CAPÍTULO 17
Cuanto más tiempo pasaba Kalista en Helia, más la detestaba.
Sin lugar a duda, era preciosa, y estaba segura de que había quienes la consideraban una utopía, pero cada vez tenía más la sensación de que carecía de alma. La ciudad se le antojaba muy aséptica, muy insulsa, muy fría. Parecía una fachada, una máscara que servía para ocultar la realidad escondida debajo.
No tardó en impacientarse en las enormes habitaciones que le habían asignado. Ella esperaba aguardar unas horas, o un día, pero ese día había pasado, como también el siguiente, sin tener noticias. El tercer día recibió una nota de Tyrus en la que le decía que todavía no habían tomado una decisión.
Al cuarto día, Kalista agarró la lanza y se fue a explorar.
Descubrió hasta dónde llegaba la hospitalidad de Helia después de subir una escalera decorada hasta un inmenso edificio que parecía una especie de museo. Los guardias con armaduras blancas que había visto en el resto de los sitios le cerraron el paso. Le dijeron algo en tono reconfortante pero firme, aunque ella no los entendió.
Kalista evaluó al par de guardias, convencida de que podía con ellos, pero murmuró una disculpa y se retiró. Por toda la ciudad, descubrió que le cerraban el paso cuando intentaba acceder a distintas construcciones o determinados jardines. Los sitios adonde le dejaban ir estaban controlados estrictamente, cosa que no hacía más que aumentar sus sospechas.
Se sentía muy sola. Echaba de menos la camaradería de la Hueste. Incluso echaba de menos a Viego. Se sentía culpable por no echar de menos a su prometido, el gran maestro Hecarim. Sin embargo, sí que echaba de menos a Ledros, y la intensidad de esa emoción le sorprendía. Pensar en él resultaba doloroso, pues le recordaba la incomodidad entre ellos horas antes de su partida. Se le revolvió el estómago, de modo que desvió rápido esos pensamientos.
Después de vagar sin rumbo durante horas, Kalista encontró un banco de mármol apartado con vistas al mar en uno de los muchos parques de la ciudad y se sentó. Se quedó mirando a la niebla, a mitad de camino de donde estaría el horizonte un día despejado. Parecía que las islas estuviesen rodeadas de inmensas murallas. Lejos de hacerle sentirse segura, la hacían sentirse atrapada.
«Tal vez los maestros no me dejen marchar nunca». Estaba claro que deseaban que la existencia de las islas se mantuviese oculta en forma de mito y de leyenda, de modo que parecía lógico que no deseasen que volviera a su patria. Pensó en Vennix, más allá de la niebla, a bordo del Halcondaga. La capitana había dicho que podía esperar allí dos semanas, tras las cuales tendría que dirigirse a un puerto para aprovisionarse. Si los maestros se negaban a dejarla marchar, ¿cuánto tardaría Vennix en darse cuenta de que no iba a regresar?
Estaba tan absorta en sus desagradables pensamientos que no reparó en que una mujer menuda de piel oscura se acercó hasta que habló.
—Las nieblas son una maravilla, ¿verdad? —dijo la mujer, con una voz sorprendentemente grave y suave como el terciopelo—. Su magia es muy antigua, pero aquí nadie la entiende realmente, aunque los maestros no lo reconocerían nunca. —Llevaba una túnica oscura holgada con ribetes plateados sobre unas mallas negras ceñidas, y una capucha con visera que rodeaba su cara angulosa y su mata de pelo blanco. Habría sido una imagen severa de no ser por la expresión franca, la sonrisa cordial y el porte relajado de la mujer—. Espero que no le importe que la interrumpa. Suelo venir aquí a pensar y escapar de todo eso —añadió, señalando hacia atrás en dirección a la ciudad con un movimiento de sus dedos llenos de anillos.
—Para nada. Yo también necesitaba escapar de todo eso —dijo Kalista, imitando el gesto.
La mujer rio.
—Helia puede producir ese efecto.
—¿Le apetece sentarse? —preguntó Kalista. Todo el mundo era educado en Helia, pero esa mujer era una de las pocas personas que parecían realmente amistosas—. Me llamo Kalista.
