CAPÍTULO 2

Santoras

Para ser un matrimonio concertado, Kalista no tenía demasiados motivos de queja.

Siempre supo que, como nieta del viejo rey y sobrina del nuevo, Viego, ella no tendría el privilegio de escoger a su marido. El suyo estaba destinado a ser un casamiento basado en el beneficio político, y la idea nunca le había suscitado amargura. Sencillamente, así eran las cosas. Se había resignado desde hacía tiempo a casarse con algún noble viejo y obeso, de modo que, cuando Viego la informó de que deseaba desposarla con Hecarim, se llevó una agradable sorpresa.

Tampoco se llamaba a engaño, por descontado. El único objeto de su compromiso era consolidar el poder. Sin embargo, mientras se sentaba al lado de Hecarim en el banquete de la victoria, en la plaza principal de la recién conquistada ciudad de Santoras, pensó que los Ancestros la habían tratado con benevolencia.

Hecarim tan solo era unos años mayor que ella y había protagonizado un raudo ascenso en el seno de la Orden de Hierro. Era el gran maestro más joven que había existido jamás y ya tenía en su haber una larga lista de victorias y honores. La Orden de Hierro era la Orden de Caballería más poderosa del reino, tanto en peso político como en potencia militar, y eso sin tener en cuenta su riqueza.

Cientos de años dedicados a la conquista habían posibilitado que los cofres de la impenetrable fortaleza de la Orden de Hierro rebosaran oro, piedras preciosas y objetos mágicos.

Hacía ya varias horas que había caído la noche. Un gran banquete se desplegaba sobre las mesas, y la cerveza y el vino fluían a placer. Saltaba a la vista que los preparativos del festín habían comenzado cuando todavía los dos ejércitos se enfrentaban en la explanada, delante de la ciudad. Sin duda pretendía ser un banquete de la victoria para el rey de Santoras. Kalista percibía miedo en los sirvientes, por más que trataran de ocultarlo. Aquellos a quienes estaban sirviendo eran los mismos que habían masacrado a sus amos.

—Gracias —le dijo al joven sirviente que colocó un plato ante ella, pero él se mostró sobresaltado de que le hubieran dirigido la palabra siquiera y prácticamente salió corriendo.

Ya reinaba un jaleo considerable. Los camavoranos, en plena celebración, gritaban a través de las mesas y reían a carcajadas mientras brindaban por la victoria. Los músicos tocaban y una tropa de felinos vastaya bailaba dibujando remolinos de luz opalescentes según giraban y ejecutaban saltos mortales hacia delante y hacia atrás con elegancia inhumana.

Viego y la joven reina todavía no se habían unido a la celebración, pero habían enviado recado de que empezaran sin ellos, y los nobles acataban la orden con convicción. A Kalista le parecía indecente beber y atiborrarse mientras los habitantes de la ciudad se acurrucaban en sus moradas temiendo por sus vidas, y solo fingía comer. Únicamente se quedaría el tiempo que exigiese la etiqueta, pero ni un instante más. Ciertamente, la situación en la ciudad sería infinitamente peor de no ser porque Viego había ordenado contención, pero no creía que eso aportase gran consuelo a las numerosas personas que habían perdido a sus seres queridos ese día.

La armadura todavía engalanaba a Kalista, si bien se la habían adecentado. No había tenido tiempo de bañarse, pero sí de lavarse las manos y la cara, y los criados habían peinado y aplicado aceites a su larga cabellera de ébano. La llevaba destrenzada y suelta, y así seguiría hasta el día de su casamiento. A partir de entonces se la trenzaría, como símbolo del lazo que ataba su vida a la de Hecarim. Su lanza descansaba contra la mesa, a su lado, nunca lejos de su alcance.

Debía de haber casi un centenar de personas presentes, todas pertenecientes a la nobleza. La mayoría eran caballeros, aunque también había unos cuantos aristócratas que prestaban servicio como oficiales de la Hueste. A estos últimos los habían relegado a las mesas periféricas, cómo no. Servir en la Hueste reportaba pocos honores y todavía menos oro; era en el seno de las Órdenes de Caballería donde se amasaba riqueza y prestigio a raudales. Kalista era muy consciente de la prerrogativa que acarreaba formar parte del linaje real, pero le gustaba pensar que habría prestado servicio a la Hueste de todos modos. Sin duda habría preferido celebrar la victoria con sus soldados al otro lado de la muralla a estar sentada entre la élite de los guerreros de Camavor, pero allí la quería Viego y, en consecuencia, allí estaba.

