CAPÍTULO 25

Islas Bendecidas

Cuando el Halcondaga emergió de la niebla faltaban varias horas para el amanecer. Dejaron atrás el sudario blanco de repente, como si les hubiesen quitado una cortina de encima, y las islas aparecieron ante ellos. La capitana Vennix consultó a Kalista para que le diera instrucciones y luego ordenó que retirasen los remos y que izaran las velas, pues la quietud antinatural de la niebla ya había quedado atrás.

En una noche más oscura podrían haberse acercado sin ser vistos, pero la luna plateada brillaba baja en un cielo sin nubes, arrojando su luz sobre el agua resplandeciente. Cuando el navío camavorano pasaba entre unos islotes, se encendieron unos faros sobre unas penínsulas rocosas, primero uno y luego una larga ristra de ellos. Podrían haber sido una advertencia, pero también ejercían de guía, conduciendo a los camavoranos hasta Helia.

Al rodear el último cabo, unas campanas repicaron a través del mar y vieron la brillante ciudad ante ellos. El faro del faro gigantesco del puerto barrió el océano, bañándolos con su blanca luz, hasta quedarse fijo sobre el Halcondaga, destacando el barco contra el agua oscura.

Al acercarse más, oyeron los gritos y distinguieron a individuos vestidos con túnica que corrían por las calles iluminadas por la luna.

—Es hermoso —dijo Viego, que contemplaba Helia desde el borde de la litera de su reina.

—Y no tiene defensas —comentó Hecarim. Le daba la espalda a Kalista, pero ella lo fulminó con la mirada mientras él negaba con la cabeza ante la imprudencia de los helianos. No por primera vez, se sintió aliviada de que la Orden de Hierro no los hubiera acompañado.

—Ayudarán a mi reina, ¿no es así? —preguntó Viego con una expresión suplicante—. No puedo perderla, Kal.

Kalista era consciente de la quietud de todos aquellos que los rodeaban. Nadie la miraba a ella, ni al rey, pero estaban escuchando.

—Si está en su poder ayudarnos, creo que lo harán —respondió—. Pero, pase lo que pase, jamás la perderás. Cuando fallecemos nos unimos a los Venerados Ancestros. Incluso mientras seguimos en esta vida, nuestros seres queridos jamás nos abandonan del todo siempre que honremos su memoria.

—Si fallece, me uniré a ella —sentenció Viego con voz hueca.

—¡No digas tal cosa! —le espetó Kalista, mirándolo alarmada—. ¡Eso no es lo que Isolde querría!

Viego lucía una expresión sombría.

—Sin ella no soy nada —murmuró—. No podría soportar el peso de seguir viviendo solo.

Kalista alargó las manos para coger las de su tío y se acercó más a él.

—Nunca estarás solo —le aseguró.

Él sonrió y una parte de su tristeza pareció esfumarse.

—Mi fiel Kal —dijo—. Sobrina mía de sangre, mentora y hermana protectora de corazón. —Su sonrisa se desvaneció y la mirada se le tornó vaga, como agua turbia por la presencia de cieno—. Te quería, ¿sabes?

—Yo también la quería a ella —respondió Kalista en voz baja. Le dolía el corazón, pero también albergaba esperanza de que Viego por fin empezase a aceptar que Isolde había muerto.

Él bajó la vista, encorvando los hombros.

—Estoy fracasando, ¿no es así? —musitó—. Estoy fallando a todo el mundo. A ti, a padre, a Camavor… Le estoy fallando a ella.

—Sangre de reyes corre por tus venas, Viego —repuso Kalista con fiereza—. ¡Tu alma está unida a la Espada del Rey! Santidad te eligió a ti. La espada reconoció tu fortaleza, aunque tú no la veas. Habrá dolor y pesares, pero resurgirás de ellos ileso. Camavor volverá a forjarse. —Viego la miró a los ojos y asintió despacio—. Sé fuerte —añadió—. Por Isolde.

—Lo intentaré.

El Halcondaga cortaba la oscuridad como un cuchillo en dirección a los arcos de los muelles de Helia. La ciudad estaba iluminada y las campanas y los gritos de alarma resonaban a través del agua, dándoles la bienvenida. Adeptos y estudiantes llenaban las calles. Algunos corrían aterrorizados, cargando libros y valiosos pergaminos en los brazos; otros simplemente contemplaban boquiabiertos el navío que se avecinaba.