—Oh, ya sé quién es —dijo su nueva compañera sentándose junto a ella—. Los rumores vuelan entre académicos. Usted es la princesa camavorana. ¡La que ha intentado entrar en la Gran Biblioteca esta mañana!
—¿He hecho eso?
—Ni siquiera todos los estudiosos de Helia pueden acceder a la biblioteca. Podría solicitar una autorización a los maestros, pero casi nunca las conceden. Bueno, los segadores tienen acceso, claro, pero nadie les hace caso. ¡Que usted intentara entrar allí ha despertado no poca diversión!
Kalista no pudo evitar sonreír. La mujer no le hacía sentir que se estaba burlando de ella, al menos con la mordacidad del gusto de los cortesanos de Alovédra.
—Me... alegro de haber sido fuente de distracción.
—Soy la artífice Jenda’kaya. Encantada de conocerla.
—Lo mismo digo —contestó Kalista.
—Habló con el Consejo de Helia —dijo Jenda’kaya—. ¿Qué tal le fue?
—Les pedí un favor —declaró Kalista—, y cuatro días después sigo esperando una respuesta.
—No me extraña. Son una panda de idiotas pretenciosos. Insufribles, engreídos y mezquinos.
Kalista resopló ante su sinceridad.
—¡Es cierto! —insistió Jenda’kaya—. Protegen sus intereses por encima de todo. Pero, en honor a la verdad, hay unos cuantos bastante decentes. Espero que consigan convencer a los demás de que le presten ayuda en lo que haya venido a solicitar.
—Yo también lo espero. —La pareja se quedó sentada en silencio viendo cómo los pájaros planeaban arrastrados por las corrientes de aire ascendente—. ¿Qué hace usted aquí? —preguntó Kalista—. Parece... distinta del resto.
—Me lo tomaré como un cumplido —dijo ella—. La mayoría me describiría como una excéntrica, siendo amables, o una agitadora peligrosa e inconformista, si son más incisivos. Soy una adepta artífice de los Centinelas.
—¿Los Centinelas?
—No es tan impresionante como parece, al menos ya no.
—En Camavor también hay quienes me consideran una especie de agitadora inconformista —dijo Kalista—. Muchos, en realidad. La mayoría de las familias nobles y las Órdenes de Caballería me miran con recelo.
—Es usted una princesa, ¿verdad? ¿No tienen que tirar pétalos de rosa delante de usted y alegrarse de cada cosa que dice?
A Jenda’kaya le brillaban los ojos maliciosamente, y Kalista rio.
—No exactamente —contestó—. Mis opiniones sobre determinadas cosas los ponen... nerviosos.
—¿Por qué?
—Porque quiero ver cambios.
—¡Ah! ¡Ahí está! —dijo Jenda’kaya, dando un manotazo en el reposabrazos de piedra del banco—. La política de Camavor y la de Helia no parecen tan distintas, a decir verdad, y probablemente el mundo sea el mismo. Los que tienen poder siempre ven el cambio como una amenaza para su posición.
Kalista asintió con la cabeza.
—Pero basta de hablar de política —dijo—. ¿Qué tipo de investigación realiza, si no le importa que se lo pregunte?
Jenda’kaya se inclinó hacia delante con complicidad.
—Hago armas —susurró.
Eso sí que captó el interés de Kalista. Pero, antes de que pudiese enterarse de más, sonó una campana en una torre cercana, y la artífice se levantó de un salto como una niña entusiasmada.
—¡Tengo que irme! —chilló Jenda’kaya—. ¡Llego tarde!
Echó a correr hacia el núcleo principal de la ciudad. Se había alejado unos treinta pasos cuando se detuvo y miró hacia atrás a Kalista.
—¿Le gustaría ver mi trabajo? —gritó.
—¡Sí! ¡Me encantaría!
—Nos vemos aquí mañana al atardecer —chilló Jenda’kaya—. ¡Entonces ya habré resuelto los problemas de mi última creación!
—¡Espero haber recibido una respuesta y estar de camino antes de entonces! —dijo Kalista—. ¡Pero, si no, aquí estaré!
Dos adeptos con túnicas estaban murmurando y lanzándoles miradas de desaprobación. Jenda’kaya se volvió contra ellos.
