Problemas y dolor

La vida es difícil.

Esta es una gran verdad, una de las más grandes.[1] Es una gran verdad porque, una vez que la comprendemos realmente, la trascendemos. Cuando nos damos cuenta de que la vida es difícil —en el momento en que lo hemos comprendido y aceptado verdaderamente—, ya no resulta difícil, porque una vez que se acepta esta verdad, la dificultad de la vida ya no importa.

La mayoría de las personas no comprende de forma cabal la idea de que la vida es difícil. Sin embargo, no deja de lamentarse, ruidosa o sutilmente, de la enormidad de sus propios problemas, de la carga que representan y de todas sus dificultades, como si la vida fuera en general una aventura fácil, como si la vida tuviera que ser fácil. Estas personas manifiestan, de una u otra manera, la creencia de que sus dificultades constituyen la única clase de desgracia que no debería haberles tocado en suerte, pero que, por algún motivo, ha caído especialmente sobre ellas o sobre su familia, su tribu, su clase, su nación, su raza o su especie, y no sobre otros. Conozco bien estas lamentaciones porque yo mismo las he proferido alguna vez.

La vida es una serie de problemas. ¿Hemos de lamentarnos o hemos de resolverlos? ¿No queremos enseñar a nuestros hijos a que lo hagan?

La disciplina es el instrumento básico que necesitamos para resolver los problemas de la vida. Sin disciplina no podemos solucionar nada. Con un poco de disciplina podemos resolver algunos problemas y con una disciplina total podemos resolverlos todos.

La vida es difícil porque afrontar y resolver problemas es doloroso. Los problemas, según su naturaleza, pueden suscitar en nosotros frustración, dolor, tristeza, culpa, arrepentimiento, cólera, miedo, ansiedad, angustia, desesperación, etc. Son sentimientos desagradables, a menudo muy desagradables, en ocasiones tanto como un dolor físico, y a veces tan intensos como los peores dolores físicos. A causa del sufrimiento que los acontecimientos o conflictos nos producen, los denominamos problemas. Y como la vida plantea una interminable serie de ellos, siempre es difícil y está tan llena de sufrimiento como de alegría.

Sin embargo, la vida cobra su sentido precisamente en este proceso de afrontar y resolver problemas. Los problemas constituyen la frontera entre el éxito y el fracaso, fomentan nuestro valor y nuestra sabiduría; más aún, crean nuestro valor y nuestra sabiduría. Es a causa de los problemas que maduramos mental y espiritualmente. Cuando deseamos estimular el desarrollo y la madurez del espíritu humano, lanzamos un desafío a la capacidad del hombre para resolver problemas, del mismo modo que en la escuela ponemos problemas a los niños para que los solucionen. Aprendemos gracias al sufrimiento que supone afrontarlos y resolverlos. Como dijo Benjamin Franklin: «Lo que hiere, enseña». De aquí que las personas juiciosas, lejos de temer los problemas, los afronten de buen grado y acepten el sufrimiento que comportan.

No todos somos tan juiciosos. Como tememos el sufrimiento, casi todos procuramos, en mayor o menor medida, evitar los problemas. Posponemos el enfrentarnos con ellos en la esperanza de que desaparezcan. Los eludimos, los olvidamos, fingimos que no existen. Incluso tomamos medicamentos para pasarlos por alto, pues mitigar el sufrimiento nos permite olvidar qué lo causa. Intentamos eludir todos los problemas en lugar de afrontarlos directamente. Preferimos eludirlos a vivirlos.

Esta tendencia a eludir los problemas y los sufrimientos inherentes a ellos es la base primaria de toda enfermedad mental. Dado que la mayoría de los seres humanos tenemos, en mayor o menor medida, esta tendencia, casi todos estamos, en mayor o menor medida, mentalmente enfermos, es decir, no gozamos de una salud mental completa. Algunos vamos tan lejos en este empeño por evitar los problemas y los sufrimientos que nos alejamos mucho de cuanto puede ser útil para encontrar una salida fácil, forjando a veces las más complicadas fantasías, con total exclusión de la realidad. Digámoslo con las breves y sencillas palabras de Carl Jung: «La neurosis es siempre un sustituto de los sufrimientos verdaderos». [2]

Pero el sustituto termina por transformarse en algo más penoso que el sufrimiento legítimo que debía evitar. La neurosis misma se convierte en el máximo problema. Muchos intentan entonces evitar ese dolor y ese problema mediante una capa tras otra de neurosis. Por fortuna, sin embargo, algunos tienen el valor de hacer frente a sus neurosis y comienzan a aprender —por lo general con ayuda de la psicoterapia— el modo de experimentar el sufrimiento genuino. En todo caso, cuando eludimos el sufrimiento genuino que resulta de afrontar problemas, nos privamos también de la posibilidad evolutiva que los problemas nos ofrecen. Por esta razón, en las enfermedades mentales crónicas se detiene nuestro proceso de desarrollo y quedamos atascados. Y, sin una cura, el espíritu humano comienza a encogerse y marchitarse.

Así pues, debemos inculcar en nosotros y en nuestros hijos los medios para alcanzar la salud mental y espiritual. Quiero decir que debemos enseñarnos a nosotros mismos, y a nuestros hijos, lo necesario que es el sufrimiento y el valor que este implica, y que tenemos que afrontar directamente los problemas y experimentar el dolor que nos acarrean. He señalado que la disciplina es el instrumento fundamental para resolver los problemas de la vida. Como veremos, el mismo comprende varias técnicas de sufrimiento, mediante las cuales experimentamos el dolor de los problemas de manera que penetramos en ellos con esfuerzo y terminamos por resolverlos; este es un proceso de aprendizaje y desarrollo. Cuando enseñamos disciplina —a nosotros mismos o a nuestros hijos— estamos enseñando la manera de sufrir y también la de desarrollarse y crecer. ¿Cuáles son esos instrumentos, esas técnicas de sufrimiento, esos medios de experimentar el dolor de los problemas de modo constructivo, eso que yo denomino «disciplina»? Son cuatro: aplazamiento de la satisfacción, aceptación de la responsabilidad, dedicación a la verdad y equilibrio. Como veremos, no se trata de instrumentos complejos cuya aplicación exija gran entrenamiento, sino que son instrumentos simples y casi todos los niños ya los utilizan a los diez años. Sin embargo, reyes y presidentes a menudo se olvidan de usarlos, con gran perjuicio para ellos. La cuestión no reside en la complejidad de tales instrumentos, sino en la voluntad de utilizarlos. En efecto, se trata de instrumentos con los cuales se afronta el dolor en lugar de evitarlo, de modo que si se procura eludir los sufrimientos legítimos, no se hará uso de ellos. Por eso, después de analizarlos uno por uno, en la sección siguiente consideraremos la voluntad de emplearlos, que es el amor.

