CAPÍTULO 22

Kalista se quedó mirando el cuerpo y soltó un gemido de desesperación.

La piel de la reina estaba hundida y cenicienta; sus labios, azules, poco a poco tornándose negros. Según estimaba, había muerto hacía poco, probablemente en la última semana. Sintió una oleada de culpa y angustia; se sentía como si algo la hubiese atravesado. De haber llegado unos días antes, quizá habría podido salvar a Isolde, pero no había duda de que estaba muerta. No se le movía el pecho al respirar, y en su cuerpo reinaba una quietud impropia hasta del más profundo de los sueños.

De todos modos, Kalista debía asegurarse. Alargó una mano y le puso un dedo en la garganta con suavidad.

—No la despiertes —murmuró Viego.

Su carne estaba fría y no respondió a su tacto. No tenía pulso.

—Ay, tío querido —dijo Kalista en voz baja—. Ya no está con nosotros. Ha encontrado la paz. Está con los Ancestros. Deberíamos trazar el tridente de sangre sobre su cabeza, para facilitarle el paso al Más Allá.

En el rostro de Viego se reflejó una miríada de emociones. Primero se mostró herido, luego, confuso, y la ira no tardó en abrirse paso. Frunció el ceño y apartó la mano que Kalista tenía sobre Isolde de un manotazo.

—Aléjate de ella —gruñó—. ¿Cómo se te ocurre decir algo tan odioso?

Kalista retrocedió, alzando las manos en un gesto tranquilizador.

—Estás sufriendo, tío querido. Pero tienes que aceptarlo.

—Eres igual que los demás. Estás intentando interponerte entre nosotros, ¡quieres arrebatármela! No te lo permitiré.

—Viego —insistió Kalista, que sufría al ver el dolor de su tío y los estragos que la pena le habían causado. Se acercó a él y le tendió la mano.

De súbito, el aire enrarecido de la habitación se cargó de energía y la inmensa Espada del Rey, Santidad, se materializó en las manos del monarca. Kalista se quedó paralizada.

—No me la arrebatarás —juró.

De repente, Nunyo apareció al lado de Kalista y tiró de ella hacia la puerta. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que hubiese entrado en el dormitorio.

—Necesitáis descansar, mi rey y señor —sugirió el consejero—. Ha sido un día agotador.

Viego parpadeó y negó con la cabeza, como si acabase de despertar de un sueño. Miró su espada confundido.

—Sí —accedió al fin mientras la soltaba. La espada desapareció antes de llegar al suelo—. Sí, Nunyo, tienes razón. Estoy cansado, necesito descansar. Ledros, ¿puedes vigilarme mientras duermo?

—Si así lo deseáis, mi rey y señor —respondió este desde las sombras, detrás de Kalista.

—Por favor —dijo Viego—. Me reconfortaría.

Kalista puso una mano sobre el avambrazo de Ledros y lo miró a los ojos, gentiles y tristes.

—Tenemos que hablar. Cuando puedas.

El corpulento hombre asintió y puso una manaza enguantada sobre la suya.

Kalista observó a Viego, que se arrodilló junto a Isolde y descansó la cabeza sobre la cama. Con un suspiro, dejó que Nunyo se la llevara del dormitorio. Las puertas se cerraron.

Volvieron por el caótico desastre en el que se había convertido el ala real.

—¿Cuándo murió? —preguntó en voz baja.

—Es difícil de decir, pues el rey prohibió la entrada a su dormitorio a todo el mundo, incluso a los curanderos. Pero no pudo ser más que unas pocas semanas después de tu partida. No había forma de contactar contigo.

Kalista miró al consejero impactada.

—¿Tanto tiempo lleva muerta? Pero parece…

—El Cáliz de Mikael —le explicó—. Ha ralentizado la descomposición.

—Por todos los Ancestros… Esto es una pesadilla.

