CAPÍTULO 29
—Ahí vienen —rugió Ledros.
Una columna de caballeros vestidos con los tabardos gris pizarra de la Orden de Hierro apareció. Llenaban el ancho paseo de la Vía de los Sabios en dirección al imponente Arco de la Iluminación, donde aguardaban Kalista y sus soldados.
El gran maestro Hecarim iba montado en un caballo de guerra negro a la cabeza de sus caballeros. Se detuvo a unos cincuenta pasos, y la columna entera se paró con él. Incluso a esa distancia, su desprecio por sus enemigos era evidente.
Engalanados con gruesas armaduras de metal, a lomos de inmensos corceles cubiertos de acero y malla que bufaban, los miembros de la Orden de Hierro eran gigantes comparados con los guerreros de la Hueste y sus armaduras ligeras. Los soldados que rodeaban a Kalista llevaban corazas de cuero curtidas, yelmos de bronce y grebas de bronce sobre las pantorrillas, pero tenían los brazos y los muslos desprotegidos. Cada uno portaba un alto escudo ovalado, una lanza larga y una espada corta ceñida a la cintura, si bien parecían armas simples y ligeras comparadas con la mole de la Orden de Hierro. La Hueste se había convertido en una fuerza de combate extraordinariamente disciplinada bajo la dirección de Kalista, aunque la aristocrática Orden de Hierro era la Orden de Caballería más potente que existía, con las mejores espadas y armaduras existentes.
La Hueste no se había enfrentado a ninguna Orden de Caballería, ni siquiera durante la instrucción, pues los caballeros de origen noble no se dignaban rebajarse de esa forma. Incluso en la guerra, las distinciones establecidas entre la nobleza y las personas de humilde cuna se mantenían.
Hasta hoy.
En Ledros la Hueste tenía a su propio gigante. Cubierto de la gruesa armadura de metal y la malla que su rango recién adquirido le concedía, era media cabeza más alto que el caballero más corpulento de la Orden de Hierro, y su presencia infundía fuerza a sus compañeros.
No obstante, había inquietud en las filas, y Kalista volvió la espalda a la Orden de Hierro para dirigirse a sus soldados. Los caballeros todavía no estaban listos para atacar. La general disponía de unos instantes.
—¡Solo son personas de carne y hueso, nada más! —declaró, avanzando junto a la primera fila—. ¡Se enfrentarán a nosotros y morirán bajo nuestras lanzas, como todos los enemigos a los que hemos hecho frente y hemos vencido! ¡Todavía no nos temen, pero lo harán, y utilizaremos su arrogancia contra ellos!
Todas las miradas estaban puestas en ella. Esos cincuenta soldados eran los mejores de la Hueste, los más leales y aguerridos de su ejército. Todos eran veteranos que habían luchado a su lado durante años. No le fallarían.
—A pesar de sus galas y su riqueza, no son mejores que ninguno de vosotros —continuó—. Son débiles, pues nunca han tenido que luchar por su posición. Se lo han servido todo en bandeja de plata, todos los privilegios, todos los honores, mientras que vosotros habéis tenido que luchar por todo cada día de vuestras vidas. Y eso os hace más fuertes de lo que ellos podrán ser jamás.
Kalista desplazaba la mirada de unos ojos a otros.
—Yo vengo de ese mundo de privilegios. Sería una hipocresía aparentar lo contrario. Todo lo que tengo me ha sido regalado. Nunca he tenido que luchar por ello, y jamás he tenido que preocuparme por la próxima comida que llevarme a la boca. La diferencia entre ellos y yo es que yo os comprendo. Os conozco. He luchado a vuestro lado y he sangrado con vosotros. Conozco vuestro valor, como soldados y como hombres y mujeres. ¡Oídme bien —rugió, alzando la voz en un crescendo—, y sabed por los Ancestros que no miento cuando digo que sois mejores que todos ellos! Ellos luchan por codicia. ¡Nosotros luchamos por honor! ¡Y hoy les enseñaréis a teneros miedo! ¡Hoy mataremos a todos los nobles malnacidos que intenten pasar por aquí y les haremos pagar con sangre cada paso que den!
