CAPÍTULO 31
Ryze, Tyrus y los espantados niños se hallaban agachados detrás de un muro bajo. Estaban en las afueras de Helia, mirando al Viejo Bosque a través del campo. El límite forestal estaba muy cerca, pero una docena de caballeros situados sobre la colina se interponían entre ellos y la seguridad del bosque, con sus lúgubres siluetas contra la puesta de sol, observando.
—¿Cree que podremos pasar? —preguntó Ryze.
Antes de que Tyrus pudiese contestar, un puñado de helianos salió de su escondite a cierta distancia al este corriendo desesperadamente hacia el bosque. Como sabuesos atraídos por el olor de la presa, tres caballeros hicieron girar a sus corceles y galoparon para interceptarlos. Recorrieron el terreno a una velocidad asombrosa, agazapados en las sillas de montar y levantando grandes terrones con los cascos de los caballos. Sin reducir la velocidad, saltaron por encima de los muros que separaban los campos y bajaron las lanzas.
—Ni se van a acercar —susurró Ryze, horrorizado.
—No miréis, niños —dijo Tyrus, abrazando a los pequeños y atrayéndolos hacia sí.
Unos gritos resonaron por el campo cuando los caballeros arrollaron a los helianos. Los que sobrevivieron a la primera carga se dispersaron, pero los camavoranos se limitaron a girar y galopar tras cada hombre y mujer que huía. Eran metódicos e implacables, y, cuando hubieron terminado, rieron y volvieron a medio galope con los otros caballeros y retomaron la vigilia.
—Creo que eso responde a tu pregunta —dijo Tyrus.
Ryze asintió con la cabeza.
—Podríamos esperar a que anochezca.
Tyrus negó con la cabeza.
—Esto está demasiado desprotegido. Creo que tendremos que buscar otra forma de salir de la ciudad. Helia está perdida.
—¿Las puertas del sur, quizá?
—Están demasiado lejos —dijo Tyrus—. Y los niños están agotados.
Ryze frunció el ceño mientras consideraba las opciones.
—Lo siento, Ryze —dijo Tyrus bruscamente.
Ryze lo miró, confundido ante la repentina disculpa.
—¿Por qué?
—He sido demasiado duro contigo —dijo Tyrus—. Te he ocultado cosas. Sé que te he hecho sentir frustrado por no ayudarte a utilizar tu poder innato.
—No pasa nada —dijo Ryze, sintiéndose culpable. Tenía muy presente el pesado libro encuadernado en piel que llevaba sujeto al cinturón. Hasta el momento, Tyrus no había preguntado por él—. Solo estaba cuidando de mí. Ahora lo entiendo.
—Sí que pasa —repuso Tyrus—. Intentaba protegerte, pero lo he hecho todo mal, y lo siento. Eres capaz de mucho más de lo que yo creía, ahora lo veo. Si salimos de esta, te prometo que las cosas cambiarán.
—Bueno, yo no he sido precisamente un aprendiz ejemplar —reconoció Ryze, apartando la vista—. Si salimos de esta, los dos podemos mejorar. Empezar de cero.
Tyrus asintió con la cabeza.
—Pero antes tenemos que salir de la ciudad.
—¿Y los muelles? —dijo Ryze, ladeando la cabeza.
—Explícate.
—Me imagino que la mayoría de los enemigos están avanzando al interior de la ciudad, o en las afueras buscando rezagados. Ahora mismo nosotros estamos detrás de su fuerza principal. Probablemente no tengan una gran retaguardia, pues, ¿qué hay que los ponga en peligro? No estamos lejos del puerto. Propongo que vayamos hasta allí sin que nos vean, busquemos un bote y escapemos por mar.
Tyrus se acarició la corta barba.
—No es mala idea —observó.
—¿De verdad? —dijo Ryze.
Tyrus asintió con la cabeza.
—Hagámoslo.
Grael recorría la Torre Centelleante al lado de Viego, mientras los dos caballeros que llevaban a la reina avanzaban a toda prisa detrás. Se reía al ver que los maestros huían despavoridos de ellos. Se sentía como un rey. No había nadie que pudiese negarle lo que pretendía. Todos sus privilegios y sus derechos, toda su riqueza y sus contactos no servían para nada. Ninguna de sus patéticas normas para impedir que las personas como él entrasen en su exclusivo club valían algo ahora. Grael era ahora quien tenía el poder. Y ahora ellos se arrastrarían ante él.
