CAPÍTULO 16
—Por eso —concluyó Kalista— he venido a solicitarles ayuda en nombre de Viego Santiarul Molach vol Kalah Heigaari, rey de Camavor, ligado espiritualmente a la espada Santidad.
Después de terminar la petición formal, Kalista se cuadró, con su casco empenachado debajo de un brazo y la cabeza en alto, mientras esperaba una respuesta.
El Consejo de Helia se hallaba frente a ella. Había diecisiete maestros en total, sentados por encima de ella en un arco semicircular bajo la inmensa cúpula dorada de la Torre Centelleante. Algunos se inclinaban hacia delante sobre las barandillas decoradas de sus atriles, mientras que a otros parecía aburrirles mortalmente la sesión y apenas prestaban atención.
Kalista pensaba que Tyrus formaría parte del consejo, pero él había sonreído y le había dicho que solo era un humilde adepto, bastantes categorías por debajo de la de maestro. Sin embargo, la había acompañado al acto y se había dirigido al consejo en su nombre, declarando que creía que sus intenciones eran puras y que era una mujer de honor. Después de hablar, se había retirado a las sombras detrás de ella.
Kalista estaba sola ahora, bañada por la luz dirigida sobre ella desde una serie de espejos inclinados, mientras que los miembros del consejo se hallaban oscurecidos, un detalle que hacía difíciles de observar sus expresiones y rasgos exactos. Uno de los maestros, nombrado portavoz —un hombre maduro llamado Bartek, que tenía un desafortunado y asombroso parecido con un sapo—, le había pedido que formulase su petición, y ella lo había hecho con una exposición clara y directa, evitando embellecimientos.
Durante unos largos instantes, aguardó una respuesta. Varios maestros susurraban entre ellos, mientras que unos cuantos la miraban fijamente, como si la juzgasen. Esos instantes se convirtieron en minutos.
Kalista rompió el silencio.
—La reina de Camavor está agonizando por un veneno desconocido para nuestros mejores sanadores y sacerdotes. —Se esforzó por evitar que la frustración se reflejase en su voz—. Si las historias sobre las Aguas de la Vida tienen algo de verdad, y pueden ustedes ayudarla, les ruego que lo hagan.
No hubo respuesta. Kalista miró de un maestro a otro, confundida. «¿Por qué no contestan?». Echó un vistazo a las sombras detrás de ella, buscando a Tyrus, pero no lo veía.
—¿No va a hablar ninguno de ustedes? —dijo, girándose otra vez hacia los maestros—. El Trono de Argento estaría siempre en deuda con ustedes si nos prestasen ayuda. Camavor puede ser su aliado.
Silencio.
—¿Es remuneración lo que desean? —preguntó Kalista, perdiendo la paciencia—. Estoy autorizada a aceptar la recompensa que su orden considere apropiada. Según tengo entendido, Camavor tiene muchos artefactos que su Hermandad codicia desde hace mucho.
—El consejo no responde a los sobornos ni a las amenazas, insinuadas o no, camavorana —le espetó uno de los maestros en las sombras. Kalista se esforzó por identificar de quién se trataba.
—No he ofrecido ni una amenaza ni un soborno —gruñó ella, protegiéndose la vista del resplandor—. Simplemente vengo a suplicarles ayuda. He venido de buena fe.
Esas palabras fueron recibidas con más silencio. Kalista cerró los puños y se disponía a decir algo más cuando el portavoz levantó la mano.
—El consejo ha escuchado su solicitud, princesa Kalista de Camavor —declaró—. Nos retiramos a tratar el asunto. Será citada cuando tengamos una respuesta que darle.
Kalista frunció el entrecejo.
—¿Qué hay que tratar? —preguntó—. ¡Pueden ayudar o dejar morir a una mujer inocente! ¡Si disponen de los medios para salvar a nuestra reina, díganmelo, por favor!
—Será citada cuando tengamos una respuesta.
Una luz radiante brillaba sobre él. Tenía la cabeza a punto de explotar y no podía abrir el ojo izquierdo de la hinchazón. ¿Se había caído? No se acordaba...
—Ah, aquí estás.
La voz fue como un cubo de agua fría arrojado a la cara de Ryze, y recobró la conciencia de golpe. Horrorizado, descubrió que tenía los brazos extendidos y sujetos a las paredes de cada lado con unas cadenas tensas.
—¿Dónde estoy?
—En una celda, tan profunda que, aunque grites con todas tus fuerzas, nadie te oirá.
Ryze trató de escapar de la luz deslumbrante.
—¿Quién eres?
—Yo soy el que te he encontrado hurgando en sitios en los que no deberías hurgar. Yo soy el que tiene tu vida en sus manos.