Habían plegado las velas del Halcondaga al entrar en el puerto y habían sacado los remos para acercarse más lentamente a uno de los muelles exteriores, que eran más grandes. Los custodios corrían por el embarcadero con sus pesadas armaduras y largas y puntiagudas alabardas en las manos enguantadas. Sus tabardos blancos resplandecían bajo la fría luz que emitían los candiles sin llama que había sobre los pilones del puerto.

Kalista se preguntó si aquellos guardianes se habrían enfrentado alguna vez a alguna fuerza militar de verdad. Lo dudaba. Lo peor a lo que se habían enfrentado no debía de ser peor que unos cuantos estudiantes borrachos y reyertas entre distintas academias de aprendizaje. Sin embargo, presentaron un muro sólido; bajando las armas de asta como si fuesen lanzas, mientras el Halcondaga se acercaba.

—Tranquilos —gruñó Kalista al notar la tensión en los guerreros que había elegido a dedo—. Defenderemos al rey si es necesario, pero no hemos venido a luchar. Estad calmados. No supongáis una amenaza.

—¡Remos adentro! —rugió Vennix, y la tripulación obedeció al instante, dejando que el Halcondaga se deslizase solo el resto del camino.

—Dijiste que no tenían soldados —comentó Hecarim.

—Esto no son soldados —respondió Kalista sin molestarse en mirarlo—. Y lo que yo dije era que no tenían ejército.

Hecarim se quedó taciturno y en silencio, y Kalista observó a Viego, nerviosa. El joven rey estaba de pie con porte imperioso en los escalones que daban al féretro de su reina, mirando por encima del hombro a los custodios que se estaban reuniendo ante él. Ledros estaba un escalón por debajo, con la mano en la empuñadura de la espada. Kalista rezó para que la imprevisibilidad de Viego no inflamase más la situación, que ya era bastante tensa.

Media docena de miembros de la tripulación de Vennix estaban preparados con las amarras en la mano, mirando recelosos las puntas de las alabardas de los custodios. Con un ágil movimiento, los guardianes dieron tres pasos atrás para dejar espacio a los marineros, aunque ellos aún vacilaban.

—¿Qué estáis esperando, un beso de bienvenida? —les espetó Vennix—. ¡Amarradlo!

Temerosos de la ira de su capitana, los marineros saltaron el hueco que había entre el muelle y el barco y amarraron las cuerdas a los pesados bolardos de hierro. La velocidad del Halcondaga menguó hasta que se quedó quieto junto al muelle de piedra.

Una figura con el rostro enrojecido que Kalista reconoció se subió a una caja tras la fila de custodios para ver a la tripulación del barco y sus pasajeros. Era el anciano Bartek. Parecía más un sapo que nunca, incluso vestido con ropajes con las orillas de oro. Los fulminó con una mirada, apenas disimulando su odio. Kalista reconoció a más maestros en la multitud que se había reunido.

—¡Decidnos cuál es vuestro propósito, camavoranos! —bramó el anciano Bartek—. ¡Y confesad cómo habéis partido la Niebla Sagrada!

—¡No eres quién para exigirnos nada, académico! —ladró Hecarim. En su boca, el término sonaba a insulto, y la mano con la que se aferraba fuertemente a la empuñadura de su espada lo convirtió en una amenaza. Kalista puso los ojos en blanco y maldijo entre dientes.

Nunyo puso una mano sobre el brazo de Hecarim para tranquilizarlo y lo apartó con gentileza.

—¡Saludos, maestros de Helia! —gritó el consejero—. ¡Os presento al rey Viego Santiarul Molach vol Kalah Heigaari, portador de la Espada del Rey, Santidad! ¡Heredero del León, Señor del Este y victorioso de las Llanuras Abrasivas!

La grandiosa presentación fue recibida con un silencio. Kalista escudriñó los rostros de los helianos. Las expresiones de los custodios eran severas, y Bartek parecía poco impresionado. Sin embargo, en otros rostros vio preocupación y puro miedo.

Viego se levantó y todas las miradas se volvieron hacia él. Kalista se puso tensa, consciente de que las cosas podían empeorar en cualquier momento, según cuál fuera el estado del monarca.

—¡Amables maestros! —gritó, abriendo los brazos y dedicando una sonrisa sincera a todos aquellos reunidos en el muelle—. Me presento ante vosotros para rogaros humildemente vuestro consejo, pues es famoso en todo el mundo conocido.

Kalista se relajó un poco. Las dudas y la oscuridad previas de Viego parecían haberse disipado y se mostraba humilde y racional. Rezó para que durara.

