CAPÍTULO 28
Era la Orden de Hierro al completo —casi mil caballeros— y venían a matar y saquear. Una vez que se les diese rienda suelta, no mostrarían clemencia.
Hubo gritos de alarma, y la gente huyó despavorida mientras sonaban campanas por toda la ciudad.
—¡Soldados de la Hueste! —gritó Kalista—. ¡Formación defensiva!
La Hueste respondió sin vacilar formando alrededor de Kalista en filas prietas.
—No debería haber esperado lealtad de la escoria plebeya —gruñó Viego.
Miró a los dos únicos miembros de la Hueste que seguían con él, sosteniendo a Isolde en brazos. Estaba claro que querían unirse a sus hermanos, pero no deseaban dejar a la reina en el suelo.
—Quitadle vuestras traicioneras manos de encima —dijo entre dientes, prescindiendo de Santidad.
Viego tomó el cuerpo de Isolde, y los soldados corrieron a juntarse con sus compañeros. El monarca dirigió la mirada a Ledros.
—¿Y tú, comandante Ledros? Yo te saqué del arroyo, te di un título, tierras y un futuro. ¿También tú vas a escupir en tu sagrado juramento y me vas a abandonar?
Ledros miró fijamente al rey con una expresión indescifrable. No dijo nada y, sin dedicarle un saludo ni una reverencia, volvió la espalda a Viego y fue a unirse a Kalista. Ahora solo Nunyo y el guardián de cruel sonrisa permanecían a su lado, enfrentándose a las lanzas de la Hueste de Kalista.
—¡Todos sois unos traidores! —gritó Viego—. Os veré a todos muertos antes de que el día acabe.
—Te has condenado por los actos de hoy, Viego —dijo Kalista—. Has traicionado tus promesas, traicionado al Trono de Argento y traicionado al pueblo de Camavor. Has traicionado a tu padre y a ti mismo. No serás bien recibido en los Pabellones de los Venerados Ancestros. No hallarás paz, ni en esta vida ni en la siguiente. Pero, por encima de todo, has traicionado el recuerdo de Isolde.
—Todo lo que hago es por amor a ella.
Kalista negó con la cabeza, asqueada.
—Si ella pudiera verte ahora, te despreciaría.
—No —susurró Viego. Contempló el cuerpo sin vida de Isolde y acto seguido volvió a mirar a Kalista. La general vio en sus ojos que sabía que ella decía la verdad, pero había llegado demasiado lejos para parar ahora—. No, te equivocas. —El rey retrocedió ante el muro de soldados armados, con los ojos desorbitados—. ¡Te equivocas!
Lanzando una última mirada frenética a su alrededor, se giró y se marchó a toda prisa por la Vía de los Sabios hacia los muelles. Nunyo acudió tras él arrastrando los pies y, con una reverencia burlona, el guardia los siguió.
—¿Vamos a por ellos? —preguntó Ledros.
—No —contestó Kalista—, deja que se vaya.
Ella se giró hacia Malgurza, que se hallaba paralizada de horror mirando los barcos que se acercaban.
—¡Tiene que evacuar Helia! —gritó a la jerarca por encima del estrépito—. ¡La ciudad no puede hacerles frente, y matarán a todo el que encuentren!
La anciana negó con la cabeza.
—No podemos mantenernos al margen. Hay demasiado en juego.
—¡Entonces morirán! —respondió Kalista con vehemencia.
—Si nos cuesta la vida proteger la Fuente de las Eras, que así sea —contestó Malgurza, aunque sus ojos revelaban el miedo que tenía.
Kalista maldijo la insensatez de la jerarca.
—¡Sus muertes no protegerán nada! ¡No servirán de nada! Es hora de escapar.
—¡Si su rey hace lo que se propone, no importará si escapamos o no! El poder contenido en el seno de la Fuente de las Eras es inestable. Peligroso. Hay que detener a ese hombre. No tenemos otra opción que hacerle frente.
Kalista frunció el ceño y se acercó a Malgurza.
—¿A qué se refiere con «peligroso»? —dijo en voz baja.
—Hay un artefacto mágico en las profundidades de la torre, algo con tal poder que hace que el resto de los objetos de las cámaras parezcan juguetes. Ese artefacto es el que otorga a las aguas su magia.
—Creía que las aguas no eran reales.
Malgurza le lanzó una mirada.
—Un engaño necesario. Esa reliquia tiene un defecto, un fallo que fue descubierto hace cientos de años. Es inestable. Por eso la escondimos, y por eso intentamos convencer al mundo de que era un mito. Está claro que no lo hicimos lo bastante bien. Es peligrosa. Y es imprescindible que sea protegida.
—¿Y qué pasará si Viego accede a ella?
