CAPÍTULO 32
Ledros se alzó sobre Hecarim con la espada en todo lo alto, como si fuese el acero de un verdugo.
—Espera —le ordenó Kalista.
Se quedó paralizado.
—¿Por qué?
Kalista sabía que Ledros estaba requiriendo toda su fuerza de voluntad para obedecer su orden. Desde el suelo, la mirada de Hecarim iba y venía entre ella y su inminente verdugo al percibir, quizá, una oportunidad de vivir. Los soldados de ambos bandos hicieron un alto para ver cómo se resolvía aquella situación.
—Con él vivo, tal vez podamos evitar el desastre absoluto —dijo Kalista, que dio un paso al frente, puso una mano sobre el hombro de Ledros y notó que palpitaba de furia—. Hay que detener a Viego, por encima de todo lo demás.
—Este deshonroso malnacido se merece la muerte —dijo Ledros entre dientes.
—La merece —coincidió Kalista—, pero hay más en juego.
—Soldado, escucha a tu general —dijo Hecarim con un tono sonriente en la voz.
En ese momento, Kalista estuvo a punto de matarlo con sus propias manos, y percibió que Ledros se ponía en tensión.
—Aguanta —dijo Kalista, tanto a su gigantesco capitán como para sí misma.
—¡Caballeros de la Orden de Hierro! —vociferó Hecarim desde el suelo—. ¡Alto! ¡Abandonad el combate!
El enfrentamiento fue cesando poco a poco, conforme otros caballeros iban repitiendo la orden y daban un paso atrás. Tan solo quedaban nueve guerreros de la Hueste aún en pie. La Orden de Hierro los tenía completamente rodeados, pero Kalista se percató con orgullo de que habían caído muchos más caballeros que soldados de su tropa.
Por fin, y a regañadientes, Ledros bajó la espada. Con un quejido de dolor, Hecarim se incorporó sobre un codo y comenzó a levantarse, pero Kalista lo detuvo presionándolo en la garganta con la punta de su lanza.
—No —le dijo ella.
Hecarim tragó saliva sin quitar ojo a la punta de acero y se volvió a dejar caer al suelo.
—¿Qué te propones? —preguntó él—. Quizá me tengas a tu merced, pero estáis rodeados. Si me matas, todos tus soldados y tú estáis muertos. No te encuentras en la mejor de las situaciones para negociar, precisamente.
—Me iría feliz a la tumba sabiendo que te llevo conmigo por delante —gruñó Ledros, que volvió a levantar la espada, y el gran maestro dio un respingo.
Kalista se situó delante de Ledros y lo empujó tras su espalda, aun sin haber apartado la punta de su lanza del cuello de Hecarim. Miró desde arriba al gran maestro con una mueca en los labios.
—Tengo en mi poder lo único que te importa, tu mísera vida, así que yo diría que estoy en una situación bastante buena para negociar.
Hecarim le lanzó una mirada fría.
—¿Qué quieres?
—Tengo que ir a por Viego. Tú vivirás y, a cambio, tus caballeros nos dejarán pasar.
Hecarim soltó una carcajada.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Hay que detener a Viego.
—Podíamos haberlo eliminado de la lista de problemas sin necesidad de haber llegado a esto —dijo Hecarim—, pero tu honor no te lo permitía, ¿recuerdas?
—Ha ido demasiado lejos —susurró Kalista, aunque dolida por las palabras de Hecarim: ella podía haber evitado todo aquello.
—Ah, yo diría que fue demasiado lejos hace ya mucho tiempo, pero tú te negaste a verlo. —Hizo un gesto con la mano para restarle importancia—. ¡Pero, claro, perfecto! ¡Tú ve y haz lo que tengas que hacer! La Orden de Hierro no te lo impedirá.
—Tiene una lengua viperina —gruñó Ledros—. No podemos fiarnos de él.
Hecarim puso los ojos en blanco.
—¡Escuchad lo que os digo, caballeros de la Orden de Hierro! —vociferó—. ¡Os hago saber que Kalista vol Kalah Heigaari y estos valientes soldados de Camavor se encuentran bajo mi protección! ¡Quien les cause daño se enfrentará al juicio de hierro y será ejecutado por traicionar su juramento! ¡Dejadlos pasar!
Kalista no le quitaba los ojos de encima.
—Lo cierto es que no me importa si viven o mueren los últimos de tus soldados —le explicó Hecarim—, pero sí me importa si yo vivo para ver la luz del día de mañana. Tengo ambiciones que han de cristalizar aún.