—Lo es. —Nunyo suspiró—. Y eso no es lo peor.

Se detuvo; tenía el estómago revuelto.

—¿Qué más ha pasado?

Tras ordenar a los guardias que se marcharan, Nunyo abrió la pesada puerta de hierro que daba al tesoro de palacio y se quedó al lado de Kalista. Ella, que llevaba una antorcha encendida en la mano, dio un paso al frente para entrar. Se trataba de un espacio vasto y cavernoso, aunque los techos eran bajos y abovedados, similares a los del sepulcro de palacio. Hacía años que no ponía un pie en aquella cámara, por lo que tardó unos segundos en darse cuenta de que si le parecía más grande era porque estaba prácticamente vacía. La última vez que había estado allí, cada sala estaba llena hasta los topes de baúles y cofres. Las riquezas de Camavor parecían eternas; se acumulaban tras cientos de años de conquistas, tributos e impuestos.

—¿Se lo ha gastado? —Kalista miró a su alrededor horrorizada—. ¿Todo?

—Oh, es aún peor de lo que parece —respondió Nunyo—. Se ha gastado dinero que no tenemos. Camavor está terriblemente endeudado. Tardaremos décadas en saldar la deuda.

—Pero ¿cómo es posible? —preguntó ella mientras caminaba por la cámara vacía.

—Le ha dado dinero a todo curandero, sacerdote, hechicero o alquimista habido y por haber, desesperado por encontrar una cura milagrosa. Y, una vez que se corrió la voz, empezaron a acudir a borbotones, uno tras otro, todos los días, para hacerse con una parte del pastel.

—Pero no es posible que se haya gastado todo esto así —repuso Kalista señalando a su alrededor.

—También ha enviado ofrendas a docenas de países, suplicándoles cualquier cosa que pudiera salvar a su reina. Tengo la sensación de que cada día sale de aquí algún barco o algún transporte abarrotado de riquezas. Por supuesto, muchos de ellos jamás llegan a su destino: los interceptan saqueadores, los roban los mismos a los que se les ha encomendado vigilarlos o simplemente desaparecen sin dejar rastro, así que él manda más para sustituirlos. Ha cambiado reliquias y artefactos de un valor incalculable que hacía generaciones que pertenecían a vuestra familia por las promesas vacías de farsantes y charlatanes. El legado de vuestra familia se ha esfumado en cuestión de meses.

—¿No pudiste detenerlo?

—Lo he aconsejado como mejor he sabido—respondió Nunyo con la cabeza gacha—, pero temo que insistir más me habría costado la vida.

Kalista se frotó los ojos.

—¿Y los almacenes de grano? ¿Por qué están cerrados? ¡La gente se está muriendo de hambre en las calles!

—Están reservados para la Hueste, la guardia de la ciudad y las Órdenes de Caballería, en caso de que se produzca un asedio a la capital. Ah, y también hay hambruna. No llueve y los campos son infértiles.

—Esto es un desastre.

—Así es, mi señora. El futuro del reino está en la cuerda floja.

—¿Dónde está el señor Hecarim? La Orden de Hierro tiene el control del palacio, pero a él no lo he visto. ¿Está ayudando a mantener la paz en la ciudad?

—Tu futuro marido dejó aquí a una parte de su orden y marchó con el resto al este, junto con los Cuernos de Ébano y algunas órdenes de rango menor.

—¿Al este?

—Ha saqueado Puerto Takan. Lo último que supimos era que se estaba desplazando hacia el interior, hacia la ciudad estado independiente de Alshalaya.

—¿Qué? —exclamó Kalista, incrédula—. ¡Lo necesitamos aquí! ¡No por ahí luchando en guerras sin sentido! ¿En qué está pensando?

—Estoy de acuerdo contigo, por supuesto, pero se marchó por orden del rey. Viego busca un culpable y Puerto Takan era un blanco fácil. Pero mucho me temo que no será el último.