—¡Por favor, amables maestros! Mi reina yace afligida por un veneno —continuó—. Ayudadla, ¡os lo ruego! Concededme este favor y os juro por los Venerados Ancestros que nos marcharemos para no volver jamás, y Camavor estará para siempre en deuda con vosotros. Pero, por favor, por todo lo bueno y lo sagrado, tened piedad de mi querida e inocente reina.

Se levantó un murmullo entre los maestros, pero el anciano Bartek frunció el ceño al ver a Kalista. La señaló con un dedo acusador.

—Le ofrecimos nuestra hospitalidad y nuestra cortesía, princesa Kalista de Camavor, ¿y así nos lo paga, apareciendo en nuestras costas con soldados armados? —gruñó—. Tomamos en consideración su petición y le dimos nuestra respuesta, pero ¡aun así ha regresado, violando la orden del Consejo de Helia! ¡Carece de honor! Y no tratamos con aquellos que nos han dado muestras de su mala fe.

Kalista se estremeció. Todo lo que había dicho era cierto y la culpa ardía en su interior. Respiró hondo y respondió:

—El consejo me dijo que, de haber traído aquí a la reina, tal vez habrían podido ayudarla. Ahora estoy aquí con la reina. ¿De verdad se negarán a nuestra petición? ¿Acaso no hay compasión en sus corazones?

—¡El consejo ya tomó una decisión! —le espetó Bartek—. Y lo pregunto de nuevo: ¿cómo han logrado cruzar las nieblas? ¿Qué clase de truco o brujería camavorana es esta?

—No es ninguna brujería, ni ningún truco. Usé esto. —Hubo más murmullos y susurros cuando les mostró la piedra guía—. Me la dio uno de los suyos.

A Bartek le temblaban los carrillos de indignación.

—Tyrus —masculló con rabia—. ¡Será expulsado por esta atrocidad!

—No fue el buscador adepto Tyrus quien me la dio —declaró Kalista—. Él no tiene culpa ninguna ni nada que ver con mi regreso.

—En nombre del Consejo de Helia, exijo que nos devuelvan esa piedra guía de inmediato —ordenó Bartek.

—Ya ha cumplido su propósito. No tengo inconveniente en devolverla.

—No —intervino Viego.

Ella se giró y vio que estaba mirando la piedra.

—Viego —le dijo en voz baja—. Ya no la necesitamos.

—No, creo que por ahora me la quedaré. Dásela a Nunyo, Kal.

—Están poniendo a prueba nuestra paciencia, camavoranos —gruñó el anciano Bartek.

El viejo consejero se acercó a Kalista.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella entre dientes.

Él se encogió de hombros en un gesto de disculpa.

—Así… Así es Viego.

—Dásela, Kal —ordenó Viego.

Todas las miradas estaban sobre ella, pero Kalista no hizo ademán de obedecer.

—Te lo aseguro, amable maestro —declaró Viego, apelando a Bartek pero hablando lo bastante alto como para que todos lo oyeran—. La piedra se os devolverá en cuanto visitéis a mi afligida reina. Por favor, os doy mi palabra, lo juro por las almas de los Venerados Ancestros. —Miró a Kalista—. Kal, por favor, dásela a Nunyo.

Se sentía incómoda, pero no quería enfrentarse públicamente a Viego, así que obedeció a regañadientes. Nunyo la cogió y luego se acercó al rey para dársela.

—Para custodiarla —dijo Viego mientras se la metía en el bolsillo.

—¿Y ahora pretendéis extorsionar a la Hermandad de la Luz? —se mofó el anciano Bartek.

—¡No! ¡Buscamos vuestra compasión! —repuso Viego—. Por favor, visitadla y aconsejadnos, si hay alguna ayuda que podáis prestarle. —Se puso de rodillas y alzó las manos en un gesto de súplica.

Kalista abrió unos ojos como platos y Hecarim se estremeció. Incluso los soldados más estoicos de la Hueste se miraron entre ellos, impactados.

—Ningún rey se ha arrodillado jamás en toda la larga y orgullosa historia de Camavor —continuó Viego—. Pero yo lo hago ahora y os lo ruego, no como rey, sino como hombre… Por favor, ayudad a mi esposa. Ayudad a mi hermosa Isolde.

Los custodios se movieron, inquietos, y un murmullo se extendió entre los maestros, los adeptos y los estudiantes. Mientras hablaban, más de ellos se habían acercado hasta el muelle, donde estaba reunida en aquel momento una multitud de cientos de personas.

