Capítulo 4

 

 

 

 

1919

 

 

Doss salió de la casa después de la cena. Dejó a Tobias y a Hannah la tarea de lavar los platos. Él fue a echar un último vistazo a las aves de corral. Se quedó de pie un momento en el aire frío de la noche para subirse el cuello del abrigo.

En aquellos momentos echaba de menos a Gabe con una intensidad que lo habría quebrado doblemente de no poseer el orgullo típico de los McKettrick, algo a lo que aludía su madre muchas veces.

Aquello le hizo pensar en sus padres. También los echaba de menos. Todos sus parientes se habían marchado de allí.

No había ningún McKettrick que se hubiera quedado en su lugar de origen, excepto él mismo, Hannah y Tobias. Aquello lo hacía sentir más solo aún.

Miró hacia la ventana de la casa y vio el brillo de la llama de la lámpara. Sonrió.

Hannah debía haber apagado la luz. Él se había dado cuenta de que estaba preocupada por los gastos, aunque provenía de una familia próspera y había ingresado en otra.

Sintió un nudo en la garganta. Había sabido que ella estaba distinta aun antes de que hubiera traído a Gabe en un ataúd de pino. Gabe había dejado un gran vacío en la familia. «El tiempo lo cura todo», había dicho su madre muchas veces después de la muerte de Gabe. Pero para ella especialmente no había sido fácil, ni para su padre.

En la enfermería del ejército, antes de morir, Gabe le había pedido que cuidara de Hannah y de su hijo. «Prométemelo, Doss…», le había dicho.

Y Doss se lo había prometido. Pero su promesa no era fácil de cumplir. A Hannah no le gustaba que la cuidasen, y todos los días Doss temía que ella decidiera volver con su familia a Montana y quedarse allí.

El ruido de la puerta trasera lo sobresaltó. Doss dudó un momento, luego siguió en dirección al granero, tratando de parecer un hombre dispuesto a cumplir con su propósito. Hannah lo alcanzó, envuelta en un chal y con una lámpara en la mano.

—Creo que me estoy volviendo loca —dijo.

Doss la miró, preocupado.

—Es el duelo, Hannah. Se pasará…

—Tú tampoco crees que se vaya a pasar… —le dijo Hannah.

Doss se acercó a ella.

—Tengo que creerlo. No puedo pensar que me voy a sentir tan mal toda la vida…

—He guardado la tetera. Sé que la he guardado. Pero debo haberla sacado nuevamente sin darme cuenta, y eso me asusta, Doss, realmente me da miedo.

Llegaron al granero. Doss tomó la lámpara que llevaba ella y abrió una de las puertas con una mano. No fue una tarea fácil, ya que se había amontonado mucha nieve en el corto tiempo que había empleado para dar de comer y beber a los animales.

—Quizás estés un poco olvidadiza estos días —dijo Doss después de que la hiciera entrar.

El olor del granero era como un sedante para él.

—Eso no quiere decir que estés loca, Hannah.

Presintió que en cualquier momento le diría que se marcharía a Montana.

«No lo digas», pensó. «No me digas que te marchas a Montana». Sabía que era egoísta de su parte. En Montana, Hannah podía volver a tener una vida de ciudad y no tener que montar una mula ocho kilómetros para recoger el correo, ni tener que romper la capa de hielo que se formaba en el agua para dar de beber al ganado. No tenía que alimentar a los pollos ni vestirse como un hombre.

Si Hannah abandonaba el Triple M, él no sabía qué haría. En primer lugar tendría que romper la promesa que le había hecho a Gabe, por ausencia, al menos. Pero eso no era todo. Había mucho más.

—Hay algo más también —dijo Hannah.

Doss se entretuvo yendo de establo en establo, echando un ojo a cada uno de los caballos.

—¿Qué? —preguntó.

—Tobias me acaba de decir… Me ha dicho…

—¿Qué? —preguntó Doss, impaciente.

—Doss, Tobias ve cosas…

—¿Qué clase de cosas?

—Un niño —Hannah agarró su brazo fuertemente.

Y él sintió una sensación extraña al sentir la presión de sus dedos.

—Doss, Tobias dice que ha visto un niño en la habitación.

—Eso es imposible —respondió Doss, mirándola.

—Tienes que hablar con él.