—¡Callaos, viejos pesados! —les espetó, con tal ferocidad que los estudiosos prácticamente huyeron.
Seguía hablando camavorano, y Kalista sospechó que lo hacía por ella. Su suposición se confirmó cuando la artífice le dedicó una última sonrisa pícara y acto seguido salió corriendo sujetándose el borde de la túnica negra para no tropezar.
Kalista observó cómo se marchaba, totalmente desconcertada.
Grael estaba entre las sombras de la oscura plaza esperando furioso. Era pasada la medianoche, y el aire se sentía manso y fresco. No le gustaba estar sobre el nivel del suelo. Después de muchos años en los reducidos confines de las cámaras, se ponía nervioso sin un techo bajo sobre la cabeza.
—¿Dónde está? —susurró. ¿Le había traicionado el chico? ¿Había hecho mal dejándolo en libertad?
—Estoy aquí —dijo una voz justo a su izquierda, y se sobresaltó.
Grael se giró gruñendo y en un abrir y cerrar de ojos tenía a la otra persona pegada contra el muro. Lo sujetó un momento antes de darse cuenta de que era el aprendiz, y luego lo soltó de un empujón.
—Llegas tarde —gruñó.
—He tenido que esperar a que Tyrus se fuera a dormir. —Ryze se puso bien la túnica, mirándolo coléricamente—. Ha empezado a sospechar.
Grael echó un vistazo a la plaza, desplazando rápidamente la vista entre las sombras, comprobando si los observaban. Nada.
—Vamos —susurró.
Lo llevó por la parte trasera de la Gran Biblioteca, recortada por encima de ellos como una bestia monolítica. Era una estructura verdaderamente descomunal, del tamaño de un palacio, pero esa solo era la parte visible por encima del nivel del suelo: el grueso de sus verdaderas dimensiones se hallaba debajo, en el laberinto de túneles, cámaras, estancias ocultas y cavernas vigilados por los Guardianes de los Umbrales. Recorrieron un callejón entre dos alas del edificio y bajaron por un estrecho tramo de escaleras de caracol hasta una verja cerrada con llave con el símbolo de los guardianes. Abrió la verja, hizo pasar a Ryze y la cerró detrás de ellos.
—No puedo creer que sea verdad —susurró Ryze—. La fuente, las Aguas de la Vida. Todo.
—Una verdad que hace mucho que los maestros intentan enterrar y confundir. Se han inventado historias para hacer creer que no es más que un rumor infundado. Un mito.
—¡Desgraciados!
—Y tanto. Ahora calla. Nos acercamos a la entrada.
Avanzaron por una serie de callejones y escaleras cada vez más estrechos, diseñados para ocultarlos de los puentes de peatones y las calzadas elevadas de arriba, un detalle que permitía a los guardianes correr por debajo de los pies de sus superiores sin ser vistos. Finalmente, llegaron a una puerta llena de rejas cerrada con llave.
—Tápate la cara —ordenó Grael.
Ryze se cubrió con la capucha, y el guardián golpeó con el puño contra la puerta de roble. Una ventana estrecha se abrió y unos ojos legañosos se asomaron.
—Abre —mandó Grael, levantando el emblema de prefecto. Los ojos miraron a Ryze—. Mi nuevo guardián —continuó—. Abre, rápido, o hablaré con el magíster y recomendaré que te trasladen.
Sonó un gruñido en el interior, pero los pestillos se retiraron y la puerta se abrió crujiendo. Grael pasó junto a los custodios sin mirarlos. Ryze corrió detrás de él manteniendo la cabeza gacha.
Una docena de puertas distintas daban paso al laberinto subterráneo; el dintel situado encima de cada una tenía grabado un símbolo geométrico diferente. Esa era solo una de siete estaciones de paso situadas antes de las entradas de las cámaras utilizadas por los guardianes. Se trataba de la más pequeña y la menos usada, motivo por el que Grael la había elegido.
