CAPÍTULO 20
Respirando con dificultad, Ryze cruzó a la carrera el patio bañado de luna. Daba gracias de haber dejado atrás la empalagosa oscuridad de las catacumbas, aunque estaba seguro de que lo había seguido una presencia. La percibía a su zaga, cada vez más pegada a su espalda, pero nunca estaba ahí cuando miraba. No obstante, notaba que se aproximaba y el pánico se estaba apoderando de él.
Se detuvo en la esquina del imponente edificio dedicado a las Facultades de Ciencias Geotaumatúrgicas y echó un vistazo al camino que acababa de recorrer. El patio contaba con una primorosa zona verde, cruzada por cinco senderos empedrados en intersección. Diversos pasos abovedados que conducían a los edificios de las distintas facultades circundaban la zona abierta y la oscuridad acechaba en todos ellos. Los ojos de Ryze se desplazaron entre las tinieblas, escudriñando. No vio nada extraño y se obligó a apaciguar el ritmo de la respiración. Debían de ser imaginaciones. El espíritu que pululaba por el Pozo de la Eternidad, fuera cual fuese, se había quedado allí.
Se dispuso a marcharse, pero se detuvo en seco.
La sombra errante se erguía ante él para cortarle el paso. Era la misma de la otra vez, embozada en una túnica y translúcida, de rasgos ausentes. Levantó una mano dibujada por una luz fantasmal de color verde azulado que lo señaló acusadora. A continuación, avanzó un paso hacia él.
Ryze trastabilló hacia atrás y salió corriendo.
Kalista y Jenda’kaya recorrían los pasillos en sombras codo con codo. La princesa no se había dado cuenta de que era tan tarde y le aseguró a Jenda’kaya que no necesitaba compañía para regresar a sus aposentos, pero la otra había insistido.
—Trabajo hasta muy tarde —le dijo—. Un buen paseo antes de regresar a mi taller me vendrá bien.
Enfilaron por los callados corredores y salieron al aire libre por fin. Kalista saludó con un gesto a la guardia que vigilaba la entrada y recogió la lanza que esta le tendía. Reinaba el silencio en la ciudad, privada de los estridentes gritos y carcajadas que resonaban por los tejados de Alovédra a cualquier hora de la noche.
—Si el consejo sigue alargando su espera, mañana podría enseñarle otras armas reliquia en las que he estado trabajando —propuso Jenda’kaya mientras transitaban por las calles en sombras.
—Me gustaría —dijo Kalista—. Todavía me cuesta creer que sea usted la única que fabrica estas armas. Lo lógico sería que despertaran el interés de los maestros.
—Piensa así porque es usted camavorana y un soldado —fue la respuesta de Kenda’kaya—. Los maestros consideran fútiles mis estudios. No entienden para qué necesitamos armas teniendo la Niebla Sagrada.
—Es una barrera sumamente eficaz —reconoció la otra—. Pero ¿qué pasaría si alguien la atravesara?
—Eso es lo que yo digo, con las mismas palabras exactas. Pero no ha sucedido en todos los siglos transcurridos desde que se construyó la barrera de niebla, así que no contemplan la posibilidad.
—Qué necedad.
—Estoy de acuerdo. Pero las fuerzas militares que harían falta para proteger estas islas se consideran prohibitivas. Ah, la Hermandad cuenta con los fondos necesarios, pero nadie aprobaría que se destinaran a eso. Harían falta barcos, murallas, fortalezas y una gran cantidad de soldados. No sucederá. Sin embargo, mis armas reliquia podrían ser la solución. Un sistema para proteger las islas sin tener que financiar todo un ejército. Los Centinelas protegían el archipiélago en otro tiempo. Podríamos volver a hacerlo. Incluso he diseñado proyectos para crear armas a gran escala que se podrían instalar en torres que asomaran sobre la ciudad o en barcos o… —Suspiró—. Pero todo eso requeriría más recursos de los que tengo a mi disposición. Y los maestros jamás lo permitirían. No creen que sea necesario y…
Dejó la frase en suspenso cuando una figura dobló la esquina a toda velocidad.
