CAPÍTULO 19
Kalista despertó temprano. Lanzó un suspiro cuando recordó de golpe dónde se encontraba.
Otro día en Helia. Otro día esperando mientras el consejo deliberaba. Otro día que podía traer consigo la diferencia entre salvar a la reina Isolde o que sucumbiera finalmente al veneno.
A Kalista le horrorizaba saber que su misión exigía la máxima urgencia y al mismo tiempo no ser capaz, hasta el momento, de agilizar la decisión de los maestros. Y le enfurecía que la fama de sanguinario que arrastraba el reino de Camavor despertara el recelo de los maestros respecto a sus intenciones.
Había accedido a reunirse con la extraña artífice, Jenda’kaya, a la caída del sol, pero tenía todo el día por delante. Sabía que, si se quedaba sentada en su alcoba hasta la noche, acabaría con los nervios de punta, de modo que se enfundó su armadura, echó mano de la lanza y salió en la oscuridad que precedía al alba.
Tal vez llevara sangre real en las venas, pero también era un soldado y hacía años que se despertaba antes del amanecer. No podía evitar cierto sentimiento de superioridad frente a los débiles sabios de Helia, que seguían amodorrados en sus lechos. Casi todos ellos parecían carecer del menor temple. Tenían suerte de contar con la niebla blanca. De no ser por eso, los invasores habrían acabado con ellos hacía mucho tiempo; seguramente lo habrían hecho los propios antepasados de Kalista.
Deambuló por las calles desiertas mientras el sol empezaba a despuntar en el horizonte y acabó en las afueras de Helia al amanecer. Fue una decisión inconsciente, pero no tenía verdaderos deseos de pasar más tiempo dentro de la ciudad. Le parecía agobiante y restrictiva. El aire fresco, los árboles, los setos y los exuberantes campos que se extendían a las afueras le ofrecían ese respiro que tanto necesitaba.
La primera persona que vio fue un pastor acompañado de un rebaño de ovejas extrañas, cubiertas de lana larga, blanca y greñuda, con las caras y las patas negras y unos prominentes cuernos que surgían de sus mandíbulas inferiores. Los cuernos resultaban intimidantes, pero los animales parecían dóciles mientras pastaban hierba entre los quedos tañidos de los cencerros que portaban en torno al cuello. El pastor levantó una mano para saludarla antes de conducir el rebaño a un arroyo cercano con unos cuantos silbidos agudos y los ladridos animosos de su perro.
Dejando atrás la carretera pulcramente pavimentada en piedra blanca, saltó un murete de piedra en seco ayudándose de los peldaños de madera y siguió una lodosa senda colina arriba para poder hacerse una idea de dónde se hallaba. Un columpio colgaba de la rama de un árbol solitario en lo alto de la loma; allí tendría buenas vistas. Helia destacaba al sur, reluciente y majestuosa al fulgor de la mañana, mientras el mar titilaba como movedizas gemas al oeste. El norte y el este consistían ante todo en colinas onduladas y verdeantes, pastos y algún que otro bosquecillo. Se atisbaban unas cuantas aldeas y delgados hilos de humo surgían de las chimeneas. Un carro arrastrado por un tiro de bueyes avanzaba lento y sinuoso por un camino en la lejanía, y minúsculas nubecillas blancas destacadas contra las laderas verdes delataban dónde pastaban otros rebaños.
La aldea más cercana no estaba lejos y se alojaba en una sombría hondonada. Era pequeña, formada quizá por unas veinte construcciones, y a Kalista le sorprendió advertir que no eran chozas. Todas las casas estaban construidas a base de piedra clara y vigas oscuras, y compartían muchos de los diseños y rasgos geométricos de las estructuras más grandes de Helia. Incluso el pequeño puente cubierto que conducía al pueblo estaba diseñado con mimo, compuesto por una intrincada red de triángulos y formas adiamantadas, y decorado con símbolos y líneas entrecruzadas que habían grabado en la madera. Los granjeros y los aldeanos iban de acá para allá enfundados en sus prendas de colores como brillantes pinceladas contra la tierra oscura y los campos verdeantes.
Era digno de encomio que esas gentes hubieran sido capaces de crear una sociedad en la cual hasta los más humildes granjeros vivían con comodidad, liberados de la desesperación que era tan habitual entre los pobres de otras naciones, Camavor incluida. Kalista se había preguntado si los habitantes de las afueras de Helia vivían tal vez como campesinos mientras los consentidos sabios de la ciudad cenaban manjares y vino, pero no parecía que hubiera un lado oscuro en esa sociedad, o, al menos, Kalista no lo había visto hasta el momento.
La isla no era perfecta, por supuesto. Saltaba a la vista que la política y la burocracia gobernaban ese mundo, como demostraban las interminables deliberaciones del consejo. Pero Kalista dudaba que pudiera existir una sociedad perfecta. Las personas eran personas en todas partes.
Acabó llegando a un bosquecillo situado al abrigo de la loma y pronto estaba deambulando por una alfombra de helechos plateados y minúsculas flores azules y blancas. A medida que se fue internando en la espesura, comprendió que no se trataba de un soto, sino que era parte de un bosque más grande. Los árboles despuntaban enormes con esos inmensos troncos, tan retorcidos, cubiertos de musgo y liquen, y las enormes raíces tortuosas que se curvaban en torno a vetustas rocas y se entrecruzaban en el camino ante ella, como si quisieran atraparla. El sol no se filtraba a través de la lejana cúpula de los árboles y su ausencia mantenía ese pequeño oasis de soledad en una penumbra crepuscular. En las sombras que proyectaban las ramas atisbó formas minúsculas y trémulas que irradiaban un resplandor tenue. Kalista no pudo averiguar lo que eran, porque cada vez que se acercaba salían disparadas o desaparecían por completo, pero viendo sus movimientos traviesos se inclinaba a pensar que no se encontraba ante meros insectos. Creyó oír una risa infantil transportada por la brisa, pero tal vez fuera un rumor de las hojas o un efecto del viento.