Pasó resueltamente por delante de varias puertas revestidas de hierro antes de llegar a la que le interesaba. Grael se lamió los labios notando la mirada de los custodios posada en él y repasó las llaves de uno de sus gruesos llaveros de hierro. Le sudaban las manos. Se detuvo en una llave, indeciso, y siguió buscando. Había encontrado esas llaves escondidas en la celda del prefecto Maksim: unas llaves que Maksim no debería haber poseído. No le había extrañado que su anterior prefecto fuese corrupto. Solo había hecho falta que Grael le concediese un poco de atención para que Maksim se sincerase con respecto a todos sus sórdidos secretos, encadenado en las profundidades. Todavía estaba allí abajo, aunque Grael dudaba que muchos reconociesen ahora a aquel despojo patético y destruido. Y allí seguiría, pues su existencia prolongada le entretenía.
—Todavía están observando —susurró Ryze—. Dime que tienes la llave.
—Cállate.
—Uno de ellos viene en esta dirección.
Grael resistió las ganas de levantar la vista. Volvió a la primera llave en la que se había detenido y la metió en la cerradura. Para gran alivio suyo, la llave giró y abrió la puerta. Una estrecha escalera desaparecía en la oscuridad situada más allá. Grael lanzó una mirada furibunda al custodio que se acercaba y encendió a toda prisa el farol con un brasero, y a continuación se internó en la penumbra. Cerró la puerta de un portazo detrás de ellos con un sonoro estruendo.
Podrían haber llegado a su destino por los túneles situados dentro del ámbito de competencia de Grael, pero habrían tardado días en atravesar ese camino sinuoso, y habrían tenido que recorrer pasillos que quedaban bajo la jurisdicción de una docena de guardianes y prefectos. Aunque su nuevo puesto le otorgaba considerablemente más poder, entrar en las secciones de las cámaras que correspondían a otros guardianes habría suscitado una atención no deseada.
Naturalmente, la ruta más directa a la Fuente de las Eras era a través de la Torre Centelleante, pero ese camino quedaba descartado porque estaba celosamente vigilado. Necesitaría un ejército para asaltarla.
Descendieron más y más internándose en la oscuridad. Grael había planificado la ruta con detenimiento. Todavía tenían que cruzar las jurisdicciones de tres guardianes, pero era poco probable que tropezasen con alguno de ellos. Se había valido de los privilegios de su rango para acceder a los horarios de las patrullas de esas zonas y los había tenido en cuenta. Por supuesto, el factor humano era imprevisible —los guardianes solían desviarse de las rutas de patrulla oficiales—, pero era lo máximo a lo que podía aspirar. ¿Y si se encontraban con un guardián? Bueno, su hoz estaría lista.
—Vamos, muchacho —gruñó Grael—. Nos espera una buena caminata.
Ryze no podía calcular el paso del tiempo en la oscuridad debajo de Helia, pero daba la impresión de que llevaban días andando.
Había perdido por completo el sentido de la orientación y era muy consciente de que, si el trastornado guardián decidía abandonarlo, no encontraría nunca la salida. Se quedaría atrapado allí abajo el resto de su vida, deambulando a ciegas hasta que muriese de sed o de inanición, o sobrepasase sin querer el borde de uno de los pozos increíblemente profundos construidos en el laberinto de túneles. Por algunos de aquellos fosos le parecía oír un sonido como de olas lejanas que rompían.
La inquietud le reconcomía. Siempre había sido rebelde, pero nunca había llegado tan lejos. ¿Debería haberle contado a Tyrus lo que intentaba hacer el prefecto guardián Grael? Se lo había planteado muchas veces desde que había hecho el trato con él, pero eso solo desembocaría en su destierro. Tyrus seguía las normas a rajatabla, aunque Grael no consiguió que lo expulsasen de la Hermandad por traicionarlo.
Además, él compartía la indignación del guardián. ¿Por qué debían ocultar los maestros algo tan maravilloso al resto de la Hermandad? ¿Por qué tenían que ser ellos los únicos que se beneficiasen? No obstante, por mucho que intentaba convencerse de la nobleza de ese acto de rebeldía, en el fondo sabía que el único motivo por el que aceptó era para hacerse con el libro que Grael le había prometido.
«Esto es culpa de Tyrus». Si hubiese cumplido sus promesas y hubiese ayudado a Ryze a dominar su poder, él no habría buscado esos conocimientos en otra parte.