Hecariam estaba sentado a su izquierda. Era un pretendiente atento y encantador, de conversación fluida. Rodeaban a la pareja otros líderes de las Órdenes de Caballería que habían acompañado a Viego y a la Hueste a Santoras: lord Ordono, de los Caballeros de la Llama Azur —alto y serio—, y la escultural lady Aurora, gran maestra de los Cuernos de Ébano. Esta última era una mujer franca y deslenguada, con fama de ser de armas tomar. A Kalista le había inspirado una simpatía instantánea.

Al otro lado de la mesa estaba sentado el gran maestro del Escudo Dorado, una de las Órdenes de Caballería inferiores. Era un hombre de mediana edad y complexión corpulenta, con pequeños ojillos porcinos y semblante pálido atravesado por una fea cicatriz. Llevaba encima alguna copa de más.

—Parece ser que has conseguido lo imposible, lady Kalista —farfulló.

Kalista suspiró para sus adentros, pues nada le apetecía menos que enzarzarse en una charla trivial con ese hombre, pero lo obsequió con una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.

—¿A qué te refieres, gran maestro Siodona?

—Has convertido al humilde populacho en un ejército mínimamente aceptable —dijo. Levantó su copa con gesto inseguro, derramando parte de su contenido—. Brindo por eso, pues nunca lo creí posible. Como tampoco que alguien se molestaría en intentarlo. Desde luego, no un miembro de la realeza.

—Me complace superar las expectativas.

Buena parte de la corte se había horrorizado al enterarse de que iba a liderar a la Hueste. Kalista no consideraba presuntuoso reconocer sus propias dotes para la estrategia militar, y aceptar el cargo de general del inmenso ejército permanente de Camavor era, según lo veía ella, el mejor modo de servir a su nación. Los aristócratas consideraban indigno liderar un ejército de plebeyos, pero ¿qué le importaba a ella lo que pensara esa nobleza inepta?

—Pero ¿por qué la Hueste? —continuó Siodona—. Cualquier orden de la nobleza se habría sentido honrada de que cabalgaras en sus filas. ¿Por qué liderar a esa chusma?

—Gracia a esa «chusma» hemos ganado hoy —señaló Kalista—. Además, estoy donde puedo servir mejor a Camavor. A la totalidad de Camavor. En el pasado, con demasiada frecuencia, se ha utilizado a la Hueste como carnaza contra las flechas y para amortiguar la carga enemiga.

—Son plebeyos —observó Siodona al tiempo que se enjugaba la boca.

—Son camavoranos y merecen algo mejor que ser tratados como si fueran prescindibles. Estoy convencida de que la Hueste tiene mucho que ofrecer. Y una Hueste bien preparada nos garantiza la fortaleza del reino de Camavor.

El gran maestro Siodona gruñó mientras le rellenaban la copa.

—Las Órdenes de Caballería nos garantizan la fortaleza del reino de Camavor —dijo—. En ellas radica el verdadero poder. Siempre ha sido así.

Kalista apenas disimuló la antipatía que le inspiraba Siodona.

—Las Órdenes de Caballería no pertenecen a Camavor —declaró—. En más de una ocasión, diversas órdenes han renegado de sus promesas o se han negado a jurar lealtad a un monarca recién coronado. Si mal no recuerdo, los Caballeros del Escudo Dorado lucharon contra la corona durante el reinado de uno de mis antepasados, el rey Seuro, ¿no es cierto?

—Ahí te ha dado —intervino lady Aurora, sonriendo.

Siodona se acaloró.

—Eso fue hace trescientos años —gruñó—. Mi orden se ha sacrificado más por el Trono de Argento que la mayoría. Juramos lealtad al nuevo rey el día de su coronación. Eso es más de lo que otros pueden decir.

Lanzó una mirada acusadora a Hecarim.

La Orden de Hierro no había jurado lealtad a Viego de inmediato. No era algo infrecuente, pero tampoco una muestra de confianza en el nuevo rey, en particular porque la hermandad siempre se había caracterizado por defender incondicionalmente a la corona. La Orden de Hierro había requerido una semana entera —y el compromiso de Kalista con Hecarim— para pronunciar su juramento.

Los nobles sentados en las inmediaciones alargaron el cuello para descubrir si Hecarim mordía el anzuelo, pero este se limitó a reír entre dientes al tiempo que se secaba los labios con una servilleta de seda.