Llegaron a una puerta gigantesca vigilada por un par de custodios protegidos con armaduras ornamentadas, con unas espadas ceremoniales bajadas.
—Por antiguo decreto, solo los maestros de la Hermandad pueden entrar —recitó uno de ellos.
—Ahora nosotros somos vuestros maestros —dijo Grael entre dientes.
—Nuestros juramentos son nuestras vidas —terció el otro guardia.
—¿Qué dicen? —soltó Viego, que no entendía su forma de hablar.
—Que morirán antes que dejarnos pasar.
—Entonces la muerte es lo que se llevarán.
Un instante después fueron eliminados, aplastados contra la puerta por el poder de la hechicería de Viego, con las armaduras estrujadas como el papel.
Grael abrió la puerta de golpe y entró con descaro en el santuario más sagrado de la torre.
Todo era de mármol y oro. Los techos abovedados eran tan altos que desaparecían en las sombras, y cada uno de los arcos que rodeaban los extremos de la habitación tenía un reluciente sigilo dorado. Una arcana luz verde azulada parpadeaba en los candeleros fijados a las paredes e iluminaba al grupo de maestros encogidos de miedo en el interior. Parecían patéticos, apiñados unos con otros y temblando como un rebaño de ovejas asustadas. Dos custodios más se hallaban delante de los maestros, pero no había forma de que aquellos pobres pastores pudiesen luchar contra esos lobos.
—¡Esto es una afrenta y una abominación! —declaró una maestra, visiblemente asustada pero mostrándose desafiante—. ¡Dese la vuelta ahora mismo! ¡No siga adelante, señor rey! ¡No sé qué retorcidas promesas ha hilado la araña inmunda que tiene al lado, pero son mentira!
Grael sonrió al reconocer a la persona que hablaba.
—Jerarca Malgurza —dijo, sonriendo ante la promesa de sufrimiento—. Esperaba encontrarla aquí.
—Eres un gusano repugnante, Erlok Grael —le espetó Malgurza—. No eras apto para entrar en este santuario sagrado hace quince años, y distas mucho de serlo ahora. Eres una vergüenza, un hombrecillo aborrecible que nunca ha sido capaz de aceptar sus fracasos.
—Y, sin embargo, cuando se ponga el sol, seguiré aquí, victorioso, mientras que usted estará muerta en el suelo. Nadie se acordará de usted.
—Basta de cháchara —soltó Viego, avanzando con Santidad lista, claramente resuelto a matar a Malgurza y a los demás.
—Un momento —gritó Grael, abandonando su servil deferencia al rey.
Viego se dio la vuelta hacia él, agitando el pelo largo. Tenía los ojos desorbitados de locura y furia.
—¿Cómo osas...?
—Me necesita —replicó Grael, escupiendo las palabras—. No puede llegar a la Fuente de las Eras sin mí. —Viego parecía a punto de atravesarlo, y Grael suavizó el tono—. Paciencia, gran rey. Su reina le será devuelta. Pero tenemos que manejar este asunto correctamente.
Viego miró a su esposa sin vida portada por los dos caballeros y asintió bruscamente con la cabeza.
—Date prisa —dijo altivamente—. Consigue lo que necesites de estos desgraciados y marchémonos.
Grael le dedicó una reverencia burlona y se giró otra vez hacia Malgurza.
—Veo que tiene una piedra angular colgada del cuello —le dijo—. Se la voy a quitar.
La mujer estiró el brazo y tocó inconscientemente la piedra triangular engastada en su sigilo oficial.
—Oh, sí, sé lo que es y lo que abre. —Grael rio—. Debe de resultar terrible saber que al final fue usted la que me proporcionó la última llave a la Fuente de las Eras.
—No te servirá.
—¿Porque necesito dos? Sí, eso también lo sé.
Malgurza no pudo ocultar su sorpresa, pero recobró rápido la compostura.
—Podrás quitarme la mía, pero nunca encontrarás una segunda piedra angular.
—Ya tengo una.
Ella entornó los ojos.
—Mientes.
—Hace más de cien años desapareció un maestro, un maestro que llevaba el mismo sigilo que usted lleva. Ustedes creyeron que se fue de la isla y que cayó en el olvido, tal vez en un naufragio. Pero nunca abandonó estas costas.