—Puede que nada. Pero también puede que ocurra algo catastrófico.
Kalista se quedó repentinamente helada.
—¿Cómo de grave sería? —preguntó, en un tono que era poco más que un susurro.
—Imagine un bosque seco en el que no ha llovido durante años. Ahora imagine la devastación que podría provocar un solo rayo. Puede que no hiciera nada. Pero la probabilidad de que incendiara por completo el bosque es elevada. Helia es ese bosque.
Kalista se apartó jurando entre dientes. Los barcos camavoranos se acercaban rápido, y soltó otro juramento.
Los pensamientos se agolpaban en su mente, pero se concentró en el trazado de la ciudad y en las probables rutas de avance de la Orden de Hierro cuando desembarcase. Aunque la mayoría de los barcos se dirigían al puerto principal de Helia, otros se estaban desviando a las islas vecinas. Unos cuantos parecían encaminarse a las cuevas situadas enfrente de Helia, con la clara intención de atacar desde distintos ángulos, arrasar el campo y atrapar a los que huyesen de la ciudad.
—Si no van a escapar, retírense a la torre —dijo finalmente—. Es el punto más defendible de la ciudad. Atrinchérense dentro.
—¿Y qué hará usted, camavorana? —preguntó Malgurza—. ¿Participar en el saqueo?
Kalista tenía una expresión dura en el rostro.
—Yo les haré frente. Los retendré todo lo que pueda.
Esa decisión equivalía a la muerte, no le cabía duda. Pero, si tenía que perecer, al menos haría que su sacrificio sirviese de algo.
Estirando el cuello vio al adepto buscador Tyrus entre la multitud asustada.
—¡Tyrus! —gritó, tratando de hacerse oír por encima del pánico general—. ¡Tyrus!
Él se giró hacia ella, y su expresión se ensombreció. Era evidente que la culpaba de esa situación. (Y con razón). Pero ella tenía que asegurarse de que por lo menos algunas personas escapaban de la ira de la Orden de Hierro y de las posibles consecuencias de la locura de Viego.
—¡Helia no aguantará! —gritó—. ¡Salve a sus alumnos! ¡Saque a los niños de la ciudad!
Tyrus la miró con furia y a continuación asintió con la cabeza y corrió hacia su casa de campo.
Con el corazón palpitante, Kalista ordenó a la Hueste que girase y emprendiese el último ascenso a la Torre Centelleante.
La luz de la tarde se estaba apagando cuando la Orden de Hierro empezó a arrasar las calles de Helia quemando, matando y saqueando. Normalmente una fuerza militar habría tardado horas en desembarcar y organizarse para un asalto de esas dimensiones, pero, al no contar prácticamente con oposición, la Orden de Hierro atacó rápido, saliendo en pequeños grupos al desembarcar. Cuando Kalista llegó a la Torre Centelleante y se aseguró de que los maestros estaban seguros dentro, salían gritos y humo de la ciudad.
La amplia plaza situada enfrente de la torre era un espacio grandioso destinado a subrayar la grandeza, opulencia y poder del consejo dirigente. Se trataba de una inmensa extensión de mármol rodeada por los cuatro costados de columnas y edificios de piedra clara. Unos largos estanques —en los que pequeñas cascadas impulsadas por unos mecanismos arcanos invisibles vertían sus aguas— recorrían cada lado de la vía de acceso principal, enmarcada por una hilera de árboles idénticos, todo diseñado para que la atención se centrase en la Torre Centelleante al fondo.
Ubicada sobre la grada superior de la ciudad, la plaza tenía una entrada principal. La Vía de los Sabios hacía pasar a quienes se acercaban a la torre por debajo de un gran arco, que era el punto más fácilmente defendible. El enemigo solo podía atacarte en una dirección, y el estrechamiento del arco garantizaba que no te podía rodear fácilmente. Por eso ese lugar fue el elegido por Kalista para situarse con Ledros y sus cincuenta soldados de la Hueste.
—¿Y no hay más accesos a la plaza? —preguntó la general al custodio con armadura blanca de mayor rango. Le había alegrado descubrir que hablaba camavorano.
—Ninguno que una fuerza armada importante pueda utilizar —dijo el custodio.
Kalista entornó los ojos.
—Pero ¿hay otros accesos?
—Solo uno. —El custodio señaló la parte norte de la plaza—. Una entrada a las cámaras poco utilizada. El acceso está cerrado con llave, y es tan estrecho que habría que entrar en fila.
—Enséñemelo.
Kalista dejó a Ledros supervisando a la Hueste y cruzó a toda prisa la plaza con el custodio. Era como el hombre lo había descrito. Una verja de hierro forjado cerrada con llave impedía el paso a una estrecha escalera que descendía unos cuatro metros y medio hasta algo que parecía un muro de piedra sólido.