Los imponentes árboles crujían y gemían igual que si intercambiaran palabras. Tenía la impresión de que la miraban. No era una sensación amenazadora ni tampoco acogedora; sencillamente estaba ahí. De alguna manera instintiva, Kalista supo que el vetusto bosque ya existía mucho tiempo antes de que las personas encontraran las islas. Tal vez los seres humanos de aquel entonces hubieran percibido su edad y su magia, y por eso lo habían conservado indómito e incólume. Se sentía insignificante entre tanta naturaleza, en un buen sentido; como si sus preocupaciones fueran efímeras, absurdas a la postre, y tantas envidias, traiciones e incluso guerras de los seres mortales carecieran de importancia frente al imponente entramado del mundo. La consolaba en buena medida saber que, igual que ese bosque era más antiguo que la humanidad, también permanecería mucho tiempo después de que la raza humana se hubiera marchado.
Imbuida de una nueva sensación de calma, Kalista abandonó de mala gana la espesura para regresar a Helia.
Volviendo la vista atrás, creyó atisbar que un árbol se desplazaba. Se trataba de un coloso del bosque particularmente tortuoso y antiguo, rebosante de vida, cubierto de follaje y rodeado de un anillo de retoños. Estaba casi segura de que se había movido mientras ella le daba la espalda y no le costó imaginar un retorcido rostro de anciano en los nudos y remolinos del tronco.
Cuando emprendió el regreso a la ciudad, la envolvía un sentimiento de paz e introspección que llevaba muchas lunas sin experimentar.
La tarde estaba avanzada cuando Kalista regresó a la villa. Se detuvo en la puerta al escuchar risas infantiles. En lugar de acudir directamente a sus desiertos aposentos, buscó el origen de los alegres ecos a través de sinuosos pasillos.
Por fin llegó a un pequeño patio flanqueado de arcos y arbustos dispuestos con elegancia. Tres niños —dos muchachitas de cabello ensortijado que parecían gemelas y un chiquillo más joven— soltaban risas y gritos mientras correteaban de un lado a otro para escapar de un adulto vestido de túnica que los perseguía con la cabeza gacha. Con una mano a cada lado de la frente imitando un par de astas, avanzaba pesadamente entre intensos mugidos que hacían las delicias de los niños. Muerta de risa, Kalista comprendió que el hombre era Tyrus, el adepto buscador. Se cruzó de brazos y se recostó contra la jamba de un arco para observarlo.
Tyrus tardó un rato en percibir que tenía público. Enderezó el cuerpo de inmediato e intentó recuperar el talante severo que solía exhibir, o parte del mismo al menos. Kalista enarcó una ceja y él tosió con aire azorado.
—Ejem… Bueno… Me parece que Elnuk ya os ha perseguido bastante por hoy, niños. Es hora de volver a clase —dijo, lo que provocó una explosión de quejas y gritos de decepción.
Una pareja de tutores se acercó para iniciar el proceso de arrastrar a los niños de vuelta a sus obligaciones. Las gemelas huyeron chillando como si sencillamente hubieran cambiado de juego, mientras que el más joven se aferró con desesperación a la pierna de Tyrus.
—Volveremos a jugar muy pronto, Tolu —prometió el adepto a la vez que se despegaba del pequeño con cierta dificultad. Una vez liberado, se acercó a Kalista—. El aura de solemne dignidad que tanto me esfuerzo en cultivar acaba de saltar por los aires, ¿verdad?
—Uf, ya lo creo que sí —confirmó Kalista—. Aunque en su papel de Elnuk Toro resulta usted muy convincente.
Tyrus hizo una pequeña reverencia.
—Se hace lo que se puede.
—¿Son sus hijos?
—Cielos, no —dijo Tyrus—, aunque me considero responsable de ellos. Por desgracia, sus cortas vidas están ya marcadas por la tragedia. Nada puede reemplazar el amor de unos padres, pero aquí al menos cuidamos de ellos y les ofrecemos una educación sólida. ¿Sigue sin saber nada del consejo?
Kalista hizo una mueca.
—No. Y estoy perdiendo la paciencia.
Tyrus asintió con ademán comprensivo.
—Lamento infinitamente que se estén demorando tanto. No era esto lo que yo esperaba cuando la traje a nuestras costas. ¿Cenará con mi aprendiz y conmigo esta noche?
—Gracias, pero no puedo —respondió Kalista—. Me temo que ya tengo un compromiso. Una adepta de los Centinelas me va a enseñar parte de su trabajo.
—Ah, ¿ya conoce a Jenda’kaya? Uno rara vez se aburre en su compañía.
—Parece una persona… entusiasta.
Tyrus se despidió de Kalista, no sin antes prometerle que haría lo posible por acelerar las deliberaciones del consejo, y se marchó. Ella se demoró en el patio, observando cómo los pacientes tutores atrapaban a los huérfanos para llevarlos a cenar. Una de las gemelas le sacó la lengua al pasar y Kalista le devolvió el gesto, arrancando una risita a la niña.
Volvió la vista al cielo, donde el sol empezaba a ponerse. Tenía el tiempo justo para darse un baño y comer algo ligero antes de emprender el camino para reunirse con la artífice. Todavía riendo para sus adentros de la imagen que ofrecía Tyrus imitando a Elnuk, Kalista regresó finalmente a sus aposentos.
Tenía la sensación de que algo lo había seguido a su regreso de las tinieblas.
De vuelta a su alcoba en los aposentos de Tyrus, Ryze miraba una y otra vez a su espalda, temeroso de ver a esa forma tenebrosa y sin rostro siguiéndole los pasos. No veía nada, pero no podía desprenderse de la impresión de ser vigilado, de que algo maligno acechaba justo en el límite de su campo visual.
