrados bajo los escombros en siglos anteriores. La mayoría de los hundimientos fueron consecuencia de accidentes, pero algunos túneles habían sido derribados a propósito, pues sus rutas ya no eran necesarias o se consideraban demasiado peligrosos para dejarlos intactos.

Grael sospechaba que algunos de esos túneles antiguos habían estado conectados con la Fuente de las Eras. Según sus conjeturas, al principio de la Hermandad las aguas no eran un secreto tan celosamente guardado. En años posteriores, cuando los maestros decidieron que las aguas debían ser única y exclusivamente para ellos, debieron de bloquear los túneles que conducían a la fuente. Por eso Grael había estado creando un extenso mapa de las cámaras, conectado con los planos arquitectónicos de la Fuente de las Eras, con la esperanza de descubrir dónde estaban esos viejos túneles. Sus esfuerzos habían sido en vano... hasta ahora.

Acercó una hoja finísima de papel a la luz del farol, mirando atentamente. La hoja era prácticamente transparente, y en ella había dibujado una desconcertante serie de líneas de puntitos interconectados. Había creado montones de dibujos parecidos para cada nivel de las cámaras, elaborados concienzudamente cotejando la información de otro montón de mapas. Las líneas de puntos representaban desagües o chimeneas labrados en la roca. Algunos estaban cortados verticalmente para poder pasar comida, agua y mensajes de arriba abajo, o para que el humo saliese sin problemas de las cámaras. Otros estaban hechos para canalizar lluvia y agua subterránea y dirigirlas al mar. Si se desatendía, esa humedad se filtraba a las cámaras. Con los años, causaba incalculables daños a los artefactos y libros valiosos. Por eso se había ideado una milagrosa serie de desagües, conductos y canales. La mayoría apenas eran lo bastante grandes para que una rata navegase, pero no todos.

Con un cuidado exquisito, Grael se dirigió al centro del suelo y puso la transparencia sobre un mapa de un nivel de las cámaras situado cerca de la Fuente de las Eras. Colocado a cuatro patas, siguió las distintas líneas de puntos y por fin encontró lo que buscaba.

—Aquí estás —susurró, con una sonrisa indómita en el rostro.

La mayoría de las líneas tenían lógica, corrían paralelas o conectaban verticalmente con cámaras y pasillos. Pero una era distinta. Conectaba con un viejo túnel, pero iba... a ninguna parte. Se introducía directamente en la gran zona en blanco de los mapas, donde no existían túneles. Ese espacio muerto era donde se encontraba la Fuente de las Eras. Y él acababa de encontrar una entrada.

Grael se levantó de un salto con una risa amarga de triunfo y empezó a pasearse de un lado a otro, temblando de emoción. Su mente bullía de pensamientos violentos de venganza contra todos los que lo habían rechazado y menospreciado, todos los que habían tratado de oprimirlo.

Dejó de pasearse.

—Cada cosa a su tiempo —se dijo.

Puede que hubiese encontrado el camino a la Fuente de las Eras, pero había otras defensas y protecciones que tendría que sortear.

Su mirada se desvió al pequeño estante situado encima de la cama. Allí se encontraba la piedra triangular que había tomado del sigilo de su desaparecido maestro. Una «piedra angular», más rara y más celosamente custodiada que la mayoría de las joyas preciosas. La agarró y se sentó otra vez a la mesa. Hojeando el antiguo tomo, llegó a la página con los planos de las grandes puertas doradas que protegían la Fuente de las Eras. Le había hecho mucha ilusión descubrir un dibujo de una piedra angular que coincidía con la que ahora poseía. Dos cerraduras rúnicas cerraban esas puertas. Dos cerraduras rúnicas que necesitaban sendas piedras angulares para abrirse.

Grael tenía una piedra angular. Ahora solo tenía que descubrir cómo conseguir la segunda. Sin embargo, no se sentía desanimado. Entraría en la Fuente de las Eras; tenía esa corazonada. Y, de alguna forma, desenmascararía a los maestros como los hipócritas embusteros que eran. Los destruiría.

El farol de encima de la mesa de Grael chisporroteó y se apagó, pero él no hizo ademán de volver a encenderlo. Se quedó sentado a oscuras imaginando la perdición de los maestros.

Sería gloriosa.