CAPÍTULO 26
Escoltada por custodios de armadura blanca, una delegación de la Hermandad de la Luz se acercaba por el muelle cuando Kalista y Nunyo subieron a cubierta. Dos de ellos eran maestros; su rango se evidenciaba en la riqueza de sus ropajes y lo ridículo de sus sombreros, así como en los intricados símbolos dorados que colgaban de sus pechos. Cuando se acercaron, Kalista los reconoció: eran la jerarca Malgurza y el anciano Bartek. Los demás miembros de la delegación parecían una mezcla de curanderos, adeptos, sacerdotes y oficiales de alto rango, aunque uno de ellos parecía notablemente siniestro, vestido con una túnica negra con capucha y con un largo báculo en la mano.
Kalista se dio cuenta de que la fornida figura de Tyrus se encontraba entre ellos. Reparó en su expresión severa y sintió una punzada de culpa.
Vennix la alcanzó mientras se acercaba al rey.
—¿Problemas con tu futuro marido, princesa? —le preguntó entre dientes.
—Me he dado cuenta de que es un cerdo traicionero —murmuró Kalista—, así que he roto el compromiso y lo he encerrado en un camarote.
—Bien hecho —respondió Vennix, asintiendo.
Kalista ocupó su lugar junto a Viego, que estaba en el borde del palanquín para recibir a los helianos. Ledros estaba ante él, mientras que los soldados de la Hueste formaban fila al borde del barco para recibir a los recién llegados.
Se inclinó hacia delante y puso una mano sobre la hombrera de Ledros.
—Cuando todo esto acabe, tú y yo tenemos que hablar —le susurró al oído—. He sido una estúpida.
Ledros se puso tenso al notar el calor de su aliento, pero asintió secamente, sin dejar de mirar hacia delante. Ella se alisó la larga capa y dejó la mano sobre su hombro unos segundos más de lo apropiado. Nunyo carraspeó y Ledros se puso rojo. A Kalista le hizo sonreír ver a un hombre tan gigantesco sonrojarse como un muchacho durante su primer beso.
—¿Qué susurrabas? —le preguntó Viego con la mirada fija en los maestros.
—Algo que debería haberme admitido a mí misma hace mucho tiempo —contestó. Viego gruñó, pero no insistió más.
La procesión se detuvo en el muelle y la jerarca Malgurza dio un paso al frente para dirigirse a los camavoranos.
—Saludos, rey de Camavor —dijo haciendo una profunda reverencia. Su voz resonaba tras las filas de la Hueste—. Hemos venido con la decisión del consejo.
Por suerte, parecía que era Malgurza la informante designada, pues Bartek permaneció taciturno y en silencio, con los brazos cruzados.
—Hemos debatido sobre vuestras súplicas —continuó Malgurza— y se ha decidido que la Hermandad está dispuesta a ayudar a vuestra reina, si está en nuestro poder hacerlo.
—¡Maravillosa noticia! —exclamó Viego, aplaudiendo y bajando de la litera de la reina. Se acercó rápidamente a la barandilla del barco, apretujándose entre los soldados de la Hueste—. ¡Extended la plataforma! ¡Deprisa!
Los marineros miraron a su capitana, que, a su vez, dirigió la mirada a Kalista. Esta asintió. Los soldados se apartaron al instante y los marineros extendieron una pasarela para cubrir el espacio entre el barco y el muelle. Viego se subió a ella y le tendió una mano a Malgurza.
—Por favor, ¡deja que te ayude! ¡Vamos, vamos!
La amable mujer aceptó la mano del rey y permitió que la ayudase a cruzar hasta la cubierta del Halcondaga.
—Traigo conmigo a nuestros mejores médicos, adeptos de las escuelas de cirugía y medicina arcana —le explicó Malgurza— y otras gentes de cultura que podrían sernos de ayuda, incluido un experto en el campo de los tóxicos.
—¿Los qué? —preguntó Viego.
—Los venenos —le aclaró Kalista.
—Lo que ha dicho la señora —repuso la jerarca, señalando a Kalista con la cabeza.
—¿Y quién es esta figura tan lúgubre? —preguntó Viego, refiriéndose al individuo de ropajes negros que acompañaba a los maestros—. Parece un sepulturero.
Viego nunca había sido dado a censurar sus pensamientos, pero Kalista debía admitir que era una observación justa. Ahora que lo veía más de cerca, se percató de que su báculo tenía forma de pala. Era bajo pero corpulento y alrededor del cuello llevaba un frasco de un líquido claro. El hombre se lo metió bajo la túnica, como si hubiese percibido que lo estaba mirando.