Albergaba la esperanza de que la luz del día disipara el siniestro pálpito, pero aun estando el sol alto en el cielo, al día siguiente, intuía las sombras que lo acechaban. Todavía notaba la espantosa presencia. No podía ahuyentar de su mente la imagen del ser blandiendo un dedo acusador ante él. Ni el horrible e inexpresivo semblante inclinado hacia la entrada del túnel, mirándolo.
—¿Puede un alma permanecer en el mundo después de la muerte? —le preguntó a su maestro. En teoría debería estar estudiando los mamotretos cuya lectura le había encomendado Tyrus (historias aburridas sobre la tradición oral de las gélidas tierras septentrionales), pero su mente regresaba una y otra vez a las imágenes del día anterior.
Tyrus torció el gesto.
—¿A qué viene esa pregunta? No recuerdo que ninguno de los arcanohistoriadores fundadores especulase sobre los espíritus de los muertos.
—No, es… una idea que se me ha ocurrido.
—Concéntrate en los libros, Ryze. Te dispersas con demasiada facilidad.
Lo intentó, pero con escasos resultados. Tan pronto como terminaba de leer un párrafo se veía forzado a releerlo. No lograba retener nada. Rehén de un miedo cada vez más acuciante, contempló el sol de la tarde hundirse en el horizonte. Cuando las sombras empezaron a alargarse, también aumentó la hormigueante sensación de que algo lo acechaba.
Sin apetito, jugueteó lánguido con la comida del plato a la hora de la cena. Tyrus, por su parte, apenas se percató de su desánimo. El adepto estaba enfrascado en un viejo volumen, muy gastado, que leía a través de unas minúsculas lentes plantadas en la punta de su nariz mientras comía.
Alguien aporreó la puerta de los aposentos y Ryze se despabiló sobresaltado. Tyrus le lanzó una mirada por encima de las gafas antes de devolver la atención al libro.
—Ve a mirar quién es, por favor —le pidió.
Tragando saliva con dificultad, Ryze se acercó a la puerta presa de una inquietud intensa. Se regañó para sus adentros por comportarse como un necio. Quienquiera que había llamado era un ser de carne y hueso, no un espíritu maligno que acudía a atormentarlo. Sin embargo, cuando abrió la puerta y vio la sonriente figura de Grael, el prefecto guardián, su miedo se disparó hasta las nubes.
—Saludos, joven aprendiz —le dijo el guardián.
Ryze volvió la vista hacia su maestro. A continuación salió al pasillo y cerró la puerta a su espalda.
—¿Qué haces aquí? —cuchicheó.
—Tengo algo que enseñarte. Algo muy interesante. Y debo entregarte tu recompensa, como prometí.
—¡No deberías haber venido!
Oyó unos pasos que se aproximaban por el interior de las dependencias y Grael entornó los ojos. Avanzó un paso hacia Ryze, que se sintió aún más incómodo. El guardián hedía a polvo y a moho.
—Inventa una excusa para marcharte y reúnete fuera conmigo.
La puerta que Ryze tenía detrás se abrió de golpe y la figura de Tyrus apareció en el umbral exhibiendo un ceño.
—¿Guardián? —preguntó—. ¿Pasa algo?
Ryze se fijó en que la sonrisa de Grael mudaba en un rictus.
—Tyrus —dijo el guardián.
El ceño del adepto se acentuó. Se quitó las gafas.
—¿Le conozco?
—Sí, de hace mucho mucho tiempo —respondió Grael, cuya sonrisa se había transformado ya en una mueca burlona.
Viéndolos a los dos juntos, el guardián tenía un aspecto todavía más deplorable si cabe. Mientras que Tyrus era robusto, vestía una túnica impecable y estaba en posesión de un rostro bien definido y bronceado, el guardián era un ser demacrado, de tez pálida y enfermiza, envuelto en una túnica raída. Ryze esbozó una mueca horrorizada para sus adentros. De ser cierto lo que el guardián le había contado, Tyrus le había arruinado la vida. ¿De verdad su maestro ni siquiera lo reconocía?
—¿Grael? —dijo Tyrus, entornando los ojos—. ¿Eres Erlok Grael?
—En carne y hueso.
—Vaya, me parece que no nos hemos visto desde…
—Desde la Elección —apuntó Grael—. Desde que te eligieron a ti y a mí me relegaron a los Umbrales.
—Yo… —balbuceó Tyrus—. Sí, vaya. La Elección. Eso fue hace mucho tiempo.
—A veces me parece toda una vida —asintió Grael—. Otras tengo la sensación de que fue ayer mismo. Parece que las cosas te han ido bien.
Sus ojos revolotearon por encima del hombro de Tyrus hacia los suntuosos aposentos.
El maestro cambió de postura con aire de sentirse incómodo.
—Y tú eres un prefecto, nada menos —dijo al tiempo que señalaba con el mentón el sigilo que el guardián llevaba al cuello.
—Nada menos y nada más.
—¿Qué te trae aquí, Grael? ¿Hay algún problema?
—Todo va de maravilla, adepto buscador —dijo Grael—. Me he equivocado de puerta, nada más. Será mejor que vuelva a lo mío. Les deseo buenas noches a los dos.
Su mirada se demoró un instante sobre Ryze. A continuación, dio media vuelta y se alejó con paso vivo.
—Siempre ha sido muy raro —comentó Tyrus antes de encogerse de hombros y volver a entrar.
Kalista se reunió con la artífice en el pequeño parque con vistas a la bahía, tal como habían acordado. Sin dejar de charlar, la diminuta mujer la condujo a uno de los majestuosos edificios de Helia.