La Hueste saludó alzando las lanzas y asintió rugiendo. Ninguno gritó más fuerte que Ledros, que estaba en el centro con su gruesa espada en alto.
Kalista se giró y se reincorporó a las filas.
Más allá, la Orden de Hierro por fin estaba lista para atacar. Y, con un gesto despectivo, Hecarim envió a cien caballeros a la batalla.
—Ni siquiera viene a enfrentarse a nosotros en persona —gruñó Ledros.
—Vendrá —contestó Kalista—. Cuando acabemos con todos los que nos manda, la vergüenza y la furia lo traerán hasta aquí. Y entonces también lo mataremos a él. Los Venerados Ancestros los perseguirán a él y a su traicionera orden de perjuradores en el Más Allá. Nunca tendrá paz.
Sonó un toque de cuerno, y la Orden de Hierro avanzó en tropel azuzando a sus caballos de guerra hasta ponerlos al galope.
—¡Por la general! —rugió Ledros, y cincuenta voces repitieron el grito.
La barrera de caballos y metal se dirigía a ellos con estruendo, imparable como una avalancha, pero la Hueste se enfrentó a ella sin vacilar. Sin embargo, habría sido un error pensar que no tenían miedo. La propia Kalista lo sentía. Por eso le faltaba el aliento y respiraba entrecortadamente, y el corazón le latía con fuerza. Tenía las palmas sudorosas y la boca seca como arena del desierto. El valor, como bien sabía, no era la ausencia de miedo; era hacer lo que había que hacer a pesar de tener miedo.
El estrecho frente de debajo del arco obligó a la formación de caballeros a encogerse y asegurarse de que no podían rodear a la pequeña fuerza enemiga, ni atacarlos por un costado. Cuando los caballeros se encontraban a no más de veinte pasos, Kalista dio la orden.
—¡Ahora! —rugió, mientras se agachaba y colocaba la lanza plantando los pies sobre su base para mantenerla firme.
La primera fila entera hizo lo mismo, al igual que la fila de detrás, y la tercera, presentando una barrera de lanzas formada por tres gradas.
La cuarta fila arrojó sus lanzas por encima de las tres primeras directamente a los caballeros que se acercaban. Los caballos chillaron y se encabritaron, y los caballeros cayeron de sus sillas de montar. Otros caballeros pisaron a los caídos, y sus corceles tropezaron y se desmoronaron.
La hilera que llegó hasta la Hueste era dispersa e irregular, y muchos caballos de batalla se plantaron, girándose y corcoveando para evitar la barrera de lanzas situada frente a ellos. Otros, impulsados por el miedo y todos los que tenían detrás, siguieron adelante.
Kalista empujó la lanza por debajo de la barbilla de un caballero, mientras Ledros derribaba a otro de la silla de montar de un brutal espadazo.
Los caballeros desplomados al suelo por los caballos asustados eran eficientemente despachados por los soldados de Kalista. Más de unos cuantos miembros de la Hueste cayeron aplastados bajo cascos y caballos derribados, o abatidos por espadas. Pero, en aquel espacio reducido, cada caballero se enfrentaba a tres o cuatro soldados de infantería plebeyos, y daban con sus huesos en el suelo uno por uno.
El punto fuerte de los caballeros era su velocidad y la potencia de su carga, pero, en los limitados confines bajo el Arco de la Iluminación, ambas cualidades se veían mitigadas. La Hueste había resistido contra el ataque de los caballeros, y ahora la batalla se inclinaba a su favor.
Por muchos combates en los que Kalista participase, el sonido ensordecedor, la aglomeración claustrofóbica, el hedor y el horror de la matanza seguían siendo sobrecogedores, casi insoportables. Poco podía hacer uno para prepararse. Sinceramente, le habría perturbado si se hubiese insensibilizado a ello.
La Orden de Hierro había perdido todo el ímpetu y se mostraba titubeante, y, gritando una orden, Kalista intensificó la presión contra los caballeros. La Hueste avanzó empujando con sus lanzas. Los caballeros se vieron obligados a retroceder, y sus caballos empezaron a asustarse al topar con los que empujaban hacia delante por detrás de ellos.