Kalista se sentó pesadamente en un cofre vacío, totalmente abatida. Siempre se había preguntado si aquellos que habían vivido los últimos años de una gran civilización habrían sido capaces de ver las grietas que se formaban antes de su caída. ¿Habrían observado, impotentes y aterrorizados, cómo se desmoronaba a su alrededor? ¿O no se habían percatado de ello, cegados por las nimiedades y el estrés de la vida cotidiana? ¿Habrían vivido algunos de ellos en la negación, intentando convencerse a sí mismos de que todo mejoraría? ¿Habrían intentado otros impedir lo inevitable, incluso si ese esfuerzo era como intentar achicar agua de un barco que ya había naufragado?

¿Era eso Camavor? ¿Estaba el reino viviendo su agonía última?

—Debo dejarte —dijo Nunyo—. Hay peticionarios y demandantes que llegan a palacio cada día y se están acumulando. Viego no se encuentra en el estado adecuado para recibirlos, pero ignorarlos no hace más que exacerbar la violencia. Escucharé las quejas y los casos que pueda antes del atardecer, aunque no hay mucho que yo pueda hacer. Hablaremos después.

Cuando se marchó, Kalista enterró la cabeza entre las manos y lloró.

Dos días después de su llegada, Kalista por fin pudo hablar con Ledros. Casi no había tenido tiempo ni de respirar. Pasaba las horas leyendo informes y comunicados e interrogando a Nunyo, intentando comprender cómo empezar a desentrañar el terrible estado de las cosas. Sus prioridades más inmediatas eran alimentar a la población de los barrios más pobres de la ciudad, que se moría de hambre, y terminar con la violencia en las calles… Pero ninguna de esas cuestiones se iba a solucionar con rapidez.

Era tarde, y estaba sola sobre los muros almenados de palacio, contemplando las vistas al otro lado. Se oían gritos distantes y el repiqueteo de las armas, que reverberaban desde la ciudad velada, y se veía el resplandor de los incendios que llameaban en varios distritos. Alovédra se estaba destruyendo a sí misma y eso le rompía el corazón.

—General —la llamó él desde detrás, y ella sonrió. Había echado de menos su voz, profunda a la vez que gentil. Se movía de forma sorprendentemente silenciosa para un hombre de su tamaño.

Se giró para mirarlo. Tenía la cabeza gacha, pese a pertenecer a la nobleza. Que no la mirara a los ojos fue como si le clavaran un cuchillo en el corazón. Había pensado en él todos y cada uno de los días que había estado fuera, pensando en qué le diría, pero ahora que lo tenía delante se había quedado sin palabras.

—Ledros… —se aventuró por fin—. Me… Me alegro de verte.

—Me complace que hayas vuelto sana y salva, general —gruñó. Lucía una postura incómoda y rígida, como si estuviera en una inspección.

—Mírame, por favor.

Él levantó la vista poco a poco y sus ojos se encontraron con los de ella, pero luego la volvió a apartar. Sin embargo, ese fugaz momento bastó para mostrarle la confusión, el dolor y el estrés que había en su interior.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí —respondió de forma automática, pero no sonaba convencido—. ¿Y tú, general?

—Estoy bien. —Se giró de nuevo para contemplar la ciudad. Se quedaron en silencio un largo rato, hasta que Kalista suspiró y se dio la vuelta—. Qué estupidez.

Ledros frunció el ceño.

—¿General?

—¡Esto! ¡Nosotros! ¡El modo en que nos estamos comportando! ¡Es ridículo!

Él frunció más el ceño y se movió, incómodo. Ella le cogió una de las manazas enguantadas. Él se quedó muy quieto y ella puso la otra mano encima, cogiéndosela con fuerza.

—Eres mi amigo y camarada más querido —dijo—. Tal vez las cosas serían diferentes si yo no perteneciera a la familia real y estuviera comprometida con otro, pero este es el mundo en el que vivimos. Así son las cosas, por mucho que yo desee que sean distintas.