Un custodio de armadura blanca trató de cortarle el paso a Kalista, pero Jenda’kaya blandió un dedo ante él y le espetó algo que parecía grosero al oído, aunque Kalista no entendió las palabras. El custodio adoptó al momento una expresión compungida, pero tampoco entonces la dejó pasar, señalando con gestos la lanza de Kalista. Jenda’kaya suspiró y se giró hacia ella.
—He dado fe por usted y la dejará pasar, pero no con el arma.
A regañadientes, Kalista recostó la lanza contra la pared y por fin les permitieron la entrada. Accedieron a una vasta antecámara rebosante de mármol y oro. Infinidad de eruditos cargados con libros y pergaminos se apresuraban en los distintos pasajes y escaleras que partían del inmenso espacio.
—Intenté entrar aquí una vez, me parece —comentó Kalista mientras echaba un vistazo al entorno—. Me han impedido la entrada a tantos sitios que empiezo a confundirlos.
—A los maestros no les gusta que los forasteros merodeen por Helia si no van acompañados. Pero ahora va conmigo —le dijo Jenda’kaya con un guiño.
De camino a su taller, la artífice ofreció a Kalista una visita rápida por los distintos institutos de investigación con los que contaba Helia. Ella siempre había pensado que la biblioteca real de Alovédra era inmensa; sin embargo, todos los libros de la capital de su reino habrían tenido cabida en una pequeña sección de una sola de las bibliotecas con las que contaba ese edificio. El alcance del conocimiento que albergaban era abrumador.
—Una biblioteca. Otra biblioteca. Y aquí hay… otra biblioteca —decía la artífice en tono aburrido a medida que las iba señalando con gestos vagos sin detenerse—. ¿Va captando el eje temático? Ah, he aquí algo distinto. Una cámara de amanuenses. Tampoco es el colmo de la emoción.
Kalista agrandó los ojos deteniéndose sobre sus pasos. En la totalidad del palacio de Camavor habría una docena de escribas, a lo sumo, pero allí debía de haber un centenar, y aquella solo era una entre muchas otras cámaras parecidas. Trabajaban en sus escritorios individuales entre el tintineo de los cálamos contra los tinteros y el roce de las plumillas sobre el pergamino. El rumor que generaban recordaba a una plaga de ratas rascando las paredes.
—¿Qué transcriben?
—Ah, ya sabe —respondió Jenda’kaya encogiéndose de hombros—. Todo.
—¿Qué significa «todo»?
—Una de las misiones de los custodios es que nuestras bibliotecas cuenten al menos con una transcripción de todas las obras escritas de cierto valor que existen en el mundo.
—¿Acaso… es posible? ¡Sin duda se siguen escribiendo obras nuevas todo el tiempo!
—Desde el punto de vista logístico, es una pesadilla, pero si cuentas con los amanuenses y traductores que hacen falta, y teniendo suficientes Buscadores, como su amigo Tyrus, que se encarguen de traer las obras nuevas y antiguas, es posible en teoría. Se trata de un trabajo de siglos, ciertamente.
—Es muy… ambicioso.
—Es una tontería, ni más ni menos —sentenció Jenda’kaya, que dio media vuelta y siguió andando con brío. Era menuda, pero Kalista tenía que hacer esfuerzos para no quedarse atrás—. La Hermandad debería usar sus conocimientos y sabiduría para algún propósito práctico, para hacer el bien en el mundo u ofrecer el conocimiento perdido a las culturas que lo han olvidado. Pero no, nos reunimos y transcribimos sin cesar, y luego encerramos ese conocimiento en nuestras bibliotecas y criptas, donde nadie ajeno a la Hermandad lo verá nunca. Es exasperante. Nos hemos convertido en una orden obsesionada con acumular conocimiento e incapaz de darle uso.
—Está claro que a su orden le gustan los libros.
—No solo los libros. Adora los objetos arcanos y esotéricos, cuanto más extraños y poderosos mejor. Esos también se guardan en las criptas. Usar esos objetos está muy mal visto, obviamente.
—Lo que darían los nobles y caballeros de mi pueblo por curiosear a su antojo ahí abajo… —murmuró Kalista.
—Sí, Camavor es famoso por la codicia que le inspiran los objetos de poder. Seguramente por eso la respuesta del consejo se está demorando tanto —musitó—. Me sorprende que Tyrus la trajera a nuestras costas, si le soy sincera. Debe de haberlo deslumbrado. Menudo revuelo ha organizado. Me ha sorprendido para bien. No lo creía capaz.
—Parece un buen hombre.
—Demasiado bueno, diría yo. Una persona tan buena tiene que ocultar algo por fuerza, ¿no cree? —Fue la respuesta de Jenda’kaya, pero el brillo malicioso de sus ojos hizo pensar a Kalista que bromeaba—. No obstante, es un buscador. Tienden a infantilizar a todos aquellos que no pertenecen a las islas. En el fondo, esa viene a ser la actitud de toda la Hermandad, en honor a la verdad, así que no podemos culpar únicamente a los Buscadores. Nos coloca a nosotros en el centro como cuidadores, en tanto que el resto del mundo corretea por ahí y juega con peligrosos juguetes que no entienden. Juguetes que podrían destruirlos o provocar la destrucción de otros. O de todos.
—¿Perdón? —Kalista rio con ganas—. Eso es una pizca condescendiente, ¿no?
—Mucho más que una pizca —respondió Jenda’kaya—. Eso es lo que hacen los Buscadores como Tyrus: reunir todos los objetos mágicos que consideran demasiado poderosos como para circular por ahí sin supervisión. Los traen y los encierran a buen recaudo, donde no puedan hacer ningún daño. Por mi parte prefiero innovar y descubrir cosas nuevas. Pero esa no es la manera de proceder de la Hermandad. La Hermandad está obsesionada con catalogar y reunir conocimiento. No le interesa ampliarlo.