Posponer la satisfacción

No hace mucho tiempo, una paciente, analista financiera de unos treinta años, se quejó durante meses de su tendencia a retrasarse en el trabajo. Habíamos analizado sus sentimientos hacia los jefes, la autoridad en general y, especialmente, hacia sus padres. Habíamos examinado sus actitudes frente al trabajo y el éxito, y habíamos establecido que esas actitudes tenían relación con su matrimonio, con su identidad sexual, con su deseo de competir con el marido y con el miedo que esto le provocaba. Sin embargo, a pesar de todo este normal trabajo psicoanalítico, la paciente continuaba perdiendo el tiempo como siempre. Por fin, un día me atreví a considerar algo que parecía evidente y le pregunté: «¿Le gustan los pasteles?». Contestó que le gustaban. «¿Qué parte del pastel prefiere usted, el pastel mismo o la capa de crema?», indagué entonces. «¡Oh, la capa de crema!», respondió con entusiasmo. «¿Y cómo come usted un trozo de pastel?», seguí preguntando, sintiéndome el psiquiatra más necio del mundo. «Primero como la capa de crema, claro», repuso la paciente. De su forma de comer los pasteles pasamos a considerar sus hábitos de trabajo y, como era de esperar, descubrí que al emprender el trabajo diario la paciente dedicaba la primera hora a la parte más gratificante y dejaba lo desagradable para las otras seis horas. Le indiqué que si se obligaba a realizar la parte desagradable de su trabajo en la primera hora, después quedaría en libertad para disfrutar de las otras seis. Añadí que me parecía que una hora de molestia seguida por seis horas de placer era preferible a una hora de placer seguida de seis horas desagradables. Ella manifestó que estaba de acuerdo y, como era una persona con fuerza de voluntad, no volvió a retrasarse en el trabajo.

Posponer la satisfacción es un proceso que supone programar lo agradable y lo desagradable de la vida de manera que el placer aumente al experimentar primero el malestar que más tarde nos conducirá a aquel. Esta es la única manera decente de vivir.

Casi todos los niños aprenden a utilizar este instrumento o proceso de programación a una edad temprana, alrededor de los cinco años. Por ejemplo, un niño de cinco años que está jugando una partida con un compañero puede decirle a este que juegue el primer turno para luego gozar él del suyo. A los seis años los niños pueden comenzar comiendo el pastel y dejar para el final la crema. Durante toda la escuela primaria ejercen diariamente su temprana capacidad de posponer la satisfacción, especialmente en lo que se refiere a los deberes que han de hacer en su casa. A los doce años ya son capaces de ponerse a hacer sus tareas sin que los padres se lo indiquen y antes de sentarse a ver la televisión. A los quince o dieciséis años se espera esta conducta de los adolescentes y se la considera normal.

Sin embargo, como los educadores saben, un número elevado de adolescentes en modo alguno cumple esta norma. Si bien muchos adolescentes de quince o dieciséis años tienen una desarrollada capacidad para posponer la satisfacción, algunos presentan una escasa capacidad o, incluso, parecen carecer por completo de ella. Esos son los estudiantes con problemas. Aunque su nivel de inteligencia sea medio o superior, su rendimiento escolar es pobre, sencillamente porque no trabajan. Se saltan clases o faltan a la escuela con cualquier excusa. Son impulsivos y su impetuosidad se refleja en toda su vida social. Intervienen en frecuentes peleas, entran en contacto con las drogas, se ven involucrados en problemas con la policía. Su lema: disfruta ahora y paga después. Es entonces cuando los padres acuden a los psicólogos y psicoterapeutas, pero casi siempre parece demasiado tarde. Estos adolescentes se molestan ante cualquier intento de intervenir en su impulsivo estilo de vida, y aun cuando es posible vencer ese enojo mediante actitudes cordiales y no enjuiciadoras por parte del terapeuta, la impetuosidad de estos jóvenes es tan grande que les impide participar en el proceso psicoterapéutico de una manera significativa. Faltan a las sesiones y evitan toda situación importante y dolorosa. Así pues, en general la intervención terapéutica es ineficaz y estos chicos terminan por abandonar los estudios y experimentan una serie de fracasos que a menudo desembocan en matrimonios desastrosos, en accidentes, en hospitales psiquiátricos o en la cárcel.

¿A qué se debe esto? ¿Por qué la mayoría puede desarrollar la capacidad de posponer la satisfacción en tanto que una minoría considerable no logra desarrollar dicha capacidad? No se dispone de una respuesta científica absoluta. El papel que desempeñan los factores genéticos no está claro. Las variables no pueden controlarse suficientemente por medio de pruebas científicas. Pero la mayor parte de los signos apunta claramente a la calidad de la educación dada por los padres como factor determinante.

Los pecados de los padres

A veces, en los hogares de los adolescentes indisciplinados, el problema no reside en la ausencia de alguna clase de disciplina por parte de los padres. Normalmente, estos niños son castigados con frecuencia durante toda la infancia: son abofeteados, reciben puñetazos y puntapiés, son golpeados por sus padres por cualquier pequeña infracción. Semejante disciplina no tiene sentido porque es una disciplina indisciplinada.

Una de las razones por las que carece de sentido es que los propios padres son indisciplinados y, por lo tanto, sirven como modelos de indisciplina a sus hijos. Son los padres que dicen: «Sigue mis instrucciones, no mi ejemplo». A menudo se emborrachan en presencia de los hijos y se pelean ante ellos sin dignidad, racionalidad ni contención. A veces su aspecto es descuidado y sucio. Con frecuencia hacen promesas que luego no cumplen. Su propia vida suele ser confusa y caótica, tanto que sus intentos por ordenar la vida de sus hijos no parecen a estos muy razonables. Si el padre pega regularmente a la madre, ¿qué sentido tiene para un chico que su madre le pegue porque él ha pegado a su hermanita? ¿Tiene algún sentido decirle que debe aprender a controlar sus impulsos? Dado que cuando somos pequeños no poseemos la capacidad de comparar, a nuestros ojos infantiles, nuestros padres son figuras semejantes a dioses. Cuando los padres hacen las cosas de una forma determinada, el niño cree que esa es la manera de hacerlas, la manera en que ellos deberían hacerlas. Si un niño ve que sus padres se conducen de manera disciplinada, contenida y digna, y muestran la capacidad de ordenar su propia vida, llegará a sentir en lo más profundo de su ser que así es como hay que vivir. Si un hijo ve que sus padres viven sin freno día tras día, se convencerá de que esa es la manera en que hay que vivir.