—¡Ayudadlos! —gritó una mujer—. ¡Tened corazón!

Kalista reconoció la voz y buscó a su propietaria entre la multitud. Su mirada se detuvo sobre la artífice Jenda’kaya. Su melena de pelo blanco era inconfundible. Al encontrar la mirada de Kalista, le guiñó un ojo.

Su clamor fue seguido por otros, hasta que por todos lados se alzaban gritos que apremiaban a los maestros a prestar su ayuda. Bartek frunció el ceño y bajó, o lo bajaron, de la caja; Kalista no estaba segura. Otra maestra ocupó su lugar, una que lucía una visera iridiscente y un sombrero alto y extravagante del que colgaban símbolos geométricos. Parecía estar en el ocaso de su vida; su larga melena ya debía de ser gris desde hacía tiempo y su rostro lucía profundas arrugas. Las marcadas líneas de alrededor de sus ojos mostraban que se había pasado buena parte de la vida sonriendo. Alzó un dedo delicado y lleno de anillos para pedir silencio.

—Os saludamos, rey Viego. Soy la jerarca Malgurza. Vuestra humildad y franqueza hablan por vos. Por favor, alzaos. Nadie debería postrarse en Helia, y aún menos un rey.

Viego se puso de pie con la cabeza alta.

—La nuestra no es una nación gobernada por una sola voz —continuó Malgurza—. Debemos aplazar este encuentro para reu­nir al consejo, pero, os lo prometo, volveremos antes de que el sol llegue a su cénit. ¿Os parece bien, noble rey?

—Así es —respondió Viego, asintiendo con gesto imperioso.

—Como muestra de buena fe, os pediría que os quedaseis a bordo de vuestro barco hasta entonces —prosiguió Malgurza—. Pero nos aseguraremos de que os lleven refrigerios para que estéis lo más cómodos posible.

—Gracias, gentil señora —respondió Viego—. Será como pides.

Los maestros se marcharon y los custodios de armadura blanca se quedaron en posición de firmes, alzando sus armas para que sus puntas estuviesen hacia arriba, y no apuntando a los camavoranos. La mitad de ellos dieron media vuelta y marcharon hacia la ciudad, mientras que los que permanecieron retrocedieron un poco, dejando algo de distancia. Seguían vigilantes, pero la tensión se relajó.

Algunos mirones se quedaron por allí, charlando en pequeños grupos, pero la mayoría también se fueron, para volver a sus camas o cotillear con los vecinos. Jenda’kaya saludó a Kalista con la mano con entusiasmo y desapareció en la oscuridad previa al amanecer.

—¿Quién era esa personificación de la feminidad tan magnífica? —preguntó Vennix acercándose a Kalista.

—Una amiga.

—¿Me ocultas cosas, princesa? Tienes que presentarme a amigas como esa, ¿estamos?

Kalista sonrió.

—Si es posible lo haré, que no te quepa duda.

El amanecer empezaba a iluminar el cielo. Kalista dudaba de si sería capaz de apaciguar su angustiada mente, pero llevaba casi toda la noche despierta y necesitaba descansar.

—Me voy a ir al camarote unas cuantas horas —dijo—. Despiértame si pasa algo.

Kalista no se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que no se acercó a su camarote. Tenía intención de retirarse de inmediato, pero se había entretenido comprobando cómo estaban sus soldados, tranquilizándolos y asegurándose de que estuvieran bien instalados y alimentados. Su coy parecía llamarla, pero cuando abrió la puerta de su camarote se encontró a Hecarim y a la figura encorvada de Nunyo enfrascados en una conversación en su interior. Cuando Kalista entró y cerró la puerta tras ella, se hizo el silencio.

—¿Qué es esto? —preguntó recelosa.

—Es necesario —respondió Hecarim. Nunyo, por su parte, parecía dividido.

—Explícate —pidió Kalista cruzándose de brazos.

—Me apena, pero creo que es hora de discutir las posibles contingencias —dijo Nunyo.

—¿Contingencias?

—En caso de que Viego no reaccione bien ante lo que está por venir. En caso de que sea completamente incapaz de gobernar. En caso de que nuestro empeño no vaya acorde a nuestros planes y no acepte que la reina ha fallecido.

—Lo aceptará —afirmó Kalista.

—Pero debemos prepararnos ante la posibilidad de que no lo haga —gruñó Hecarim.

—Esto ha sido idea tuya —estalló Kalista—. ¿Tan rápido abandonas a tu rey?