Los rasgos cuadrados de Ledros eran tan ilegibles como una roca. Kalista suspiró de nuevo y le soltó la mano. Abajo, en los jardines y los patios, los caballeros de la Orden de Hierro bromeaban entre ellos. Se le agrió la expresión.

—¿Cuánto hace que la Orden de Hierro controla el palacio?

—Sucedió dos días después de que te fueras.

—¿Por orden de Viego?

Él hizo una pausa y asintió.

—Hay algo que no me estás contando —dijo Kalista—. Vamos. Siempre se te ha dado fatal esconderme cosas.

Ledros encorvó los hombros.

—Fue por orden de Viego, pero creo que el gran maestro se aprovechó de su confusión para conseguir que firmara el mandato.

Kalista oteó el horizonte.

—Y ahora el señor Hecarim está saqueando las ciudades de nuestros aliados —contestó ella con un tinte de amargura en la voz—. ¿Manipuló también a Viego para que diera esa orden?

Ledros no contestó… Pero aquello era una respuesta clara en sí misma.

—Maravilloso —masculló Kalista.

—Hay algo más —añadió Ledros, un poco a regañadientes—. Algo que creo que debes saber.

—¿De qué se trata?

—He oído rumores… sobre cómo el señor Hecarim se convirtió en el gran maestro de la Orden de Hierro.

Kalista frunció el ceño.

—¿Y qué sugieren esos rumores?

—Que podría haber salvado a su antecesor. Que podría haber intervenido para protegerlo… Pero eligió no hacerlo.

Ella parpadeó.

—¿Hecarim lo dejó morir?

—Es lo que he oído —gruñó Ledros apartando la vista hacia el agua.

—¿Dónde lo has oído? ¿Hay pruebas?

Ledros siguió mirando las almenas con la mandíbula tensa.

—No es difícil de creer. Ese hombre haría cualquier cosa por obtener el poder que tanto codicia. Es despiadado e inmoral. —Se giró hacia ella y le aguantó la mirada por primera vez desde que la conversación había empezado—. No puedes casarte con él, Kal.

—¿Ahora me vas a decir lo que puedo hacer y lo que no?

—No lo decía con ese ánimo.

—Hecarim es ambicioso y testarudo, pero ¿un asesino? —repuso Kalista, dudosa.

—¡Eres demasiado confiada! —estalló Ledros, sorprendiéndola. Nunca antes le había hablado así—. Ves lo mejor en la gente, pero ¡a veces estás tan ciega que no ves lo peor! Hay personas malvadas en el mundo y él es una de ellas.

El pecho de Ledros subía y bajaba, tenía las manazas cerradas en puños y el rostro rojo y encendido. Pareció percatarse de lo inapropiado de su estallido y bajó la vista.

—Si quieres que cancele esta boda, ¿es por mí? —repuso Kalista con voz gélida—. ¿O por ti?

Ledros la miró y ella vio la ira y el dolor en sus ojos.

—No confíes en él —insistió.

—Los celos no son una cualidad atractiva, comandante —replicó Kalista.

Y, sin decir otra palabra, se dio la vuelta y se marchó.

Kalista se despertó de repente. Sus instintos de guerrera se habían disparado; sabía que había alguien más en su alcoba.

Bajó de la cama en un instante con su daga en la mano. Buscó la amenaza con el corazón desbocado y su mirada por fin se detuvo en una sombra oscura, sentada en la silla del rincón.

—¿Ledros?

Se había ido a la cama maldiciéndose por cómo se había comportado. Habría sido una bendición que hubiera ido a verla, para que así pudiera arreglar las cosas. Sin embargo, cuando la figura oscura se puso de pie, se dio cuenta de que no era lo bastante corpulenta para tratarse de Ledros.