Kalista levantó la mano con ademán aplacador. Seguir pinchando a Siodona no iba a beneficiar a nadie, por más que fuera divertido.

—Nadie pretende cuestionar la honorabilidad del Escudo Dorado —dijo—. Tan solo intento argüir que, para Camavor, es más conveniente contar con un ejército propio, fuerte y leal, con independencia de las honorables Órdenes de Caballería y en paralelo a estas, y que dure.

Siodona lanzó un gruñido en dirección a Hecarim.

—¿Y tú estás de acuerdo?

Este se encogió de hombros.

—Si una Hueste fuerte significa que morirán menos de los míos, ¿por qué iba a oponerme?

Siodona desdeñó la respuesta con un gesto de la mano.

—Si no fuera tu prometida, no dirías lo mismo. ¿Y la orden del rey de no saquear la ciudad? ¡Bah! En esas condiciones, esta guerra no merece la pena.

La sonrisa de Hecarim se tornó fría, si bien conservó el tono desenfadado.

—Bebe un poco de agua, gran maestro Siodona —le dijo de viva voz—, no vaya a ser que mañana despiertes con resaca y un puñado de duelos de honor demandados por todos aquellos a los que has ofendido esta noche.

Se oyeron risas contenidas, procedentes de las inmediaciones. La discusión había suscitado cierta atención entre los presentes, por cuanto la nobleza siempre estaba ávida de trifulcas cortesanas. Un pulso entre dos grandes maestros era un lujo al que pocos podían resistirse. Haciendo caso omiso de la sugerencia de Hecarim, Siodona tomó otro trago.

Kalista agradeció la habilidad con que Hecarim había desviado la atención de su persona. El joven le hizo un guiño que solo ella vio. «Se le da mucho mejor que a mí el politiqueo». Estaba claro que algo más potente que la mera fuerza de su brazo lo había impulsado al liderazgo de su orden con tanta celeridad, cuando el gran maestro anterior cayó en batalla.

Vincular la Orden de Hierro al trono a través del matrimonio era una estrategia inteligente. Al principio, ella había sospechado que la idea procedía del astuto consejero de confianza del rey, pero en ese momento se preguntó si no la habría planteado el mismo Hecarim. Sin duda era lo bastante osado como para abordar directamente al monarca y exponerle su intención. Si realmente había sido él quien había sugerido el matrimonio, Kalista no sabía si admirar el alcance de su ambición o recelar de ella. Un poco de cada, concluyó.

Antes de que pudiera meditar a fondo la idea, un heraldo alzó la voz sobre el estrépito de la fiesta:

—¡El rey Viego de Camavor y la reina Isolde! ¡Largo sea su reinado!

Los nobles reunidos se levantaron simultáneamente para recibirlos.

Flanqueados por la guardia real y seguidos de cerca por la sempiterna figura del guardia personal del rey, Vaask, Viego e Isolde se internaron en el patio entre una fanfarria de trompetas. El joven rey avanzaba con zancadas amplias y ansiosas, exhibiendo una sonrisa triunfal, mientras que su esposa, cogida de su brazo con elegancia, parecía deslizarse a su lado. Estaban perdidamente enamorados y Kalista no podía sino alegrarse por ellos. Viego no había disfrutado de mucho amor a lo largo de su vida.

Cuando era niño, se le concedía todo aquello que deseaba…, salvo el amor de sus padres. Su madre falleció en el alumbramiento, y su padre —que ya era un anciano cuando Viego nació— no le prestó la menor atención hasta que perdió a su hijo mayor, e incluso entonces sus cuidados fueron fríos, rígidos y autoritarios. El viejo rey murió pocos meses más tarde, de modo que Viego apenas recibió formación para ser gobernante.

Kalista amaba a Viego como a un hermano y lo protegía con uñas y dientes. Sin embargo, hasta ella se daba cuenta de que lo malcriaron tanto de niño que acabó por convertirse en un joven prepotente, acostumbrado a salirse con la suya. Fuera como fuese, Kalista lo conocía mejor que nadie. El rey tenía buen corazón y todo le afectaba profundamente, para bien y para mal. Con la orientación adecuada, pensaba, llegaría a convertirse en un buen monarca, una vez que madurase.

Al principio, Kalista se quedó tan pasmada ante el impulsivo matrimonio de Viego como cualquiera de los nobles, y la noticia le causó no poca preocupación. Isolde no procedía de un linaje antiguo e importante, y la unión no aportaría a Camavor ni poder político ni riqueza; ella ni siquiera era camavorana, sino tan solo una costurera de baja cuna procedente de una nación conquistada. Sin embargo, al verlos juntos, no tuvo más remedio que cambiar de parecer.