—¿Y todo este edificio está dedicado a su grupo y sus innovaciones?
—¡Ojalá fuera así! No, este edificio alberga las Facultades de Geotaumaturgia, de las cuales los Centinelas constituimos una minúscula parte, ahora prácticamente ignorada. Tenemos una sección pequeña y apartada en uno de los subsótanos que es enteramente nuestra y en ocasiones pienso que solo la conservamos porque se han olvidado de nosotros.
La artífice la guio por varios tramos de escalinatas de mármol a los niveles inferiores. La densidad de estudiosos era considerablemente inferior ahí abajo y las cámaras parecían poco más que almacenes.
—Cuando se fundó la Hermandad —prosiguió Jenda’kaya—, los Centinelas eran uno de los departamentos más importantes, prestigiosos y orgullosos. Ahora se nos considera prácticamente irrelevantes. Tan irrelevantes que, en la actualidad, solo quedamos mis cuatro ayudantes y yo. —Soltó una carcajada—. La mayoría de los maestros de Helia preferiría que se suprimiese nuestro departamento y que los fondos se redirigieran a otra parte. Pero es que la mayoría de los maestros de Helia son idiotas.
Llegaron a una puerta cerrada marcada con un emblema que Kalista supuso perteneciente al grupo de la artífice, los Centinelas: un ojo sobre un libro abierto. En cualquier otra parte la puerta se habría considerado majestuosa, pero allí, entre la opulencia de Helia, parecía arrinconada e insignificante.
—Allá vamos —dijo Jenda’kaya, que abrió la puerta con una reverencia—. ¡Bienvenida a mi taller!
Kalista lo contempló boquiabierta, deslumbrada ante lo que veía. Era una extraña mezcla de herrería, laboratorio de alquimia y armería. Y, mientras que el resto de la ciudad estaba estructurado, limpio y ordenado casi hasta la exasperación, esa cámara estaba dominada por el caos. Una fragua inactiva asomaba en un rincón repleto de yunques, barriles y una colección de herramientas de herrero muy usadas, mientras que los anaqueles del resto de la estancia estaban atestados de aparatos extraños y esotéricos, cuyos usos Kalista solo podía adivinar, junto con extraños frascos y redomas de cristales y líquidos resplandecientes. Libros, pergaminos y grandes mamotretos con ilustraciones y notas garabateadas en las páginas se amontonaban sobre las estanterías, las mesas y los bastidores y más bastidores de armas de todos los estilos posibles que ocupaban la cámara.
Una pareja de acólitos alzó la vista cuando Kalista y Jenda’kaya entraron. Uno de ellos, un hombre de enormes espaldas envuelto en un delantal de cuero y con los antebrazos sembrados de cicatrices de viejas quemaduras, las saludó con un breve movimiento de la cabeza y devolvió la atención a los artilugios que estaba armando en su banco de trabajo. La otra, una joven esbelta de aspecto inteligente con la cabeza afeitada, les dedicó una sonrisa.
—¡Buenas, jefa! —dijo con alegría en impecable camavorano. Kalista no dejaba de sorprenderse ante la cantidad de personas que hablaban su lengua materna.
—Mis encantadores ayudantes, Piotr y Aayilah, trabajando hasta las tantas como de costumbre —los presentó Jenda’kaya—. ¡Marchaos a casa! ¡Sed libres! ¡Hay más cosas en la vida que el estudio y la investigación!
—Ahora dice eso, pero la he pillado durmiendo aquí más veces de las que puedo contar —le dijo Aayilah a Kalista en tono conspiratorio.
—Hay un dicho en mi tribu natal sobre una sartén y un cazo —murmuró Piotr sin alzar la vista—, pero no lo sé traducir.
—La idea ha quedado clara —respondió Kalista con una sonrisa.
—¡Calle, no los anime! —exclamó Jenda’kaya.
—¿Vas a poner a prueba a la nueva? —preguntó Aayilah.
—Ese es el plan.
La mirada de Kalista revoloteó por sí sola hacia el enorme despliegue de armas expuestas. Había espadas y hachas, armas enastadas y ballestas, dagas, mazos, bastones y hondas. Era un arsenal.
—Debe de haber más armas aquí que en todo el resto de Helia —murmuró Kalista.
—Seguramente —dijo Jenda’kaya—. Las armas no despiertan demasiado interés en mis conciudadanos, por desgracia. Mire, le voy a enseñar una cosa.
Le tendió a Kalista un fragmento de piedra clara, tallada en forma romboidal, con los extremos afilados. Tendría la misma longitud que su antebrazo y llevaba líneas geométricas grabadas en todas las caras. Las aristas estaban redondeadas y romas, y al instante tuvo la impresión de que la piedra era antigua. Muy antigua.
—Esto era lo que usaban los primeros Centinelas para defender Helia —dijo Jenda’kaya.
—¿Protegían la isla con piedras?
Jenda’kaya resopló.
—Dicho así suena un poco ridículo, pero estas son piedras reliquia. Fragmentos inmemoriales creados mucho antes de que los mortales caminaran por este mundo. —Su voz había adquirido un tono solemne, casi reverencial—. Están impregnadas de magia espiritual, pero son sumamente estables, así como poderosas. Ah, y también dificilísimas de encontrar.
—¿Cómo se manejan? —preguntó Kalista con desconcierto, todavía examinando la extraña piedra.