Ryze entornó los ojos tratando de ver a la persona que hablaba más allá de la luz cegadora, pero lo único que distinguía era una sombra borrosa. Sin embargo, había visto al hombre un instante, antes de quedar inconsciente. Se acordaba de su cara pálida y sonriente. Pero también había visto la túnica del hombre y las llaves que le colgaban de unos grandes llaveros de hierro. Era un guardián.
—No eres más que un puñetero segador —soltó Ryze.
El perfil oscuro de la figura se quedó muy quieto. Había violencia en esa quietud, una ira contenida que amenazaba con desbordarse. Ryze lanzó una mirada asesina al guardián, negándose a darle el gusto de verlo asustado.
—Déjate de teatro y llévame a los custodios. ¡Acabemos con esto de una vez! —gruñó—. Si me echan de la Hermandad, que me echen. Al menos así no tendré que soportar más promesas vanas y tonterías.
El guardián se mofó detrás de la luz.
—¿Qué te hace pensar que tengo intención de entregarte a los custodios?
Ryze no dijo nada.
—Tal vez prefiera tenerte aquí —continuó—. Tal vez tengo intención de doblegarte. De hacerte sufrir. De destrozarte, despacio, poco a poco, hasta que no te quede nada y supliques clemencia.
Ryze tragó abundante saliva intentando ocultar el miedo, pero no demasiado convencido de estar lográndolo.
—¿Sabe alguien que estás aquí abajo? —le azuzó el guardián.
Ryze vaciló al oír la cruel sonrisa en su voz, y su expresión desafiante se esfumó.
El guardián rio. Era un sonido insensible y odioso, lleno de amargura y crueldad.
—Creo que ya empiezas a darte cuenta del lío en el que te has metido —dijo—. Vas pavoneándote por ahí arriba, lleno de prepotencia, de hipocresía. Nos desprecias a los segadores, pero estos son mis dominios. Míos. Aquí, toda tu riqueza y tu influencia y tu corrupción no valen nada. Aquí yo decido lo que les pasa a los que infringen mis leyes. Aquí yo soy el poderoso. Aquí soy el rey. Y has venido a robarme.
Las palabras fueron escupidas en una diatriba larga y jadeante, ardiente de vitriolo. En el silencio que se hizo a continuación, Ryze solo oía al guardián resoplando.
—No soy uno de ellos —dijo en voz baja—. Los odio tanto como tú.
Esa frase arrancó carcajadas.
—No creo. Llevas el sigilo de un aprendiz en el pecho. Eres uno de ellos, de lo contrario no te habrían dejado llevar eso. Te habrían echado aquí abajo. Como a mí.
—Te equivocas —le espetó Ryze, dejando que su amargura aflorase a la superficie—. No me he criado con privilegios. En absoluto. Me he criado sin nada, y mi maestro se empeña en que siga igual. No quiere enseñarme, al menos cosas importantes. No quiere que lo eclipse.
Silencio. Entonces las lamas del farol se giraron de manera que la luz dejó de enfocarle directamente a los ojos. Ryze parpadeó, deslumbrado aún por la luz residual, pero ahora podía ver quién lo tenía cautivo.
El guardián era alto y desgarbado, con la cara pálida. Tenía unos ojos increíblemente fríos, sin vida e insensibles como los de un tiburón. En la otra mano, sostenía un arma con una hoja terriblemente curva, una hoz con un filo de aspecto inquietantemente agudo.
—Puede que digas la verdad, puede que no —gruñó el guardián—. Pero eso no cambia nada.
«Hay algo que no funciona dentro de este hombre». El miedo de Ryze se cerró en su interior como un puño. Aspiró acumulando poder, y le empezaron a brillar las manos con una desenfrenada energía morada. La magia ardía dentro de él, imbuyéndolo..., pero sin los brazos libres no podía crear las formas rúnicas que necesitaba para controlarla. Sin ese foco, la energía chisporroteó y disminuyó, y luego desapareció.
—¿Un mago rúnico? —susurró el guardián—. Vaya, qué interesante.
Ryze lo miró fijamente. Todavía tenía la vista teñida de los restos de la magia, que lo bañaba todo de unos tonos violeta.
—¿A qué te refieres?
—Dime, ¿cómo abriste el cofre? El que habías abierto cuando te encontré. Ese cofre estaba protegido.
—Las protecciones rúnicas no eran especialmente potentes —dijo Ryze—. No me costó descifrarlas.
—Interesante —repitió el guardián—. Se apartó de Ryze y empezó a pasearse de un lado a otro. Parecía que estuviese teniendo una especie de debate interno. De repente, se giró otra vez hacia él—. Dime, ¿quién es tu maestro?
