CAPÍTULO 24
Kalista estaba en posición de firmes en el muelle, esperando la llegada del rey.
—Me han dicho que te has ido de vacaciones a una habitación privada en las mazmorras de palacio —murmuró la capitana Vennix—. Es una forma de darte las gracias, supongo.
—Ha perdido a su esposa —replicó Kalista—. No es él mismo.
—Yo diría que ha perdido algo más que a su reina.
Kalista dirigió una mirada penetrante a la capitana vastayana.
—Y aquí llega nuestro benevolente monarca. —Vennix señaló con la cabeza al rey, que se acercaba por el muelle. Cabalgaba junto a la litera dorada de la reina, que un equipo de sirvientes llevaba a cuestas—. Y supongo que se espera que todos finjamos que está viva ahí dentro —añadió—. Ah, irá todo sobre ruedas, no hay duda.
—Calla —le espetó Kalista mientras miraba a su alrededor por si alguien más había oído a la capitana—. ¿O quieres que te ejecuten?
Kalista se obligó a adoptar una expresión neutral mientras la procesión se dirigía al barco que la aguardaba. La encabezaba Hecarim, que cabalgaba su enorme caballo de batalla, enfundado en su barda, e iba acompañado por cincuenta caballeros, todos ellos resplandecientes con sus armaduras oscuras y sus tabardos gris pizarra. Rodeaban a Viego y la litera dorada. Por suerte, las cortinas estaban cerradas, lo que le ahorraba a la multitud la imagen del cadáver de la reina.
Viego montaba un alto semental blanco. Llevaba unos ropajes exquisitos en regios tonos púrpura y azul y lucía su corona dorada de tres puntas sobre la cabeza. La gente que miraba la procesión, hambrienta, desesperada y furiosa, observaba en silencio. Viego parecía totalmente ajeno a su estado de ánimo: les mostraba una ancha sonrisa y los honraba saludándolos con la mano. Era doloroso verlo; Kalista se estremeció interiormente. Rezó porque quedase una ciudad a la que regresar una vez que toda aquella locura hubiera llegado a su fin.
Ledros cabalgaba junto a Viego, rígido sobre un caballo plácido y gigantesco. Probablemente, era el único animal capaz de soportar su peso. Por lo que ella sabía, era la primera vez que subía a una montura y parecía aterrorizado; tenía el rostro demacrado y se aferraba con todas sus fuerzas al cuerno de la silla de montar. Nunyo también estaba allí, en la retaguardia de la procesión.
Hecarim la miró con frialdad al detener su caballo, que resoplaba y pataleaba, junto a ella. Kalista lo observó con la cabeza alta y la espalda recta. Se negaba a mostrarse intimidada por el gigantesco animal.
—Mi señor —lo saludó.
—Señora Kalista —contestó él, asintiendo de forma casi imperceptible.
La procesión se detuvo y Ledros medio se deslizó medio se cayó de la montura. Kalista soltó una risita entre dientes, aunque recobró la compostura de inmediato al ver que Hecarim entornaba los ojos.
El gran maestro de la Orden de Hierro bajó de los estribos y se deslizó al muelle de piedra con gracia y naturalidad. Le hizo un gesto a un joven escudero para que se acercase.
—Asegúrate de que mi baúl esté a bordo —ordenó, sin apenas despegar la mirada de Kalista.
Ella se puso rígida.
—El rey acordó que la Orden de Hierro no vendría con nosotros.
—No voy como caballero de la Orden de Hierro, sino como un compañero y querido amigo del rey. Y para acompañar y proteger a mi futura y devota esposa, por supuesto.
Kalista no reaccionó, pero los nudillos de la mano con la que sujetaba la lanza se le pusieron blancos. ¿A qué jugaba? Sentía que todo aquello era parte de un plan mayor, pero era incapaz de verlo por mucho que se esforzara, lo que la ponía nerviosa.
—A no ser que haya alguna razón por la que no quieras que tu prometido te acompañe —añadió Hecarim.
Ella respiró de forma controlada, apaciguando la furia que se había despertado en su interior.
—Por supuesto que no —respondió con voz gélida.
La capitana Vennix miró a una y después al otro, y luego se giró para cruzar la pasarela y subir a bordo del Halcondaga.
—Sí, va a ir todo sobre ruedas —masculló.
El océano Eterno
Zarparon en cuanto las sombras del atardecer empezaron a descender. Kalista estaba sola en cubierta, observando cómo su patria se desvanecía en el horizonte. La melancolía la cubrió como un sudario. La última vez que había partido en dirección a Helia, la acompañaban dudas y sensaciones trepidantes, pero también una cierta esperanza, si bien desesperada. Ahora no había ni rastro de ella, solo una profunda e irresuelta ansiedad y terror.