Kalista esgrimió su lanza antes de reconocer al que se precipitaba hacia ellas.
—¿Ryze? —preguntó al tiempo que bajaba el arma. Toda la bravuconería y arrogancia del chico habían desaparecido. Estaba aterrorizado.
—¡Corran! —chilló mientras se acercaba a la carrera—. ¡Que viene!
—¿Quién viene? —quiso saber Kalista.
Ryze miró por encima del hombro sin detenerse.
—¡Eso!
Una sombra giró la esquina detrás de Ryze y Kalista enarboló su lanza de nuevo.
—¡Benditos sean los Ancestros! —jadeó al caer en la cuenta de que podía ver a través de la figura. Sus contornos eran los de un hombre embozado en una túnica, pero carecía de rostro y caminaba a trancos veloces con determinación implacable. El fuego fantasma que lo iluminaba desde dentro titilaba con cada movimiento.
Sin dudarlo un momento, Kalista le arrojó su lanza. El arma alcanzó al ser fantasmal justo donde debería estar la garganta, pero atravesó la aparición con un chasquido de luz etérea y repicó contra la pared. El aparecido siguió caminando, directo hacia Kalista, que lo observaba presa de un estupor paralizante.
—¡Vamos! —la urgió Ryze, tirando de ella—. ¡Muévase!
Un estallido de luz ardiente golpeó al revivido en el pecho y se extendió por su tenebrosa forma. El ser se tambaleó hacia atrás, agitando los brazos y las piernas. Una parte de su cuerpo se desprendió para después disiparse como humo. Cuando la intensa luz blanca lo alcanzó, el rostro ausente del espíritu se transformó en el de un anciano retorcido de dolor y de sorpresa. Persistió tan solo un instante antes de esfumarse.
Pese a todo, el revivido no había sido destruido. Empezó a moverse más rápidamente, con una decisión renovada, a pesar del orificio inmenso y desgarrado que llevaba en el pecho. La artífice Jenda’kaya disparó un nuevo rayo de luz con su arma reliquia, esta vez a la cabeza.
Durante una milésima de segundo, Kalista volvió a ver ese rostro envejecido. Exhibía una expresión que pudiera ser de alivio. Al momento la sombría aparición estalló y la figura al completo mudó en un vapor que se perdió en la nada.
Kalista miró a Jenda’kaya. La artífice tenía la mirada fija en la reluciente arma reliquia que sostenían sus manos, tan sorprendida como todos los demás.
—Uf —dijo.
Los primeros rayos del alba desterraban a la oscuridad cuando Kalista, sentada con Ryze y Jenda’kaya a la mesa de su sala privada, trataba de comprender lo que habían presenciado.
—Entonces, ¿de verdad no tienes la menor idea de su procedencia? ¿Ni te puedes imaginar por qué te estaba siguiendo? —preguntó Kalista.
Ryze suspiró y se frotó los ojos.
—No lo sé, mi señora —dijo. Se mostraba mucho más respetuoso ahora, advirtió ella. El aprendiz se puso en pie aferrando entre los brazos un grueso libro encuadernado en piel—. Solo doy gracias de haberme topado con ustedes. Esa arma ha sido nuestra salvación.
Todos miraron el arma reliquia, que descansaba ante ellos sobre la mesa. El fulgor de la piedra se había disipado hacía rato.
—Voy a dormir un poco antes de que Tyrus me despierte para dar comienzo a las lecciones matutinas.
Esbozando un respetuoso saludo con la cabeza, salió y cerró la puerta.
Kalista se frotó los fatigados ojos. A ella tampoco le vendría nada mal dormir un poco.
—Sabe más de lo que cuenta —observó.
—Oh, por supuesto —convino la artífice—. ¿Y qué libro es ese? Ha respondido con evasivas cuando le hemos preguntado al respecto y lo aferraba como un niño pequeño se agarraría a su muñeco.
—¿Y nunca ha escuchado relatos de que hubiera sucedido algo parecido?
