CAPÍTULO 21

Alovédra, Camavor

—No hay pendones negros de luto ni doblan las campanas —murmuró la capitana Vennix—. Es buena señal.

Kalista se guardó el diario de Isolde en el bolsillo y asintió. Era una buena señal, en efecto, y, mientras el Halcondaga atracaba en los muelles de Alovédra, la esperanza de Kalista se avivó, si bien su ansiedad no desapareció del todo. La reina se encontraba al borde de reunirse con los Ancestros cuando ella se había marchado. Todo indicaba que tan solo un milagro habría posibilitado que siguiera con vida y, sin embargo, de haber fallecido, verían pendones negros que seguirían ondeando al viento durante un año y un día tras su deceso.

Kalista había emprendido la partida en pleno verano. Aunque los días eran considerablemente más cortos a su regreso, pocas cosas parecían haber cambiado en Alovédra, vista desde el mar, en el tiempo que había durado su viaje.

Su impresión se transformó de manera radical tan pronto como pisó tierra.

Siempre se habían visto mendigos, borrachos e indigentes por las calles, pero jamás en cantidades tan ingentes como en ese momento. Había campamentos enteros en las inmediaciones del embarcadero, creados con mantas raídas, velas pútridas y fragmentos de madera que colgaban y se apoyaban contra los edificios a modo de pobre protección contra los elementos. Niños mugrientos correteaban de un lado a otro pidiendo a todo aquel que pasaba una moneda o comida, y hombres y mujeres de ojos muertos contemplaban el infinito desde sus miserables chozas. Pasaba junto a tiendas cerradas, con las puertas y las ventanas selladas. Las sórdidas tabernas de los muelles y los burdeles parecían ser los únicos locales en funcionamiento. Había borrachos, todavía inconscientes de la noche anterior, desparramados por la calzada y Kalista tuvo que saltar sus cuerpos de camino al palacio.

La presencia militar en la ciudad era intensa. La calle que debía tomar para dejar atrás los muelles estaba bloqueada con una barricada de carros y barriles que creaban un puesto de control improvisado. Sus propios soldados de la Hueste estaban a cargo del control, si bien parecían actuar a las órdenes de la guardia de la ciudad. Daban el alto a todo aquel que intentaba cruzar y una gran masa de gente aguardaba impaciente delante de la barricada, junto a largas filas de carros cargados de mercancías.

Un coro de gritos se alzó cuando ciudadanos desesperados asaltaron un carro sobrecargado y lanzaron vasijas tapadas y sacos de grano a los que esperaban debajo. Un cajón se estrelló contra la calzada y salieron desperdigados saquitos de higos secos, judías y otras exquisiteces. La gente se abalanzó sobre ellos como langostas para coger lo que pudieran antes de dar media vuelta y, perseguidos por los guardias, emprender la huida por los callejones y las calles adyacentes. La desbandada rodeó a Kalista como una riada alrededor de una piedra; viendo su armadura y su lanza, optaban por no acercarse a ella.

Kalista avistó a un guardia —no perteneciente a la Hueste, gracias a los Ancestros— golpeando a un hombre escuálido hasta tirarlo al suelo.

—¡Basta! —ordenó, al tiempo que agarraba al guardia por el cogote. El otro aprovechó para alejarse gateando antes de salir corriendo.

El guardia se giró a mirarla enfurecido.

—¿Cómo te atreves…? —Sin embargo, palideció al reconocerla. Bajando la mirada a toda prisa, retrocedió haciendo una reverencia—. Os pido disculpas, Alteza.

Al instante le abrieron un camino hasta la barricada y los soldados se pusieron firmes a medida que se acercaba. Reconoció a una joven sargento.

—Sargento Vivas, ¿qué hace aquí esta barricada?

—Son órdenes del rey, general —respondió ella—. Ha decretado la ley marcial.

Un profundo ceño se dibujó en la frente de Kalista.

—¿Pero la reina sigue viva?

—Eso creo, general. ¿Queréis que os procure una escolta para llegar a palacio? La violencia se ha desatado en las calles. No sería seguro recorrerlas sin protección.

Kalista aceptó la oferta de la sargento y pronto marchaba de camino a palacio con un séquito de veinte soldados de la Hueste. Lo que vio a lo largo del trayecto le causó una honda impresión.

La práctica totalidad de los hogares y negocios estaban clausurados y no pocos habían quedado reducidos a cenizas. Cajones y barriles yacían desparramados por las calles y partidas de ciudadanos armados con garrotes, podones y acero deambulaban entre los desechos, aunque se escabulleron al ver la llegada de los soldados.