—El anciano Holdon —susurró la jerarca.
—El anciano Holdon. —Grael asintió con la cabeza. Incapaz de desaprovechar la oportunidad de regodearse, sacó la piedra angular para que Malgurza la viese—. Es increíble las puertas que abre una de estas. ¿Sabía que también permiten acceder a la Cámara del Buscador?
—De ahí es de donde sacaste la piedra guía que les diste a los camavoranos.
—Muy bien —dijo Grael—. Cualquiera diría que a los maestros se les ha concedido demasiado poder, ¿no? Y ahora..., deme su piedra angular.
—No pienso dártela.
Grael sonrió.
—Esperaba que dijera eso.
Lanzó la hoz, y la cruel hoja se clavó profundamente en el pecho de la jerarca Malgurza con un horrible ruido sordo. La anciana se quedó mirando el arma con la boca abierta, sin comprender, antes de desplomarse al suelo.
Grael se giró hacia los restantes maestros, con los ojos fríos y sin vida.
—Ya puede matarlos, gran rey —dijo.
Hecarim rugió furioso blandiendo su guja de hoja curva.
Kalista se agachó por debajo del letal mandoble, y la hoja se clavó en el cuello de un caballero en el que se hundió profundamente. La general asestó la lanza hacia arriba, pero el gran maestro la apartó con el mango de su arma y continuó con una estocada que ella esquivó por los pelos.
—¡Escúchame! —gruñó Kalista, antes de que pudiese volver a arremeter—. ¡Hay que detener a Viego!
Hecarim resopló y atacó. Kalista desvió el golpe, pero la fuerza del impacto le dejó las manos temblando. Aun así, contraatacó dos veces dando a su enemigo en el pecho y el gorjal. No le causó ningún daño real, pero hizo retroceder un paso a Hecarim, circunstancia que brindó un respiro momentáneo a la general.
—¡Escucha, Hecarim! —murmuró—. ¡Si Viego llega a la Fuente de las Eras, podría desembocar en un desastre! ¡No podemos permitir que siga adelante con lo que planea!
—Me da igual lo que quiera hacer. ¿Y hablas tú de desastres? —Hecarim rio—. ¡Mira a tu alrededor! ¡Esta ciudad ha caído!
Volvió a arremeter contra ella empujando con su guja, pero ella se apartó y le atacó a su vez lanzándole una estocada a la cara. Él se giró en el último momento, y el golpe le alcanzó en el yelmo y le echó la cabeza hacia atrás.
—¡No seas insensato! ¡Tú tampoco escaparás a lo que Viego puede provocar!
—¿Te han dicho eso los maestros de esta isla? —Hecarim movió la cabeza riendo—. ¿Y les has creído?
Lanzando un rugido, el gran maestro avanzó para derribarla al suelo.
Sin embargo, de repente allí estaba Ledros, al lado de ella. Chocó contra Hecarim con su enorme escudo e hizo perder el equilibrio al gran maestro. La espada de Ledros hendió el aire, y Hecarim la evitó por poco apartándose desesperadamente.
—¡Enfréntate a mí, cobarde! —bramó, lanzando un fuerte golpe hacia abajo a la cabeza de Hecarim.
El gran maestro desvió la espada con un diestro movimiento rápido de la guja y contraatacó hacia la cara de Ledros. El corpulento hombre apartó la cabeza, pero la cruel hoja le cortó en el cuello.
—¡Malnacido plebeyo! —gruñó Hecarim—. ¿Piensas desafiarme?
Ledros rugió y estrelló su escudo contra Hecarim y lo obligó a apartarse más de Kalista. Pero se había expuesto saliendo de la línea, y ella luchó desesperadamente por impedir que los demás caballeros lo atacasen por el flanco. La general desvió un golpe dirigido a su lado ciego, dio un gran salto y bajó de la espalda de un guerrero abatido para clavar la lanza en el cuello del caballero.
Tratando de ganar espacio, Hecarim blandió la guja a su alrededor como un loco. Ledros recibió un impacto en el escudo, que quedó deformado, y devolvió la agresión, un fuerte golpe impulsado por la ira que Hecarim paró a la desesperada.
Un caballero se abalanzó sobre Ledros por un lado, pero Kalista lo vio venir y atacó primero asestándole un golpe mortal. Sacó el arma de un tirón, y el caballero cayó, pero gritó al ver que Hecarim clavaba la guja en el torso de Ledros.