Contempló Camavor hasta que desapareció de su vista y luego se dio la vuelta.
La cubierta posterior estaba ocupada por la litera de la reina. Izaron algunas velas sobrantes alrededor de ella para proporcionarle más intimidad y protección del viento, la lluvia y la sal del océano.
—La reina está demasiado enferma, no puede moverse de su cama —había dicho Viego.
Desde donde estaba en ese momento, oía la voz de Viego en el interior de la sobrecargada litera, aunque no lograba descifrar las palabras.
Rodeó la litera, saludando con la cabeza a los soldados de la Hueste que estaban en posición de firmes a su alrededor. Ledros montaba guardia en el frente, con su inmenso escudo en el brazo izquierdo y la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Kalista alteró su rumbo para hablar con él.
—¿Con quién habla? —preguntó en voz baja.
—No ha entrado nadie, general —contestó Ledros. No había respondido directamente, pero confirmó sus sospechas.
—Habla con ella como si estuviera viva —dijo Kalista—. ¿Sigue haciéndolo a menudo?
—A veces, general —respondió Ledros.
Ella suspiró, tanto por la respuesta como por la formalidad con la que Ledros la trataba. Se había erigido un muro entre los dos… y era culpa suya.
—Lo siento —se disculpó en voz baja—. Siento cómo me comporté. No fui justa.
—No hay nada por lo que disculparse —repuso Ledros, que parecía incómodo—. Lo que dije estaba fuera de lugar. No tendría que haberlo hecho. No volverá a pasar, general.
Un silencio incómodo descendió entre los dos. Las cosas parecían estar incluso peor que antes, y ella se dio cuenta, por la rigidez de su postura y la tensión en su mandíbula, de que Ledros sentía lo mismo. La saludó, lo que le pareció una forma de pedirle que se marchase, y ella, con el rostro ardiendo, le devolvió el saludo y se fue.
La niebla se alzaba ante el Halcondaga como un acantilado imposible de escalar.
—Es fascinante —comentó Viego sin aliento, mientras la observaba con asombro.
Estaba junto a Kalista en la proa del barco. Los gritos y el parloteo de los marineros y los soldados lo habían hecho salir de la litera cubierta de la reina. Era una de las pocas veces que se le había visto allí durante la travesía, que había durado semanas.
Los días se habían hecho largos y Kalista estaba tensa. La incomodidad forzada que se había instalado entre Ledros y ella no cesó y no habían vuelto a hablar durante el viaje. Tampoco parecía existir ningún afecto entre Hecarim y ella. Había pasado casi todo el tiempo sola. Incluso Vennix parecía tensa.
Mientras se acercaban a la niebla, la expresión de Viego mutó a un asombro infantil, estaba tan maravillado que el aspecto febril y turbado que lucía desde el regreso de Kalista había desaparecido y casi parecía él mismo de nuevo.
—Y dices que, sin esa piedra, ¿la niebla nos desviará y nos expulsará? —preguntó.
Kalista asintió.
—Pasamos días intentándolo. La capitana incluso ató el timón con cuerdas para asegurarse de que no nos desviábamos del rumbo, y también entonces dimos media vuelta.
Viego negó con la cabeza.
—Es una defensa asombrosa. A no ser, claro, que tengas la llave. ¿Puedo verla?
Kalista sacó la piedra guía pálida y esférica y, tras vacilar unos instantes, se la tendió.
—Parece un artilugio tan inocuo… —murmuró Viego mientras la giraba entre sus largos dedos—. ¿Cómo me habías dicho que la habías conseguido?
—Me la dio alguien que esperaba ganarse tu favor.
—Si funciona, podrá tener lo que quiera —afirmó Viego.
—Me pareció un tipo indeseable. Me ponía los pelos de punta.
—Desagradable y en busca de favores… Parece que encajaría como un guante en la vida de la corte camavorana —repuso él entre risas.
Kalista sonrió.
—Me alegra verte reír. Hoy pareces encontrarte mejor.
—¿Y por qué no iba a ser así? ¡Estamos tan cerca! Ahora muéstrame cómo funciona la piedra. ¡Nunyo, ven a ver esto!
Kalista cogió la reliquia; la angustia se removía en su interior. No tenía ni idea de si iba a funcionar.