Viego le profesaba a Isolde una adoración nunca vista en él. Por primera vez ponía los deseos y necesidades de otra persona por delante de los suyos. La escuchaba, valoraba sus opiniones mucho más que las de sus consejeros e incluso de la propia Kalista. Y si bien la nueva reina no había recibido una educación formal, poseía una inteligencia aguda y una gran intuición que le permitía captar los aspectos más sutiles de las personas y de la política de la corte. Aún más importante, quizá: era bondadosa y considerada, y moderaba las decisiones de Viego, que tendían a ser impulsivas y egocéntricas. Kalista por fin tenía una aliada, alguien que podría ayudarla a controlar a Viego y consolidar la estabilidad de Camavor.

Viego por fin se estaba adaptando a su función de monarca de Camavor y la actuación de esa noche —pues era una actuación, y planificada con maestría— ofrecía un atisbo del gobernante poderoso y amado que sería un día. Exudaba carisma y seguridad en sí mismo, y había programado la aparición de ambos a la perfección. La multitud ya estaba achispada de vino y de euforia, pero, aparte del lívido Siodona, ninguno se encontraba tan ebrio como para ponerse sentimental o belicoso.

El atuendo de Viego era majestuoso, aunque no demasiado ostentoso, algo que habría sido apropiado para la corte de Alovédra, pero que no habría encajado allí, justo después de la batalla. Lucía su reluciente coraza negra en el pecho para exhibir su condición de guerrero, aunque no hubiera participado en la lucha. La corona dentada de los reyes descansaba sobre su frente. Su espada, en cambio, la inmensa hoja que constituía el verdadero símbolo de su reinado —Santidad—, brillaba por su ausencia.

Por su parte, la reina de Viego, Isolde, ofrecía la viva imagen de la belleza recatada. Su rostro exhibía un óvalo perfecto, sus ojos eran grandes y profundos. El vestido que lucía, confeccionado por ella misma, constaba de infinitas capas de seda y terciopelo. Fluía en torno a ella como los pétalos de una flor. En lugar de esforzarse por ocultar su condición de extranjera con una prenda tradicional de Camavor, Isolde había dado un paso al frente creando una prenda que la realzaba. La astuta elección de la joya acentuaba el efecto: una red de delicadas cadenas de plata decoradas con zafiros, distinta a cualquier cosa que pudiera llevar una dama de la corte, aunque Kalista sospechaba que muchas imitarían muy pronto su estilo.

Isolde era la viva imagen de una fascinante reina extranjera. Entre aquel alborotado gentío de caballeros y nobles pertrechados con corazas y cadenas, parecía delicada como una flor, valiosa como una joya. A pesar de todo, Kalista reparó en el desprecio y la desaprobación que ocultaban las sonrisas de muchos de los presentes. Les reventaba que Isolde fuera plebeya; detestaban que fuera extranjera.

Ajenos a todo eso, Viego e Isolde se encaminaron a la mesa que les habían reservado en la zona presidencial del patio. Viego ayudó a su esposa a tomar asiento, le besó la mano y se giró hacia la concurrencia.

—Hermanos y hermanas de Camavor —declaró con una voz suave como terciopelo, pero lo bastante potente para que todos la oyeran—, ¡hoy sois el orgullo de vuestro reino! ¡Sois el orgullo de nuestros Venerados Ancestros! ¡Me siento orgulloso de vosotros! —Levantó la copa que tenía en la mano—. ¡Hoy brindo por vosotros!

Una ovación sincera estalló entre los presentes y cientos de copas se alzaron ente salpicaduras de vino. Viego vació su copa y la tiró a un lado, un gesto que hizo las delicias de la multitud.

—¡Traedme otra! —rugió entre risas.

Viego se dispuso a sentarse, pero Isolde se inclinó hacia él y, posando una mano en su pecho, le dirigió unas palabras.

—Ah, sí, gracias, amor mío. ¡Casi se me olvida! —dijo, aunque Kalista sabía que no era cierto—. ¡El motivo de fondo que nos ha traído a Santoras!