La figura dio un paso adelante y entonces la fría luz de la luna iluminó el rostro pálido y delgado de Viego.

—La echo de menos, Kal. Hace tanto tiempo desde la última vez que la oí reír… Desde que la vi sonreír…

Kalista bajó el cuchillo, lo enfundó y lo dejó sobre una mesa. Exhaló un largo suspiro; el corazón todavía le latía a toda prisa, como un tambor de guerra.

—Siento no haber estado aquí —dijo—. Siento no haber regresado a tiempo.

—Nada de esto parece real —confesó Viego mientras se sentaba en la cama. Parecía exhausto, macilento y agotado. Tenía la mirada inexpresiva fija en el suelo—. Ojalá ella estuviera aquí para ayudarme.

Kalista se sentó a su lado con cuidado.

—Ojalá. Pero yo sí estoy aquí. Yo te ayudaré a superarlo, te lo prometo.

—Todo va mal, Kal —continuó, girándose para mirarla—. Lo único que quiero es que las cosas vuelvan a ser como antes.

—Lo sé, Viego —respondió Kalista tendiéndole la mano. Él le apoyó la cabeza en el hombro—. Lo siento mucho.

Se quedaron así durante largos minutos, apoyados el uno en el otro, en silencio, compartiendo su pesar. Fue Viego quien finalmente rompió el silencio.

—Pero las cosas mejorarán, ¿verdad? —dijo, apartándose y enjugándose los ojos—. ¡Has encontrado las Islas Bendecidas! Se curará y todo volverá a ser como antes. ¡La has salvado!

—Viego… —Kalista negó con la cabeza. «Por un momento, pareció que lo había recuperado», pensó—. No servirá de nada. Ella ya no está. Nada podrá devolvértela.

Él pareció entonces recluirse en sí mismo; su expresión se endureció.

—Finges que mi hermosa Isolde te importa, pero no es así, ¿verdad? —le espetó—. Eres igual que todos los demás. ¡La quieres muerta!

—Claro que no, por los Ancestros. Escucha lo que dices —contestó Kalista poniéndose de pie—. ¡Soy yo! Somos la única familia que nos queda, tú y yo. Yo quería a Isolde. Era mi hermana de corazón. Y te quiero a ti. Solo quiero ayudarte a salir de esta oscuridad.

Viego se puso de pie poco a poco. Las sombras cayeron sobre su rostro.

—Dime qué has encontrado. Dime cómo atravesar la niebla.

Kalista pensó en la piedra guía que le había dado el guardián junto con el frasquito de agua. Había guardado ambos en un cajón de su cómoda, pero resistió el impulso de mirarla y mantuvo la mirada de Viego.

—No lo haré —declaró—. Nada bueno saldrá de ello.

—Entonces no me sirves de nada —contestó dándole la espalda—. ¡Guardias!

Cuatro caballeros descomunales de la Orden de Hierro entraron en su habitación y la rodearon, con las manos apoyadas en las empuñaduras de sus espadas. Llevaban bajadas las viseras de sus cascos; Kalista esperaba que fuera por vergüenza ante lo que estaban haciendo.

—Viego, por favor. No lo hagas.

—Prendedla —ordenó Viego, aún dándole la espalda—. Encerradla en una celda.

Unas manos con guanteletes la agarraron y ella se puso tensa por instinto, resistiéndose. Sin embargo, ellos eran cuatro y ella solo una, y no pudo evitar que se la llevaran a rastras de la habitación. En el pasillo esperaban más caballeros de la Orden de Hierro.

—¡Registrad su alcoba! —gritó Viego mientras seguía a sus captores.

Ella se retorció y se resistió contra ellos, buscando a Ledros con desesperación, pero no había ni rastro de él. Y, aunque hubiera estado, no podría haber hecho nada. Y tampoco le debía nada, no después de cómo ella le había hablado.

Se quedó sin fuerzas para luchar y permitió que se la llevasen.