CAPÍTULO 3
Fue la estudiada compostura la que los delató.
Los demás criados parecían nerviosos y asustados, como si esperaran que los camavoranos se abalanzaran contra ellos en cualquier momento. Kalista no se lo podía reprochar. El ejército de Santoras había sufrido una matanza apenas hacía unas horas. Servían a sus conquistadores con manos temblorosas, reacios a mirarlos a los ojos.
En cambio, los dos sirvientes que se aproximaron a la mesa del rey portando nuevas jarras y bandejas de comida no delataban la menor emoción. Un hombre y una mujer corrientes, de rostros convencionales. En otras circunstancias sus disfraces habrían funcionado a la perfección, pero en esa situación fue su pericia la que despertó las sospechas de Kalista. De haber fingido nerviosismo, quizá no habría reparado en ellos hasta que hubiera sido demasiado tarde.
Desentendiéndose de las miradas de extrañeza que le lanzaban sus compañeros de mesa, Kalista se levantó y aferró su lanza. Hecarim dijo algo a su espalda, pero ella no lo oyó, concentrada como estaba en los dos falsos sirvientes. No gritó, por cuanto aún no había descartado que se hubiera confundido.
Avanzó hacia la mesa real con grandes zancadas. Los guardias que la custodiaban no se habían descuidado. Cachearon a los dos sirvientes, les miraron las mangas y les palparon los costados en busca de armas ocultas. Al no encontrar nada, los guardias los dejaron pasar.
«Puede que esté equivocada», pensó Kalista. Sin embargo, esos dos tenían algo que la escamaba y apuró el paso.
La pareja se dividió; la mujer rodeó la mesa por el lado del rey, con la jarra en la mano y la cabeza gacha en actitud recatada, mientras el hombre tomaba el camino contrario portando una bandeja de manjares recién preparados. Dejó los platos rebosantes de alimentos sobre la mesa y luego procedió a recoger los vacíos y desechados al tiempo que se desplazaba también hacia el rey.
Kalista llevaba recorrido la mitad del camino a la mesa. Viego se dedicaba a colmar a Isolde de atenciones, sin ver nada más, y no había reparado aún en el avance de Kalista. Ella no dio la voz de alarma. Todavía no estaba segura.
Vaask, el guardia personal del rey, vigilaba desde las sombras cercanas. Su mano se posaba indolente en la empuñadura de su espada según permanecía atento a cualquier posible amenaza. Se fijó en la sirvienta que se acercaba al monarca. Lo conocían por el «halcón del rey» y la descripción le sentaba bien. Si algo suponía un peligro, él lo notaría.
«¿Verdad?».
Los labios de la mujer se movieron y Viego volvió a medias la cabeza. Sin levantar la vista, asintió a modo de agradecimiento y señaló su copa con un gesto. Ella procedió a llenarla, aunque lo hizo girando el cuerpo de tal modo que su otra mano quedara fuera del alcance de la aguda mirada de Vaask.
Una cinta ensortijada de niebla negra, semejante a un remolino de tinta en el agua, surgió del puño cerrado y oculto de la mujer. «¡Brujería!». Una fracción de segundo más tarde la niebla se había materializado en forma de daga forjada de pura oscuridad. Se trataba de un tipo de magia que Kalista nunca había presenciado. Ni Vaask ni ningún otro miembro de la guardia real habían notado aún nada raro. Solo Kalista.
La asesina se dispuso a asestar la estacada mortal. Incluso en ese momento su rostro permanecía impertérrito; no reflejaba el menor atisbo de emoción, no delataba la menor insinuación de su intención moral. Kalista no gritó, consciente de que el rey habría muerto antes de que nadie pudiera reaccionar.
Con un gruñido, arrojó su lanza. Aplicó todas sus fuerzas y años de entrenamiento en ese lanzamiento, mientras rogaba a los Ancestros que bastara. El arma surcó el aire directa y certera por delante de los guardias.
Demasiado tarde, la asesina levantó la vista. Intentó esquivar el arma, pero no tuvo tiempo. La punta se le clavó en el centro del pecho y la empujó hacia atrás con violencia.
Durante un momento reinó un silencio estupefacto. A continuación, estalló el caos en el patio. Los gritos se multiplicaron. Los caballeros y los nobles se pusieron en pie, bancos y taburetes se estrellaron contra las losas. Viego se incorporó también y miró con ojos desorbitados la ensartada figura de la asesina, a su espalda.
Kalista extrajo la espada de hoja corta que llevaba en la cadera al mismo tiempo que salía corriendo hacia el rey. Varios guardias, desorientados, trataron de detenerla, pero ella los esquivó hábilmente haciendo lo posible para no perder de vista a la pareja de la asesina entre el tumulto. El segundo sirviente había dejado caer los platos recogidos y estaba arrodillado junto a la mesa, como encogido del miedo y el estupor. Era un ardid. La niebla negra se enroscó y un par de cuchillos aparecieron de la nada en sus manos.
Vaask vio venir a Kalista. Ya había desenfundado la espada.