—No creo que ninguno de nosotros pueda predecir realmente cómo reaccionará —insistió Nunyo—. Has visto en qué estado está Camavor, mi señora. El reino necesita liderazgo desesperadamente. No sobrevivirá a otro año como este. Caerá y quedará olvidado en los anales de la historia. Todo lo que tus Ancestros construyeron se convertirá en polvo.

Kalista intentó controlar su ira, pues sabía que lo que el consejero decía era cierto. Planificar por si sucedía lo peor era lo más lógico.

—¿Qué sugieres? —preguntó derrotada.

—Idealmente, superará sus delirios —respondió Nunyo—. Regresaremos a casa y gobernará, como debe ser. Es probable que muchas obligaciones recaigan en ti hasta que vuelva a ser capaz de hacer frente a la carga que supone reinar. Pero, si se niega a aceptar la verdad, quizá debamos… calmarlo.

—Encerrarlo en uno de los camarotes durante el viaje a casa, tal vez —intervino Hecarim—. Evitar que haga algo destructivo, contra él o contra nadie más.

—¿Y si sigue siendo incapaz de gobernar una vez que regresemos a Alovédra?

—Entonces gobernarás tú —declaró Hecarim.

—Eres la heredera al trono —le recordó Nunyo—. Cuentas con la lealtad inquebrantable de la Hueste y el pueblo llano te ama.

—Y cuentas con la Orden de Hierro —añadió Hecarim.

—Eres sabia y una líder natural —continuó Nunyo—. Sé que no te achicarás ante lo que deba hacerse.

—Hay una palabra para lo que propones —repuso Kalista con frialdad—. Traición.

—¿De veras te harás a un lado y observarás cómo lo destruye todo? —preguntó Hecarim—. Un legado de siglos roto en mil pedazos por un monarca inestable.

—Me duele contemplar siquiera esta posibilidad, mi señora —dijo Nunyo—. Pero debemos hacerlo. Soy leal al reino antes que a ningún individuo. Soy leal a sus gentes. A tus Ancestros. A la memoria de tu abuelo.

—¿Pero no a tu rey?

—No si está dispuesto a destruirlo todo.

—El rey es Camavor —aseveró Kalista. Era una máxima que había oído a menudo cuando su abuelo era rey, pero ahora le parecía hueca.

—En ese caso, ya está perdido —repuso Nunyo bajando la vista

Hecarim tenía la cabeza gacha y se movía incómodo.

—Ojalá hubiera otra manera —dijo—. Pero, si la hay, no logro verla.

—Sería una de las pocas veces que se le ha arrebatado el Trono de Argento a un rey por la fuerza —les recordó Kalista—. Sería una usurpadora. Y no tengo ningún deseo de reinar.

—Tal vez eso te convierta en la mejor opción —repuso Nunyo con suavidad—. Podrías salvar a Camavor.

Kalista se dio la vuelta y presionó las palmas de las manos contra sus ojos.

—Con la benevolencia de los Ancestros, nada de esto llegará a suceder —continuó Nunyo—. Tú lo conoces mejor que nadie, mi señora. Quizá nuestras preocupaciones sean vanas. Quizá consiga salir de esta locura.

—Lo hará —aseguró Kalista, que seguía dándoles la espalda—. Debe hacerlo.

—Le rezo a los Ancestros para que tengas razón.

—Y, si no lo hace, yo estaré a tu lado —dijo Hecarim, tendiéndole una mano—. Para apoyarte en calidad de tu esposo como buenamente pueda. Para ayudarte a reinar.

Kalista se apartó de Hecarim. Había algo en su voz que no le gustaba, algo que le resultaba falso. Tal vez era su aparente honestidad; le parecía fingida. Lo miró con franqueza, como si lo viera por primera vez.

Sí, había algo en sus ojos. Intentaba esconderlo, pero en ellos resplandecía un anhelo, una sed de poder que ella ya había visto pero que había pasado por alto, atribuyéndosela a la simple ambición. Ahora se percataba de que su codicia era mucho mayor de lo que había pensado.

—Quieres ser rey —dijo en voz baja—. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

—Quiero lo mejor para Camavor —repuso Hecarim negando con la cabeza.

—He sido una estúpida —dijo ella en voz baja.

—Mi señora… —la advirtió Nunyo.

—Viego volverá a ser él mismo —lo interrumpió Kalista—. Y, con el tiempo, se volverá a desposar. Tendrá muchos herederos, y tú, señor Hecarim, jamás te acercarás lo más mínimo al Trono de Argento.