El robusto hombre sacudió su escudo roto y agarró el mango de la guja de Hecarim. Hecarim luchó por que la soltase, pero parecía que estuviese atrapada en una piedra. Lanzando un golpe devastador, Ledros bajó la espada sobre el hombro de Hecarim. El gran maestro esquivó el impacto retorciéndose, pero le torció la armadura y le alcanzó la piel.
Hecarim gritó de dolor y cayó de rodillas. Ledros arrebató la guja al gran maestro con una mueca y la lanzó a un lado.
—Muere sabiendo que fue un malnacido plebeyo quien te venció —dijo, alzando bien alto la espada.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! —murmuró Ryze, escondiéndose detrás de una carreta volcada.
Tyrus y los niños lo imitaron agachándose.
—¿Qué pasa? —susurró Tyrus—. ¿Enemigos?
Ryze se llevó un dedo a los labios para solicitar silencio, y un instante después oyeron a varios individuos que se acercaban a buen paso, pisando fuerte con sus botas. El aprendiz aspiró acumulando poder, y unas runas brillantes le aparecieron en los antebrazos mientras cerraba los puños.
Esperaba que su maestro tratase de detenerlo, pero Tyrus simplemente asintió con la cabeza y esbozó moviendo mudamente los labios: «Ten cuidado».
Las pisadas se aproximaron, y Ryze saltó de detrás de la carreta, listo para dar rienda suelta..., pero se paró en seco al encontrarse cara a cara con una mujer menuda y aguerrida con el pelo blanco que le apuntaba con una reliquia.
—Espero que hoy no te esté siguiendo ningún espíritu errante, aprendiz —dijo la artífice Jenda’kaya con una sonrisa bajando el arma.
—¿Espíritu errante? —preguntó Tyrus, saliendo de detrás de la carreta.
—No se preocupe por eso —dijo Ryze, haciendo un leve gesto de cabeza a la artífice.
Jenda’kaya saludó con la cabeza a Tyrus, pero, cuando vio a los niños con él, su sonrisa sardónica se desvaneció. Se agachó para ponerse a la altura de sus ojos y se dirigió a ellos en tono grave.
—Supongo que tengo que daros las gracias a los tres por proteger a Tyrus y a Ryze. —El niño, Tolu, asintió con la cabeza seriamente—. Bien hecho, pequeños centinelas. Seguid así.
La artífice estaba acompañada de dos ayudantes: un hombre corpulento con un delantal de cuero, a quien Jenda’kaya presentó como Piotr, y Aaliyah, una mujer esbelta con la cabeza rasurada. Tenía en los hombros un objeto que parecía un arco envuelto, mientras que Piotr llevaba en los suyos algo parecido a una almádena con la cabeza de piedra. También tenían un pesado cofre de madera oscura revestida de plata, que evidentemente cargaban entre los tres. Jenda’kaya parecía preparada para emprender un largo viaje, con una cartera abultada colgada del hombro y una larga maleta de piel sujeta a la espalda.
—Será mejor que no nos separemos —propuso Ryze—. Vamos a los muelles.
—Nosotros también —dijo Jenda’kaya—. Lady Kalista ha dicho que la capitana de su barco es de fiar. He pensado que un barco camavorano podría escapar sin que lo hundieran.
Ryze asintió con la cabeza.
—No pensábamos tomar un barco camavorano. Es buena idea.
—¿Lady Kalista está con ustedes? —preguntó Tyrus, buscando detrás de Jenda’kaya y sus ayudantes.
La artífice suspiró.
—No —dijo, en voz baja y pesarosa—. Se está enfrentando a los demás camavoranos en el Arco de la Iluminación. Los está atrayendo. Sin ella no habríamos llegado hasta aquí.
Ryze miró a la centinela y tardó en comprender lo que decía.
—Se está sacrificando para salvarnos —dijo Tyrus con seriedad, y Ryze maldijo entre dientes.
Se apartó apretando los puños, sintiéndose impotente y todavía más impresionado con Kalista de lo que se había sentido en su momento. Deseó con toda el alma no haberle causado tan mala impresión. Ya era demasiado tarde, pensó arrepentido.
—Es una insensata —dijo Jenda’kaya—, pero no he conocido a mujer mejor ni más noble. Vamos, el camino está despejado. Debemos darnos prisa.