—¿Espíritus de los muertos pululando por las calles de Helia? Antes de anoche me habría reído en la cara de quien lo hubiera sugerido. No, es la primera vez, que yo sepa. Ahora bien, ¿quién sabe si volverá a pasar?
Antes de que pudieran meditar la respuesta, alguien golpeó la puerta de Kalista con los nudillos. Al otro lado había una pareja de custodios, que le tendieron una nota sin pronunciar palabra. Ella la leyó con avidez.
—¡Por fin! —exclamó.
—¿Son buenas noticias? —preguntó Jenda’kaya.
—Eso aún está por ver, pero el consejo está listo para comunicarme su decisión.
—Llega la hora de la verdad —dijo Jenda’kaya—. Buena suerte.
Kalista parpadeó cuando la decisión del consejo penetró en su conciencia.
—¿Se niegan a salvar a una mujer moribunda? —preguntó con voz queda y furiosa.
Los diecisiete maestros la observaban desde las sombras de la inmensa cámara de audiencia, situada en el interior de la Torre Centelleante, impávidos e inconmovibles. Uno de ellos tomó la palabra:
—Las conocidas como Aguas de la Vida no existen. Sentimos mucho que alguien la haya inducido a pensar otra cosa.
—¿Y han necesitado todo este tiempo para decírmelo?
Otro de los impertérritos maestros respondió:
—Necesitábamos tiempo para considerar si podíamos prestar algún tipo de ayuda a la reina de Camavor. Nuestra conclusión es que no podemos. De haber traído usted a la reina, quizá hubiéramos sido capaces de hacer algo por ella, pero nunca lo sabremos.
La expresión de Kalista se endureció.
—¿Cómo querían que la trajera? —preguntó con los dientes apretados de pura rabia—. Se han aislado del mundo y están encantados de vivir dentro de su burbuja de privilegios.
—Bueno, usted encontró el modo de llegar —señaló un tercer maestro.
Kalista posó la mirada en el que había hablado y obtuvo un triste placer al verlo apartar los ojos al vuelo. A continuación, volvió su furibundo semblante hacia los maestros reunidos.
—Deberían sentirse avergonzados —declaró, lo que provocó un torrente de susurros y voces elevadas.
El revuelo se acalló tan pronto como el patriarca Bartek levantó la mano. Cuando habló, lo hizo en un tono concluyente.
—Los custodios la acompañarán a sus aposentos y le prestarán cualquier ayuda que necesite para organizar su partida. A continuación, será escoltada al embarcadero, donde la está esperando un barco para conducirla al otro lado de la Niebla Sagrada. Ya hemos contactado con su embarcación y aguardan su llegada inminente. Su tiempo en Helia ha concluido. No volverá. Sepa que la acompañan nuestros pensamientos y mejores deseos para la pronta recuperación de su reina.
Kalista lanzó una última y despectiva mirada al consejo antes de dar media vuelta y salir de la cámara como un vendaval.
Kalista avanzaba hacia el barco con la cabeza alta y el largo penacho de su yelmo fluyendo tras ella. Cuatro custodios, protegidos con armadura de pies a cabeza, la escoltaban, dos delante y dos detrás.
No había tardado demasiado en recoger sus pertenencias. Ya había guardado sus cosas, que estaban listas junto con su lanza y su espada corta.
Según se acercaba a los curiosos embarcaderos de diseño circular, oyó un grito a su espalda.
—¡Kalista!
Volviendo la vista atrás, vio a Jenda’kaya corriendo por la calle hacia ella, agitando los brazos.
Kalista se detuvo, obligando a sus acompañantes armados a hacer lo propio. Sonrió cuando la artífice pasó como una flecha entre los custodios y le echó los brazos al cuello. Ella, que no estaba habituada a tanta efusividad, aceptó el abrazo con rigidez y le propinó unas palmadas torpes en la espalda.
—Se lo dije —declaró Jenda’kaya cuando por fin la soltó—. Cerdos pomposos. Siento mucho que todo haya terminado así.