—Oh, hablaré con él —respondió Doss y se marchó a la casa.

Hannah tuvo que levantarse las faldas para poder seguir su paso.

 

 

Presente…

 

 

—Cuéntame lo del niño que viste en la habitación —dijo Sierra cuando habían comido el pollo frito, la ensalada de macarrones, el puré con salsa y el maíz.

—Es un fantasma —dijo Liam mirándola, como si esperase que refutasen su afirmación.

—¿Un amigo invisible para jugar, tal vez? —aventuró Sierra.

Liam era un pequeño solitario. El estilo de vida que habían llevado hasta entonces era el culpable. Después de la muerte del padre de ella, a consecuencia de la bebida, en una cantina de mala muerte de San Diego, Sierra y Liam habían vagado como dos gitanos. Habían estado en San Diego, Carolina del Norte, Georgia y finalmente en Florida.

—No tiene nada de imaginario —dijo Liam—. Lleva ropa graciosa, como esos niños de las películas antiguas de la televisión. Es un fantasma, mamá. Convéncete.

—Liam…

—¡Nunca crees nada de lo que te digo!

—¡Yo creo todo lo que me dices! —insistió Sierra—. Pero tienes que admitir… que esto es mucho.

Ella volvió a pensar en la tetera. Luego trató de olvidarla.

—Yo nunca miento, mamá.

Sierra le palmeó la mano, pero él se echó atrás y la miró con desconfianza.

—Sé que no mientes, Liam. Pero estás en un lugar nuevo y extraño y echas de menos a tus amigos y…

—¡Y tú ni siquiera me dejas ver si me han enviado e-mails! —gritó Liam.

Sierra suspiró, apoyó los codos en la mesa y se frotó las sienes con la punta de los dedos.

—De acuerdo —respondió—. Puedes meterte en Internet. Pero ten cuidado, porque ese ordenador es muy caro. No podemos arriesgarnos a tener que reemplazarlo por otro.

El gesto de Liam se relajó.

—No lo voy a romper —le prometió.

Sierra se preguntó si Liam no la habría engañado. Si toda aquella historia del niño en su habitación no sería una treta para conseguir lo que quería.

Inmediatamente se avergonzó. Su hijo realmente creía que había visto un niño en su cuarto. Consultaría el tema con su nuevo médico de Flagstaff para ver qué opinaba un profesional sobre el asunto. Esperaba que su coche funcionase, porque seguramente el médico querría ver a Liam.

Cuando terminó de recoger la cocina, Sierra fue donde estaba Liam.

—¡Lo que yo pensaba! ¡Mi correo está lleno de mensajes!

La televisión seguía encendida. El periodista estaba hablando de los efectos del recalentamiento de la tierra.

Sierra la apagó. ¡Liam no necesitaba más información sobre cosas así!

—¡Eh! ¡No lo apagues! ¡Yo lo estaba escuchando!

—Tienes sólo siete años. ¡No deberías preocuparte tanto por el futuro del planeta!

—Alguien tiene que preocuparse —respondió Liam sin mirarla—. Tu generación lo está destruyendo… —estaba concentrado en la pantalla—. ¡Mira, todo el Grupo de Geek me ha escrito!

—Te pedí que no…

—De acuerdo —suspiró Liam—. «Los niños del Programa para superdotados han mantenido comunicación».

—Así está mejor.

—Tú también tienes algunos e-mails —le dijo Liam.

Ya estaba contestando los mensajes.

—Los leeré más tarde —respondió Sierra.

Ella no tenía tantos amigos, así que la mayoría de los correos serían anuncios para «alargamiento de pene» y cosas así.

—¡Van a observar el lanzamiento de un cohete de verdad! —gritó Liam sin envidia alguna—. ¡Guau!

—¡Guau! —exclamó Sierra también, mirando la habitación.

Según Meg había sido originalmente un estudio. Había viejos libros en las paredes y tenía una chimenea.

Sierra encontró cerillas encima del hogar y encendió el fuego.

Se oyó un sonido en el ordenador.

—Tía Meg acaba de enviarte un mensaje —dijo Liam.

¿De dónde había sacado aquel «tía Meg»?, se preguntó Sierra.

—Míralo rápido, porque todavía tengo pilas de mensajes que contestar —le advirtió Liam.