—¿Ha sufrido un ataque la ciudad? —preguntó Kalista.

—No, general. Los disturbios proceden de dentro. Empezaron después de que se cerraran los graneros.

Siguieron avanzando en funesto silencio. Kalista se horrorizó al ver que habían erigido un patíbulo en el exterior del palacio, vigilado por un Ancestro Venerado, Cesca, Dama del Duelo.

«¿Pero qué locura es esta?».

Recordaba esa misma zona repleta de entusiastas ciudadanos cuando Viego emergió triunfante del Sagrario del Veredicto enarbolando la Espada del Rey, Santidad. La plaza había mudado en una ruina desierta presidida por el cadalso negro. A juzgar por las manchas que rodeaban el tajo del verdugo, se usaba con frecuencia. Su idea quedó confirmada cuando vio los macabros trofeos expuestos en hilera sobre las verjas del palacio.

Tan pronto como los muros del palacio garantizaron su seguridad, despidió a su séquito y recorrió los terrenos con brío, haciendo caso omiso de las reverencias y genuflexiones que la precedían y de los susurros que se elevaban a su paso. Subió como un vendaval la escalinata que daba acceso al palacio propiamente dicho. No había guardias apostados a las puertas de la sala del trono, de modo que las empujó sin miramientos.

La cámara estaba desierta. El reluciente trono asomaba como un arma sobre el estrado y la expresión de Kalista se agrió todavía más si cabe. Una figura se desplazó entre las sombras que había a su izquierda y ella se giró a toda prisa con la lanza en ristre.

—No está aquí —dijo el consejero del rey, Nunyo. No demostró excesiva preocupación por la lanza de Kalista, que la bajó mientras el hombre renqueaba hacia ella—. No ha abandonado los aposentos reales desde que te fuiste.

Siempre había considerado a Nunyo un anciano, pero cualquiera pensaría que había envejecido una década en el tiempo que Kalista había pasado fuera. Parecía agotado y hundido, y su espalda estaba aún más encorvada de lo normal.

—¿Qué está pasando, Nunyo? La ciudad parece un campo de batalla.

—El rey está… un tanto ausente.

—Pero Isolde sigue viva, ¿verdad?

El consejero suspiró y se pasó la mano por la cara.

—Será mejor que lo veas tú misma.

Le dieron el alto a Kalista mucho antes de que llegara a los aposentos reales. Toda el ala del rey estaba vedada y descubrió sorprendida que no era la guardia de palacio la que le impedía el avance, sino caballeros de la Orden de Hierro.

Eran figuras inmensas, ataviadas con pesadas corazas y tabardos grises blasonados con el emblema del puño de hierro. Sus manos enfundadas en manoplas descansaban indolentes sobre las empuñaduras de las espadas.

—Apartad —gruñó Kalista, alzando la vista hacia el caballero más veterano.

El hombre le devolvió la mirada.

—Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie.

—Soy heredera en la línea de sucesión al Trono de Argento, nieta del León de Camavor y general de la Hueste —rugió Kalista—. Este palacio es mi hogar. Diles a tus hombres que se aparten.

—Solo obedezco órdenes del gran maestro Hecarim.

El puño de Kalista se cerró sobre su lanza, pero Nunyo intervino.

—¿Y piensas que tu gran maestro te felicitará si haces enfadar a su prometida? —dijo, posando una mano en el brazal del caballero—. Déjala pasar. Es lo que te dirían tanto el rey como Hecarim.

Con hosca renuencia, el caballero se apartó. Kalista pasó por su lado sin girarse a mirarlo.

—¿Desde cuándo una Orden de Caballería controla el palacio? ¿No tenemos leyes contra ese tipo de cosas? —le preguntó a Nunyo.

—Las tenemos, y es el desprecio de Viego a las mismas lo que ha desatado el caos. Hay una rebelión abierta en las fronteras y la sangre fluye a mares. Y ya has visto el estado en que se encuentra Alovédra. Reina la barbarie ahí fuera.

—¿Una rebelión?

—La región de Taskaros ha proclamado su secesión del reino y se ha declarado independiente. Polemia está en llamas. Los Caballeros de la Estaca han roto su juramento y han sitiado la Fortaleza de los Draken, reavivando así los feudos de sangre. ¿Quieres que continúe?

—¿Y qué me dices de la Hueste?

—Protegen las murallas de la capital, por si se produce un ataque. Me alegro de que hayas regresado. Tal vez tu presencia nos ayude a restaurar la cordura. Aunque ojalá hubieras tardado menos. O no te hubieras marchado en absoluto.

—He regresado tan pronto como he podido —alegó Kalista—. Es posible que haya encontrado un modo de salvar a la reina.