—¿Se refiere a su uso como armas? Hoy día apenas se emplean ya. Siendo camavorana, sabrá sin duda que la mayoría de los objetos mágicos poseen una sola función, que acostumbran a ejecutar con gran efectividad. Son herramientas creadas para un fin específico: curar, disparar rayos, protegerte de los daños. La peculiaridad de estas reliquias es que tienen una utilidad prácticamente ilimitada. Son canales. Básicamente absorben energía mágica del reino espiritual y la almacenan de manera estable. Esa energía se puede emplear para propósitos muy diversos. La ha visto en funcionamiento; se usa para navegar a través de la Niebla Sagrada, por ejemplo. También se emplea como llaves de algunas de las criptas más importantes de Helia, y para infinidad de usos más prosaicos. ¡Incluso constituye la fuente de energía de nuestros faros!
Kalista frunció el ceño.
—Perdone, ahora no la sigo. Ha dicho que la magia procede del reino espiritual. ¿Se refiere a los Pabellones de los Ancestros? ¿La región a la que vamos cuando abandonamos este mundo?
—Hay muchas maneras de nombrarlo, pero sí, básicamente todos son uno y el mismo. Nosotros vivimos en el ámbito físico, mientras que el ámbito espiritual (lo que usted llama Pabellones de los Ancestros) es inmaterial; la morada del espíritu y el alma. Una barrera lo separa de nuestro mundo, un velo, pero está en todas partes. Las dos regiones se solapan. Y hay poder en esa otra región, si sabes extraerlo. Es la fuente de casi toda la magia del mundo, si bien a menudo se trata de magia pura y difícil de controlar. Pero no cuando la almacenas en las piedras reliquia.
Kalista asintió.
—Entiendo.
Mientras hablaba, Jenda’kaya pasaba las hojas de un manuscrito profusamente iluminado. Se detuvo al llegar a una página y le dio la vuelta al libro para que Kalista la viera. Le señaló una imagen en concreto que mostraba la representación esquemática de una figura entunicada y plantada en una playa rocosa, sosteniendo ante sí una piedra reliquia. Un rayo de luz salía proyectado del arma para incendiar un barco repleto de atacantes que blandían armas y portaban escudos.
—Cuenta la tradición que los Centinelas originales eran grandes guerreros —prosiguió Jenda’kaya—, capaces de desatar el poder de las piedras con efectos devastadores. Sin embargo, como no hay muchos magos, ni siquiera aquí en las Islas Bendecidas, quería encontrar el modo de que cualquiera pudiera aprender a usar estas reliquias para defender Helia en caso de ser necesario. Tras años de experimentación, por fin lo hemos logrado.
Jenda’kaya cerró el libro y se encaminó a uno de los bastidores. Pasado un momento, Kalista despegó la mirada de la piedra que tenía en las manos para posarla en la artífice, que sostenía un arma distinta a cualquiera que hubiera visto anteriormente. Constaba de una piedra reliquia en el centro, sujeta con bandas de oro que creaban formas geométricas. En un extremo le habían añadido un mango parecido a la empuñadura de una ballesta de mano.
Kalista le cedió la piedra romboidal a cambio del arma y admiró la exquisita manufactura. El metal parecía nuevo, pero la piedra era tan antigua y estaba tan gastada como la otra.
Frunciendo el ceño, volvió el arma del derecho y del revés según la examinaba con atención. Por la forma parecía diseñada para disparar, aunque carecía de brazos, como tendría un arco, y no se veían muescas en las que alojar bodoques o flechas. Tampoco tenía gatillo.
—¿Cómo funciona? —preguntó finalmente.
—Se lo enseñaré —respondió Jenda’kaya, sonriente.
La artífice la condujo a una sala distinta, que era larga y despejada, además de estar prácticamente desierta. Aayilah las siguió.
—Esto va a ser divertido —dijo Jenda’kaya.
Las paredes de esa sala, en particular la más alejada, tenían marcas y zonas renegridas. Había esquirlas de piedra escampadas por el suelo. Numerosos objetivos estaban instalados a distintos intervalos.
—Colóquese aquí —sugirió Jenda’kaya.
La llevó a un punto situado a unos veinte metros de la maltratada coraza que pendía de un soporte de madera. Aayilah, por su parte, se recostó contra una pared y, cruzando los brazos, se dispuso a mirar.
—Sujétela con esta mano, sí, exactamente así, y utilice la otra mano como apoyo, aquí. —Jenda’kaya corrigió la posición de las manos de Kalista—. Ahora alargue este brazo y mire a ras de la piedra, a lo largo, con la vista fija en su objetivo.
La artífice prosiguió con una larga serie de ajustes, corrigiendo su postura o indicándole que relajara los hombros y doblara las piernas ligeramente. Kalista siguió las instrucciones, todavía desconcertada.
—Pero no hay gatillo —objetó.
—No hace falta.
—¿Y cómo funciona?
—Tiene que aplicar su voluntad —dijo Jenda’kaya con una sonrisa maliciosa.
Kalista frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Concéntrese en el objetivo. Luego pídale al arma que dispare.
Sin dejar de apuntar a la coraza de hierro con el arma, Kalista volvió la cabeza hacia la artífice.
—Se está burlando de mí —concluyó.
—¡No! ¡Se lo prometo! Inténtelo.
Kalista volvió la vista hacia la ayudante de Jenda’kaya para comprobar si se trataba de una especie de broma o ardid. La joven la animó con un asentimiento.
—Cuesta un poco cogerle el tranquillo, pero funciona —afirmó.
Sintiéndose una boba, Kalista enfocó la mirada a lo largo del arma en dirección a su blanco.
—¡Dispara! —ordenó. No sucedió nada.
Jenda’kaya se rio con ganas, pero era una risa benévola, no de burla.
—No hace falta que lo diga de viva voz —dijo—. Vuelva a intentarlo.
Kalista entornó los ojos. Expresó mentalmente el deseo de que el arma disparase…, sin resultado.
