OYES eso? —le preguntó a Liam.
El niño frunció el ceño, se acomodó en la banqueta y tomó otro sorbo de cacao.
—¿Si he oído qué?
La música del piano siguió sonando desde la habitación del frente.
—Nada —mintió ella.
Liam la miró, perplejo y con gesto de desconfianza.
—Termina tu chocolate. Es tarde.
La música terminó y ella se sintió aliviada y paradójicamente triste, con reminiscencias del vívido sueño que había tenido antes mientras había cabeceado en la mecedora.
—¿Qué era, mamá? —preguntó Liam.
—Me pareció oír un piano —admitió ella, porque sabía que su hijo no dejaría el tema tan fácilmente hasta que ella le dijera la verdad.
Liam sonrió.
—¡Esta casa es sensacional! Le he dicho a los niños… que está encantada. A tía Allie también.
Sierra dejó la taza en la mesa temblorosamente.
—¿Cuándo has hablado con tía Allie?
—Me ha enviado un -mail, y le he contestado.
—Estupendo —dijo Sierra.
—¿Realmente quería mi padre que me criase en San Diego? —preguntó Liam seriamente.
La idea, por supuesto, provenía de Allie. Sierra comprendía a la mujer, pero sintió que ésta había violado algo. Allie no tenía derecho a seducir mañosamente a Liam a sus espaldas.
—Tu padre querría que te criases a mi lado —dijo Sierra firmemente, y sabía que era verdad, aunque Adam la hubiera engañado.
—Tía Allie dice que a mis primas les gustaría que yo estuviera allí —dijo Liam.
Los «primas de Liam» eran realmente medio hermanas de él, pero Sierra no estaba preparada para decírselo todavía, y esperaba que Allie no lo hiciera tampoco. Aunque Adam le hubiera dicho a Sierra que estaba divorciado cuando se habían conocido, y ella se hubiera enamorado perdidamente de él, se había enterado seis meses más tarde, cuando ya estaba embarazada, de que todavía vivía con su esposa. Había sido la hermana de Adam, la fervorosa y entrometida Allie, quien había viajado a San Miguel para decírselo.
Sierra jamás olvidaría las fotos de la familia de Adam que le había mostrado Allie aquel día: Adam rodeaba tiernamente los hombros de su esposa, Dee, y las dos niñas, con vestidos iguales y mirada de inocencia completaban la foto.
—Olvídalo, niña —le había dicho Hank cuando Sierra había ido llorando a contarle la historia.
Ella le había escrito una carta a Adam inmediatamente, pero le habían devuelto la carta por cambio de domicilio, y no había contestado nadie sus llamadas a los números de teléfono que le había dado Adam.
Había dado a luz a Liam, atendida por la querida de toda la vida de Hank, Magdalena. Tres días más tarde, Hank le había llevado un periódico americano y se lo había tirado en el regazo sin decirle una palabra.
Lo había hojeado y se había encontrado con la muerte de Adam Douglas en la página cuatro. Lo habían matado de un disparo, según el artículo, en las afueras de Caracas, después de infiltrarse en un cartel de droga para sacar fotos para un reportaje en el que se hacían importantes revelaciones.
—¿Mamá? ¿Otra vez estás oyendo esa música?
Sierra pestañeó y agitó la cabeza.
—¿Crees que yo les gustaría a mis primas?
—A mí me parece que puedes gustarle a todo el mundo —Sierra dejó las tazas en el fregadero y agregó—: Y ahora, sube, lávate los dientes otra vez y acuéstate.
—¿Tú no te vas a acostar?
—Sí —no pensaba que se dormiría, pero no quería decírselo a Liam—. Tú acuéstate. Yo cerraré las puertas y apagaré las luces…
Liam asintió y obedeció sin protestar.
Sierra fue a la habitación del piano en cuanto Liam se fue a dormir.
El piano estaba con la tapa bajada y todo estaba en orden, como si nadie hubiera estado tocando el piano aquella noche.
Con el ceño fruncido, Sierra cerró la puerta de entrada con llave.
Todas las ventanas estaban cerradas, y no había ninguna huella en la gruesa capa de nieve. No había rastro de nadie ni de nada por allí.