Ledros derribaba a espadazos todo lo que se acercaba a él. Sus fuertes golpes atravesaban armadura, carne y hueso, y cada ataque desesperado contra su persona era desviado sin contemplaciones con su inmenso escudo. El astil de la lanza de Kalista estaba resbaladizo de la sangre, pero no se le escapaba de la mano mientras mataba y volvía a matar.
Kalista arrancó su lanza de un caballero abatido y descubrió que se había abierto un hueco frente a ella. Sin detenerse, lanzó su arma gruñendo y derribó a otro enemigo antes de arrebatar otra lanza de los dedos sin vida de un compañero caído. Cuando Ledros eliminó a otro más, la determinación de los caballeros se hizo añicos.
La batalla se convirtió en una escaramuza desesperada y luego en una carnicería mientras los caballeros supervivientes trataban de hacer dar la vuelta a sus corceles. Atrapados entre los soldados implacables y metódicos de la Hueste y sus propios compañeros, los caballeros fueron abatidos sin piedad.
La formación entera de caballeros fue aplastada en unos instantes, y muchos murieron a manos de los vengativos soldados que avanzaban tras ellos. Kalista dio una orden, y la Hueste se detuvo antes de abandonar los confines de debajo del Arco de la Iluminación. Si se hubiesen aventurado al espacio abierto, a Hecarim le habría resultado sencillo rodearlos y masacrarlos. A ella no le habría extrañado que ese fuese el plan del gran maestro desde el principio. Muchos nobles creían que los soldados de baja cuna eran indisciplinados e imposibles de controlar. A Kalista le alegró demostrar lo contrario.
Ledros se secó el sudor de la frente sonriendo.
—¡Ha sido una victoria para la posteridad! —rugió—. Puede que todavía caigamos, pero nadie que se entere de lo que ha pasado aquí volverá a mirar por encima del hombro a la Hueste.
Los soldados de la Hueste estaban alegres y sonreían, gozando de lo que habían conseguido. Kalista estaba profundamente orgullosa, y, aunque no sentía la misma euforia (porque sabía que esa victoria sería fugaz), hizo caso omiso del agotamiento y forzó una sonrisa. «Que disfruten del momento».
—Han sido arrogantes y nos han subestimado —dijo en voz baja, para que solo Ledros la oyese—. No volverá a pasar.
—Lo sé. —Ledros sonrió—. Pero aun así es un momento para saborear.
Kalista desvió la vista con cansancio al campo de batalla, hacia Hecarim. El gran maestro estaba sentado inmóvil en la silla de montar, con las facciones ocultas bajo el yelmo, pero su rígido lenguaje corporal lo decía todo. Bullía de ira y ardía de vergüenza. «Bien». Un comandante furioso corría riesgos y tomaba decisiones imprudentes. Y, cada momento que la Hueste y ella resistían, los helianos tenían más tiempo para escapar.
Cadáveres de caballeros, soldados plebeyos y caballos se hallaban esparcidos por el espacio sombreado bajo el Arco de la Iluminación, y la piedra lisa del suelo estaba resbaladiza de la sangre. «Eso será un problema». Pero no se podía hacer mucho al respecto, y era tan peligroso para el enemigo como para sus propios soldados.
Sin perder de vista a la Orden de Hierro, Kalista ordenó que retirasen los cadáveres del arco. Los miembros de la Hueste fueron trasladados a toda prisa a la plaza y alineados en hileras ordenadas. Entre los ojos les pintaron con sangre una marca de tres puntas para acelerar su paso al Más Allá y garantizar que fueran reconocidos y bien recibidos por los Venerados Ancestros. De los heridos, todos menos los más graves siguieron en la línea, decididos a luchar hasta el fin.
Los cadáveres de los caballeros abatidos y sus corceles fueron empujados hacia delante formando una barrera improvisada contra nuevos ataques de la Orden de Hierro.