El farol de Grael se apagó de repente. La oscuridad era tan absoluta que Ryze ni siquiera veía sus dedos moviéndose delante de sus ojos, y el pánico se apoderó de él. Avanzó a tientas y se chocó con el guardián, que se había quedado quieto delante de él.
—¡No te muevas! —susurró Grael.
Ryze se agachó a oscuras tratando de calmar la respiración. Permanecieron allí durante lo que se le antojó una eternidad, y estaba a punto de decir algo cuando oyó un ruido a lo lejos. Era un golpeteo repetitivo que producía eco, como de madera contra piedra. Siguió sonando, cada vez más fuerte, y pronto otro sonido se incorporó al mismo ritmo. «Pisadas».
La mano fría de Grael lo empujó hacia un lado del pasadizo. Palpando con las manos, Ryze descubrió un hueco poco profundo y se introdujo en él, pero hizo una mueca cuando la grava rechinó bajo sus pies. Grael no hizo ningún ruido, moviéndose con el sigilo de un fantasma. Era desquiciante.
Pasaron unos minutos, y poco a poco Ryze se dio cuenta de que distinguía la silueta del guardián delante de él, pegada a la pared lateral del hueco. El corazón empezó a latirle más rápido al comprender lo que eso significaba: había una fuente de luz cerca. El golpeteo y las pisadas se volvieron cada vez más sonoros. Se encontraban a solo unos metros de un cruce de tres caminos, y quien se acercaba se dirigía a él.
La luz se tornó más brillante, y el golpeteo y las pisadas se volvieron insoportablemente ruidosos. Quienquiera que fuese llegó al cruce y se detuvo, enfocando con el farol por cada pasillo. Ryze se pegó todo lo que pudo a la pared del hueco, sin apenas atreverse a respirar. El corazón le martilleaba ahora tan estruendosamente que estaba seguro de que el recién llegado lo oiría. Si ese guardián se acercaba más por el pasillo, los vería enseguida.
Ryze abrió mucho los ojos cuando Grael, que evidentemente había llegado a la misma conclusión, sacó la hoz. El aprendiz le hizo señas con la mano, esbozando mudamente con los labios: «¡No!» y negando con la cabeza. Los ojos fríos y sin vida del sanguinario guardián se desviaron hacia él y acto seguido volvieron al cruce.
Matar a un miembro de la Hermandad no formaba parte del plan. Acababa de decidir que saldría de un salto, avisaría al extraño gritando y recibiría el castigo que le esperase cuando los golpecitos de madera contra la piedra empezaron otra vez. Asomándose ligerísimamente por el hueco, vio que el otro guardián, con la capucha de la túnica puesta, se alejaba tras decidir enfilar otro pasadizo. El golpeteo provenía de una vara alta con un farol encima que el hombre usaba para apoyarse como un bastón.
Permanecieron allí sin moverse y en silencio hasta que la silueta de Grael quedó totalmente envuelta en oscuridad. Incluso entonces siguieron inmóviles donde estaban, hasta que el golpeteo de la vara del guardián se hubo apagado. Solo entonces Grael volvió a encender el farol con una chispa de su piedra de afilar, y la hoz desapareció entre los pliegues de su túnica.
—Ibas a matar a ese hombre —susurró Ryze.
—No, íbamos a matarlo —lo corrigió Grael—. Tú y yo estamos juntos en esto.
La respuesta heló la sangre a Ryze. Ya sabía que Grael era peligroso, y extremadamente inestable, pero hasta ese momento no había considerado que era el cómplice de ese hombre y que, pasara lo que pasase allí abajo, él formaba parte de ello. Le dieron ganas de anular el plan, de abandonar aquella insensatez. Pero había visto el brillo asesino de los ojos de Grael. Él quería que el otro guardián acudiese en dirección a ellos. No había forma de que Ryze se saliese de esa sin darle a Grael lo que quería.
Y también estaba el asunto del libro, claro. Era la llave para liberar su poder. Tenía que ser suyo.
De modo que se tragó la inquietud y se adentró en el laberinto siguiendo al prefecto guardián Grael.