Pero más importante que el modelo es el amor. En efecto, incluso en hogares caóticos y desordenados en ocasiones está presente el amor verdadero, y de esos hogares pueden salir muchachos bien disciplinados. Y, no pocas veces, padres que ejercen profesiones liberales —médicos, abogados, mujeres de organizaciones sociales y filántropos— y llevan una vida estrictamente ordenada y decorosa, pero sin experimentar amor verdadero, echan al mundo hijos que resultan tan indisciplinados, destructivos y desorganizados como un niño salido de un hogar caótico y pobre.

En última instancia, el amor lo es todo. Analizaremos el misterio del amor más adelante; no obstante, puede ser útil hacer aquí una breve y limitada mención del amor y de su relación con la disciplina.

Cuando amamos alguna cosa, esta es valiosa para nosotros, y cuando algo es valioso para nosotros le dedicamos tiempo, tiempo para disfrutarlo y tiempo para cuidarlo. Obsérvese a un adolescente enamorado de su automóvil y adviértase cuánto tiempo dedica a admirarlo, a sacarle brillo, a repararlo, a ponerlo a punto. O considérese una persona madura que posee una preciada rosaleda y véase cuánto tiempo dedica a podar los rosales, a protegerlos, a fertilizar adecuadamente la tierra y a estudiarlos. Lo mismo ocurre cuando amamos a los hijos: destinamos mucho tiempo a admirarlos y a cuidarlos. Les brindamos nuestro tiempo.

La buena disciplina exige tiempo. Cuando no tenemos tiempo para dedicar a nuestros hijos, o no estamos dispuestos a dedicárselo, ni siquiera les prestamos suficiente atención para advertir cuándo expresan sutilmente la necesidad de nuestra disciplina y ayuda. Si su necesidad de disciplina es lo bastante grande para molestar nuestra conciencia, aún podemos pasar por alto esa necesidad con el pretexto de que es mejor dejarlos que hagan lo que quieran, diciendo: «Hoy no tengo la fuerza necesaria para ocuparme de ellos». O, si finalmente nos vemos obligados a emprender alguna acción por sus fechorías y, a causa de nuestra irritación, imponemos la disciplina a menudo de modo brutal, más por cólera que por convicción, sin examinar el problema y sin pararnos a considerar qué forma de disciplina es la más apropiada para el problema en cuestión.

Los padres que dedican tiempo a sus hijos perciben sutiles necesidades de disciplina, aun cuando estos no hayan cometido una fechoría evidente, a las cuales habrán de responder con una suave exhortación o con una reprimenda o un elogio, empleando siempre reflexión y cuidado. Habrán de observar de qué manera comen sus hijos, cómo estudian, cuándo dicen mentiras, cuándo eluden problemas en lugar de afrontarlos. Y entonces se tomarán el tiempo necesario para llevar a cabo estas correcciones y ajustes menores, escucharán a sus hijos y les responderán aflojando un poco aquí, apretando un poco allí, les leerán libros, les contarán cuentos, les darán un abrazo y un beso, palmaditas en la espalda y ligeras reprimendas. De esta manera, la calidad de la disciplina suministrada por padres cariñosos es superior a la disciplina de padres que no son cariñosos. Pero esto es solo el comienzo. Al dedicar tiempo a observar las necesidades de sus hijos y pensar en ellas, los padres que los aman se plantearán a menudo las decisiones que deben tomar y, en un sentido muy real, sufrirán junto con sus hijos. Estos no son ciegos. Se dan cuenta de que sus padres están dispuestos a sufrir con ellos y, aunque tal vez no respondan con gratitud inmediata, también ellos aprenderán a sufrir y se dirán: «Si mis padres están dispuestos a sufrir conmigo, el sufrimiento no debe de ser tan malo y yo mismo estaría dispuesto a sufrir». Este es el comienzo de la autodisciplina.

El tiempo y la calidad del mismo que los padres dedican a sus hijos indican a estos el grado en que son valorados por aquellos. Algunos padres que no sienten verdadero amor por sus hijos intentan encubrir su falta de cariño con frecuentes declaraciones de amor a sus hijos y diciéndoles repetida y mecánicamente que son valorados, pero no les dedican un tiempo significativo. Estos niños nunca son por completo engañados con tales palabras huecas. Conscientemente suelen aferrarse a ellas pues desean creer que son queridos, pero inconscientemente saben que las palabras de sus padres no están a la altura de sus actos.

Por el contrario, niños que son realmente queridos, aunque en momentos de enfado pueden conscientemente sentir y proclamar que se los descuida, inconscientemente se saben valorados. Y este conocimiento vale más que todo el oro del mundo. En efecto, cuando un niño sabe que es valorado, cuando lo siente en lo más profundo de su ser, se considera en verdad valioso.

El sentimiento de ser valioso —«Soy una persona valiosa»— es esencial para la salud mental y es la piedra angular de la autodisciplina. Este sentimiento es un producto directo del amor parental y debe adquirirse durante la niñez; se trata de una convicción muy difícil de alcanzar durante la edad adulta. A la inversa, cuando los niños aprenden en virtud del amor de sus padres a sentirse valiosos, es casi imposible que las vicisitudes de la vida adulta destruyan esa convicción.

El sentimiento de ser valioso constituye una de las bases de la autodisciplina porque, cuando uno se considera valioso, se cuida a sí mismo de todas las maneras necesarias. La autodisciplina implica estimarse y cuidarse a sí mismo. Por ejemplo —puesto que estamos analizando el proceso de posponer la satisfacción y de ordenar y programar el tiempo—, examinemos brevemente la cuestión del tiempo. Si nos sentimos valiosos, sentiremos que también nuestro tiempo lo es y, por consiguiente, desearemos emplearlo bien. La analista de finanzas que retrasaba su trabajo no valoraba su tiempo. Si lo hubiera valorado no se habría permitido pasar la mayor parte de su jornada laboral de manera tan lamentable e improductiva. No dejó de tener consecuencias para ella el hecho de que en su niñez los padres la enviaran a pasar las vacaciones escolares al campo al cuidado de un matrimonio contratado, a pesar de que habrían podido hacerse cargo perfectamente de ella si así lo hubieran deseado. Sencillamente no la valoraban. No deseaban cuidarla. Y así, la niña creció sintiendo que era algo de poco valor, algo de lo que no valía la pena ocuparse y, por lo tanto, ella misma no se estimaba ni se cuidaba. No sentía que en su caso valiera la pena disciplinarse. A pesar de que era una mujer inteligente y competente, necesitaba la más elemental instrucción en cuanto a disciplina porque le faltaba una estimación realista de su propio valor y del valor de su tiempo. Una vez que logró darse cuenta de que su tiempo era valioso, naturalmente deseó organizarlo para usarlo mejor.