—El adepto buscador Tyrus.
—¿Tyrus de Hellesmor?
—Sí.
El guardián rompió a reír.
—Oh, esta sí que es buena —dijo, meneando la cabeza—. Tyrus, Tyrus, Tyrus.
—¿Lo conoces?
—Él me robó mi puesto. Yo era el mejor de todos, pero lo eligieron a él. Se lo dieron todo, y a mí me echaron aquí abajo para que me pudriese en la oscuridad.
Ryze miró al segador a los ojos.
—Me convenció de que entrase en la Hermandad de la Luz prometiendo que me enseñaría. Tengo un don especial, pero necesito aprender más formas rúnicas para canalizar todo mi poder. Él me dijo que me ayudaría, pero no me ha enseñado nada. Me niega los conocimientos que necesito postergándolos para mantenerme a raya. Dice que todavía no estoy listo. Pero ¿cómo voy a aprender si no me enseña nada?
—¿Y has venido aquí abajo buscando esos conocimientos, desafiando a Tyrus?
Ryze lo miró directamente.
—Sí.
El guardián volvió a apartarse acariciándose la barbilla. Ryze se quedó en silencio. Al cabo de un momento, se giró de nuevo.
—Podrías pasarte siglos rebuscando en las cámaras como una rata sin encontrar lo que buscas. Pero yo sé dónde está. Podría conseguírtelo.
—¿Por qué ibas a hacerlo?
El guardián miró a Ryze con aquellos imperturbables ojos sin vida.
—¿Cómo has llegado aquí abajo? Con esas herramientas tuyas no pasarías de los custodios, o los Portales Protectores, o la Cámara de los Ecos. ¿Cómo los has evitado?
—Siempre se me ha dado bien entrar y salir de sitios donde no era bien recibido.
El guardián sonrió, aunque su mirada no se alteró.
—Creo que puede haber una forma de que nos ayudemos el uno al otro.
Kalista se paseaba airadamente de un lado a otro de su habitación como un animal enjaulado.
—Entiendo su frustración —dijo Tyrus tranquilamente—, pero así es como actúa el consejo. Discute y delibera hasta que toma una decisión unánime.
Kalista lo fulminó con la mirada.
—La decisión no debería necesitar deliberación —dijo—. Usted pinta Helia como una sociedad ilustrada, pero, si ayudar a una mujer moribunda requiere horas de debate, creo que quizá tenga que reconsiderar su opinión.
Tyrus se frotó los ojos.
—En general, no acostumbramos a interferir en la política y los asuntos del mundo exterior —dijo cansado—. No se ofenda, pero Camavor ha sido siempre un país agresivo y belicoso, y por eso la llegada de un miembro de la realeza camavorana ha suscitado cierta preocupación.
—No soy una exploradora en busca de nuevas tierras que conquistar —repuso Kalista—. Estaría dispuesta a dar cualquier garantía necesaria en señal de buena fe.
—Lo sé —asintió Tyrus—. La creo, y por eso la he traído aquí. Pero hay muchos que piensan que me equivoqué.
Kalista dejó de pasearse.
—¿Tendrá represalias?
—Es posible —contestó Tyrus, encogiéndose de hombros—. Pero, si me sancionan, que así sea. Creo que lo que hice fue lo correcto.
—No me habría traído aquí si no creyera que me podían ayudar —dijo Kalista—. Las Aguas de la Vida son reales, ¿verdad? ¿No puede darme solo un cántaro? Luego me iré. ¡La vida de Isolde pende de un hilo!
—Confío en que tomarán la decisión correcta —dijo Tyrus—. Es desesperante, pero debemos tener paciencia.
Kalista suspiró.
—Lo intentaré —prometió—. Aunque estar de brazos cruzados esperando no me sienta bien.
—Es comprensible. Usted es un soldado y un general, una mujer de acción, y ha estado buscando esa cura sin descanso —concedió Tyrus—. Concédase este breve momento de descanso. Lea un libro. Vaya a pasear. Lo que necesite para pasar el rato. Con suerte, el consejo no deliberará mucho tiempo.
—Mi abuelo siempre decía que ya habrá tiempo para descansar cuando estemos muertos —dijo Kalista.
Tyrus gruñó.
—Desde luego no se puede acusar al León de Camavor de ser perezoso —dijo—. Ese hombre conquistó... ¿cuántos, trece países independientes durante toda su vida?
—Dieciocho, técnicamente —respondió Kalista—, contando los que se rebelaron y después fueron aplastados.