—Es uno de los miembros de la Hermandad del Crepúsculo —informó la anciana—. Pocos entienden los delgados límites que hay entre esta vida y la siguiente. Que no os desaliente su macabra apariencia, en realidad son encantadores. Y fabrican el mejor licor especiado del mundo conocido.
Viego sonrió e hizo un gesto para apremiar a la jerarca Malgurza y a sus acompañantes. Los condujo hacia la litera dorada a toda prisa.
—En este momento, mi querida reina está descansando—les dijo—. Os rogaría que os esforcéis por no molestarla. Su salud es muy frágil.
Kalista y Nunyo intercambiaron una mirada. Había llegado el momento crucial.
—Serán meticulosos, pero respetuosos y gentiles, os doy mi palabra —le aseguró Malgurza.
—¿Quizá mejor de uno en uno? —propuso Viego—. Para no agobiarla.
—Por supuesto. —Malgurza inclinó la cabeza.
—¿Quién será el primero? ¿Tú? —le preguntó Viego a un médico con dos pares de anteojos sin montura sobre la nariz—. ¡Ven, pues!
El hombre asintió y siguió a Viego por las escaleras de la litera. Kalista subió también un escalón, para estar cerca si se la necesitaba. No tenía ni idea de cómo iba a reaccionar Viego ante lo que estaba a punto de ocurrir. Nunyo también se acercó; se retorcía las manos, nervioso.
Viego abrió la cortina y el médico entró, agachándose bajo el brazo del rey. Entonces soltó la cortina y los dos se quedaron solos con la reina. Con el cuerpo de la reina, recordó Kalista.
Por unos instantes, se hizo el silencio. Luego les llegó el sonido de unas voces amortiguadas que pronto alzaron su volumen. La cortina se abrió y el médico salió hecho una furia.
—¿Es esto una especie de broma macabra camavorana? —gritó mirando hacia atrás, quitándose ambos pares de anteojos con la punta de los dedos—. ¡Está muerta! ¡Y lleva bastante tiempo muerta!
—¿Muerta? —exclamó el anciano Bartek con expresión de alarma—. ¿Qué significa todo esto?
—¿Estás seguro? —preguntó en voz baja la jerarca Malgurza, que había empalidecido.
Kalista comprendía su indignación, pero Malgurza parecía casi asustada. ¿Era su miedo debido a lo que Viego podía llegar hacer si no lo ayudaban? ¿O había algo más?
—Segurísimo —contestó el médico—. Puedes verlo tú misma.
Abrió la cortina para que todos pudieran ver el interior.
Viego estaba arrodillado contra la cama cogiendo la mano del cadáver de la reina. Y era evidente para todos que se trataba de un cadáver, incluso desde la distancia. Pese al poder del Cáliz de Mikael, su piel se había tornado de un repugnante color gris y la carne había empezado a consumirse, encogiéndose sobre su esqueleto. Kalista se fijó en la muñeca de mirada vacía de la reina apoyada en la almohada, al lado de su cabeza. ¿Cómo la había llamado Isolde?, ¿Gwen?, intentó recordar. Viego le acariciaba la mano y le susurraba como si se tratara de Isolde.
—Por todos los Ancestros —dijo Kalista sin aliento.
Los helianos que estaban reunidos inhalaron de forma audible. Estaban horrorizados. Kalista apartó al médico y cerró la cortina, pero el daño ya estaba hecho. La locura del rey había quedado expuesta ante todos. Al menos parecía relativamente en calma, aunque eso solo fuese un pequeño consuelo.
—¿Y ustedes por qué regresaron? —preguntó Tyrus, que miraba a Kalista anonadado—. ¿Qué esperaban conseguir?
—Albergábamos la esperanza de que por fin esto le ayudase a aceptar la verdad.
—Bueno, es evidente que no hay nada que podamos hacer —dijo la jerarca Malgurza. Todavía parecía asustada, pero intentaba disimularlo—. Lo siento. Lo único que se puede hacer es enterrarla y llorar su pérdida. Espero que el rey logre aceptarlo, con el tiempo.
—Yo también —respondió Kalista—. Gracias.
Malgurza se inclinó hacia ella y bajó la voz.
—Por favor, si de veras no desean ningún mal a las gentes de estas islas, hagan que su rey se marche, y háganlo rápido. No traerá nada bueno que se queden por aquí. Y debo insistir en que la piedra guía que usaron para llegar hasta aquí nos sea devuelta de inmediato.
Kalista miró hacia las cortinas, tras las cuales Viego adoraba al cadáver de Isolde.