Como resultado de recibir un amor parental coherente y cuidados cariñosos durante toda la niñez, estos afortunados niños entran en la edad adulta no solo con un profundo sentido interno de su propio valor, sino también con una profunda sensación íntima de seguridad. Todos los niños tienen miedo de que los abandonen, y por una buena razón. El temor a ser abandonados aparece alrededor de los seis meses de vida, tan pronto como el niño es capaz de percibirse como un ser individual, separado de sus padres. Al percibirse como un individuo separado advierte que, como tal, es absolutamente impotente, que está totalmente desamparado y que se encuentra por entero a merced de sus padres en lo que se refiere a todas las formas de sustento y medios de supervivencia. Para el niño, el que sus padres lo abandonen equivale a la muerte. La mayoría de los progenitores, aun cuando en otros aspectos sean relativamente ignorantes o insensibles, perciben de manera instintiva el miedo de los niños a ser abandonados y por eso día tras día repiten centenares de veces palabras que los tranquilicen: «Sabes que mamá y papá no te dejarán solo», «Por supuesto, mamá y papá volverán para buscarte», «Mamá y papá no se van a olvidar de ti». Si estas palabras van acompañadas de hechos durante meses y años, al llegar a la adolescencia el niño habrá perdido el miedo a ser abandonado y experimentará en cambio una profunda sensación interior de que el mundo es un lugar seguro, en el cual hallará protección cuando lo necesite. Con ese íntimo sentimiento de seguridad, ese niño tiene la libertad suficiente para posponer la satisfacción, sea esta de la clase que sea, pues sabe con certeza que la oportunidad de obtener satisfacción, igual que el hogar y los padres, está siempre presente y es accesible cuando se la necesita.

Sin embargo, muchos no son tan afortunados. Son numerosos los niños a los que sus padres abandonan durante la niñez, ya sea por defunción, por deserción, por simple negligencia o, como en el caso de la analista de finanzas, sencillamente por falta de interés. Otros no son abandonados en sentido estricto, pero no reciben las tranquilizadoras palabras de que no se los abandonará; por ejemplo, algunos padres, en su deseo de imponer disciplina del modo más fácil y rápido, amenazan abierta o sutilmente con el abandono para alcanzar este fin. El mensaje que dan a sus hijos es: «Si no haces exactamente lo que deseo que hagas, no te querré más y ya puedes imaginarte lo que eso significará». Por supuesto, significará abandono y muerte. Estos padres sacrifican el amor por su necesidad de controlar y dominar a los hijos y lo que logran es niños excesivamente temerosos del futuro. Así, estos niños, abandonados psicológica o físicamente, llegan a la edad adulta careciendo del profundo sentimiento de que el mundo es un lugar seguro en el que puede hallarse protección. Por el contrario, lo perciben como algo peligroso y temible y no están dispuestos a desechar ninguna satisfacción o seguridad en el presente por la promesa de una gratificación o seguridad mayor en el futuro, puesto que este les parece ciertamente dudoso.

En suma, para que los niños desarrollen la capacidad de posponer las satisfacciones, es necesario que tengan modelos disciplinados, que posean un sentido del propio valor y cierto grado de confianza en la seguridad de su existencia. Estas «posesiones» se adquieren idealmente en virtud de la autodisciplina y de los cuidados coherentes y genuinos de los padres; estos cuidados son los dones más preciosos que madres y padres pueden legar. Cuando un niño no ha recibido estos dones de sus progenitores, podrá, quizás, adquirirlos de otras fuentes, pero en este caso el proceso de adquisición es, invariablemente, un penoso camino cuesta arriba que a menudo dura toda la vida y con frecuencia resulta infructuoso.

Resolver problemas y tomarse tiempo

Hemos considerado algunas de las maneras en que el amor de los padres o su falta pueden influir en el desarrollo de la autodisciplina en general y en la capacidad para posponer la satisfacción en particular; examinaremos ahora algunas formas más sutiles pero más devastadoras en que la incapacidad para posponer la satisfacción afecta a la vida de la mayoría de los adultos. En efecto, aunque afortunadamente casi todos desarrollamos suficiente capacidad para posponer las satisfacciones, lo cual nos permite pasar por la escuela y la universidad y lanzarnos a la vida adulta sin ir a parar a la cárcel, nuestro desarrollo suele ser imperfecto e incompleto, de manera que nuestra capacidad para resolver los problemas de la vida también lo es.

A los treinta y siete años aprendí a reparar cosas. Hasta entonces casi todos mis intentos de hacer trabajos de fontanería, arreglar juguetes o montar algún mueble según las jeroglíficas instrucciones contenidas en un folleto, terminaban en fracaso, confusión y frustración. A pesar de habérmelas compuesto para aprobar todas las asignaturas de la carrera de Medicina y para mantener una familia en mi condición de psiquiatra más o menos exitoso, me consideraba un inútil en materia de mecánica. Estaba convencido de que era deficitario en algún gen o que sufría alguna maldición de la Naturaleza que me negaba la capacidad para la mecánica. Un día, cuando estaba al cabo de mis treinta y siete años, mientras daba un paseo un domingo de primavera, me encontré con un vecino que estaba reparando una cortadora de césped. Después de saludarlo, le dije: «¡Vaya!, lo admiro; yo nunca he sido capaz de arreglar estas cosas». Mi vecino, sin vacilar un instante, contestó: «Eso le ocurre porque no se toma el tiempo suficiente». Reanudé mi paseo, un tanto inquieto por la simplicidad, la espontaneidad y el carácter categórico de su respuesta. «¿Tendrá razón este hombre?», me pregunté. De alguna manera sus palabras se me quedaron grabadas, y en la siguiente ocasión en que me dispuse a hacer una pequeña reparación recordé ante todo que debía tomarme tiempo. El freno de mano del coche de una paciente se había trabado. Ella sabía que había que hacer algo debajo del salpicadero para soltarlo, pero ignoraba el qué. Me eché al suelo, al lado del asiento del conductor, y me tomé todo el tiempo necesario hasta sentirme cómodo. Una vez que estuve cómodo, también me tomé mi tiempo para examinar la situación. Lo miré todo durante varios minutos; al principio solo vi un confuso revoltijo de cables, tubos y varillas cuya función desconocía. Pero poco a poco, sin apresurarme, logré localizar el dispositivo del freno y examiné todas sus partes. Localicé una especie de pequeño picaporte que impedía soltar el freno. Estudié atentamente esa pieza hasta que comprendí que, si la empujaba hacia arriba con la punta del dedo, se movería y soltaría el freno; así lo hice: un solo movimiento, una pequeña presión de mi dedo y el problema estaba resuelto. ¡Ya era un experto mecánico!