Batió palmas y un murmullo sobrecogido se apoderó del patio cuando un grupo de sacerdotes entró con las cabezas gachas y los rostros ocultos tras inexpresivas máscaras de porcelana. Tras ellos, cuatro siervos cargaban a cuestas un cofre dorado, doblados bajo su peso. Lo depositaron sobre las losas del suelo y desprendieron las parihuelas que habían usado para transportarlo antes de retirarse con una reverencia. Viego dio un paso adelante, sonriendo, y deslizó sus esbeltas manos sobre la ornada superficie. Hizo una pausa teatral antes de liberar los cierres con dos sonoros chasquidos y abrir la caja despacio. La concurrencia al completo se inclinó hacia delante, tratando de atisbar el contenido.

Kalista aplaudió mentalmente. Viego sabía manipular a las multitudes, algo que a ella no le parecía un defecto, ni por asomo. Se trataba de una cualidad muy necesaria para el éxito de un monarca.

Observando el interior de la caja, Viego agrandó los ojos y silbó entre dientes.

—Para ver esto vamos a necesitar más luz —anunció. Hablaba en un tono tranquilo, quedo, pero todo el mundo lo oyó con claridad. Estaban pendientes de cada una de sus palabras.

La reina Isolde le tendió una esfera de cristal del tamaño aproximado de la palma de una mano. Viego la aceptó con una reverencia y se la acercó a los labios. Musitó una palabra al interior y la lanzó al aire con suavidad. La esfera flotó en vertical a unas diez envergaduras del rey y empezó a brillar desde dentro, proyectando su pálida luz sobre el monarca y el cofre dorado.

Viego la miró torciendo el gesto.

—Bueno, salta a la vista que no brilla lo suficiente. —Buscó entre los rostros de la multitud—. ¿Dónde está mi consejero de confianza? Nunyo Necrit, acércate, por favor, si no estás demasiado ebrio. ¡Tu rey precisa de tu talento!

Se levantaron risas al paso del consejero según avanzaba entre la multitud. Tenía un semblante arrugado, como cuero desgastado, y los ojos profundamente hundidos en las cuencas. Puede que fuera viejo, pero una inteligencia despierta todavía brillaba en ellos. Adusto y severo en el mejor de los casos, su perpetuo ceño se tornó más intenso si cabe mientras se encaminaba al encuentro del rey. Saltaba a la vista que no aprobaba que su singular talento se emplease como un truco de feria para el divertimento de unos nobles borrachos. A pesar de todo, renqueó obediente hacia el monarca.

Viego se inclinó y dijo algo al oído del consejero. Nunyo se enfurruñó y respondió con brusquedad. A continuación volvió la mirada hacia la esfera reluciente. En susurros, sus labios articularon palabras secretas e inefables, y una luz mística asomó a sus ojos. Alargó una mano y la esfera salió volando hacia el firmamento nocturno como una estrella fugaz que revirtiera su curso para regresar a los cielos. Al hacerlo, la luz que emitía se intensificó hasta tal punto que todos los que estaban en el patio tuvieron que apartar la vista por temor a que los cegara.

Transcurridos unos instantes, fue como si un nuevo sol hubiera nacido y proyectara su luz fría sobre Santoras. Un intenso fulgor blanco lo iluminaba todo en muchas leguas a la redonda.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó Viego mientras la reina aplaudía con deleite—. ¡Te lo agradezco, venerable Nunyo, esto está mucho mejor! Mucho mejor, ya lo creo que sí.

Todavía enfurruñado, el viejo consejero se escabulló.

—Hoy, amigos míos, somos el orgullo de los fundadores de nuestra gran nación —prosiguió Viego. Se paseó por delante de los nobles con los ojos ardiendo de pasión y fe—. Nuestros Ancestros fundadores, los gemelos Camor y la noble Avora, sonríen al vernos. ¡Sonríen a todo Camavor! —De nuevo se había situado delante del cofre dorado—. Y ahora, sin más preámbulo —dijo al tiempo que hundía la mano en el interior—, os entrego, amigos míos… ¡el Cáliz de Mikael!

Dicho eso, enarboló el venerable objeto para que todo el mundo pudiera verlo. Era un cáliz cubierto y decorado con runas y símbolos antiguos. El aire parecía vibrar levemente alrededor, como si estuviera envuelto en esa neblina que crea un calor intenso. Se levantaron murmullos de admiración y pasmo procedentes de los caballeros reunidos.

—¡La noble misión de recuperar este objeto sagrado se ha cumplido con éxito! Cuando el venerable Camor agonizaba con una Flecha Negra de Astor clavada en el corazón, su hermana Avora lo salvó. Todos conocemos la historia. ¡Lo que yo ignoraba hasta hace poco tiempo es que se valió de este objeto! ¡Le acercó el cáliz a los labios y las heridas sanaron! ¡Y ahora, después de muchos siglos, regresa a nuestras manos!