Uno de los custodios dijo algo que Kalista no entendió y Jenda’kaya se encaró con él.
—¡Déjala en paz! —le espetó—. Tardará lo que haga falta.
Kalista sonrió.
—Aunque hace poco que la conozco, ya tengo el privilegio de considerarla mi amiga. Ojalá pudiéramos pasar más tiempo juntas.
—Me da igual cuál haya sido el fallo del consejo; presiento que volveremos a vernos.
—Si alguna vez se cansa de las islas, venga a Alovédra. Su talento será apreciado en Camavor.
—Puede que lo haga —respondió Jenda’kaya con una sonrisa pícara.
—Me despido de usted, amiga mía.
Los custodios acompañaron a Kalista al mismo barco que la había traído a Helia, el Sabio Áureo, y le pareció de lo más pertinente que Tyrus en persona la estuviera esperando en el embarcadero.
El adepto, por su parte, parecía cansado y decepcionado.
—Cuánto lo lamento, lady Kalista —se disculpó. Con sorpresa, lo vio apoyar una rodilla en el suelo y agachar la cabeza—. Sinceramente pensaba que traerla aquí era el proceder más correcto y que recibiría la ayuda que necesitaba. De no ser así, jamás me habría ofrecido a hacerlo.
Kalista obligó a Tyrus a incorporarse.
—No tiene que disculparse por nada. No le culpo de la decisión del consejo. Me trajo de buena fe y se lo agradezco.
—Es usted muy gentil —respondió Tyrus.
—Los maestros de Helia forman una camarilla reservada y recelosa. No pueden permanecer aislados del resto del mundo por siempre.
—Ojalá le hubieran prestado más ayuda, pero tienen buenas razones para recelar de los forasteros —alegó Tyrus—. Pese a todo, lamento profundamente que todo esto haya quedado en nada.
—Es usted un buen hombre, Tyrus —dijo Kalista—. Es posible que volvamos a encontrarnos algún día.
El hombre sonrió.
—Eso me complacería.
—¿Su aprendiz no nos acompaña? —preguntó ella, oteando el embarcadero.
—Llega tarde, como de costumbre. Pero vendrá. —Tyrus carraspeó para aclararse la garganta—. Sin embargo, antes de zarpar, hay alguien que desea hablar con usted en privado. Está esperando en la cubierta baja.
Kalista frunció el ceño.
—¿Quién es?
Tyrus hizo una mueca.
—Un compañero de estudios de hace mucho mucho tiempo. Un guardián de los Umbrales. Y un tipo extraño que me inspira cierta compasión. Ha suplicado que le permitiera hablar con usted y, en honor a la verdad, me he sentido en la obligación de satisfacerlo. Pero me aseguraré de que no la retenga demasiado rato.
—¿Por qué quiere hablar conmigo?
—Parece sentir algún tipo de interés académico en Camavor. —Tyrus adoptó una expresión compungida—. Consideraría un favor personal que le siguiera la corriente. Descargaría mi conciencia.
—¿En la cubierta baja?
—Sí. Está esperando.
Todavía un tanto desconcertada, Kalista emprendió el camino. Sus ojos tardaron un instante en acostumbrarse a la penumbra. Cuando lo hicieron, atisbó una figura alta y enjuta enfundada en una túnica gris que la aguardaba. Llevaba cadenas colgando de la cintura, otras entrecruzadas sobre el pecho y un colosal despliegue de llaves prendidas de diversas anillas de hierro. El hombre le sonrió, pero no con simpatía.
—¿Quién es? —preguntó ella, acercándose con tiento.
—Soy Erlok Grael, prefecto guardián de los Umbrales.
—Un segador —dijo ella—. Así les llaman, ¿no?
—Algunos nos llaman así, sí. —Se le crispó la sonrisa—. Me he enterado del trato injusto que le han dispensado los maestros. Son unos necios. Y le han mentido.
Del interior de la túnica, el guardián extrajo un pequeño frasco lleno de un líquido transparente.