En realidad, no tengo los conocimientos ni dispongo de tiempo para hacer reparaciones mecánicas, puesto que he preferido dedicar mi tiempo a otras cuestiones. Por eso suelo acudir al trabajador especializado cuando necesito efectuar una reparación. Pero ahora sé que se trata de una elección que yo hago y no de una maldición o un defecto genético, y que no soy un incapacitado ni un impotente en cuestiones mecánicas. Sé que yo, igual que cualquier otro que no sea mentalmente deficiente, puedo resolver cualquier problema si me tomo el tiempo necesario.

La cuestión es importante, porque mucha gente sencillamente no dedica el tiempo requerido para resolver problemas intelectuales, sociales o espirituales de la vida, así como antes yo no me tomaba tiempo para resolver problemas mecánicos. Antes de mi «iluminación» mecánica, yo habría metido torpemente la cabeza debajo del salpicadero del coche de mi paciente, habría tocado unos cuantos cables sin tener la más remota idea de lo que estaba haciendo y, tras un infructuoso resultado, me habría levantado y habría dicho: «Esto está más allá de mi capacidad». Esta es precisamente la manera en que muchos afrontamos los problemas de nuestra vida diaria.

La analista de finanzas mencionada era una madre esencialmente cariñosa y abnegada, pero más bien incapaz respecto de sus dos hijos. Estaba atenta y se preocupaba lo bastante para percibir cuándo padecían algún problema emocional o cuándo algo no marchaba bien en su modo de educarlos. Pero luego, inevitablemente, adoptaba dos tipos de acción con los niños: o bien hacía lo primero que se le pasaba por la cabeza —por ejemplo, los obligaba a comer más en el desayuno o los mandaba a la cama temprano— sin detenerse a considerar si semejante decisión tenía algo que ver con el problema, o bien acudía a la siguiente sesión terapéutica conmigo —el encargado de reparar cosas— y, desesperada, declaraba: «Está más allá de mi capacidad. ¿Qué haré?». Esta mujer tenía una mente muy aguda y analítica, y cuando no se retrasaba era perfectamente capaz de resolver complejos problemas en su trabajo. Pero cuando se encontraba frente a un problema personal se conducía como si careciera de inteligencia. En este caso se trataba de una cuestión de tiempo. Una vez que tomaba conciencia de su problema personal se sentía tan desconcertada que exigía una solución inmediata y no estaba dispuesta a tolerar su malestar el tiempo suficiente para analizar el problema. Para ella, solucionar un problema representaba una satisfacción, pero era incapaz de posponer esa gratificación más de dos o tres minutos; como resultado, las soluciones que encontraba eran, generalmente, inapropiadas, de manera que su familia se encontraba en una agitación crónica. Por fortuna, su perseverancia en la terapia le permitió ir aprendiendo poco a poco a disciplinarse y a tomarse el tiempo necesario para analizar los problemas de la familia y encontrar soluciones efectivas y bien pensadas.

No estamos hablando aquí de defectos esotéricos asociados solo a personas que claramente manifiestan perturbaciones psiquiátricas. La analista de finanzas es un ser humano corriente. ¿Quién de nosotros puede decir que invariablemente dedica el tiempo suficiente a analizar los problemas de sus hijos o las tensiones que se perciben en el seno de la familia? ¿Quién de nosotros es tan autodisciplinado que nunca dice resignadamente ante problemas que afectan a su familia: «Esto supera mi capacidad»?

En realidad, en la manera de afrontar los problemas existe un defecto más primitivo y más destructivo que los intentos inapropiados de hallar soluciones instantáneas; se trata de un defecto muy común y generalizado: la esperanza de que los problemas desaparezcan por sí solos.

Un viajante de comercio soltero, de treinta años, que practicaba terapia de grupo en una pequeña ciudad, comenzó a salir con la mujer, recientemente separada, de otro miembro del grupo, un banquero. El viajante sabía que el banquero era un hombre iracundo que estaba muy alterado por el hecho de que su esposa lo hubiese abandonado. Nuestro hombre sabía que no era sincero con el grupo ni con el banquero no sacando a relucir sus relaciones con la expareja de este. También sabía que era casi inevitable que tarde o temprano el banquero se enterara de aquella relación. Sabía que la única solución consistía en confesarlo todo al grupo y soportar la cólera del banquero con el apoyo del grupo. Pero no hizo nada. Al cabo de tres meses, el banquero se enteró de la relación, se enfureció como cabía esperar y se valió del incidente para abandonar la terapia. Cuando los miembros del grupo le hicieron notar su desastrosa conducta, el viajante de comercio dijo: «Yo sabía que hablar del tema ocasionaría un altercado y supongo que me pareció que, si no decía nada, tal vez podría evitar una pelea. Seguramente pensé que si aguardaba lo suficiente, el problema desaparecería por sí solo».

Los problemas no desaparecen. Es necesario vivirlos, experimentarlos, pues de otra manera permanecen y constituyen una barrera que se opone para siempre al desarrollo y la madurez del espíritu.

Los miembros del grupo hicieron comprender al viajante que su principal problema era su tendencia a no considerar los problemas, a pasarlos por alto con la esperanza de que desaparecieran por sí solos. Cuatro meses después, al comienzo del otoño, el viajante de comercio, obedeciendo a sus fantasías, abandonó repentinamente el trabajo de las ventas y abrió un negocio propio de reparación de muebles que no le exigía viajar. El grupo lamentó que su amigo pusiera toda la carne en el asador y también dudó de la prudencia de hacer aquel cambio cuando se aproximaba el invierno, pero el viajante de comercio les aseguró que ganaría lo suficiente con la nueva ocupación. No se habló más del asunto. A principios de febrero, el hombre anunció que debía abandonar el grupo porque ya no podía pagar los honorarios. Estaba completamente arruinado y debía buscarse un nuevo trabajo. En cinco meses había reparado un total de ocho muebles. Cuando le preguntaron por qué no había empezado a buscar antes un trabajo, respondió: «Hace seis semanas sabía que el dinero se me estaba acabando rápidamente, pero no podía creer que llegaría a este punto. La cuestión no me parecía muy urgente, pero, ¡vaya!, ahora lo es». Evidentemente, el hombre había hecho caso omiso de su problema. Lentamente empezó a vislumbrar que mientras no resolviera su problema capital de negar los problemas nunca iría más allá del primer paso, ni siquiera con la ayuda de toda la psicoterapia del mundo.