La Fuente de las Eras estaba situada muy por debajo de la Torre Centelleante. La ruta estaba vigilada por los custodios más veteranos y leales, pero ninguno era rival para el rey extranjero, que los mataba con una facilidad desdeñosa, liquidándolos con su terrible espada y arrebatándoles la esencia vital.
—He leído sobre su espada, pero creía que las historias eran exageradas —dijo Grael pensativo, mientras descendían por las cámaras inferiores situadas debajo de la torre, pasando por encima de los cadáveres consumidos de las últimas víctimas del arma—. «Rebanadora de Almas», he oído que se llama.
—Ese nombre es una maldición —contestó Viego, con una voz extrañamente desprovista de emoción—. Solo los enemigos del Trono de Argento se refieren a ella así. Esta es la Espada del Rey, Santidad. Es la reliquia sagrada más valiosa de mi reino. Todos los monarcas camavoranos han estado ligados espiritualmente a ella.
—¿Qué significa estar ligado espiritualmente a la espada?
—Santidad no fue forjada por manos humanas, ni siquiera en esta dimensión mortal. Solo existe en los Pabellones de los Ancestros (el Más Allá camavorano), a menos que sea invocada por alguien ligado espiritualmente a ella.
—Y, cuando usted muera, ¿su alma quedará atrapada?
—No. El vínculo se rompe en el momento en el que la persona que la empuña muere. —Viego lo miró y entornó los ojos—. ¿Por qué tienes tanto interés?
—Simple curiosidad, gran rey —contestó Grael.
—¿Cuánto falta para llegar al agua?
—No mucho. Pero la Fuente de las Eras está protegida por algo más que simples guardianes de carne y hueso —dijo Grael—. Hay tres cerraduras que habrá que abrir para acceder a las aguas.
—Tienes las llaves de esas cerraduras, ¿no?
—Sí, las tengo aquí dentro —respondió Grael, tocándose primero los bolsillos de la túnica y luego un lado de la cabeza—. Y aquí.
Entraron en un amplio espacio cavernoso rodeado de altas columnas. Todas las superficies eran de mármol y oro, con complejos símbolos geométricos grabados laboriosamente.
—He aquí el Salón de la Conjunción —declaró Grael.
Incluso en una ciudad de riqueza y opulencia, esa estancia era algo especial. Cada ángulo, cada columna y cada línea dorada dirigían la mirada hacia el alto techo abovedado. Decenas de miles de puntitos de luz brillantes lucían dentro de la oscura extensión: un mapa perfecto del cielo nocturno que mostraba todas las estrellas, constelaciones y cuerpos celestes como aparecían en ese momento exacto sobre las Islas Bendecidas. Aunque era prácticamente imposible de apreciar por el ojo humano, las luces centelleantes se desplazaban muy despacio, siguiendo con exactitud el movimiento de cada estrella. Mientras miraban arriba, una estrella fugaz cruzó una parte de la bóveda.
—En el mundo conocido ya no existe nada parecido —dijo Grael, hablando en voz queda—. Y ningún forastero ha tenido el privilegio de poner los ojos en él hasta ahora. Usted es el primero, buen rey.
No añadió que él tampoco lo había visto antes. Lo único que Grael sabía de ese sitio lo había averiguado a partir de las notas, los garabatos y los planos que había encontrado en las cámaras selladas debajo de la Gran Biblioteca.
A partir de allí ya no había más escaleras que bajasen, o al menos ninguna evidente a primera vista. La sala estaba dominada por un gran estrado circular elevado por encima de los motivos geométricos circundantes tallados en la piedra. Para cualquiera que no supiese lo que había debajo, esa era la máxima profundidad a la que llegaban las cámaras subterráneas.
—¿Y dónde está el agua? —quiso saber Viego.
—Todavía más abajo —respondió Grael.
—¿Más abajo? —El rey miró a su alrededor, confundido—. Pero ¿cómo llegamos allí?
—La conjunción nos llevará —dijo Grael, señalando hacia arriba y disfrutando de la sensación de control que le proporcionaban los conocimientos secretos.
Viego siguió su mirada contemplando el espectáculo de las estrellas.
—No veo ninguna conjunción.