Finalmente subió, se baño y se acostó. Enseguida se durmió.
1919
Hannah cerró la tapa del piano y se levantó de la banqueta. Había tocado suavemente, expresando su tristeza y su deseo en la música.
Cuando pasó por la puerta de la habitación de Doss vio luz. Se preguntó qué haría Doss si ella entrase, se quitase la ropa y se acostase con él.
Por supuesto no lo haría. Porque ella había amado a su esposo y aquello no estaba bien. Pero había momentos en que deseaba terriblemente ser abrazada y acariciada, y aquél era uno de ellos.
Tragó saliva, angustiada por sus propios pensamientos de deseo.
Doss la echaría y le diría que era la viuda de su hermano, si es que volvía a hablarle alguna vez…
—¿Mamá? —la llamó Tobias por detrás de ella.
Hannah no lo había oído levantarse y asomarse a su habitación.
—¿Qué ocurre? ¿Has tenido alguna pesadilla?
Tobias agitó la cabeza y miró hacia la habitación de Doss y luego la volvió a mirar.
—Me gustaría tener un papá… —dijo finalmente.
Hannah sintió una opresión en el pecho.
Hannah se acercó al niño y lo abrazó.
—A mí también me gustaría que lo tuvieras —dijo—. ¡No sabes cuánto me gustaría que tu papá estuviera aquí!
—Pero papá está muerto. Quizás Doss y tú os podrías casar… Así Doss no sería mi tío, ¿no? Sería mi padre.
—Tobias, eso no estaría bien —dijo Hannah, y rogó que Doss no lo hubiera oído.
—¿Por qué no?
Hannah se agachó y miró al niño a los ojos.
—Yo era la esposa de tu papá. Y lo amaré toda mi vida.
—Eso es mucho tiempo… —dijo Tobias. Luego bajó la voz y agregó—: No quiero que Doss se case con otra persona, mamá. Todas las mujeres de Indian Rock son simpáticas con él. Y un día de éstos va a buscarse una esposa.
—Tobias, tienes que quitarte esta tontería de tu cabeza. Doss tiene derecho a buscar una esposa. Pero no seré yo con quien se case. No es fácil de explicártelo ahora, pero Doss era el hermano de tu papá. Yo no podría…
—Te casarás con alguien de Montana, ¿no? —preguntó Tobias, enfadado—. ¡Un extraño con traje!
—¡Tobias!
—¡No pienso ir a Montana! ¿me oyes? ¡No me voy a ir del Triple M a no ser que Doss se vaya también!
Hannah se puso colorada de incomodidad y de rabia. Doss seguramente lo habría oído. Se puso de pie y dijo:
—¡Tobias McKettrick, te vas a la cama ahora mismo! ¡Y no se te ocurra volver a hablarme de ese modo!
Tobias levantó la barbilla, con aire de desafío.
—Vete donde quieras —el niño se dio la vuelta—. ¡Pero yo no me iré contigo! —y cerró la puerta de un portazo.
Hannah dio un paso hacia ella, y hasta puso la mano en el picaporte. Pero no se atrevió a enfrentarse a su hijo.
—Hannah…
Era Doss.
Ella se puso rígida pero no se dio la vuelta. Doss habría visto demasiado en su rostro si lo hubiera hecho.
Doss le agarró el brazo y la obligó a darse la vuelta. Ella susurró su nombre. Él le agarró la mano, la llevó al otro extremo del pasillo, y abrió la última puerta, la habitación donde ella tenía la máquina de coser.
—¿Qué estás haci…?
Doss le agarró la mano y tiró de ella. La hizo entrar y cerró la puerta.
—Doss… —dijo.
Él le agarró la cara con ambas manos, inclinó la cabeza y la besó en la boca.
Un dulce shock la recorrió de los pies a la cabeza. Ella sabía que tenía que apartarse, que él no iba a presionarla ante la más mínima muestra de resistencia, pero ella no pudo decir una palabra. Su cuerpo volvió a la vida al sentir la presión del cuerpo de Doss.