Esta inclinación a ignorar los problemas es, a la vez, una simple manifestación de la actitud de no estar dispuesto a posponer las satisfacciones. Como dijimos, afrontar problemas es penoso. Hacer frente a un problema voluntariamente y temprano, antes de vernos obligados por las circunstancias, significa desechar algo agradable o menos penoso para emprender algo más penoso. Significa decidir sufrir ahora con la esperanza de una satisfacción futura en lugar de continuar entregándonos a la satisfacción presente con la esperanza de que el sufrimiento futuro no sea necesario.

Puede parecer que el viajante de comercio que pasaba por alto problemas tan palpables fuera emocionalmente inmaduro o psicológicamente primitivo, pero, vuelvo a decirlo, era un hombre corriente, y su inmadurez y su primitivismo están en todos nosotros. Un famoso general que mandaba un ejército me dijo una vez: «El único gran problema de este ejército, y, supongo, de cualquier organización, es que la mayoría de los mandos permanece en sus unidades mirando los problemas, contemplándolos de frente, sin hacer nada, como si los problemas fueran a desaparecer si ellos permanecen allí sentados el tiempo suficiente». Ese general no estaba hablando de débiles mentales o de hombres anormales; hablaba de otros generales y coroneles, hombres maduros de demostrada capacidad y adiestrados en la disciplina.

Los padres son como ejecutivos y, además de estar por lo general mal preparados para ello, su tarea puede ser tan compleja en sus detalles como dirigir una empresa. Y, lo mismo que los mandos del ejército, la mayoría de los padres advertirá problemas en sus hijos o en sus relaciones con ellos durante meses o años antes de emprender una acción efectiva, si es que la emprenden alguna vez. «Pensábamos que tal vez desaparecería con la edad», dicen cuando acuden al psiquiatra infantil con un problema porque dura ya cinco años. En cuanto a la complejidad de la situación de ser padres, hay que reconocer que las decisiones que han de tomar son difíciles y que con frecuencia a los niños «el mal se les pasa con la edad». Pero casi nunca hace daño tratar de ayudar a que se les pase el problema o considerar este con mayor atención. Aunque es cierto que, a menudo, a los niños «se les pasa con la edad», muchas veces esto no ocurre e, igual que tantos otros problemas, cuanto más tiempo se ignoran, más crecen y más difíciles son de resolver.

La responsabilidad

No podemos resolver los problemas de la vida sino solucionándolos.

Esta afirmación puede parecer tautológica y, sin embargo, parece estar más allá de la comprensión de muchos representantes del género humano. Esto se debe a que tenemos aceptar la responsabilidad que supone un problema antes de resolverlo. No podemos solucionar un problema diciendo «no es mi problema». No podemos solucionar un problema esperando que otro lo haga por nosotros. Solo podemos resolver un problema cuando decimos: «Este es mi problema y me corresponde a mí resolverlo». Pero muchos —demasiados— procuran evitar la molestia de sus problemas diciéndose: «Este problema me ha sido provocado por otra persona o por circunstancias sociales que están más allá de mi control y, por lo tanto, corresponde a esa otra persona o a la sociedad resolverlo. En realidad, no es un problema mío».

El punto al que pueden llegar psicológicamente algunas personas para no asumir la responsabilidad de problemas personales resulta, además de triste, ridículo. En una ocasión me enviaron a un sargento del ejército destinado en Okinawa, que se hallaba en serias dificultades por entregarse excesivamente a la bebida, para que lo evaluase psiquiátricamente y, si era posible, lo ayudase. El hombre negó que fuera alcohólico y que la bebida constituyera un problema para él.

—En Okinawa, por las noches, no hay nada que hacer, salvo beber —me explicó.

—¿No le gusta leer? —le pregunté.

—Oh, sí, claro, me gusta leer.

—Entonces, ¿por qué no lee por las noches en lugar de beber?

—En los cuarteles hay demasiado ruido para leer.

—¿Por qué no va a la biblioteca?

—Está muy lejos.

—¿Más lejos que el bar que frecuenta?

—Bueno, la verdad es que no se me da bien la lectura. No me interesa mucho leer.

—¿Le gusta la pesca? —le pregunté entonces.

—Sí, me encanta pescar.

—¿Por qué no va a pescar en lugar de beber?

—Porque tengo trabajo durante todo el día.

—¿No puede usted pescar por la noche?

—No, en Okinawa no se pesca de noche.

—Pues conozco varias organizaciones —le dije— que pescan aquí por la noche. ¿Quiere que lo ponga en contacto con ellas?

—La verdad es que no me gusta pescar.

—Por lo que usted dice —aclaré—, en Okinawa hay otras cosas para hacer, aparte de beber, pero lo que más le gusta hacer a usted en Okinawa es beber.

—Sí, supongo que es así.

—A causa de la bebida está usted teniendo dificultades, de modo que se encuentra ante un problema bastante serio, ¿verdad?

—Esta maldita isla haría beber a cualquiera.

Durante un rato continué tratando de convencer al sargento, pero este no estaba en modo alguno interesado en considerar su inclinación a la bebida como un problema que podría resolver con ayuda o sin ella, de modo que, lamentándolo mucho, comuniqué a su superior que no era posible prestar ayuda a aquel hombre, el cual decidió continuar bebiendo y finalmente fue apartado del servicio.

Una esposa joven, que también residía en Okinawa, se cortó la muñeca con una hoja de afeitar e inmediatamente fue conducida a la sala de urgencias, donde la vi. Le pregunté por qué lo había hecho.

—Para matarme.

—¿Por qué quería matarse?

—Porque no soporto vivir en esta maldita isla. Tiene usted que hacerme volver a Estados Unidos. Me mataré si permanezco aquí más tiempo.

—¿Por qué es tan doloroso vivir en Okinawa? —le pregunté.

La mujer rompió a llorar, y entre sollozos, contestó:

—Aquí no tengo amigos, siempre estoy sola.

—Eso es malo. ¿Por qué no ha hecho amistades?

—Tengo que vivir en una urbanización donde ninguno de mis vecinos habla inglés.

—¿Por qué no va a la zona residencial norteamericana o al club de mujeres para entablar alguna relación?

—Porque mi marido se lleva el coche para ir al trabajo.

Pregunté:

—¿Y no podría llevarlo usted misma al trabajo, puesto que está sola durante todo el día y se aburre?

—Es un coche con el cambio de marcha manual, y no sé conducirlo; solo sé conducir los que tienen cambio automático.

—Podría aprender a conducirlo.

La mujer se me quedó mirando.

—¿En estas carreteras? Usted debe de estar loco.