El banco de niebla pura y blanca se erigía, amenazante, ante ellos; estaba tan cerca que podrían haberla atravesado con una flecha. La capitana Vennix rugió unas órdenes y las velas del Halcondaga se plegaron, aunque continuó surcando las aguas. Se oyó otro grito y asomaron los remos. El silencio descendió sobre ellos mientras la tripulación aguantaba la orden de su capitana, y todo el mundo contuvo el aliento, expectante.
—¿Preparada, princesa? —la llamó Vennix.
Kalista alzó una mano a modo de respuesta y miró atrás para cruzar una mirada con Vennix. Asintió y esta gritó a su tripulación:
—¡Preparados!
Los remos se hundieron en el agua a la vez, como si fuesen uno.
—¡Remad!
El Halcondaga se deslizó suavemente hacia la niebla, impulsándose con cada brazada rítmica. Kalista, con los ojos fijos sobre la pared de niebla, respiró hondo para prepararse.
—Camor, guíame —susurró—. Por favor, funciona.
Levantó la piedra en lo alto, como había visto hacer a Tyrus, pero, cuando la proa del Halcondaga alanzó la niebla, esta no se partió. El barco se deslizó en su interior hasta que se lo hubo tragado por completo. Todos los sonidos se apagaron y el mar se convirtió al instante en una masa de agua calma, como un lago.
—¿Está funcionando?
—No… No lo parece, mi rey —murmuró Nunyo.
Kalista los ignoró y levantó más la piedra.
—¡Vamos! —masculló.
—En fin, esto es un poco anticlimático. Voy a asegurarme de que Isolde no se haya puesto nerviosa con la niebla. No nos decepcionarás, Kal, estoy seguro —declaró Viego. Se dio la vuelta y se marchó, dejando solo a Nunyo como público.
El Halcondaga continuó, pero siguió sin pasar nada. Oyó los fuertes pasos de unas botas que se acercaban por la cubierta.
—¿Princesa? —dijo Vennix, acercándose a ella—. ¿Hay algún problema?
—Es posible —admitió Kalista.
—¿Cómo reaccionará el rey si esto no funciona?
—Mal.
La capitana asintió; le temblaban los bigotes.
—Estupendo. Es estupendo. ¿Alguna vez has pensado que todo habría ido mejor si nunca hubiésemos vuelto a Camavor? Podríamos estar en ese pequeño bar de Buhru donde servían mariscos, contemplando el atardecer y tomando unos tragos. ¿No? ¿Solo se me ha ocurrido a mí?
—Solo a ti —contestó Kalista lanzando la piedra al aire, sin que esto tuviera ningún efecto.
—En fin, buena suerte con esa roca —dijo Vennix—. Voy a preparar a mi tripulación para… lo que sea que vaya a pasar.
Kalista se quedó sola con Nunyo. Miró el resto de la cubierta, donde los soldados y los marineros la observaban expectantes, y luego se giró de nuevo hacia la nada blanca que los rodeaba.
Recordó a la artífice, Jenda’kaya, cuando la había intentado ayudar a disparar el arma antigua.
«Concéntrate en el objetivo y luego pídele al arma que ataque».
El corazón de aquella arma era también una piedra antigua, así que tenía sentido que persuadir a esta para que funcionase requiriera de una técnica similar.
—Muy bien, puedes hacerlo —susurró para sí—. Concéntrate en la niebla y pídele a la piedra que la parta.
Aunque no había conseguido que el arma se disparase…, sacudió la cabeza para liberarse de ese pensamiento.
—Quizá pueda serte de ayuda—se ofreció Nunyo—. Poseo cierta afinidad con este tipo de artefactos.
Kalista lo miró. Tenía los ojos encendidos de curiosidad e interés.
—Deja que lo intente una vez más —contestó.
—Por supuesto —convino él. Le hizo una reverencia y retrocedió.
—Concéntrate en la niebla —musitó Kalista, girándose de nuevo hacia ella.
Se concentró en la blancura que se extendía ante ella y volvió a alzar la piedra guía. La suavidad al tacto era perfecta. ¿Y notaba un hormigueo en la piel o se lo estaba imaginando?
—¡Y ahora pártela, maldita! —rugió.
Un rayo de energía de la piedra se proyectó en su brazo y la niebla se partió como un túnel ante el Halcondaga. Se oyeron los vítores de la tripulación; el barco se deslizó a través de la apertura. Kalista bajó la piedra y contempló su obra maravillada.
Vennix apareció de nuevo a su lado y le dio una palmadita en la espalda, tan fuerte que se vio obligada a dar un paso al frente. La capitana era más fuerte de lo que parecía… Y eso que parecía fuerte.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.
—Maldiciendo.
Vennix se encogió de hombros.
—En fin, sí funciona…