Sierra sonrió y se sentó en la silla donde había estado sentado Liam y leyó el mensaje: «Travis me ha dicho que tu coche se ha estropeado. Usa mi Blazer. Las llaves están en la azucarera que está al lado de la tetera».

Sierra, sintiendo su orgullo herido, le contestó que su coche sólo estaba «un poco cansado», y que su Blazer no tendría batería después de estar parado tanto tiempo.

Se comunicaron por chat un rato. Su hermana finalmente se despidió con un «Buenas noches, hermanita», y le dijo que siempre había querido decírselo. Sierra simplemente le dijo «Buenas noches» y se levantó de la silla.

—Date prisa y termina lo que estás haciendo —le dijo Sierra a Liam, que volvió a ocupar su silla—. Te queda media hora para irte a la cama.

—He dormido una siesta —le recordó Liam mientras escribía en el teclado.

—Termina —repitió Sierra.

Se marchó del estudio y subió las escaleras hasta la habitación de Liam. Sacó el pijama favorito del niño de una de las maletas. Tuvo intención de meterlo en la secadora de ropa y calentarlo un poco, pero algo la distrajo al otro lado de la ventana.

Vio las luces en el trailer de Travis. Su camión estaba aparcado cerca de allí. Evidentemente no había estado mucho tiempo en el pueblo o donde hubiera ido.

¿Por qué le alegraba saberlo?

 

 

1919

 

Hannah observó a Tobias desde la puerta. Estaba dormido plácidamente. Pero ella sabía que muchas noches Tobias tenía pesadillas. Porque iba a su cama y se apretaba contra ella y le susurraba, angustiado, que no se muriese.

Hubiera querido despertarlo y abrazarlo y protegerlo de lo que le hiciera ver niños donde no los había…

Tobias era un niño solitario, eso era todo. Necesitaba estar con otros niños. Iba a una escuela donde todos los niños estaban juntos en un aula, y la mayoría de los siete alumnos que había eran mayores que él. Y a veces no tenían clase debido a la nieve…

Tal vez tuviera que llevárselo a Montana. Allí tenía primos. Además, allí vivirían en la ciudad, donde había tiendas, bibliotecas… Podría montar en bicicleta en la primavera y jugar al baseball con otros niños.

Hannah sintió un nudo en la garganta. Gabe había querido que su hijo creciera en aquel rancho, como lo había hecho él, montando a caballo, llevando al ganado, siendo parte de la tierra. Por supuesto que no había imaginado morir joven, y había pensado que tendrían montones de niños que habrían acompañado a Tobias.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Hannah, y ella se la borró.

Gabe se había marchado, y no habría más niños.

Hannah oyó a Doss subir las escaleras y se apartó de la entrada de la habitación. Doss pensaba que era demasiado sobreprotectora, que siempre estaba encima de Tobias. Pero, ¿cómo iba a comprender un hombre lo que era tener un niño en el vientre y alimentarlo?

Hannah cerró los ojos y se quedó donde estaba.

Doss se detuvo detrás de ella, inseguro, notó ella.

—Deja dormir al niño, Hannah —dijo.

Hannah asintió, cerró la puerta de la habitación de Tobias y miró a Doss en la oscuridad del pasillo. Doss tenía un libro en una mano y una lámpara apagada en la otra.

—Es porque está muy solo…

Él sabía que se refería a las alucinaciones del niño.

—Los niños se inventan amigos invisibles —dijo Doss—. Y estar solo es parte de la vida. Es algo por lo que tiene que pasar una persona, no algo de lo que hay que huir.

Ningún McKettrick huía de nada, le faltó decir. Pero ella no era McKettrick por sangre. Seguía firmando con el apellido de Gabe, pero ya no sentía que le pertenecía.

No sabía por qué.

—¿Alguna vez has deseado vivir en otro sitio? —preguntó Hannah de pronto.

—No —respondió Doss rápidamente, como si hubiera leído su pensamiento, pensó Hannah—. Éste es mi lugar.

—Pero los otros… Tus tíos y primos… No se quedaron…

—Pregúntale a cualquiera de ellos dónde está su hogar —respondió Doss—. Y te dirán que es el Triple M.

Hannah pensó decir algo. Luego asintió y le dijo «Buenas noches». Y él inclinó la cabeza y se marchó a su dormitorio.