Neurosis y trastornos del carácter

Casi todas las personas que acuden a un psiquiatra sufren una neurosis o un trastorno del carácter o la personalidad. Para decirlo en términos sencillos, estas dos afecciones son alteraciones del sentido de la responsabilidad y, como tales, modos opuestos de relacionarse con el mundo y sus problemas. El neurótico asume demasiada responsabilidad; la persona que presenta un trastorno del carácter no asume la suficiente. Cuando los neuróticos se encuentran en un conflicto con el mundo, automáticamente creen que son ellos los culpables de la situación; cuando los individuos con trastornos del carácter están en conflicto con el mundo, automáticamente piensan que el mundo tiene la culpa. Los dos personajes antes mencionados padecían de un trastorno del carácter: el sargento creía que su inclinación a la bebida se debía a Okinawa, que él no tenía la culpa de ello; la mujer también consideraba que no podía hacer nada para remediar su aislamiento. Otra mujer neurótica, que también se sentía sola y aislada en Okinawa, se quejaba: «Todos los días voy al club de esposas de suboficiales para entablar alguna amistad, pero no me siento cómoda allí; pienso que a las demás mujeres no les gusto. Algo debe de andar mal en mí; tendría que ser capaz de hacer amigos con mayor facilidad, debería ser más sociable. Quiero saber qué es lo que hay en mí que me hace tan impopular».

Aquella mujer se atribuía toda la responsabilidad de estar sola y creía que ella era la única culpable. En el curso de la terapia se dio cuenta de que era una persona extraordinariamente inteligente y con muchas iniciativas, y de que se sentía incómoda con las mujeres de los otros sargentos, así como con su propio marido, porque era mucho más inteligente y ambiciosa que ellos. Llegó a comprender que su soledad, aunque constituía un problema, no se debía necesariamente a una falta o defecto suyo. Posteriormente se divorció, se dedicó a estudiar mientras educaba a sus hijos, llegó a ser directora de una revista y finalmente se casó con un editor de éxito.

Hasta las fórmulas expresivas de los neuróticos y de los que presentan trastornos de carácter son diferentes. El discurso del neurótico se distingue por expresiones como «debo», «debería», «no debería», lo cual indica que la imagen de sí mismo que se ha forjado es la de una persona inferior, que nunca da la talla y que siempre toma decisiones equivocadas. El discurso de la persona con trastornos del carácter se distingue en cambio por expresiones como «no puedo», «no podría», «he de» y «he tenido que», que nos dan la imagen de una persona que no tiene poder de decisión y cuya conducta está completamente dirigida por fuerzas exteriores que se hallan por entero fuera de su control. Como cabría imaginar, los neuróticos, en comparación con las personas que tienen trastornos del carácter, son fáciles de tratar con psicoterapia porque se responsabilizan de sus dificultades y por lo tanto comprenden que tienen problemas. Quienes presentan trastornos del carácter son mucho más difíciles de tratar, si no imposibles, porque no se ven a sí mismos como fuente de sus problemas; antes bien, consideran que es el mundo y no ellos lo que debe cambiar, de manera que no llegan a reconocer la necesidad del autoanálisis. Muchos individuos padecen ambas alteraciones, neurosis y trastorno del carácter, y por ello el psiquiatra se refiere a ellos como «neuróticos del carácter», con lo cual se indica que en algunos aspectos de la vida los pacientes se sienten extremadamente culpables por haber asumido una responsabilidad que no les correspondía, mientras que en otros aspectos no asumen con realismo la responsabilidad que les corresponde. Afortunadamente, una vez que se les ha enseñado a confiar en el proceso psicoterapéutico, a menudo es posible inducirlos a analizar y corregir su falta de disposición a asumir responsabilidades cuando corresponde hacerlo.

Pocos nos libramos de ser neuróticos o de padecer algún tipo de trastorno del carácter, por lo menos en cierta medida (que es lo que en esencia permite la posibilidad de beneficiarse de la psicoterapia si uno está verdaderamente decidido a participar en el proceso). Esto se debe a que la distinción entre aquello de lo que se es responsable y aquello de lo que no se es responsable en esta vida es uno de los máximos problemas de la existencia humana y nunca llega a resolverse por completo. Durante toda la vida debemos evaluar, una y otra vez, dónde están nuestras responsabilidades en medio del continuo cambio de los acontecimientos. Esta operación de evaluar y volver a evaluar no deja de ser penosa aunque se realice adecuada y conscientemente. Para llevar a cabo de manera apropiada este proceso debemos estar resueltos a realizar un autoexamen continuo y hemos de poseer la capacidad de soportarlo. Esta capacidad o disposición no es inherente al ser humano. En cierto sentido, todos los niños presentan trastornos del carácter, puesto que su tendencia instintiva los lleva a negar su responsabilidad en los conflictos que atraviesan. Por ejemplo, dos hermanos que se pelean siempre se culparán mutuamente de haber iniciado la pelea y cada uno negará ser el culpable. De forma análoga, puede decirse que todos los niños padecen de neurosis, ya que instintivamente asumen la responsabilidad de ciertas privaciones que experimentan pero todavía no comprenden. Por ejemplo, el niño que no es querido por sus padres siempre supone que no es digno de amor en lugar de advertir en estos una deficiencia en su capacidad de amar. También los muchachos que entran en la adolescencia y no logran salir con chicas o no alcanzan el éxito en los deportes se consideran seres humanos seriamente deficitarios en lugar de verse como los jóvenes perfectamente sanos que son en realidad. Solo por obra de una vasta experiencia y un largo y feliz proceso de maduración adquirimos la capacidad de ver el mundo y el lugar que ocupamos en él de manera realista, y solo así estamos en condiciones de considerar de manera realista nuestra responsabilidad frente a nosotros mismos y al mundo.

En este proceso de maduración, son muchas las cosas que pueden hacer los padres para ayudar a sus hijos. Durante el desarrollo de los hijos se les presentan muchísimas oportunidades de hacerlo; es entonces cuando los padres pueden mostrarles si tienen la tendencia a evitar o eludir la responsabilidad de sus propias acciones o tranquilizarlos respecto de ciertas situaciones de las cuales los niños no tienen la culpa. Pero para aprovechar esas oportunidades es necesario, como ya he señalado, que los padres sean sensibles a las necesidades de los hijos y que estén dispuestos a dedicarles tiempo y esfuerzo para ayudarlos a satisfacerlas. Esto requiere, a su vez, amor por parte de los padres, que para fomentar el desarrollo de los hijos deben asumir su responsabilidad.