—Cobarde hasta el final —gruñó Ledros, que miró a Kalista—. Permíteme matarlo. Será un placer morir por ti, todos nosotros lo haremos encantados, general.
Aquella declaración fue recibida con signos de aceptación entre dientes por parte de los miembros de la Hueste que continuaban en pie.
—Nada de cobarde —le corrigió Hecarim—. No soy un necio, tan solo eso.
Kalista lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Que garantía puedes darme de que no vas a rescindir la orden en cuanto dejes de tener la punta del acero en el cuello?
—Por los Ancestros en las alturas, Kalista, no soy un salvaje. No deseo verte muerta —dijo él, y acto seguido sonrió—. Quiero vernos desposados.
—¿En serio? —se burló Kalista—. ¿Después de todo esto?
—Como te decía, tengo mis ambiciones. Eres una mujer de palabra. Júrame que harás honor a nuestro compromiso nupcial cuando todo esto haya terminado.
Las risotadas de Kalista se convirtieron en una mirada con el ceño fruncido.
—¿Por qué iba a hacer yo semejante cosa?
—Como garantía de tu seguridad. —La sonrisa de Hecarim se amplió—. No tendría mucho sentido que matase yo mismo a la mujer que me convertiría en rey, ¿no crees?
—Kal —dijo Ledros—, no le hagas caso.
—¿Y mis soldados? —le preguntó Kalista.
—Si sirve para que te decidas, permitiré que tus soldados se marchen en libertad, incluso este —dijo con una mirada a Ledros—. Han hecho que te sientas orgullosa. Más que orgullosa. Han luchado muchísimo mejor de lo que yo jamás habría esperado. Los dejaré marchar ilesos en cuanto te hayas encargado de Viego, pero tú vendrás conmigo, y juntos gobernaremos Camavor.
—No lo hagas —le rogó Ledros.
Kalista se dio la vuelta para alzar la mirada hacia sus ojos. Ella odiaba a Hecarim, lo odiaba con todo su ser, pero lo comprendía. Era el poder lo que quería él, y casarse con ella le serviría para obtenerlo. Hecarim haría lo que fuese con tal de asegurárselo, y eso le daba algo con lo que negociar.
Le puso la mano en el brazo a Ledros en un gesto afectuoso.
—Si existe la menor posibilidad de salvarte, he de aprovecharla —dijo Kalista—. Tienes que entenderlo.
Le rompía el corazón ser consciente de que dejarían de estar juntos, pero merecería la pena sabiendo que podía protegerlo.
—¡Prefiero morir!
—Eres el mejor de los hombres, Ledros. Nunca permitas que nadie te haga pensar otra cosa —le dijo Kalista.
—Todo esto es verdaderamente conmovedor, pero se nos agota el tiempo —dijo Hecarim—. Viego entró en esa torre hace ya un buen rato. Quién sabe hasta dónde habrá llegado ya.
Kalista se arriesgó a echar un vistazo a la torre, con aquellas puertas hechas pedazos. Muy despacio, fue retirando la punta de la lanza del cuello de Hecarim, que retrocedió a rastras por el suelo y se puso en pie entre gruñidos de dolor. Agarró su guja en el instante en que un escudero llegó corriendo con su caballo.
Kalista dio un paso hacia Hecarim, que se estaba subiendo a la silla de montar haciendo unos esfuerzos que le arrancaron una mueca de dolor.
—Acepto tus condiciones —dijo ella.
—Kal, no puedes… —dijo Ledros a su espalda con una voz cargada de angustia.
Acto seguido, el hombretón soltó un gruñido, y el suelo tembló unos instantes después.
Kalista se dio la vuelta y vio al gigante arrodillado.
—No —se le escapó en un leve susurro.
Hasta entonces no se había percatado del verdadero alcance de sus heridas. Arrojó al suelo su lanza, corrió junto a él, presionó con la mano sobre la herida que tenía justo por debajo del pecho y lo ayudó a tumbarse en el suelo. La guja de Hecarim había llegado hondo. La sangre caliente brotaba entre sus dedos, y se quedó mirándola, horrorizada.
—No puedes morir. ¡No puedes!
—Kalista… —suspiró Ledros con la cara lívida.
Kalista sostuvo su rostro entre sus manos. La vida ya se desvanecía en su mirada, como el fulgor de un sol nublado por unos nubarrones. Entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas, Kalista comprimió sus labios sobre los de Ledros. Fue su primer beso…, y el último.
—No estaba escrito que estuviéramos juntos en esta vida —susurró Ledros.
Kalista sollozó.
—Pero estaremos juntos en la siguiente. Espérame en los Pabellones de los Ancestros.