—Menudo legado que mantener para su heredera —observó Tyrus—. Pero me estoy apartando del tema. Ya me voy. A ver si consigo captar a algún miembro del consejo para su causa.
—Gracias, Tyrus —dijo Kalista—. Es usted un hombre bueno, y le agradezco la confianza que deposita en mí.
—Deme las gracias cuando su reina se haya salvado.
Erlok Grael estaba junto a la puerta de la celda, cruzado de brazos, viendo cómo Ryze trabajaba.
No había dejado salir al aprendiz, aunque lo había liberado de sus cadenas. A Grael le preocupaba que su prisionero intentase hacer una tontería, pero había tomado precauciones.
—He escrito una carta y la he dejado a la vista sobre mi mesa —le dijo al joven, antes de soltarlo—. La carta te identifica por tu nombre y expone que te detuve en las cámaras inferiores mientras robabas artefactos prohibidos.
—¿Por qué? —preguntó Ryze—. ¡Eso no es lo que acordamos!
Grael le hizo callar levantando la mano.
—Tú no sabes dónde está mi celda, pero los custodios sí. Si intentas hacer algo cuando suelte estas cadenas, encontrarán la carta. Y esa será tu perdición. Ya sé que dices que te da igual si te expulsan de la Hermandad, pero está claro que no es cierto. Si dices una palabra de esto, o intentas traicionarme, acabaré contigo.
—No será necesario —dijo Ryze.
—Haz este trabajito para mí, y te ofreceré los conocimientos que buscas. Y quemaré la carta.
Ryze cumplió su palabra y no hizo movimientos hostiles cuando fue liberado. El aprendiz se hallaba ahora sentado de piernas cruzadas en el suelo con los ojos cerrados. Delante de él había una caja fuerte. Estaba cerrada a cal y canto, aunque no tenía un ojo de cerradura tradicional para abrirla. Solo contaba con una hendidura para la piedra angular de un maestro. Cada una de esas piedras era una llave maestra que podía abrir las cerraduras rúnicas que guardaban los secretos más valiosos de Helia..., aunque exactamente qué cerraduras abrían dependía del rango del maestro. Grael había probado la suya con esa caja y le había alegrado descubrir que funcionaba.
Ryze no tenía una llave como esa. Moviendo silenciosamente los labios, empezó a formar una serie de complejos motivos y formas con las manos. Un momento después, la caja fuerte se abrió con un clic.
—Fácil —declaró, haciendo crujir triunfalmente los nudillos.
—Impresionante —dijo Grael.
El chico era arrogante y fanfarrón..., pero su capacidad para evitar protecciones rúnicas era más que impresionante. Al guardián le daba vueltas la cabeza al pensar en las posibilidades que ofrecía, pero no dejó que se le notase.
—¿Así que se trata de eso? —dijo Ryze—. ¿Quieres que abra una cerradura rúnica que te da problemas? Tráela aquí, y la abriré enseguida.
A una parte de Erlok Grael le indignaba necesitar la ayuda de ese chico. Esa parte de él habría preferido tenerlo encerrado allí abajo a oscuras y habría disfrutado viendo que esa arrogancia se quebraba y daba paso al pánico, el miedo y el terror. A esa parte de él le habría entusiasmado oírle gritar de dolor y desesperación cuando él...
—¿Guardián?
Grael salió de su atractiva ensoñación.
—¿Has dicho algo? —preguntó.
—La recompensa que prometes..., ¿cómo sé que valdrá la pena?
Grael lo miró desdeñosamente y acto seguido desenganchó una funda de piel para pergaminos del cinturón y se la lanzó.
—¿Qué es esto?
—Ábrelo.
El chico abrió el cierre y sacó un trozo de pergamino enrollado arrancado de un libro. Se acercó con el ceño fruncido y miró la letra angular.
—Escritura cuneiforme icathiana —murmuró. Leyó unas cuantas líneas y a continuación se detuvo y miró a Grael con asombro—. ¿Es...?
—Sí. Lo es.
Grael observó en silencio cómo Ryze volvía a centrar su atención en la página, siguiendo rápidamente las líneas con el dedo, leyendo de derecha a izquierda, como era habitual en esos textos antiguos. Después de echar una ojeada a la mitad, alzó otra vez la vista.
—Esto es lo que he estado buscando —dijo con voz entrecortada.
—Y te daré el libro entero cuando hayas abierto una cerradura determinada para mí.
Ryze sonrió.
—Creo que tenemos un trato. Bueno, ¿dónde está esa cerradura?
Grael esbozó su sonrisa de depredador.
Tenía al chico atrapado como un pez que pica el anzuelo.
—Dime, Ryze —dijo—. ¿Qué sabes de la Fuente de las Eras?