Él le quitó las horquillas del pelo y le soltó el cabello, que cayó hasta la cintura. Gruñó de deseo, enterró su cara en la cabellera de seda, y buscó el lóbulo de su oreja. Cuando lo encontró lo mordisqueó suavemente.
Hannah exclamó con tanto placer como sentimiento de culpa. Sintió que las rodillas se le aflojaban, y Doss la mantuvo erguida con la parte de abajo de su cuerpo. Ella gimió suavemente.
—No podemos… —susurró.
—Si no, nos volveremos locos… —respondió Doss.
—¿Y si Tobias…?
Doss se echó atrás, abrió los botones de la parte de arriba de su vestido, y metió las manos por debajo de su camisola para agarrar el peso de sus pechos. Luego acarició suavemente los pezones con sus pulgares.
—No nos oirá —dijo Doss.
Doss se agachó y agarró uno de sus pezones con la boca, lo mordió suavemente como había mordido el lóbulo de su oreja.
Hannah hundió sus dedos en el cabello de él, gimió y echó hacia atrás la cabeza, entregándose…
Intentó imaginar la cara de Gabe para ver si la imagen le daba la fuerza suficiente para parar, antes de que fuera demasiado tarde. Pero no lo logró.
Doss le acarició los pechos con la lengua hasta volverla loca. Ella se apoyó en la puerta; apenas podía respirar. Y entonces él se puso de rodillas.
Hannah tembló. Y aunque la habitación estaba fría, empezó a sudar. Se estremeció cuando Doss le levantó la falda, se internó debajo y le bajó la ropa interior.
Sintió que le abría su lugar más íntimo con los dedos, que la tocaba con la lengua, como si fuera fuego. Ella sollozó su nombre. Él bebió de ella desesperadamente.
Sus caderas se movieron frenéticamente, buscándolo, y sus rodillas perdieron consistencia.
Él la apretó contra la puerta, puso sus piernas encima de sus hombros, primero una, luego la otra, y se internó en ella.
Hannah se retorció contra él, tapándose la boca con la mano, para que no salieran al exterior sus gritos de placer.
Él succionó.
Ella sintió un calor irradiándola desde su centro a todo su cuerpo. Entonces se puso rígida con un espasmo que la liberó tan violentamente que tuvo miedo de romperse en mil partículas.
—Doss… —le rogó, porque sabía que iba a volver a suceder una y otra vez.
Y ocurrió otra vez.
Cuando todo terminó, él salió de debajo de su falda y la apretó para sujetarla, mientras ella se aflojaba, exhausta, y caía de rodillas. Estaban uno frente a otro. Hannah con sus pechos al descubierto, su cuerpo aún estaba temblando con la ola de pasión que se había apoderado de ella.
—Podemos parar aquí —dijo Doss
Ella agitó la cabeza. Ya no había vuelta atrás.
Doss abrió sus pantalones, levantó su falda y agarró sus caderas. La alzó levemente para hacerla suya.
Hannah se acomodó para que él entrase en ella. Cuando Doss lo hizo, ella exclamó al sentir su sexo, su calor y su dureza. Gimió y él la besó apasionadamente hasta que la dejó sin sentido, mientras se movía hacia arriba y hacia abajo. La fricción era lenta y exquisita. Hannah hundió sus dedos en sus hombros y galopó encima de él sin pudor hasta que la satisfacción se apoderó de ella, la convulsionó y no la abandonó hasta que fue incapaz de mover un solo músculo, por su agotamiento.
Sólo cuando ella exclamó de satisfacción, Doss llegó al final. Lo sintió derramarse dentro de ella y notó que se reprimía los gemidos mientras se entregaba totalmente.
Él le borró las lágrimas con los pulgares, aún estando dentro de ella, y la miró a los ojos.
—Tranquila, Hannah… Por favor, no llores.
Él no lo comprendía, pensó ella. No estaba llorando por vergüenza, aunque seguramente aquel sentimiento llegaría, sino de felicidad.
—No —dijo ella suavemente. Entrelazó sus dedos al cabello de Doss y lo besó fervientemente—. No es eso… Siento…
Él se estaba excitando dentro de ella.
—Oh —gimió ella.