—¡Allí, allí! —gritó ella, señalando con el dedo al segundo asesino.
Vaask asintió al reparar en la amenaza. Arrastró a Viego hacia atrás sin demasiados remilgos y se interpuso entre el asesino y su rey. Isolde, que había resbalado de la silla, estaba ahora acuclillada. Con un rugido, Vaask volcó la mesa del rey para improvisar una barricada. Los platos y las jarras de loza se estrellaron contra las losas.
El asesino gruñó, ya descartada su máscara de inaudita calma. Dos guardias se abalanzaron contra él. Moviéndose como el líquido, el asesino se escurrió entre las estocadas. Comparados con el sirviente, los soldados parecían lentos y torpes. El hombre se desplazaba a una velocidad antinatural y sus movimientos creaban una estela de confusión a su paso. Cuando los guardias cayeron heridos, él ya los había dejado atrás. Kalista ni siquiera había visto el ataque.
Por fin llegó a su altura, el arma ya siseando hacia el cuello del asesino. Él apartó la espada de Kalista y la embistió con el segundo cuchillo a una velocidad brutal. El arma parecía gotear tinieblas. Kalista se columpió hacia atrás para esquivar la salvaje hoja, que estuvo a punto de alcanzarla. En ese momento, el pie del asesino impacto contra su esternón y ella se tambaleó hacia atrás, sin respiración.
Dos guardias más sucumbieron a las negras guadañas. La mesa que usaban de barricada se estrelló boca abajo cuando el sirviente la arrojó a un lado para abrirse paso a su objetivo. Vaask ya estaba allí, raudo como una serpiente al ataque. Kalista conocía a pocos espadachines tan rápidos como el halcón del rey, pero incluso alguien como él parecía lento al lado del asesino, como si se desplazara vadeando agua. El hombre serpenteaba entre las estocadas de Vaask, más cerca de su objetivo con cada paso.
Kalista se puso en pie, casi incapaz de tomar aliento, pero desesperada por proteger a Viego.
Vaask sabía que se encontraba en inferioridad de condiciones. Kalista lo veía en sus ojos. Efectuó un ataque singularmente torpe, que ofreció al asesino la brecha que necesitaba. El sirviente se abalanzó contra él y hundió las negras armas en el pecho del halcón del rey.
El guardia clavó los ojos en Kalista, por encima del hombro de su asesino. «Le ha puesto en bandeja la estocada mortal», comprendió ella. El otro lo adivinó también, pero era demasiado tarde. Vaask lo sujetó con todas sus fuerzas. El hombre se debatía con furia, incapaz de liberarse. Hundiéndole la punta de la espada en la base del cuello, Kalista puso fin a su vida.
No tuvo ocasión de agradecerle a Vaask su noble sacrificio. El hombre ya estaba en tierra, presa de agónicas convulsiones. La niebla negra se extendió por sus venas, visibles a través de la pálida piel del cuello, hasta inundarle los ojos.
Kalista arrancó la lanza del cuerpo de la sirvienta antes de acercarse al rey. Viego estaba consolando a Isolde al tiempo que la acompañaba a su silla rodeándole los hombros con el brazo.
—¿Estás herido? —le preguntó Kalista.
—No, estoy bien —respondió Viego.
—¿Y tú, mi reina?
Isolde levantó la vista. Había miedo en sus ojos desmesuradamente abiertos. Asintió con la cabeza. Un estupor paralizante la había privado del habla.
—¿Quiénes son? —gruñó Viego.
—Sería mejor preguntar quién los envía —murmuró Kalista. Se maldijo por necia. «No debería haber matado al segundo». La solución al misterio de quién los enviaba había muerto con él. Señaló el arma caída de la asesina con el asta de su lanza. Se había desintegrado como si estuviera hecha de ceniza. En el suelo no quedaba nada más que una mancha negra.
Más guardias acudieron a proteger al rey y a la reina con las armas en ristre. No obstante, Kalista no bajó la guardia. Escudriñó el mar de rostros por si observaba alguna otra amenaza. Era complicado, habiendo tanto movimiento y ruido, pero un sirviente que bordeaba el gentío con la cabeza gacha le llamó la atención.
—¡Detengan a ese hombre! —gritó Kalista, señalándolo—. ¡Aprésenlo!
Los mirones retrocedieron a toda prisa y los guardias se apresuraron hacia el sirviente. El hombre renunció al momento a seguir fingiendo y saltó a la superficie de una mesa mientras una daga de niebla negra se materializaba en su mano. Lanzó el cuchillo al aire, ya solidificado, y lo atrapó por la punta con habilidad para lanzarlo de inmediato.
El arma se desplazó hacia Viego girando sobre sí misma.
—¡No! —gritó Kalista al mismo tiempo que saltaba hacia delante para interponer su lanza en la trayectoria del cuchillo. Consiguió rozarlo a duras penas. Fue un contacto mínimo, no un auténtico bloqueo, pero suficiente para que la daga giratoria vacilase en el aire.