La declaración provocó nuevas ovaciones, más entusiastas que las anteriores. Volviendo la vista hacia el mar de caras, a Kalista le inquietó advertir una codicia rapaz en los ojos de los aristócratas reunidos.

«¿En qué momento se corrompió nuestra noble cultura de la búsqueda? ¿Cuánto tiempo llevan siendo nuestras campañas poco más que cómodas y transparentes excusas para el pillaje y el saqueo? ¿Para asesinar, reclamar tierras fértiles y robar a nuestros vecinos? ¿Cuánto hace que empezaron a emplearse para justificar la invasión de ciudades estado y naciones que pudieran aportar riqueza y prestigio a Camavor?».

Siendo generosa, Kalista calculaba que habían hecho falta unas cuantas generaciones para que el ideal que había inspirado las misiones de Camor se hubiera corrompido de manera irrevocable. Su lado más escéptico se preguntaba si la corrupción no habría comenzado con el propio Camor. Al fin y al cabo, él fue un señor de la guerra y, esgrimiendo la santidad de su empresa, había erigido su amada nación sobre los cadáveres de los enemigos vencidos.

La batalla de ese día no había sido distinta. Santoras siempre fue una ciudad estado independiente, ubicada al sudeste de Alovédra, justo al otro lado de las fronteras eternamente en expansión de Camavor. Las dos naciones habían luchado juntas, como aliadas, en numerosas ocasiones a lo largo de la historia que compartían y el comercio mutuo las había beneficiado a ambas. Sin embargo, para romper esos lazos, bastó que un sacerdote declarase que los Ancestros habían expresado la voluntad de reclamar —proteger, en sus palabras— una antigua reliquia de poderes arcanos que descansaba tras las murallas de Santora.

Cualquier satisfacción que le hubiera procurado la victoria del día mudó en amargura y Kalista no se unió a esas aclamaciones inducidas por la codicia. «Esto tiene que terminar». No sería fácil, en absoluto. Sin embargo, sabía que, pese a todos sus defectos de juventud, Viego era un buen hombre en el fondo de su corazón. Ella tenía fe en que haría lo correcto… si alguien se lo señalaba.

Mientras todos los demás aplaudían, Kalista observó a Isolde. La reina participaba del jolgorio, pero advirtió que su alegría era forzada. Para sus adentros, dio gracias a los Ancestros. Con la influencia de Isolde, tal vez el cambio fuera posible. Si bien la mujer era la soberana de Camavor, el reino había aplastado a la nación de Isolde antes de que esta naciera. Los sacerdotes habían declarado aquella invasión una cruzada santa, igual que esta que acababan de protagonizar. Si Kalista fuera la única que tuviera que apartar a Camavor de la cultura de las campañas, no creía que lo lograra. En cambio, con la ayuda de Isolde, confiaba en ser capaz de persuadir a Viego.

En cualquier caso, Kalista era una mujer pragmática. Sabía que lo sucedido ese día no guardaba la menor relación con el Cáliz de Mikael. ¿Quién, aparte de los sacerdotes, había oído hablar alguna vez de ese objeto antes de que se anunciara la invasión? Tampoco guardaba demasiada relación con la conquista de Santoras, si bien su riqueza sería una suculenta aportación a las arcas de Camavor, por más que unas relaciones comerciales pacíficas fueran más lucrativas a la larga.

No, el motivo de esa conquista era proporcionar a Viego una victoria en el campo de batalla. Tenía que enviar un mensaje a los reinos vecinos. Anunciaba que, si bien el León, el legendario rey guerrero de Camavor, había muerto, su hijo llevaba su sangre en las venas. Servía para advertir que nadie debía tomarse a Viego a la ligera, una oportuna reminiscencia de que Camavor seguía ostentando un poder que había que tener en cuenta y que no reconocerlo provocaría una matanza.

Además, las Órdenes de Caballería se estaban tornando díscolas. La victoria las contentaría, al menos de momento.

Kalista se obligó a sonreír mientras aplaudía. La batalla de ese día había sido necesaria.

Pese a todo, al mirar a un lado y a otro, los caballeros y los nobles apenas parecían personas. El resplandor antinatural que los iluminaba desde las alturas privaba a sus rostros de color y les otorgaba la apariencia de espectros y fantasmas.

Un escalofrío de miedo la recorrió.