—¿Eso es una puerta?
—En efecto, general. Solo la piedra angular de un maestro puede abrirla.
Kalista frunció el entrecejo. La Orden de Hierro no era famosa por su sutileza y prefería arrasar a sus enemigos con una carga en masa, pero ella no podía dejar una posible vía de ataque desguarnecida..., y menos con aquel guardián, Grael, al lado de Viego. Si el enemigo acudía allí, dispondría de libertad para atacar la torre o arremeter contra la Hueste por detrás.
—Mis soldados y yo nos quedaremos en el arco, pero no dispongo de suficientes para destinar a uno a esta verja —dijo—. No tengo autoridad sobre ustedes, pero si el enemigo penetra nuestras defensas, la torre caerá.
—Nosotros mantendremos con gusto esta posición, general —dijo el custodio sin titubear—. Por nuestras vidas, no pasará ninguno.
Kalista asintió con la cabeza.
—Es usted un orgullo para su orden, soldado.
El custodio se irguió al oír el elogio y la saludó golpeándose el pecho con el puño. Ella le devolvió el saludo y atravesó otra vez la plaza para volver con la Hueste.
—¿Aguantarán? —preguntó Ledros en voz baja, mirando a los custodios.
—La ofensiva principal de la Orden de Hierro vendrá aquí —dijo Kalista—. No creo que ataquen desde ese ángulo, pero si es el caso, los custodios deberían poder enfrentarse a ellos.
—¿Y si no pueden?
—Entonces estaremos rodeados.
Los gritos y los rugidos de los moribundos y sus asesinos resonaban más fuerte desde las gradas inferiores de la ciudad. Kalista preparó a sus soldados dando órdenes sucintas. Las tropas llenaron el estrecho arco formando hileras prietas de diez soldados de ancho y cinco filas de profundidad.
No tuvieron que esperar mucho.
Una oleada de ciudadanos helianos corrió hacia el arco. Cuando vieron que los camavoranos les cerraban el paso a la torre se asustaron, pero Kalista gritó una orden y la Hueste se dividió abriendo un pasillo en el medio.
—¡Deprisa! —chilló, haciéndoles pasar.
Sin embargo, muchos desconfiaban y eran reacios a acercarse a la masa de soldados armados, hasta que alguien de los suyos los animó.
La artífice Jenda’kaya daba gritos al tiempo que avanzaba corriendo. A instancias de ella, los ciudadanos asustados empezaron a entrar en manada por el hueco. La artífice se reunió con Kalista.
—Ya están aquí —dijo Ledros, tranquilamente.
Kalista vio aparecer a los primeros miembros de la Orden de Hierro. Solo eran un puñado de ellos, un grupo aislado que había tomado la delantera, deseoso de cobrar el botín y derramar sangre. Avanzaban en tropel, con sus caballos de guerra protegidos con corazas resoplando y echando espuma por la boca, matando a los rezagados con espadas y mazas.
—¡Rápido! —gritó Kalista, instando a pasar a más personas.
—Tenemos que cerrar la formación —propuso Ledros.
—Unos cuantos más —dijo Kalista entre dientes—. Usted también, artífice. Tiene que ponerse a salvo.
—Me quedaré con ustedes —dijo Jenda’kaya, sacando la reliquia que usaba de arma.
Para sorpresa de Kalista, también sacó una segunda, la pareja de la primera, pese a ser ligeramente distinta: fina y elegante, mientras que la otra era más cruel.
—Ha estado ocupada —dijo Kalista.
—Debería haber visto las otras cosas que he hecho en el taller —contestó Jenda’kaya.
—General —advirtió Ledros.
Kalista alzó la mirada y vio que la Orden de Hierro se aproximaba arrasando con todo. Aun así, había fácilmente cien personas inocentes entre los caballeros y el arco; no podía cerrar la formación en conciencia y dejarlos morir.
Entornando los ojos, calculó la distancia hasta el caballero que iba delante. A continuación, dio unos cuantos pasos adelante y arrojó la lanza con todas sus fuerzas.
El arma describió un arco elevado, un lanzamiento perfecto. Descendió rápido siseando por el aire y alcanzó al caballero entre el peto y el yelmo. Su corcel se encabritó agitando los cascos, y el hombre de la armadura cayó muerto antes de llegar al suelo.
—Lanza —ordenó Kalista, alargando la mano.
Un soldado le pasó otra, y avanzó corriendo para arrojarla. La lanza voló recta e impactó a un segundo caballero con suficiente fuerza para perforarle el peto y derribarlo de la silla de montar.
Otros tres caballeros siguieron adelante. Uno de ellos apuntó a Kalista con la espada y lanzó un grito, y los tres espolearon a sus caballos a cargar.
