DEL DIARIO DE LA REINA ISOLDE

Apenas tengo unos instantes. Únicamente puedo escribir cuando Viego abandona la cabecera de mi cama.

Las Esencias de la Muerte están cerca. Percibo su presencia, agazapadas en los márgenes, aguardando el momento de darme caza. Noto movimientos donde no debería haberlos. Es posible que sean meros delirios causados por la fiebre, pero me atrevería a jurar que he oído los pasos callados del Lobo cuando recupero por momentos la consciencia, merodeando en torno a mi lecho con impaciencia. Y en una ocasión, estoy segura, atisbé una figura pálida y luminosa agazapada en el alféizar de mi ventana. Era la Oveja, con sus ovinas facciones disimuladas tras la máscara lobuna.

Y, sin embargo, aunque deseo vivir —¡oh, cuánto deseo seguir viviendo!—, la muerte no me inspira temor. ¿Por qué iba a temerla? ¿Acaso no nos han contado que en el Más Allá no existen el dolor ni el miedo? Allí me reuniré con las poderosas mujeres de mi familia, de las que tanto me hablaron pero que no llegué a conocer en vida. Las tías y las tías abuelas que gobernaron nuestra familia como protectoras matriarcas, famosas por su ferocidad. Me consuela saber que, cuando llegue mi hora, me reuniré con ellas en la luz.

De manera que no, no temo lo que me aguarda…, pero sí albergo temor por aquellos que dejo atrás.

¡Cuán frágiles son las esperanzas y los sueños de los mortales! ¡Cuán delicado el equilibrio que sostiene las sendas del futuro, tan fácilmente alterables por el azar y la mala fortuna. Y qué soberbia la nuestra al pensar que podemos moldearlas a nuestro antojo. ¡Cuánta arrogancia!

Haber pensado que yo, una muchacha de campo —una humilde costurera—, podía aspirar a cambiar un reino… Oh, cómo se habrán reído los Hados, pues pensé de corazón que mi unión con Viego marcaría el comienzo de una nueva era para Camavor, el final de tantas matanzas y conquistas impulsadas por la codicia sobre las que el reino se ha erigido. ¡Y nos faltó tan poco! Pero ¿pienso acaso que él seguirá recorriendo esa noble vía cuando yo no esté? No, me temo que no. Es demasiado proclive a dejarse influir por las maquinaciones de las personas que tiene cerca, demasiado propenso a ceder a sus vanos caprichos e impulsos cuando carece de mi consejo. ¡Ay, ya asoma otra vez mi orgullo! Sin embargo, en honor a la verdad, cambiar el rumbo de Camavor fue siempre mi sueño, no el suyo.

Hay dulzura en su corazón, es cierto —esa fue la parte de él que conquistó mi alma—, pero asoma cada vez menos a medida que pasan los días. Una tóxica mezcla de crueldad, indiferencia y los privilegios de sus orígenes lleva envenenándolo demasiado tiempo. En ocasiones pareciera que se libra una batalla en su interior: a un lado está el muchacho arrogante y prepotente, incapaz de aceptar la existencia de nada en el mundo que él no pueda poseer y controlar; al otro, un joven inseguro y temeroso que busca con desesperación el amor, el respeto y la aprobación de aquellos que nunca se lo van a otorgar. Pensaba que nuestro amor lo ayudaría a dejar atrás esa oscuridad, pero parece ser que los Hados tenían otros planes.

Aun antes de que la funesta hoja hendiera mi carne, su actitud hacia mí había empezado a cambiar. Con frecuencia creciente, me sentía menos una compañera y más un trofeo. Por momentos parecía representar algo de naturaleza casi divina para él, un ideal cuya altura no podría alcanzar ninguna realidad. Me consentía, me colmaba de obsequios y palabras de amor, juraba que no podía vivir sin mí —como hace todavía, aun sabiendo que mi final está cerca— y ensalzaba mi perfección, pero se le velaban los ojos y la sonrisa se le helaba en los labios cuando yo expresaba pensamientos que no concordaban con su visión de la persona que él deseaba que fuera.

Se niega a aceptar que me estoy apagando y he presenciado su cólera cuando no puede obtener lo que desea. Siento un miedo terrible, desesperado por lo que pueda acontecer una vez que yo no esté. Me preocupa que su rabia y su pena empujen a Camavor por una ruta todavía más oscura si cabe, más sangrienta de la que ahora transita el reino.

Resulta difícil no sucumbir a la desesperación. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo evitar que mis temores se confirmen? Mi única esperanza radica en mi querida Kalista. Es tan sabia como fuerte, tan bondadosa como fiera. Viego jamás lo reconocería ante nadie —y menos aún ante ella—, pero ansía demostrarse que está a la altura de Kalista. A menudo me cuenta relatos de su infancia y siempre era Kalista la persona que lo consolaba cuando él se lastimaba o sufría una pesadilla. ¿Con qué otra presencia contaba? Su madre murió en el alumbramiento de Viego y su padre lo desatendió hasta el mismo final. Kalista era la única persona que se preocupaba por él. Ella era la que le ofrecía orientación y consejo cuando los precisaba, así como una rauda reprimenda si hacía gala de mal comportamiento. Es una pena que Kalista pasara buena parte de su juventud en una u otra campaña militar; no puedo sino preguntarme si él habría sido una persona mejor de haber convivido más tiempo con ella, pero ese pensamiento ya no conduce a nada. De algo sí estoy segura: cuando yo me haya marchado, Kalista será la única capaz de guiarlo por el buen camino.

Mi fatiga es tan grande que apenas puedo sostener la pluma para escribir. Los ojos me pesan tanto como el corazón. Noto el aliento cálido del Lobo en el cuello. Cada vez está más cerca. Una parte de mí ansía rendirse, ceder a su acoso, dejar atrás el dolor y el miedo. Pero no lo haré. Debo resistir tanto tiempo como sea capaz. Se lo debo a todos los que padecerán la ira de Viego si sucumbe a la locura que temo que lo aprese cuando yo perezca.

Debo dormir.