Él jugó con sus pezones y ella se excitó más aún.
—Doss… —exclamó Hannah— Doss…
Presente
Sierra se despertó sobresaltada. Había tenido un sueño tan erótico que había estado a punto de llegar al orgasmo. La luz la deslumbró, y el silencio pareció llenar no sólo la habitación sino el mundo más allá de ella.
Se quedó acostada un momento, recuperándose, escuchando su propia respiración, esperando que el latido de su corazón se aquietase.
Liam espió por la entrada que unía su habitación con la de su madre.
—¿Mamá?
—Entra —le dijo Sierra.
—¡Ha nevado! —corrió a la ventana entusiasmado—. ¡Ha nevado de verdad!
Sierra sonrió y se levantó de la cama. Tembló de frío.
—¡Hace mucho frío aquí!
—Travis dice que el horno no funciona.
—¿Travis?
—Travis está abajo. Lo va a arreglar.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Sierra buscando una bata en su maleta.
Lo único que tenía era una bata de nylon y al verla supo que sería peor que no ponerse nada, así que quitó la colcha de la cama y se envolvió en ella.
—No seas gruñona. Travis nos está haciendo un favor, mamá. Probablemente ahora seríamos cubitos de hielo si no fuera por él. ¿Sabías tú que esa vieja cocina funciona? Travis la encendió e incluso puso a calentar el café… Me pidió que te dijera que va a estar listo en un momento y que estamos bloqueados por la nieve.
—¿Bloqueados?
—Hubo una tormenta de nieve anoche. Por eso ha venido Travis, para asegurarse de que estábamos bien. Yo oí que golpeaba la puerta y le abrí.
Sierra se acercó a la ventana, al lado de su hijo, y admiró el paisaje nevado. Jamás había visto nada igual, y por un momento se quedó sin habla. Luego afloró su parte racional.
—Menos mal que no se ha ido la luz —comentó.
—Se ha ido. Pero Travis puso a funcionar un generador enseguida. No tenemos luz, pero Travis dice que ahora lo que importa es el horno.
—¿Cómo ha podido hacer café? —preguntó Sierra frunciendo el ceño.
—En la cocina de leña, mamá —respondió Liam poniendo los ojos en blanco.
Sierra se dio cuenta de repente de que su hijo estaba vestido.
—Voy a ir a ayudar a Travis a traer la leña —comentó Liam—. Ponte algo de ropa, ¿no? —le dijo a su madre.
Cinco minutos más tarde, Sierra bajó a la cocina. Estaba caliente, afortunadamente.
—¿Estamos aislados por la nieve? —preguntó Sierra mirando a Travis servir el café.
—Depende de cómo lo interpretes… Para Liam y para mí es una aventura.
—Una aventura… —repitió, contrariada, pero aceptó el café que le ofreció él.
—No te preocupes. Te adaptarás a ello.
—¿Sucede a menudo esto? —preguntó ella.
—Sólo en invierno —respondió Travis.
—¡Qué divertido! —dijo ella con ironía.
Liam se rió.
—¿Te divierte esto? —acusó Sierra al niño.
—¡Es genial! ¡Hay mucha nieve! ¡Ya verás cuando se lo cuente a los «Super»!
—¡Liam!
—No le gusta que diga «Super» —le explicó Liam a Travis.
Travis agarró su café, tomó un sorbo con los ojos risueños. Y luego se dirigió a la puerta.
—¿Te marchas? —preguntó Liam, horrorizado.
—Tengo que ir a ver a los caballos —explicó Travis.
—¿Puedo ir contigo? —le pidió Liam.
Pareció tan desesperado que Sierra se tragó el «no» que instantáneamente se formó en sus cuerdas vocales.
—No tienes suficiente abrigo —dijo.
—Meg suele tener uno por aquí… En el armario del vestíbulo tal vez… —dijo Travis.
Liam corrió a buscarlo.
—No te preocupes Sierra, lo cuidaré —le dijo Travis cuando el niño se fue.
—Más te vale que lo hagas… —respondió Sierra.
1919
Hannah supo, por el profundo silencio, que había estado nevando toda la noche. Estaba sola en la cama doble que había compartido con Gabe.