—El rey está aquí —dijo Ledros en voz queda.
Kalista miró al otro lado del espacio abierto entre las dos fuerzas. Allí estaba Viego, todavía con Isolde en brazos. El guardián permanecía a su lado, envenenándole el oído. El rey estaba furioso y gritaba a Hecarim. Sus palabras no llegaban hasta la Hueste, pero su intención era evidente.
Quería a todos los que se interpusiesen en su camino muertos. «Ya».
—¡Un momento! —susurró Ryze, asomándose a la esquina del edificio.
Detrás de él, Tyrus se agachó entre las sombras del callejón con los tres niños huérfanos a su cargo. Ryze se escondió cuando un par de caballeros pasaron con gran estruendo. Esperó a que desapareciesen a la vuelta de la siguiente esquina y miró hacia atrás a Tyrus. El adepto buscador tenía al niño pequeño, Tolu, en brazos, mientras que las gemelas, Abi y Karli, se hallaban detrás de él. Los tres niños estaban callados y pálidos, con los ojos muy abiertos.
—Tenemos que irnos ya —dijo Ryze.
Tyrus asintió con la cabeza.
—¿Listos, niños? ¡Vamos! ¡Rápido!
Ryze corrió delante, atento a los peligros. Era un caos. Había estatuas derribadas, con las cabezas separadas de los hombros, y carros y carretas volcados. Un taller de encuadernación ardía en llamas llenando el aire de cenizas y humo. Por la calle resonaban gritos y chillidos, acompañados del espantoso sonido de hombres riendo.
También veían cuerpos tendidos donde les habían quitado la vida. Ryze procuró que su mirada no se detuviese en ellos. Mirando hacia atrás, se percató de que Tyrus hacía todo lo posible por proteger a los niños de la imagen, pero era casi imposible.
Una de las gemelas se quedó inmóvil mirando el cadáver de una mujer. A Ryze le dio un vuelco el corazón. Oyó ruido de cascos que se acercaban a través del humo y susurró a Tyrus.
—¡Vienen más! ¡Rápido!
Tyrus se arrodilló junto a la niña y cerró con delicadeza los ojos de la muerta. Ryze no oyó lo que su maestro murmuró a la niña, pero ella asintió con la cabeza secándose las lágrimas y agarró la mano de Tyrus.
—¡Aquí! —los apremió Ryze, haciéndoles señas con la mano hacia otro callejón que atajaba entre las calles.
Se situó en la entrada del callejón y se aseguró de que ninguno quedaba atrás. Un par de jinetes aparecieron a lo lejos galopando por la calle, riendo y bromeando. Ryze vio unos artefactos dorados que sobresalían de sus alforjas y sangre salpicada en sus tabardos. Cerró los puños.
—Este no es el momento, Ryze —dijo Tyrus, a su lado.
El chico asintió con la cabeza tragándose la ira y se metió en el callejón detrás de los demás.
—¿No deberíamos ir a las cámaras de debajo de la ciudad? —preguntó—. Podríamos escondernos allí durante meses sin que nos encontraran.
Tyrus negó con la cabeza.
—El hambre o la sed acabarían con nosotros, aunque ellos no nos localizaran —dijo de manera que solo Ryze le oyese—. No, tenemos que salir de la ciudad. Iremos hacia el norte, al Barrio de los Escribas. Allí las calles son más estrechas. Será más fácil pasar desapercibidos. De allí, nos desplazaremos al norte, hacia el Viejo Bosque.
—Hay mucha distancia por campo abierto hasta la línea forestal —apuntó Ryze.
Tyrus asintió con la cabeza.
—Tendremos que esperar a que anochezca.
Ryze alzó la vista al cielo. Todavía faltaban como mínimo dos horas hasta entonces.
—Debemos buscar un lugar para escondernos.
—Este sitio no es seguro —dijo Tyrus—. Estamos demasiado cerca de la calle principal.
Como para subrayar ese punto, sonó un grito procedente de la calle que acababan de abandonar.
—¡Registrad los edificios! —escupió una voz áspera hablando en camavorano—. ¡Matad a todo el que encontréis!