Ledros intentó fijar la mirada en algo que había más allá del hombro de Kalista.
—¡Kal! —exclamó y trató de ponerse en pie.
Kalista sintió entonces una presencia y oyó el sonido de los cascos de un corcel sobre el suelo de piedra tras ella. Se levantó y fue a darse la vuelta…
La guja de Hecarim cargó como un espolón contra la espalda de Kalista, y la hoja la reventó al salirle por el pecho.
—Cierto, sí que eres demasiado confiada, Kalista —dijo Hecarim, cuya voz le sonaba extrañamente amortiguada, como si la estuviera oyendo desde debajo del agua—. Mis caballeros jurarán que nos casamos mientras cruzábamos el océano Eterno, antes de que hallases la muerte de forma trágica a manos de los malvados maestros de Helia. Y vengué tu muerte, por supuesto.
Kalista parpadeó mirando el acero que le salía por el pecho. Tardó un instante en percatarse de lo sucedido.
Él la había traicionado. Por supuesto que la había traicionado. Y ella se moría.
Intentó hablar, pero entonces sintió el terrible dolor, dejó escapar un grito ahogado y cayó al suelo de rodillas.
Le fallaba la visión, que iba y venía, y se vio rodeada de unas figuras envueltas en una luz resplandeciente. «Los Venerados Ancestros, que han venido a mi encuentro». Intentó decirles que aún no estaba lista, que aún tenía cosas por hacer, que había que detener a Viego, proteger a Ledros…, pero se veía incapaz de reunir fuerzas.
Una de las siluetas sobrenaturales le puso una mano encima, y desapareció todo su dolor. Todo se volvía difuso, y de repente se sintió agotada, tan cansada. Se le empezaron a cerrar los ojos. Ahora ya podía descansar.
Entonces lo recordó todo, y sus ojos se abrieron de golpe una vez más.
—Traidor —suspiró Kalista, una acusación y una maldición en una sola palabra.
Esto no sería el final, se juró Kalista. «No me iré en paz al Más Allá. Encontraré el modo de hacerle pagar».
Le flaquearon las fuerzas, finalmente, y se derrumbó al suelo. Ledros no apartaba la mirada de ella, pestañeando en un intento por no perder la consciencia. Entonces rugió en un arrebato de furia, de negación y de dolor. Sus ojos resplandecieron con un vigor renovado, y se puso en pie con la espada aún agarrada en la mano.
Hecarim intentó liberar su arma por todos los medios, pero se dio por vencido, la soltó y tiró de la cabeza de su corcel para alejarse del arranque de Ledros. El gigante descargó la espada hacia él, pero Hecarim cabalgó y se situó fuera de su alcance.
—¡Matadlo! ¡Matadlos a todos! —vociferó Hecarim, y la Orden de Hierro se cerró sobre Ledros.
Kalista lo veía aún desde el suelo, exhalando su último suspiro, incapaz de levantarse. Vio a Ledros desatado, matando a diestro y siniestro en un arrebato de desesperación por abrirse paso hacia Hecarim, pero el gran maestro ya se había ido.
Finalmente, Ledros cayó atravesado por decenas de espadas, y la mirada se perdió en los ojos de Kalista al llegar la muerte.
Todo había acabado.
Cuando el último de los custodios cayó víctima de Santidad, Viego regresó y recogió con primor a su esposa muerta entre sus brazos, pero Grael no le prestó excesiva atención. El prefecto guardián cruzó las puertas que daban acceso a la última cámara, la que albergaba el Pozo de la Eternidad, muy despacio y con los ojos desorbitados.
Después de haberse pasado tan largas horas observando sus diseños ancestrales, tuvo la sensación de que conocía al detalle aquel lugar, aunque verlo ahora era algo completamente distinto.
De manera instantánea, sintió atraída la mirada hacia el agua. Resplandecía con una luz pálida que surgía de algún lugar del fondo del pozo. Fuera lo que fuese, era demasiado profundo y brillante como para distinguirlo con claridad, pero apenas tenía importancia. «He ganado».
Con una carcajada victoriosa, avanzó corriendo, se dejó caer de rodillas y, en un gesto de avaricia, se llenó las manos a rebosar de aquella agua luminosa y comenzó a bebérsela a grandes tragos. Esto era lo que le habían ocultado los maestros, lo que se habían guardado para sí, pero ahora estaban muertos, y todo aquello era suyo.