—Me aseguraré de que se les devuelva —le garantizó—, aunque quizá ahora no sea el mejor momento. Necesita llorar a su esposa. Estará mejor dispuesto más adelante. Pero le doy mi palabra, la devolveré.
La jerarca vaciló; era evidente que estaba inquieta, pero suspiró y aceptó a regañadientes.
—Está bien. Pero no podemos permitir que partan con ella. Asegúrense de devolverla antes de su partida.
Tras pronunciar aquellas palabras, la jerarca inclinó la cabeza y se giró para marcharse junto a su comitiva.
Tyrus miró a Kalista decepcionado una última vez y ella bajó la vista. Era incapaz de aguantarle la mirada. Se marchó con los demás, con los hombros encorvados.
Sin embargo, hubo alguien que se quedó: el monje lúgubre, que tenía el rostro oculto en las sombras, bajo la capucha.
—En lengua camavorana no soy… ¿fluido? —dijo con un fuerte acento—. La muerte no se teme en mi… mi…
—¿Su orden sagrada? —intentó ayudar Kalista—. ¿Su hermandad?
—Hermandad —repitió el monje, como si estuviese probando la forma de la palabra—. Sí, ese es el término correcto. La muerte es parte de la vida, igual que el nacimiento. No se debe temer. Pero a veces es difícil despedirse de los seres queridos. Quizá podría ayudar a su rey.
Kalista se encogió de hombros y asomó por la cortina. Viego tenía la cabeza apoyada en el hombro sin vida de Isolde y los ojos abiertos e inexpresivos.
—¿Viego? Hay otra persona que quiere verla —dijo Kalista—. ¿O prefieres que se vaya?
—Puede entrar —contestó Viego con la voz desprovista de toda emoción.
Kalista le hizo un gesto a la figura vestida de negro para que entrara. El monje se acercó a Viego y a Isolde moviéndose con una medida calma. Ella se quedó cerca y observó cómo tocaba la frente de la reina y luego su mejilla. Movió las manos sobre su cuerpo y después se quitó la capucha. Tenía el rostro de un muchacho y una sonrisa amable, lo que contrastaba con su lúgubre aspecto.
—Está… en paz —le aseguró a Viego con voz dulce en su torpe camavorano—. Más allá del dolor. Más allá del sufrimiento. Está en la luz. Ella es la luz. —Ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo que nadie más podía oír, y se rio—. Dice que… echa de menos a alguien. ¿Gwen? ¿Una amiga o hermana, puede ser?
Kalista abrió mucho los ojos, sorprendida, y sintió que se le ponían los pelos de punta. Viego apartó la mirada de Isolde y contempló a la figura vestida de negro con una expresión a medio camino entre el asombro y el horror.
—¿Se ha ido de veras, entonces? —En ese momento, sonó exactamente igual que el pequeño triste que Kalista recordaba de su infancia.
El monje asintió despacio con una sonrisa comprensiva en el rostro.
—En paz.
Viego enterró la cabeza en las manos y rompió a llorar. El monje le puso una mano en el hombro para reconfortarlo y se giró para marcharse. Saludó a Kalista con la cabeza al pasar junto a ella y se volvió a poner la capucha.
—Gracias —dijo ella.
Cuando se fue, Kalista se sentó junto a Viego y lo rodeó con los brazos. No hablaron. No les hacía falta.
Por fin, el monarca lloró a su esposa muerta.
Las sombras de la tarde se alargaban cuando Kalista salió del palanquín dorado.
Ya no quedaban mirones en los muelles, solo rondaba por allí un destacamento de custodios, que los vigilaban para asegurarse de que no intentaran desembarcar.
Vennix estaba dando órdenes y su tripulación corría de un lado a otro, preparando el barco para zarpar.
—¿Cómo está? —preguntó Nunyo, que apareció junto a Kalista.
—Llorando su muerte —contestó—. Parece que al fin ha aceptado que se ha ido.
—Alabados sean los Ancestros.
En la oscuridad, bajo Helia, Erlok Grael oyó el repicar de las campanas. El sonido llegaba hasta las criptas y reverberaba por los pasillos vacíos y laberínticos, a través de las celdas y las cámaras claustrofóbicas que encerraban tesoros y secretos.
Levantó la vista del montón de libros y cartas astronómicas que había desperdigadas por su habitación. Sin Ryze y su magia rúnica, había pasado las últimas semanas planificando cómo entrar en el Pozo de la Eternidad sin la ayuda del aprendiz. Sin embargo, el sonido de las campanas desvió su atención de sus estudios. Lo llevó hasta la superficie y se arrastró a ella, parpadeando ante el primer amanecer, aún iluminado por la luz de la luna.