—No —convino Grael—. ¡Ni nos ayudaría que hubiera una! No, la clave es la conjunción estelar que tuvo lugar justo encima de las Islas Bendecidas en vísperas de que este salón fuera terminado, y no habrá un fenómeno astral como ese hasta dentro de otros diez mil años. La duración de la construcción de este salón se calculó con una precisión magistral.
Un destello de frustración brilló en la mirada ya inestable del rey camavorano.
—No tengo diez mil años para esperar —gruñó—. Si puedes abrir el camino, hazlo. Ya.
Grael miró la hoja afilada de la espada de Grael y asintió agachando mucho la cabeza.
—Por supuesto, mi rey.
Se acercó a una columna que tenía un hueco tallado. Dispuestas horizontalmente en el interior había unas barras de latón paralelas, con un montón de perlas ensartadas en cada una. Las cuentas se podían deslizar a izquierda y derecha, un detalle que permitía situarlas a determinados intervalos en los cientos de pequeñas muescas grabadas en las barras.
Grael empezó a colocarlas en una posición determinada.
—La imagen que vemos arriba es el mapa de los cielos como son actualmente —explicó mientras trabajaba.
Una vez satisfecho, retrocedió.
Un instante más tarde, un brillo blanco plateado apareció en el borde del estrado central circular, justo donde varias líneas cruzadas convergían más cerca de la columna. Grael asintió con la cabeza y pasó a una segunda columna, que albergaba un conjunto parecido de barras y cuentas, y cambió también su orden.
—Para que se desbloquee el resplandor de los alineamientos, debemos hacer retroceder el tiempo hasta ese momento concreto de hace siglos.
Una segunda luz empezó a brillar en el borde del círculo en otro punto de convergencia.
Grael se dirigió a cinco columnas más e hizo resplandecer más luces en el suelo. En la octava y última columna, movió una serie de perlas y se detuvo.
—Y, a la luz de la conjunción, se abrirá el camino —susurró.
Colocó la última perla en su sitio.
El cielo de la bóveda se empezó a mover, al principio despacio, y luego más y más rápido. La luna y las estrellas se elevaron y pasaron del oeste al este a medida que el tiempo retrocedía. Pronto se movían tan deprisa que se volvieron una luz borrosa, formando líneas sólidas que pasaban a toda velocidad por arriba. Al cabo de un rato, todo empezó a ir más despacio, y luego cualquier movimiento perceptible se detuvo. En el cielo aparecían constelaciones que no se veían desde hacía cientos de años. Y justo encima flotaba la luna plateada, rodeada de ocho estrellas totalmente equidistantes.
Esas ocho estrellas brillaban radiantemente, y la luz de la luna llena iluminaba el estrado circular, enmarcado por ocho luces semejantes. Una novena y última luz empezó a brillar en el centro de la estancia, e infinidad de runas y símbolos arcanos se hicieron visibles resplandeciendo y centelleando por el suelo.
—Mire por donde pisa, señor rey —aconsejó Grael, con una obsequiosa reverencia.
Apenas había hablado cuando el suelo se movió.
—Como se os caiga, lo pagaréis con la vida —gruñó Viego a la pareja de caballeros que sujetaban a la reina mientras el suelo entero, hasta las columnas, empezó a hundirse con un chirrido de piedra.
Entonces se descubrió que cada una de las luces invocadas la arrojaba un fino pilar pentagonal, que empezaron a alzarse como tallos en crecimiento a medida que el suelo desaparecía a su alrededor. El pilar del centro era el más largo, una formación octogonal que daba vueltas como una flor que abría sus pétalos conforme se elevaba. Entre cada pilar ahora brillaban rayos de luz que formaban una intrincada red de haces interconectados por encima de Grael y los camavoranos mientras descendían con el suelo.
Cuando se hubieron hundido el doble de la estatura de una persona, las partes exteriores del suelo dejaron de moverse y formaron una serie de gradas escalonadas, mientras el resto del suelo seguía bajando. Era una asombrosa proeza de construcción arcana. Al estar el suelo intacto, las piedras encajaban tan perfectamente que cualquiera que hubiese pasado los dedos por encima no habría podido distinguir que estaba compuesto por tantas piezas distintas.
De repente, la puerta se abrió de par en par, y un puñado de custodios entraron corriendo. Detrás de ellos, apoyada pesadamente en uno de los guardianes, se hallaba la jerarca Malgurza. La anciana estaba pálida, y todas las vendas de su pecho apresuradamente envuelto estaban empapadas de rojo.