Durante un espantoso instante, Kalista pensó que había fallado. Siguió con los ojos el curso del arma, convencida de que mataría a Viego.
El cuchillo se incrustó en el respaldo de la silla poltrona que ocupaba la reina Isolde. La reina se apartó de la aborrecible daga, que oscilaba justo a su lado.
Kalista se concedió permiso para respirar aliviada. Lo había conseguido. Por los pelos. Los caballeros y los guardias rodearon al asesino con un cerco de acero. No tenía escapatoria, ni siquiera alguien tan escurridizo como él.
—¡Vivo! —ordenó ella—. ¡Lo necesitamos vivo!
Tres guardias sucumbieron, pero por fin el gentío logró someter al asesino bajo una avalancha de escudos, puños de hierro y golpes con pomos de espada.
Viego no se dio por satisfecho. Ver a su reina casi atravesada por la daga lo había ofuscado por completo. Y los asesinos no eran los únicos capaces de crear armas de la nada. Proyectó una mano hacia delante y, con un desplazamiento de aire casi imperceptible, Santidad se materializó en su puño. Vinculado por el alma con la Espada del Rey, podía invocarla y despacharla a voluntad. Con el rostro congestionado y un fulgor peligroso en los ojos, avanzó a grandes zancadas hacia el asesino, todavía inmovilizado en el suelo.
—Señor, mi rey —le advirtió Kalista al tiempo que corría para alcanzar a Viego.
—¡Aparta de mi camino!
—Viego —cuchicheó—. Tenemos que…
—¡Atrás!
Barrió el aire con el brazo como para apartar a Kalista, aunque su mano no llegó a tocarla. Una poderosa fuerza la empujó de igual manera y ella retrocedió patinando y tambaleándose.
Más de un curioso ahogó una exclamación. Viego era el primer monarca camavorano de toda la historia del reino que poseía poderes mágicos —la gente pensaba que debía de haberlos heredado de la estirpe materna— y pocos lo habían visto recurrir a ellos en el exterior del palacio. Era una de las razones por las que Viego había querido luchar en el campo de batalla: para exhibir ante sus vasallos y aliados el alcance del poder que ostentaba.
Cuando Kalista recuperó el equilibrio, estaba a más de cuatro metros de distancia.
—¡Atrás! —aulló nuevamente el rey con una expresión asesina, y los soldados que sostenían al sirviente contra el suelo salieron disparados de espaldas, arrastrados por la fuerza invisible de su furia.
—¡Lo necesitamos! —gritó Kalista, pero Viego ni siquiera la oía. Ya lo había visto otras veces en ese estado. Se controlaba mejor desde que había ascendido al trono, pero sus arrebatos eran frecuentes en la infancia. Cuando le hervía la sangre, no oía nada. Y el poder arcano que fluía por sus venas parecía cobrar fuerza siempre que sus emociones se desataban.
Se paró delante del ensangrentado y sometido asesino empuñando a Santidad con ambas manos, como si fuera el hacha de un verdugo. Respiraba con resuellos y el odio le entrecerraba los ojos.
—¿Cómo osas amenazar a mi reina? —le espetó con rabia—. ¿Cómo osas intentar matarme?
El asesino se incorporó a duras penas. De un oído le brotaban gotas de sangre y sus ojos estaban casi cerrados de tan hinchados. Uno de sus brazos se doblaba en un ángulo extraño. Era un milagro que siguiera consciente. Aletargado, se limitó a parpadear.
—Soy el rey de Camavor, la nación más grandiosa que este mundo ha conocido —gruñó Viego—. Y tú no eres nada.
—¡Viego! ¡Lo necesitamos vivo! —gritó Kalista, luchando contra el poder del rey, pero era como tratar de derribar un muro invisible.
Viego le dio la vuelta a la Espada del Rey. Sosteniendo la empuñadura entre las manos y con la punta señalando hacia abajo, hundió la hoja en el asesino.
La presión que retenía a Kalista se liberó de golpe y ella trastabilló hacia delante. Viego liberó la espada y el asesino cayó de bruces al suelo. Su carne ya se estaba desecando, como un fruto que ha pasado demasiado tiempo al sol.
Reinaba el silencio en el patio. Todos los presentes estaban de pie, traspuestos.
La voz de la reina quebró la quietud.
—Viego —resolló. Había sangre en la yema de sus dedos.
Horrorizada, Kalista comprendió que el cuchillo lanzado por el asesino la había rozado. Traspasando el delicado tejido de su vestido, le había arañado el hombro. Kalista recordó al guardia personal del rey dando bandazos en el suelo, las venas negras latiendo bajo su carne, y se le cayó el alma a los pies.
—Que los Ancestros se apiaden de nosotros —susurró.
El cuchillo, todavía clavado en la madera de la silla poltrona, mudó en ceniza y se perdió en la suave brisa de la noche.
Cuando los ojos de la reina giraron sobre las órbitas, un grito estrangulado de angustia brotó de la garganta de Viego.
Con un suspiro, Isolde se desplomó en el suelo.