En ese instante reparó en las sombras que se alzaban alrededor del estanque, una docena de ellas, aproximadamente. Inmóviles, lo observaban con ademán impasible. Viego, por su parte, era como si no reparara en ellas, siquiera, ni en el poder ni en las prometedoras esperanzas del origen de la luz del agua. El rey loco estaba completamente sumido en sus propios delirios.
Viego no apartaba la mirada de su difunta esposa con una sonrisa de adoración en el rostro por mucho que la tez de la mujer luciese un desagradable tono grisáceo y hubiese comenzado a descomponerse. Grael no sabía qué era lo que estaba viendo el rey, pero no era la realidad, ni de lejos.
—¿Sientes los rayos del sol, querida mía? —susurró el rey—. ¿No es maravilloso su calor? Vuelve conmigo, y podremos vivir juntos para siempre en la luz del sol.
Grael hizo un gesto negativo con la cabeza y consiguió contener el impulso de partirse de risa ante los delirios del rey. La única luz que había allí era el resplandor etéreo que desprendía el agua.
Viego se adentró en el estanque con la reina en sus brazos. Le daba la espalda a Grael, y su espada aún estaba clavada en el cuerpo marchito del último defensor del pozo. Era el momento de atacar.
Grael llevó la mano a la empuñadura de su hoz. Qué fácil sería. Lo único que tenía que hacer era dar un paso al frente y hundirle la hoja al rey en el cráneo por la espalda. No había nadie allí para impedírselo, y la utilidad de Viego ya había caducado. Además, se imaginaba que el rey no quedaría muy complacido cuando se percatara de que la reina no iba a regresar, al menos tal y como él pensaba.
Y, aun así, Grael contuvo la mano, presa de una curiosidad morbosa. Había visto los efectos que tuvieron unas gotas de las aguas sagradas sobre el cadáver de una rata. ¿Qué pasaría al sumergir un cadáver humano? Tenía la certeza de que las cosas no iban a salir tal y como esperaba el rey, pero sentía verdaderos deseos de ver qué sucedería exactamente.
Las aguas se ondularon en círculos concéntricos cuando Viego se adentró en el estanque y descendió a su mujer hasta la superficie. En el momento de liberarla, el rostro del rey lucía un gesto de veneración. Isolde flotó boca arriba, con los cabellos pálidos extendidos y abiertos como un abanico sobre el agua, que centelleaba iridiscente a su alrededor.
Grael se fue acercando poco a poco, observándolo todo con sumo interés.
Una intensa luz parpadeó en las profundidades del estanque, como las nubes que se iluminan por dentro durante una tormenta. El cuerpo de la reina comenzó a hundirse rápidamente, como si un gran peso tirase de ella hacia abajo. El cadáver se hundía más y más hondo, aunque no fue eso lo que le cortó a Grael la respiración. El cuerpo se había hundido, pero quedaba una silueta sombría que flotaba sobre el agua.
Era una réplica etérea de la reina, perfecta en cada detalle, absolutamente inmóvil.
Le temblaron los párpados y se abrieron.
La sombra de la reina observó la oscuridad sobre ella sin pestañear, con unos ojos que emitían una pálida luminosidad. Entonces se elevó del agua, y al moverse no provocó ondulaciones en la superficie ni goteó agua ninguna de ella.
—Amor mío —suspiró Viego.
Isolde observó en derredor, se miró los brazos espectrales y se fijó en su propio cadáver putrefacto, que yacía en el fondo del estanque. Una vez más, la luz había perdido intensidad allá abajo y se desvanecía en la oscuridad. Después, el espectro volvió a mirar a Viego con un desgarrador semblante de horror, pánico y repulsión.
—¿Qué has hecho? —exclamó la reina con una voz cavernosa y sepulcral, como si llegara desde muy lejos.
—Te he salvado, querida mía —respondió Viego, que dio un paso hacia ella—. ¡Te he traído de regreso conmigo!
—Envíame de vuelta —le rogó el espíritu, que hacía un gesto negativo con la cabeza—. ¡Envíame de vuelta!
—¡Estás viva, mi amor! ¡Todo irá bien a partir de ahora!
—¡Envíame de vuelta! —chilló ella, que se cubría el rostro con las manos—. ¡Me había unido a la luz! ¡Estaba en paz!
—¡Ahora ya podemos estar juntos, por siempre! —dijo Viego, que se dirigió hacia ella por el agua con los brazos bien abiertos.
El espíritu tenía la mirada fija a través de sus propios dedos. Observó a Viego, que se aproximaba con una afectuosa sonrisa en la cara, y lanzó acto seguido una mirada hacia Grael. Tenía los ojos cargados de ira, y el guardián se trastabilló al retroceder ante la imponente voluntad de aquella mirada. El espectro volvió a centrar su atención en Viego y se elevó sobre él.