Estaba dolorida. Satisfecha. Era una cualquiera.
Casi se había echado en brazos de Doss la noche anterior. Le había dejado hacer cosas que no le había dejado hacer a nadie más que a Gabe.
Pero ahora era de día y tendría que verse cara a cara con él.
Pero no se sentía apesadumbrada. Al contrario, estaba risueña.
Abajo se oía el fuego de la cocina. Doss debía estar encendiéndolo, como todas las mañanas. Pondría el café en el fuego y luego se marcharía al granero a atender a las aves de corral… Sería una mañana como cualquier otra. A excepción de que ella se había comportado como una zorra la noche anterior.
Pero no volvería a suceder.
Decidió calentar agua para bañarse después de que desayunasen. Mandaría a Tobias a hacer los deberes del colegio y a Doss al granero.
Se vistió rápidamente, se cepilló el cabello y se lo recogió como siempre.
Cuando entró en la cocina se encontró con que Doss no se había marchado al granero como ella había supuesto. Todavía estaba en la cocina. Cuando ella entró, la miró.
Tobias se estaba poniendo el abrigo junto a la puerta trasera de la casa.
—Doss y yo vamos a ir a la casa de la viuda de Jessup. Es posible que su bomba de agua esté congelada… Y no sabemos si tiene suficiente leña para el fuego… —dijo el niño como si fuera un hombre que tomaba las decisiones por su cuenta.
Con el rabillo del ojo, Hannah vio a Doss observándola.
—Sal a ver cómo está la vaca —dijo Doss a Tobias—. Asegúrate de que no hay hielo en su abrevadero.
Era una excusa para hablar con ella a solas; Hannah lo sabía. Y se puso nerviosa.
—Tobias no está suficientemente fuerte como para ir a casa de los Jessup con este tiempo —dijo Hannah—. Está a seis kilómetros por lo menos. Y tendréis que cruzar el arroyo.
—Hannah, el niño estará bien… —dijo Doss.
Ella se puso colorada, recordando todo lo que habían hecho por la noche en la habitación de invitados.
—En cuanto a lo de anoche… —empezó a decir Doss. Parecía turbado.
Hannah hubiera querido que se la tragase la tierra.
—Lo siento —dijo Doss.
—Fingiremos… que no ha sucedido nada.
—Pero sucedió, Hannah, y el fingir no cambiará las cosas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, Doss? —preguntó ella.
—¿Y si hay un niño?
A Hannah no se le había ocurrido tal posibilidad, aunque fuese algo totalmente posible. Se llevó la mano a la boca.
¿Cómo se lo explicarían a Tobias? ¿Y a los McKettrick y a la gente de Indian Rock?
—Tendría que irme a Montana —dijo ella después de un momento.
—No. Con un hijo mío en tu vientre, no —respondió Doss firmemente.
—¡Doss! ¡Sería un escándalo!
—¡Al diablo con el escándalo!
Hannah se sentó en la silla de Holt.
—Es posible que no esté embarazada. Una sola vez…
—Pero también es posible que lo estés —insistió Doss.
Hannah siempre había deseado tener más hijos, pero no de ese modo, y con el hermano de su marido. La gente la llamaría lagarta con motivo, y la vida de Tobias sería un infierno.
—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó Hannah.
Él cruzó la habitación y se sentó a horcajadas en un banco cerca de la mesa, tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo.
—Hay una sola cosa que podemos hacer, Hannah: Casarnos.
—¿Casarnos? —Hannah se quedó con la boca abierta.
—Es lo único decente que podemos hacer.
La palabra «decente» fue como una punzada para Hannah. Ella era una persona orgullosa, y siempre había vivido una vida respetable. Hasta la noche anterior.
—No nos amamos. Y de todos modos, es posible que no esté… embarazada.
—No quiero arriesgarme —le dijo Doss—. En cuanto el camino se despeje un poco, iremos a Indian Rock y nos casaremos.
—Yo también tengo algo que decir en esto.
Afuera, en el porche de atrás, Tobias se estaba limpiando las botas contra un escalón para quitarse la nieve.
—¿De verdad? —preguntó Doss.