—Se lo enseñaré —propuso la artífice. Tomó el arma y apuntó al objetivo. Se produjo un súbito estallido de luz, parecido a un rayo, y un haz cálido y blanco salió disparado de la punta de la piedra, dejando figuras geométricas a su paso. Golpeó la coraza con tanta potencia que el hierro y el soporte salieron volando. Se estrellaron doce metros más atrás, como si un caballo de guerra furioso los hubiera pateado. Kalista observaba la escena con los ojos desmesuradamente abiertos de puro estupor, y Jenda’kaya le hizo un guiño.
La general se acercó al humeante objetivo para arrodillarse a su lado. La coraza exhibía un orificio capaz de alojar su pulgar allí donde el rayo había fundido el hierro. El metal todavía estaba caliente al tacto.
—Hace siglos concluyeron que la Niebla Sagrada ofrecía una protección tan efectiva que no tenía sentido seguir recurriendo a los Centinelas originales, así que buscaron otros usos para las piedras reliquia —explicó Jenda’kaya al tiempo que se encaminaba hacia Kalista—. Yo pienso que fue una postura arrogante y corta de miras.
—Una ciudad podría poseer la muralla más alta del mundo conocido —coincidió Kalista— y pese a todo valdría la pena contar con unas cuantas espadas… y personas capaces de empuñarlas en cualquier momento, por lo que pudiera pasar.
—Por lo que pudiera pasar —asintió Jenda’kaya.
Kalista observó la potente arma que sostenía la artífice. La piedra reliquia del centro resplandecía, de forma más evidente por el extremo que había disparado el rayo, si bien el brillo se apagó pasado un momento.
—Es divertido, ¿verdad? —preguntó Jenda’kaya.
—Deje que vuelva a probar —pidió Kalista.
Ryze siguió a Grael por las calles que llevaban a la Gran Biblioteca sin pronunciar palabra. Cada dos por tres miraba de refilón al guardián, temeroso de la rabia que emanaba. En silencio, descendieron a las criptas.
Mientras enfilaban por las catacumbas, Ryze notaba que una presencia lo perseguía a través de las tinieblas. Caminaba pegado al guardián y a su pálido farol, todo el tiempo escudriñando cada pasaje en sombras y mirando a su espalda cada dos por tres con aprensión.
Llegaron por fin a lo que Ryze supuso que debía de ser la celda de Grael. Se trataba de un espacio espantoso de muros estrechos, techo bajo y un helor en el ambiente que te calaba hasta los huesos. Ryze tuvo la sensación de que era el tipo de celda en la que encerrarías a alguien si quisieras olvidar su misma existencia, un zulo de los horrores. El contraste con los suntuosos aposentos de Tyrus era brutal. «No me extraña que lleve tanto rencor dentro».
De todos modos, Ryze no albergaba ningún deseo de permanecer allí más tiempo del necesario. Tenía la intención de coger lo que le pertenecía y largarse cuanto antes, y, si no volvía a ver a Erlok Grael en su vida, tanto mejor.
Echó un vistazo a la celda fijándose en los detalles: el duro catre y la manta raída, las cadenas, los ganchos y las llaves que colgaban de las paredes, los ordenados montones de libros sobre estantes destartalados, la hilera de faroles junto a la puerta. En un rincón había un sencillo escritorio de madera y tras este, sobre una cornisa, se alineaban libros, fajos de papel, tinteros, cálamos y un soporte para pequeños frascos, todo pulcramente ordenado. Ryze observó con recelo las manchas de un tono marrón rojizo en el suelo y el moho negro que ascendía por las paredes. Todo en esa cámara emanaba un aire de amenaza.
Dio un respingo cuando Grael cerró la puerta y pasó las aldabas.
—¿Qué querías enseñarme? —preguntó Ryze.
Grael agitó un dedo largo y nudoso.
—Una cosa de lo más interesante. Dame tu mano.
—¿Qué?
—¡Que me des tu mano!
Con suma cautela, Ryze obedeció. Grael le aferró la muñeca y tiró de ella para atraer la mano hacia sí. En el mismo movimiento, el guardián extrajo un cuchillo e hizo un tajo a lo largo en la palma abierta antes de que el otro pudiera retirarla.
Ryze gritó de miedo y de dolor al tiempo que apartaba la mano. El corte era profundo y la sangre ya empezaba a salpicar el suelo. Runas moradas resplandecieron bajo su piel, ardientes y peligrosas, pero el guardián se limitó a sonreír.
—Estás mal de la cabeza —le espetó Ryze con rabia.
—Tranquilízate —dijo el guardián, dejando a un lado el cuchillo—. Acércate y deja que te tome la mano herida. Es ahora cuando la cosa se pone interesante.
Grael le dio la espalda a Ryze para extraer algo del organizador en el que guardaba los pequeños frascos. «Podría abalanzarme sobre él en este instante y él no sería capaz de defenderse». Las tentaciones eran grandes…, pero no lo hizo. Con la mano ensangrentada, Ryze se acercó por detrás.
El guardián lo miró brevemente.
—Estabas pensando en matarme ahora mismo, ¿verdad?
El aprendiz no contestó y Grael esbozó una sonrisilla burlona. Sostenía con delicadeza un pequeño cuentagotas de cristal que contenía un líquido claro.
—¿Es el agua? —gruñó Ryze. Un dolor agudo le recorría la mano.
—Sí, señor. Extiende la palma.
Como Ryze vacilaba, Grael suspiró e hizo ademán de dar media vuelta.
—O no lo hagas. A mí me da igual.
—Espera —pidió Ryze, y Grael se giró de nuevo hacia él con una expresión de suficiencia—. Hazlo.
Rize abrió la mano con tiento. Sosteniendo el gotero sobre la palma, el guardián vertió unas cuantas gotas. Ryze hizo una mueca de dolor y cerró los dedos con un movimiento reflejo.
—¿Cuánto tarda? —preguntó entre dientes.
—Compruébalo tú mismo —respondió Grael a la vez que le tendía un paño.