—Vámonos —dijo Tyrus.
Ryze tomó otra vez la delantera y guio al grupo a través de la destrucción de Helia.
La culpa lo acosaba como un espectro. Si no hubiese ayudado al guardián psicótico a acceder a la Fuente de las Eras, ¿habrían regresado los camavoranos? Estaba seguro de que la respuesta era negativa.
Después de media hora que transcurrió con tensión, se encontraban en el Barrio de los Escribas. Parecía que estaban detrás de la fuerza principal enemiga. Las calles presentaban signos de violencia, con puertas derribadas y fuegos encendidos, pero no vio rastro de los camavoranos. Bajo las botas de Ryze crujieron cristales rotos mientras echaba un vistazo al interior de un almacén abandonado. Había sido saqueado, con las cajas y las mesas volcadas y rotas.
—Este sitio parece tan bueno como cualquier otro —dijo Tyrus.
—Ya lo han saqueado, así que no deberíamos correr peligro mientras no nos oigan ni nos vean —observó Ryze.
Tyrus asintió con la cabeza e hizo pasar al grupo.
—Nos refugiaremos aquí hasta que anochezca —les dijo—. Será más seguro moverse de noche.
Después de bloquear la puerta con una barricada, Ryze empezó la guardia situándose de manera que pudiese vigilar desde detrás de la ventana con los postigos cerrados. Tyrus encontró comida en una cocina, y una vez que los niños comieron hasta saciarse y se tranquilizaron, fue a sentarse junto a Ryze. Le dio a su aprendiz un pedazo de pan, y los dos compartieron un trozo de queso cortándolo con un pequeño cuchillo.
—¿De verdad cree que Kalista nos traicionó? —preguntó Ryze, masticando el pan duro.
Tyrus suspiró.
—No —contestó el maestro finalmente—. Me temo que la manipularon, pero creo que solo hizo lo que consideraba correcto.
—¿Cómo consiguieron que la niebla se abriera?
—Vi a uno de ellos usar una piedra guía de una manera que ni siquiera sabía que fuera posible —dijo—. Abrió la niebla como si fuera una cortina, y gracias a eso la niebla entera pudo pasar.
—¿Una piedra guía? Pero ¿cómo se han hecho con una?
Tyrus lanzó un profundo suspiro y agachó la vista, dejando caer los hombros.
—Poco antes de que Kalista se fuera, dejé a ese guardián, Grael, hablar con ella. ¿Te acuerdas de él? ¿El tipo extraño que llamó por error a la puerta de mi casa? Ahora me pregunto si fue un error de verdad.
Al oír el nombre de Grael, Ryze se puso tenso, pero permaneció en silencio.
—Lo único que se me ocurre es que él consiguió encontrar una piedra guía en algún lugar de las cámaras —continuó Tyrus— y que se la dio a lady Kalista. ¡Qué tonto fui dejándole hablar con ella! Siempre supe que era raro, pero nunca imaginé que planearía destruir todo lo que hemos construido en Helia. Puede que todo esto sea culpa mía.
Tyrus agachó la cabeza desesperanzado. Ryze nunca había visto así a su maestro, y no estaba seguro de cómo reaccionar. Le pesaban la vergüenza y la culpa, y por un momento estuvo a punto de confesar sus errores... pero no logró sacar fuerzas de flaqueza. Se quedaron sentados en silencio un rato considerando sus respectivos fracasos.
—Si lo que supone es cierto —dijo Ryze, rompiendo el silencio—, entonces la culpa es del guardián, no de usted.
Incluso a él le sonó falso. ¿Intentaba aliviar simplemente su propia culpa?
—Tal vez —concedió Tyrus—. Y desde luego fue arrogante no plantearnos nunca que la niebla nos fallaría. Hace tiempo que los Centinelas nos lo advirtieron y nos recomendaron que estuviéramos preparados. Pero no les hicimos caso.
—¿Fueron...?
Ryze se calló al oír pisadas que se acercaban y cristales que crujían bajo botas pesadas en el exterior.