La noticia no provocó reacción alguna en el consejero, que guardó silencio mientras se encaminaban a los aposentos reales. Las estancias que cruzaban exhibían un desorden inusitado. Las alfombras no eran sino hatajos revueltos y cubiertos de pisotones embarrados, las sillas estaban volcadas y la cera de las velas, derretida sobre mesas y anaqueles, había goteado hasta el suelo. En una cámara, las moscas se deleitaban con los restos de comida que se pudrían en los platos. El hedor de los orinales que nadie había vaciado impregnaba el ambiente hasta extremos tan insoportables que Kalista se tapó la nariz entre arcadas.

—Viego no permite que se le acerque ningún sirviente, por miedo a que se infiltre algún asesino —comentó Nunyo.

—¿Ha despedido a todos los sirvientes de palacio?

—Solo a los más afortunados.

Kalista recordó las cabezas expuestas en la verja.

—Por todos los Ancestros —maldijo—. ¿Acaso ha enloquecido por completo?

—No me corresponde a mí decirlo —respondió Nunyo en tono quedo—. Pero te aconsejo que lo trates con cautela. Últimamente es… impredecible.

—¡Kalista! ¡Has vuelto!

Las puertas de la alcoba real se abrieron de par en par y Viego salió con andares majestuosos. Iba descalzo, vestido tan solo con pantalones negros ajustados y una bata abierta de terciopelo negro, que arrastraba a su zaga como una cola. Su larga cabellera negra era una mata de enredos, tenía la piel pálida por la falta de luz solar y unas ojeras profundas y oscuras se le marcaban bajo los ojos, que irradiaban un brillo intenso. Siempre había sido un hombre delgado, pero se había quedado en los huesos. A pesar de todo, exhibía una sonrisa radiante, triunfal, y corrió hacia Kalista para echarle los brazos al cuello.

Desprendía un calor febril.

—Gracias a los Ancestros que has vuelto —musitó, abrazándola con toda su alma—. Hay tan pocos en los que confíe hoy en día…

Por encima del hombro de Viego, Kalista vio la grandiosa figura de Ledros, apostada junto a la puerta de la alcoba real. Se le encogió el corazón al mirar esos ojos oscuros y expresivos, y sonrió nerviosa. Él se las ingenió para devolverle una sombra de sonrisa acompañada de un gesto de asentimiento.

Kalista se despegó de Viego para dirigirle una mirada preocupada.

—¿Isolde? —preguntó.

—Descansa. Pero aguanta. Es más fuerte de lo que parece y no pierde la esperanza. Ninguno la hemos perdido. —Viego la miró expectante, con las cejas enarcadas—. ¿Y bien? ¿Has encontrado las Islas Bendecidas?

Kalista asintió.

—Sí —respondió con voz queda.

—¡Sabía que lo conseguirías! —exclamó Viego, levantando las manos al cielo—. ¡Sabía que la salvarías! Entra, mi amada tiene que escuchar la maravillosa noticia.

Dio media vuelta y se encaminó de nuevo a las puertas como un cachorro emocionado. No obstante, ni Ledros ni Nunyo buscaron la mirada de Kalista.

«Algo va terriblemente mal ahí dentro».

El hedor fue la primera señal de aviso. La alcoba estaba inundada de incienso, pero ni siquiera eso conseguía disfrazar el tufo dulzón que trataba de ocultar. Era el olor de la muerte.

—¡Entra, se lo diremos juntos!

Viego le pidió por signos que se reuniera con él, y Kalista lo siguió al lecho. Las garras del terror le estrujaban las entrañas.

Unas cortinas de seda enmascaraban a Isolde, pero Kalista vio sus contornos en posición de reposo.

—Amor mío —susurró Viego al tiempo que apartaba la seda a un lado. Kalista todavía no alcanzaba a ver el interior—. ¡Amor mío, despierta! ¡Te traigo una noticia maravillosa!

Viego se inclinó hacia la reina y le besó la frente. Se giró a mirar a Kalista sacudiendo la cabeza con aire de asombro.

—¡Duerme tan profundamente! —Devolvió la vista a su esposa y le acarició la mejilla con ternura—. Tal vez sea mejor que la dejemos descansar. Ya le daremos la buena nueva más tarde.

A través de una rendija de la vaporosa cortina, Kalista advirtió que Isolde vestía una prenda tradicional camavorana. Le pareció extraño: la reina estaba orgullosa de sus orígenes y siempre prefería el estilo fluido de su propia tierra.

Kalista se acercó un poco más, retiró la cortina y por fin pudo contemplar a Isolde.

La reina no podría estar más muerta.