—Las Aguas de la Vida son reales —dijo a la vez que se lo tendía a Kalista—. Estoy seguro de que los médicos y magos de Camavor podrán verificar lo que le digo.
Mirando el agua con expresión sobrecogida, Kalista tomó el frasco.
—No he podido traerle más —dijo Grael—. Por desgracia, es improbable que esa cantidad baste para salvar a su querida reina. Pero me haría muy feliz que su rey supiera que tiene un amigo y aliado aquí en Helia. Un amigo y aliado que le ayudará a conseguir toda el agua que necesite.
Kalista miró fijamente al guardián. La expresión del hombre resultaba inquietante.
—¿Y cómo lo haría?
Grael extrajo algo más de su túnica: una pequeña piedra esférica con líneas entrecruzadas. Era una piedra guía, igual a la que Tyrus había usado para despejar la niebla.
—A juzgar por su expresión, deduzco que ya sabe lo que es —dijo Grael.
—Lo sé —respondió Kalista, recelosa—. Y, por lo que he aprendido en Helia, esto no es algo que se encontraría normalmente en posesión de un guardián.
—Los guardianes somos los verdaderos custodios de las islas. Poseemos las llaves que abren todos sus secretos.
—¿Y por qué iba a querer darme esto?
—Porque quiero ayudar.
Kalista no le creía.
—¿Qué obtiene usted?
La sonrisa de Grael se ensanchó.
—El consejo no me inspira ningún aprecio —dijo—, pero estaría dispuesto a aceptar el auspicio del rey de Camavor.
—¿Y cómo podría hacerse?
—Traigan a su reina moribunda. Utilicen la piedra para orientarse a través de la niebla. El consejo no se atreverá a expulsar a su rey, no cuando aparezca en su puerta. Y, una vez que la reina esté curada, me marcharé con él. Sí, un puesto y un título en la corte de Camavor. Esa es la recompensa que pido.
Kalista alargó la mano para coger la piedra, pero Grael no se lo permitió. Ella lo miró con ojos centelleantes. Con una sonrisa de suficiencia, el guardián se la lanzó, como si el objeto no representara nada para él.
—No le hable de esto a Tyrus ni a su aprendiz —le aconsejó el guardián cuando pasaba junto a Kalista para emprender la partida—. Será nuestro pequeño secreto. Estoy deseando volver a verla.
Entre el tintineo de sus cadenas, Grael subió las escaleras de camino a la cubierta.
Instantes después ella escuchaba los gritos de los marineros que se disponían a zarpar, y el barco se hizo a la mar.
Kalista miró el frasco de agua y la piedra guía que tenía en las manos. Eso era lo que llevaba buscando tanto tiempo y ahora que lo había conseguido la incertidumbre le anudaba las entrañas. Optar por esa solución implicaba traicionar a Tyrus, un hombre que la había llevado en bandeja de plata. Conspirar a su espalda era una actitud infinitamente deshonrosa y la mera idea de considerar la posibilidad siquiera la incomodaba. Por otra parte, la vida de la reina estaba en juego. «¿Cómo podría no sacar partido de la que podría ser la única posibilidad de Isolde?».
Fue entonces cuando Tyrus bajó a buscarla. Kalista se guardó a toda prisa el frasco y la piedra guía en el bolsillo para que el hombre no los viera.
—¿Va todo bien, mi señora?
—Todo va de maravilla —le aseguró ella.
Desde la cubierta del Halcondaga, Kalista observaba cómo Tyrus y el Sabio Áureo se adentraban en la niebla. Era igual que ver caer un velo. El barco estaba allí y, al momento siguiente, se había esfumado.
—¿Has conseguido lo que fuiste a buscar, princesa? —le preguntó la capitana Vennix.
Kalista no respondió de inmediato. Siguió contemplando la impenetrable niebla mucho después de que la embarcación hubiera desaparecido. Pensó en el insidioso guardián y en los objetos que le había entregado.
—Es posible —respondió por fin.
—Así pues, ¿adónde vamos ahora?
—A casa —dijo Kalista—. Es hora de regresar a Camavor.