—¡Lanza! —mandó la general.
El siguiente caballero consiguió levantar el escudo justo a tiempo. Sin embargo, la lanza atravesó tanto la protección como el brazo del caballero, que se retiró rugiendo de dolor.
Los otros dos siguieron avanzando aproximándose a Kalista.
Al primero le alcanzaron dos abrasadoras ráfagas de luz de las armas de Jenda’kaya. Los rayos atravesaron el pecho del caballero, y su caballo se encabritó asustado dando coces y corcoveando.
El segundo se topó con la enorme figura de Ledros, que se interpuso delante de Kalista. Blandió su gigantesco escudo en forma de lágrima y apartó al caballo de guerra de un golpe. El animal cayó pesadamente y se desplomó con estruendo sobre las losas de mármol. Antes de que el caballero pudiese desenredarse de la silla de montar y el desesperado corcel, Ledros se acercó a él. Un golpe fuerte y el caballero se quedó inmóvil. El caballo recobró el equilibrio y se marchó corriendo, llevando al jinete muerto.
—¡Pasen todos! —gritó Kalista, y los ciudadanos que quedaban corrieron por debajo del arco.
Una vez que todos hubieron pasado, ordenó a sus soldados que volviesen a formar filas, y levantaron una barrera de lanzas y escudos.
El caballero herido se arrancó la lanza del brazo y la arrojó a un lado.
—¿Lanza? —preguntó Ledros.
Kalista negó con la cabeza.
—¡Dile a tu amo sin honor que estamos aquí! —gritó al último caballero—. ¡Dile que estamos esperándole si quiere enfrentarse a soldados de verdad, en lugar de masacrar a civiles desarmados como un cobarde!
El caballero herido le lanzó una mirada furibunda y acto seguido hizo dar la vuelta a su caballo y regresó galopando por donde había venido.
Kalista observó cómo se iba.
—Espero que sirva para darles tiempo a escapar a algunos habitantes de esta condenada ciudad.
—Que vengan, pues —dijo Ledros—. Los mataremos a todos juntos.
La artífice Jenda’kaya estaba cerca, mirando atentamente por el acceso al arco con las armas en ristre.
—Ha llegado la hora de que se vaya —le dijo Kalista.
—Puedo ayudar a retenerlos —protestó la artífice.
—No podremos retenerlos indefinidamente —dijo la general, en voz baja—. Son demasiados, y nosotros unos pocos. La ciudad caerá.
—Entonces me quedaré con ustedes hasta el final.
Kalista miró a los helianos que habían conseguido atravesar sus filas, quienes ahora se paseaban por el patio detrás de ella. No tenían adónde ir. Negó con la cabeza.
—No, Jenda’kaya. Sus armas no pueden caer en manos camavoranas. Son demasiado poderosas.
Jenda’kaya parecía tener sentimientos encontrados.
—Soy una centinela, y este es mi hogar. Mi deber es quedarme a luchar.
—Morir aquí con nosotros no servirá para proteger su hogar —dijo Kalista en voz queda—. Un buen general sabe cuándo no se puede ganar un combate y cuándo la mejor opción es la retirada. Le dolerá, pero estará viva. Viva podrá recobrar fuerzas y buscar a personas de confianza para que empuñen sus armas. Y luego volver y reclamar esta ciudad cuando llegue el momento. Mientras haya una ascua encendida, siempre se pueden expulsar las tinieblas. Siga con vida y mantenga esa ascua encendida.
La artífice se quedó desconsolada.
—¿Y adónde iremos?
—A los muelles —contestó Kalista—. Diríjase al barco en el que yo vine, el Halcondaga. La capitana, Vennix, es una buena mujer. Es de fiar. Ella le ayudará.
—¡No puedo dejarla morir aquí!
—Tiene que hacerlo —dijo Kalista—. Los retendré todo lo que pueda e impediré que entren en la torre. Le dará el tiempo que necesita. ¡Y, ahora, váyase!
Parecía que la artífice fuese a discutir.
—¡Váyase! —gritó Kalista—. ¡Si voy a morir aquí, por lo menos que mi muerte tenga un sentido!
Jenda’kaya la miró fijamente. Por una vez, su eterna sonrisa estaba ausente. Entonces asintió con la cabeza.
—Adiós, lady Kalista. Que sus Ancestros la reciban como la heroína que es. Y gracias.
Kalista se reunió con Ledros en la primera fila de la formación mientras la artífice llamaba a los demás helianos y los organizaba con presteza. En unos instantes, Jenda’kaya los había puesto en marcha y, después de decir adiós a Kalista con la mano, se los había llevado de allí.
—¿Cuánto crees que falta? —preguntó Ledros.
—No mucho —respondió Kalista.