Ryze se lo arrebató y se enjugó la sangre de la mano. Al momento se quedó mirando la palma estupefacto. No quedaba ni rastro del corte.
—¿Por qué mantener esto en secreto? —musitó al tiempo que abría y cerraba la mano.
—Por ansia de poder —respondió Grael con amargura—. Y de control. Los maestros solo se preocupan por ellos mismos.
—No creo que solo sea por eso. Tiene que haber algo más. Se podrían erradicar el sufrimiento y la enfermedad, las heridas más graves podrían curarse. —Ryze frunció el entrecejo y bajó la voz—. Esto es lo que está buscando la princesa.
—¿La princesa? ¿De qué princesa hablas?
—Una princesa camavorana se encuentra en la isla como invitada de mi maestro —explicó Ryze—. Está buscando una cura para su reina moribunda.
El guardián parpadeó mientras digería la información y Ryze lamentó de súbito haber hablado de Kalista.
—Curar enfermedades no es ni por asomo lo más interesante que puede hacer el agua —dijo Grael pasado un momento.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando me contaste que habías atisbado una sombra negra me puse a pensar.
Ryze tragó saliva con dificultad. No le gustaba nada el rumbo que estaba tomando la conversación.
—No creo que eso sea algo con lo que debas andar jugando.
Grael desdeñó el comentario con un bufido y abrió otro cajón. Extrajo una rata muerta y, sosteniéndola por la cola, la plantó sobre el escritorio con un golpe semejante a un chapoteo.
—Al principio te juzgué mal, pero tú y yo somos muy parecidos. A los dos nos han engañado. A ninguno de los dos se le ha reconocido lo que vale en realidad.
Ryze no podía despegar los ojos del animal muerto. Sus garras se curvaban hacia arriba y la minúscula lengua rosada le asomaba a un lado de la boca.
—Yo puedo ayudarte. Te puedo dar todo lo que ese maestro tuyo, insufrible y petulante, te ha negado. Podemos ayudarnos mutuamente —dijo Grael—. Ahora, observa con atención.
Dejó caer unas gotas de agua sobre la rata muerta. Ryze se aproximó, presa de una curiosidad morbosa. Al principio todo continuó como estaba, pero al poco percibió un levísimo movimiento. Sin embargo, no procedía de la propia rata. O, más bien, no procedía de su cuerpo. Una sombra se estremeció en torno al cadáver del animalejo, seguida de un parpadeo de luz verde azulada. Ryze agrandó los ojos, horrorizado.
Grael lo miró de reojo.
—Curioso, ¿no es cierto?
«Curioso» no era la palabra que habría usado Ryze. Un doble tenebroso de la rata, inconsistente como el humo y bordeado de fuego sobrenatural, se desprendió de la carne muerta. El espíritu levantó la cabeza como para proferir un grito silencioso y se retorció en aparente agonía.
Ryze retrocedió de un salto. La rata fantasmal chilló una última vez en silencio, agitando la cabeza con movimientos espasmódicos, antes de retornar al cadáver y desaparecer.
—Por lo que parece, se disipa con rapidez —dijo Grael—. Pero también es verdad que solamente he usado unas gotas.
Ryze retrocedió hacia la puerta haciendo movimientos de negación con la cabeza.
—No quiero formar parte de esto —declaró con voz ronca.
Grael sonrió de oreja a oreja. Era la sonrisa de un depredador.
—Es demasiado tarde para eso, mi joven aprendiz.
—Hice lo que me dijiste —protestó Ryze.
—Las criptas son vastas y yo tengo acceso a todas ellas. Sigue ayudándome y obtendrás lo que deseas.
—Solo quiero lo que me prometiste.
—No seas necio. Tú mismo has dicho que la existencia de las Aguas de la Vida no debería ser un secreto. ¡La enfermedad y el sufrimiento se podrían erradicar! ¡Se podría vencer la misma muerte! ¡Juntos podemos hacer público el engaño de los maestros y exigirles responsabilidades!
Ryze miró al guardián fijamente. Aun en pleno arrebato, los ojos de Grael parecían fríos y muertos. «Está mintiendo». El guardián no deseaba mejorar la vida de nadie. Solo quería adueñarse de lo que sentía que se le había negado de manera injusta y hacer sufrir a todos aquellos que alguna vez lo habían contrariado. A esa situación conducía toda una vida de amargura, alimentando un odio enconado.
—Teníamos un trato —dijo Ryze—. Dame lo que me prometiste. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo no voy a participar.
Grael lo fulminó con la mirada antes de cruzar la celda con rabia. Empujó la librería a un lado con un movimiento violento y montones de libros cayeron al suelo. A continuación, retiró una sección de la pared que ocultaba un compartimento secreto. Extrajo un grueso libro encuadernado en piel y se lo lanzó a Ryze.
—Yo no soy como los demás —dijo el guardián—. Yo no falto a mi palabra.
Sin perder de vista a Grael y aferrando el ejemplar bajo el brazo, Ryze retiró las aldabas de la puerta, una a una.
Grael se humedeció los labios.
—Cometes un error.
—El único error que he cometido es acceder alguna vez a participar en esto.
Ryze desplazó el último pasador y abrió la puerta de par en par.
—Puedo destruirte —susurró el guardián con rabia.
—Podemos destruirnos mutuamente —replicó Ryze a la vez que echaba mano de unos de los faroles que descansaban junto a la entrada—. Así que los dos guardaremos silencio.
Salió al oscuro pasaje. Estaba convencido de que recordaría el camino de regreso a la superficie. Volviendo la vista atrás, vio a Grael mirándolo con odio.
—Y, por cierto, no nos parecemos en nada tú y yo —dijo Ryze a modo de despedida—. Hicieron muy bien en mandarte aquí abajo para que te pudrieras. Este es el sitio al que perteneces.