—Son imaginaciones tuyas —dijo una voz áspera. Ryze reconoció enseguida el idioma como camavorano y se apartó de la ventana.
—Te lo aseguro, he oído voces —declaró una segunda voz—. Aquí todo el mundo nada en la abundancia. Si hay supervivientes, tendrán oro.
—Esto es una pérdida de tiempo. ¡Venga, ya has oído el cuerno del Heraldo de Hierro! ¡El gran maestro nos llama!
Las pisadas pasaron por delante de la ventana, y Ryze y Tyrus permanecieron inmóviles, sin atreverse apenas a respirar.
Se hizo el silencio...
Entonces echaron la puerta abajo a patadas.
Grael sonrió mientras otra oleada de caballeros cargaba hacia el pequeño grupo de soldados de infantería camavoranos reunidos debajo del Arco de la Iluminación. Su sonrisa se ensanchó cuando una docena de caballeros cayeron abatidos por las lanzas arrojadas contra ellos.
Le daba igual que Kalista y sus soldados estuviesen preparando la defensa desesperada de los maestros, y también que estuviesen venciendo otra vez a los caballeros. Gozaba del tumulto y el caos, del pánico y la confusión. Los gritos de los moribundos eran la música más dulce para sus oídos, y le hacía reír que los asustados maestros encerrados en la torre oyesen esas muertes, conscientes de que las suyas estaban cerca.
La defensa no podía durar, aunque aguantaban con firmeza. Estaban repeliendo ese último asalto con la eficacia con que habían repelido los otros. De hecho, esa oleada resultó todavía más desastrosa para la Orden de Hierro, pues la barrera de la infantería les impedía pasar a la vez que ofrecía cierta defensa a los soldados de a pie.
Grael observó cómo el gigantesco hombre que había acudido a los muelles en defensa de Kalista atravesaba soldados a diestro y siniestro, cortando como un carnicero en su tabla, y vio la figura ágil de Kalista desplazándose por el combate como una bailarina y empalando enemigos con cada lanza que arrojaba.
La carga fracasó una vez más, los caballos resbalaron y se asustaron, y más caballeros fueron arrastrados de sus sillas de montar y acuchillados en el suelo mientras sus monturas huían. El rey camavorano rugió de furia escupiendo saliva por la boca.
—¡Me da igual si tu orden se desangra hasta el final! ¡Despeja el camino! —gritó al jefe de los caballeros, Hecarim—. ¡Mándalos a todos!
Grael rio disimuladamente, divirtiéndose con la locura del rey extranjero. Se estaba desquiciando rápido, pero eso al guardián le parecía bien.
Por su parte, el gran maestro parecía igual de enfadado, con la cara enrojecida bajo el yelmo. En la entrada del arco había tantos cadáveres que otra carga de caballería sería inútil. Bajó de la silla de montar y lanzó airadamente las riendas a su escudero gritando órdenes. Los otros caballeros siguieron su ejemplo desmontando y asegurándose de que se llevaban sus caballos. Con su guja de cruel hoja sujeta con las dos manos, Hecarim ordenó que avanzasen, decidido a poner fin al asunto de una vez por todas.
El rey también parecía decidido a luchar y ordenó a dos caballeros que estaban cerca que llevasen a la reina. La sonrisa de Grael se desvaneció. Una enorme hoja reluciente apareció de la nada en las manos de Viego, y su sonrisa se convirtió en una expresión ceñuda. Eso no encajaba en su plan. Si el rey luchaba, podía caer. No, lo necesitaba vivo..., al menos hasta que sus soldados despejasen el camino hasta la Fuente de las Eras.
—Hay otra entrada a la plaza, señor rey —murmuró Grael—. Una entrada menos protegida que esta.
—¿Qué? —dijo Viego, girando la cabeza de golpe en dirección a él—. ¿Por qué no lo has dicho antes?
Grael se encogió de hombros.
—No pensaba que esa chusma fuese a retener a sus soldados.
—Háblame de esa otra entrada —dijo Viego, y la sonrisa del guardián volvió a dibujarse en su rostro.