La expresión de Hecarim se endureció.

—Me ofendes, señora.

Nunyo levantó las manos.

—Por favor, cálmate, antes de que alguien diga algo de lo que se pueda arrepentir —aconsejó, pero Kalista no pensaba callarse.

—Tú ofendiste a Camavor cuando empezaste a saquearlo como a un vulgar cadáver mucho antes de que estuviera muerto —le espetó.

Nunyo languideció, como si fuera consciente de que las cosas habían llegado a un punto de no retorno. Hecarim miró a Kalista, silencioso y perplejo, pero enseguida adoptó una expresión furibunda.

—Sin la Orden de Hierro, Camavor ya es un cadáver —gruñó.

—Tus acciones cuando estaba en su momento más débil no serán olvidadas —dijo Kalista.

—Cuando estemos casados…

Ella se echó a reír.

—¡Jamás estaremos casados! —estalló—. No me casaré con un hombre como tú, ni ahora ni nunca. Fui una estúpida al acceder.

—¿Por culpa de ese desgraciado de baja cuna que ejerce de campeón del rey? ¿Tu amante? —rugió Hecarim—. Oh, sí, sé lo vuestro.

Kalista enarcó una ceja.

—¿Mi amante? —se mofó—. Mi señor, necesitas espías mejores si esa es la información que te están dando. Ledros nunca ha sido mi amante, aunque es dos veces más hombre de lo que tú jamás soñarías con ser.

—Debería haber dejado que te pudrieras en esa mazmorra.

—Ah, pero, sin tenerme a mí a vuestro lado, no podrías reclamar el trono. Ya veo por qué querías adelantar nuestra unión. Querías que fuese oficial. Y ahora jamás lo lograrás. —Kalista abrió la puerta que había tras ella, aunque no le dio la espalda al enfurecido gran maestro.

—¡Estás tan loca como el rey! —gritó Hecarim con los puños apretados.

—Al fin, el verdadero Hecarim al descubierto —dijo Kalista—. ¡Guerreros de la Hueste! ¡Conmigo!

En pocos segundos estaba rodeada de sus soldados, que apuntaban a Hecarim con sus lanzas. Él los contempló con un asco indisimulado.

—¿Os atrevéis a alzar vuestras armas contra mí, estúpidos insolentes? —gritó cogiendo la empuñadura de la espada—. ¡Os veré colgados a todos!

—No, no lo harás —repuso Kalista—. Prendedlo —ordenó a sus soldados.

Los soldados avanzaron y Hecarim se lamió los labios. Era un espadachín consumado y probablemente intentaba calcular si podía librarse luchando.

—No seas estúpido, señor Hecarim —le advirtió Nunyo, que estaba detrás de él.

El rostro de Hecarim se contorsionó como si estuviese saboreando algo infame. Soltó la empuñadura de su espada y tendió las manos a los lados para mostrar que estaba desarmado. Cuatro soldados se acercaron a él y lo prendieron. Era un hombre alto y fuerte y llevaba una pesada armadura, pero, aunque se resistió, lo agarraron con fuerza.

—Quise ver lo bueno que había en ti —dijo Kalista—. Sabía que eras ambicioso, sí, y arrogante, pero quise creer que en tu corazón eras un hombre de honor. Ahora veo que no es así. Has traicionado a vuestro rey, me has traicionado a mí y has traicionado a Camavor.

Nunyo se acercó a la puerta a toda prisa, esquivó al grupo de soldados y se acercó a Kalista con aspecto avergonzado. Ella se lo llevó aparte mientras sacaban a Hecarim al pasillo.

—Te ruego que me perdones, Alteza —dijo Nunyo—. Me pareció que discutir las posibles contingencias era lo correcto, pero debo admitir que no me percaté del alcance de las ambiciones del señor Hecarim. Temo que me ha manipulado y que le he fallado al Trono de Argento al no haberme dado cuenta hasta ahora.

—No eres el único al que tenía engañado —respondió Kalista.

—¿Qué harás con él?

Antes de que pudiera contestar, se oyó un grito desde la cubierta y uno de los soldados de la Hueste asomó por las escaleras.

—¡Vuelven los maestros, general! —gritó.

Kalista miró a los soldados que tenían a Hecarim.

—Encerradlo ahí —ordenó señalando su camarote con la cabeza—. Apostad guardias en las puertas. Nos encargaremos de él más tarde.