Grael resopló divertido.
—¿No sabe cuándo tiene que morir?
—¡No lo haga! —dijo Malgurza con voz ronca, mirándolos mientras seguían descendiendo—. ¡No se puede resucitar a los muertos! ¡Nuestros primeros fundadores lo intentaron, y lo único que se consigue es que las pobres almas queden atrapadas en este lado del velo! ¡No someta a su esposa a ese horror!
Viego la miró fijamente; su expresión irradiaba desconfianza y amargura.
—¡Solo quiere quedársela usted! ¡No pienso escuchar sus falsedades!
La jerarca hizo una mueca, y resultó evidente que se habría caído si no hubiese estado apoyada.
—Juega con cosas que están mucho más allá de su entendimiento —dijo con la voz quebrada—. Se lo suplico. ¡La runa es muy inestable! ¡Si hace lo que se propone, podría ser catastrófico!
—¿Runa? ¿Qué runa? —preguntó Viego entre dientes.
—Quiere desviarnos con engaños y falsedades —murmuró Grael—. ¡Los maestros están dispuestos a proteger sus secretos como puedan!
—La runa es la fuente —dijo Malgurza, dirigiéndose a Viego—. Es lo que concede a las aguas su poder.
—Me da igual el riesgo —declaró Viego, aunque Grael advirtió que los caballeros que los acompañaban de repente parecían inseguros—. Lo único que importa es que Isolde vuelva conmigo.
—Qué insensatez —exclamó la jerarca con la voz entrecortada. Con un gesto, mandó a los custodios que avanzasen—. ¡Detenedlo!
Los custodios se desplegaron por la sala y bajaron por la primera grada, haciendo ruido con la armadura. Mientras la plataforma más baja seguía hundiéndose, Viego se giró sobre sí mismo siguiendo con su inmensa espada los movimientos de los custodios.
Finalmente, el descenso terminó. Grael indicó a los demás con la mano que se quedasen atrás, pues el círculo central empezó a moverse, mientras unos pétalos de piedra se deslizaban unos sobre otros y caían en una espiral lisa formando una escalera de caracol.
—Debemos darnos prisa —los apremió Grael.
Los custodios ya estaban cerca, a pocas gradas por encima de ellos. Sin embargo, después de ver lo que Viego había hecho a sus compañeros, recelaban de su espada.
—Rápido —dijo Grael, bajando por la última escalera.
—Dadme a mi esposa. —La espada de Viego desapareció parpadeando, y el monarca tomó con cuidado a la reina de manos de los caballeros—. Acabad con ellos —les dijo, y a continuación siguió a Grael hacia abajo.
Los dos caballeros sacaron un hacha y una espada mientras los custodios continuaban avanzando, envalentonados por la ausencia de Santidad.
Mientras las armas entrechocaban por encima de ellos, Grael y Viego bajaron a toda prisa la escalera de caracol y entraron en la última cámara, una inmensa sala circular con símbolos en bajorrelieve por la parte exterior. Era exactamente como el chico, Ryze, la había descrito. Grael reparó en la rejilla de piedra por la que había entrado el aprendiz y luego desvió su atención a las gigantescas puertas doradas: la última barrera que se interponía entre él y la Fuente de las Eras.
Hubo gritos y gruñidos de dolor arriba, y uno de los caballeros se precipitó por la escalera con gran estruendo. Se quedó inmóvil en el fondo, aunque si había muerto por la caída o por las alabardas de los custodios era algo que Grael no sabía ni le importaba.
Un instante después, varios custodios descendieron a la cámara con los tabardos blancos salpicados de sangre.
—Necesitaré un momento para abrir las puertas —dijo Grael.
Viego dejó a su esposa cadáver en el suelo, y su inmensa espada apareció una vez más en sus manos. Con un gesto, arrastró a un custodio hacia él y lo atravesó.
Grael silbó elogiosamente y se acercó sin hacer ruido a las gigantescas puertas doradas. Grabado en el centro había un ojo rodeado de llamas, y notó un hormigueo al poner la mano encima. Se oyó un sonido de un mecanismo de relojería que giraba, y un par de agujeros triangulares se abrieron de golpe.
Lamiéndose los labios y con el corazón latiendo rápido, Grael encajó las piedras angulares. Las puertas se abrieron, y una niebla blanca salió a saludarlo.
Las Aguas de la Vida eran suyas.