Ella había sido muy feliz en el Triple M en vida de Gabe. Pero éll no volvería.

Se dirigió a la habitación donde habían pasado la noche de bodas y donde habían nacido todos los bebés de la familia, incluido Tobias.

Se sentó en la mecedora de Lorelei y esperó. Simplemente esperó. No sabía qué.

 

 

Presente…

 

 

Sierra encontró un e-mail de Allie, la hermana melliza de Adam. Deseó haber dejado la lectura de los e-mails para el día siguiente. Siempre se sentía más fuerte durante el día. Después del asesinato de Adam, durante un trabajo en Sudamérica, Allie se había quedado desconsolada y había desarrollado una enfermiza fijación por el hijo de su hermano.

Sierra suspiró y abrió el e-mail.

Su cuñada le ofrecía un lugar a Liam y a ella en San Diego, y todo lo que le hiciera falta, desde cuidados médicos al mejor colegio para el niño. Y le pedía que si no iba, por lo menos le hiciera saber que había llegado bien a Arizona.

Aunque Allie y Adam se habían criado en una relativa pobreza, Adam había sido fotógrafo en distintos periódicos y actualmente a Allie y a su esposo les iba muy bien económicamente. Allie dirigía una empresa y su esposo era neurocirujano. Tenían de todo, menos lo que más deseaban: hijos.

Sierra le contestó que estaban bien y que de momento seguirían allí. Pulsó el botón de «Enviar» y apagó el ordenador.

Estaba agotada. No tenía fuerzas ni para subir y acostarse. Cerró los ojos. Se preguntó si aún habría luz en el trailer de Travis.

Se durmió profundamente, pero empezó a soñar. Se vio en la cocina del rancho, pero ésta estaba diferente y ella tenía puesta una falda de lana larga… En el sueño se oyó preguntar por la tetera, como repitiendo la escena de la realidad en que la tetera se había cambiado de lugar.

Sabía que estaba soñando y quería despertarse, pero no podía.

Se quedó mirando la tetera. Sintió una mezcla de emociones: soledad, anhelo por el hombre que ya no estaba, amor por su hijo…

Y algo más. Un deseo prohibido que no tenía nada que ver con el hombre que la había dejado.

Sierra se despertó por su fuerza de voluntad, y sintió las lágrimas de la mujer del sueño, de la otra Sierra.

La habitación estaba fría. El fuego de la chimenea se había apagado. Se ajustó la chaqueta y se levantó de la silla. Fue a la ventana y vio que el trailer de Travis estaba oscuro.

«Ha sido sólo un sueño», se dijo.

Entonces, ¿por qué tenía el corazón roto?

Se marchó a la cocina por el pasillo oscuro. Necesitaba una taza de té.

Encontró un interruptor al lado de la puerta trasera y lo encendió.

La realidad volvió a través de la luz.

Decidió prepararse un té.

Cuando estaba bebiendo el té apareció Liam.

—¿Es de mañana ya? —preguntó.

—No. Vuelve a la cama.

—¿Puedo tomar té?

—No, otra vez.

Liam se sentó en una silla.

—Pero si hay cacao, te preparé una taza—dijo su madre.

—Hay cacao —dijo Liam—. Lo vi en la despensa. Es instantáneo.

Sierra le sonrió, se levantó y fue a la despensa. Gracias a Travis había leche en el frigorífico. Calentó una taza de leche en el microondas y le puso cacao.

—Me gusta este sitio —dijo Liam—. Es mejor que cualquier lugar en los que hemos vivido.

—¿De verdad piensas eso? —preguntó Sierra—. ¿Por qué?

Liam tomó un sorbo de cacao.

—Parece un verdadero hogar. Aquí ha vivido mucha gente. Y todos eran McKettrick, como nosotros.

Sierra se sintió herida, pero lo disimuló con una sonrisa.

—Dondequiera que vivamos, está nuestro hogar, porque estamos juntos.

Liam la miró escépticamente.

—Nunca hemos tenido tanto sitio… Ni hemos tenido un granero con caballos… Y fantasmas… —susurró con entusiasmo.

Sierra estaba pensando cómo hablarle del tema de los fantasmas, cuando se oyó el delicado sonido del piano.