Grupos de adeptos y estudiantes charlaban y cotilleaban. Grael siguió a los cuerpos con sigilo hasta que entró en los Jardines de la Aritmética Sublime. Se dirigió a una de las bajas paredes de piedra haciendo crujir la gravilla bajo sus pies. Desde allí se veía el puerto. Se fijó en el barco que se acercaba y sus muchas velas, iluminado por el poderoso rayo de luz del faro más grande de Helia. Esbozó una ancha sonrisa al reconocer el navío. Solo un país navegaba en modelos como aquel.
Sin embargo, su sonrisa se desvaneció al otear el océano. Solo había un barco. ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde estaban los elogiados buques de guerra de Camavor? ¿Y dónde estaban sus ejércitos? En cualquier caso, un único barco de asesinos camavoranos sedientos de sangre bastaría. Los maestros rechazarían sus peticiones, por supuesto, y entonces se produciría el derramamiento de sangre. Helia no estaba en absoluto preparada. Era vulnerable.
Recorrió las calles a toda prisa; el corazón le latía desbocado de la emoción. ¡Habían acudido! Traspasaron las nieblas, tal y como había planeado. Todo empezaba a encajar.
Se quedó cerca del muelle, con el rostro oculto bajo la capucha, esperando el momento adecuado. Contempló cómo los custodios impedían el paso a los forasteros, y luego la figura porcina de Bartek —el mismo maestro odioso que lo había condenado a los Umbrales hacía tanto tiempo—, que exigía respuestas. Se le aceleró la respiración al percatarse de que el mismísimo rey camavorano iba a bordo del barco.
—Hazlo —lo urgió Grael mientras Bartek los provocaba. Era por todos sabido que los camavoranos eran un pueblo belicoso que se enfurecía rápido y atacaba rápido, y apenas podía contener sus ganas de ver cómo se derramaba la sangre de los maestros.
Y, sin embargo, para su sorpresa y decepción, los recién llegados no mordieron el anzuelo. A Bartek lo bajaron de su caja sin ceremonias y lo sustituyó la jerarca de Geometría Esotérica, esa harpía taimada, Malgurza.
Observó cómo hablaban y la partida de los maestros, y luego siguió observando y esperando. Salió el sol, que era dolorosamente resplandeciente, pero resistió el impulso de esconderse de nuevo en la reconfortante oscuridad de la parte subterránea de la ciudad. Había demasiados custodios y no era posible acercarse al barco, así que siguió esperando.
Su oportunidad llegó en las horas posteriores al regreso y la nueva partida de los maestros, mientras los camavoranos parecían preparar su marcha. La tripulación del barco corría de un lado a otro, como hormigas, y el buen humor de Grael se esfumó. No era así como se había imaginado las cosas. No era así como debían ser.
Todavía había docenas de custodios en los alrededores del barco, pero no podía esperar más.
Lo desafiaron en cuanto puso un pie en el muelle: dos custodios ocultos bajo sus cascos le impidieron el paso.
—Hazte a un lado —gruñó Grael—. Tengo asuntos que tratar con los camavoranos.
—¿Qué asuntos? ¿Y bajo la autoridad de quién?
Les mostró su insignia.
—Soy un prefecto guardián y vengo por orden de la maestra de los Umbrales.
—Es la primera noticia —repuso uno de los custodios—. Vuelve con una orden de autoridad si quieres pasar.
—No hay tiempo, estúpido —le espetó—. Habrán zarpado antes de que me dé tiempo a volver. La maestra se enfurecerá. Pero, si insistes, dime cuál es tu nombre para que se lo dé, para que sepa quién fue el que revocó su orden explícita.
—Bah, déjalo pasar —masculló el segundo custodio—. Esa maestra es de las despiadadas. Nos suspenderá de sueldo un mes y nos condenará a patrullar las criptas, y eso si tenemos suerte. No merece la pena, al menos no por un segador.
Grael se irritó ante el insulto casual, pero no replicó. Los custodios pagarían por ello, igual que todos los demás. Y, si todo iba como esperaba, pagarían ese mismo día.
—Vale, pasa, segador —accedió el primer custodio haciéndose a un lado—. Pero no quiero problemas. Asegúrate de irte mucho antes de que zarpen los camavoranos.
Grael pasó junto a ellos y se acercó al lugar donde el barco estaba amarrado. Ninguno de los otros custodios lo detuvo; la mayoría ni siquiera se molestó en mirarlo.
Al fin llegó al barco camavorano. Se paró en el borde del muelle.
—Quiero hablar con el rey —declaró con voz atronadora.