Quedó suspendida bien alto, sin apartar la torva mirada de su marido, que miraba hacia arriba en un rapto, como si su reina fuese una aparición divina. La furia emanaba de ella en unas ondas perceptibles. El vestido y los cabellos danzaban lánguidos a su alrededor, como si aún se encontrara sumergida. Grael continuó alejándose poco a poco, pero Viego seguía sumido en sus delirios, ofreciéndole los brazos abiertos como si ansiara abrazarla.
Isolde surcó el aire desdibujada en un arrebato enloquecido, pasó disparada por delante de Viego y se dirigió hacia Grael con un fuego fantasmal verde azulado en los ojos. Grael gritó impresionado cuando sintió que el espectro atravesaba su cuerpo y una frialdad gélida le comprimía el corazón y le hizo dejar escapar un jadeo ahogado. No podía respirar. No podía sentir nada.
La silueta borrosa que era el espíritu de la reina zigzagueó por la cámara dando latigazos, pasó por encima del cadáver del custodio —aún atravesado por Santidad— y retornó sobre el estanque de aguas sagradas. Regresó al lugar del que había partido, elevada sobre Viego, y Grael pudo por fin recobrar la respiración, aún petrificado por el paso de aquel espíritu. Solo en aquel instante se percató de que la reina empuñaba ahora la inmensa Espada del Rey con sus manos espectrales.
—¡Ven a mí, amor mío! —exclamó Viego, ajeno al peligro que representaba el espectro.
La reina hizo tal y como le pedía el rey.
Con el rostro retorcido en una mueca de ira, la reina fantasmal avanzó en un arranque y atravesó al rey con toda la longitud de su propia espada. La punta de la hoja se deslizó y salió por su espalda, y la reina empujó hasta que la guarda se topó con el pecho de Viego.
Entonces sí flaqueó la expresión en el rostro del rey, y su beatífica sonrisa se transformó en asombro.
La sangre de Viego se derramó en el agua, y una nube de centelleos cegadores surgió de las profundidades. Una corriente de energía danzó entre chispazos por la superficie del estanque, y Grael retrocedió de un salto. Recordó la grave advertencia de Malgurza y, alarmado, se percató de que tal vez la vieja arpía le estaba diciendo la verdad.
El cuerpo de Viego se marchitó ante sus ojos, vacío de vida y del espíritu por obra de la inmensa espada. Al mismo tiempo, el agua centelleaba con mayor intensidad al obrar su magia para sanarlo. El rostro del rey se contraía torturado mientras la espada y el agua trataban de destruirlo y de sanarlo en un interminable y agónico bucle.
Las aguas comenzaron a enturbiarse y oscurecerse alrededor del convulso cuerpo de Viego. Una niebla negra surgió de la herida fatal del rey en forma de una hemorragia de tentáculos que reptaban entre contorsiones. Las aguas eran ya tan turbulentas como las de un mar embravecido aun cuando los fogonazos intermitentes de la luz en las profundidades no dejaban de parpadear y centellear de forma errática, cobrando una intensidad cada vez mayor.
Grael presenció paralizado cómo el espectro alzaba a Viego en el aire. La sangre se encharcaba sobre la superficie del agua sagrada, como si fuera aceite. La neblina blanca se enturbiaba y se retorcía como un ser viviente, apartándose de aquella pareja unida en su mortífero abrazo.
—Tú nunca me amaste —dijo entre dientes la visión fantasmal de la reina con el rostro delante del de Viego en un gesto de furia—. De haberme querido lo más mínimo, ¡me habrías dejado marchar!
La expresión del rostro de Viego se hizo añicos como un jarrón que se rompiera con aquellas palabras, que le causaron mucho más daño del que jamás pudo hacerle aquella espada que le había dado muerte.
Con un chillido de pura furia, Isolde apuntó la espada hacia abajo, se zambulló y se llevó consigo al rey. Impactaron con fuerza contra el agua, y la reina continuó descendiendo hacia el origen de la luz, que ahora parpadeaba desatada en el fondo.
Viego fue dejando una estela de oscuridad que manaba de su herida fatal e iba corrompiendo las aguas.
La cámara de piedra del Pozo de la Eternidad crujió y soltó un quejido con tal fuerza que debió de estremecer a toda la ciudad de Helia.
El pavor invadió a Grael. Algo catastrófico estaba a punto de suceder. Giró sobre sus talones y echó a correr.
Se había desatado la destrucción.