Por otro lado, los padres hacen muchas cosas para obstaculizar este proceso de maduración. Los neuróticos, a causa de su tendencia a asumir responsabilidades, pueden ser excelentes padres siempre que su neurosis sea relativamente leve y no se sientan tan abrumados por responsabilidades innecesarias que les resten energías para las necesarias responsabilidades del papel de progenitores. En cambio, las personas con trastornos del carácter resultan padres desastrosos que no se dan cuenta de que tratan a sus hijos con un nocivo espíritu destructivo. Se dice que «los neuróticos se hacen infelices a sí mismos y los que padecen trastornos del carácter hacen infelices a todos los demás». Entre las personas a quienes hacen infelices los padres con trastornos del carácter están, en primer lugar, sus hijos. Al igual que en otros ámbitos de su vida, no asumen adecuadamente la responsabilidad de ser padres. En lugar de dedicar a sus hijos la atención necesaria, son propensos a desentenderse de sus hijos de mil maneras sutiles. Cuando estos chicos llegan a ser delincuentes o tienen dificultades en la escuela, los padres con trastornos del carácter echan automáticamente la culpa al sistema escolar o a otros niños que, afirman, representan una «mala influencia» para sus hijos. Esta actitud, claro está, supone hacer caso omiso del problema. Como eluden toda responsabilidad, estos padres con trastornos del carácter acaban por convertirse para sus hijos en modelos de irresponsabilidad. Por fin, en sus esfuerzos por eludir toda responsabilidad respecto de su propia vida, a menudo transfieren dicha responsabilidad a su prole y dicen: «La única razón por la que continúo casado con vuestra madre (o padre) sois vosotros, chicos» o «Vuestra madre es un manojo de nervios a causa de vosotros» o «Yo podría haber ido a la universidad y haber tenido éxito si no os hubiera tenido que mantener». De esta manera, tales padres están diciendo realmente a sus hijos: «Sois los responsables de la calidad de mi matrimonio, de mi salud mental y de mi falta de éxito en la vida». Al carecer de la capacidad para comprender lo inapropiado de esta actitud, los hijos a menudo aceptan esta responsabilidad, y, en la medida en que la acepten, llegarán a ser neuróticos. De esta manera los padres que presentan trastornos del carácter producen, casi invariablemente, hijos neuróticos o con trastornos del carácter. Los propios padres transmiten sus pecados a sus hijos.

No solo en su papel de padres estos individuos con trastornos del carácter son negativos y destructivos; esos mismos rasgos del carácter se extienden por lo común a su matrimonio, sus amistades y sus negocios, a todos los ámbitos de su existencia en los que no asumen su responsabilidad. Esto es inevitable porque, tal y como ha quedado dicho, no se puede resolver un problema si el individuo no asume la responsabilidad de resolverlo. Cuando un individuo con trastornos del carácter culpa de sus problemas a otro (sea el cónyuge, el hijo, el amigo, al padre, el jefe o a alguna otra cosa, como las malas influencias, la escuela, el gobierno, el racismo, el sexismo, la sociedad, el «sistema», etc.), esos problemas persisten, nada se hace para resolverlos. Al rechazar su propia responsabilidad, estas personas pueden sentirse tranquilas consigo mismas, pero en cuanto dejan de resolver los problemas de la vida, dejan de crecer espiritualmente y se convierten en un peso muerto para la sociedad. Así, proyectan en esta su desasosiego. Esta sentencia de los años sesenta (atribuida a Eldridge Cleaver) se refiere a todos nosotros en todo momento: «Si no eres parte de la solución, entonces eres parte del problema».

Huir de la libertad

Cuando un psiquiatra establece el diagnóstico de un trastorno del carácter lo hace porque la tendencia del individuo en cuestión a eludir responsabilidades resulta definitivamente llamativa. Sin embargo, casi todos nosotros de vez en cuando tratamos de eludir —de maneras que pueden ser muy sutiles— la molestia de asumir la responsabilidad de nuestros propios problemas. Debo a Mac Badgely la curación de un leve trastorno del carácter que yo sufría a los treinta años. En aquel momento Mac era el director de la clínica psiquiátrica para pacientes externos en la que yo estaba completando mi formación psiquiátrica como médico residente. En la clínica se nos asignaban, por turnos rotativos, nuevos pacientes. Tal vez porque yo me dedicaba más a mis pacientes que los demás colegas residentes, me encontré trabajando muchas más horas que ellos. Los demás psiquiatras solían ver a sus pacientes solo una vez por semana, mientras que yo veía a los míos dos o tres veces por semana. En consecuencia, mis colegas abandonaban la clínica a las cuatro y media todas las tardes para irse a su casa, mientras que a mí me aguardaban consultas hasta las ocho o nueve de la noche, lo cual me contrariaba en extremo. A medida que iba tomando conciencia de mi profundo enfado y me iba sintiendo más y más agotado, comprendí que tenía que hacer algo. Fui, pues, a ver al doctor Badgely y le expliqué la situación. Le pregunté si podría verme liberado durante unas semanas de aceptar nuevos pacientes a fin de ordenar mi tiempo. ¿Sería factible? Le pregunté también si se le ocurría otra solución. Mac me escuchó con mucha atención sin interrumpirme en ningún momento hasta que terminé de hablar. Al cabo de un instante de silencio, con gran simpatía, me dijo:

—Bueno, veo que tiene usted un problema.

Sonreí, sintiéndome comprendido, y le dije:

—Gracias. ¿Qué le parece que tendría que hacer?

Y entonces Mac repuso:

—Ya se lo he dicho, Scott; usted tiene un problema.

Esa no era la respuesta que yo esperaba, y repliqué, algo molesto:

—Sí, ya sé que tengo un problema, por eso he venido a verlo. ¿Qué cree que podríamos hacer?

Mac respondió:

—Scott, me parece que no ha oído lo que le he dicho; yo por mi parte lo he escuchado atentamente y estoy de acuerdo con usted. Tiene un problema.

—¡Maldición! —exclamé—. Ya sé que tengo un problema y lo sabía cuando vine aquí. La cuestión es esta: ¿qué voy a hacer para resolverlo?

—Scott —dijo Mac—, preste atención, pues voy a decírselo de nuevo: estoy de acuerdo con usted, tiene un problema. Específicamente, tiene un problema con el tiempo, con su tiempo, no con mi tiempo. No es problema mío. Es su problema con su tiempo. Usted, Scott Peck, tiene un problema con su tiempo. Eso es todo lo que tengo que decirle.

Me volví y salí enfurecido de la consulta de Mac. Y continué furioso. Odiaba a Mac Badgely. Durante tres meses lo odié. Estaba seguro de que el hombre padecía un grave trastorno del carácter. ¿Cómo podía ser tan insensible? Yo había acudido humildemente a él para pedirle un poco de ayuda, para pedirle un consejo, y aquel imbécil no estaba dispuesto a asumir su responsabilidad de prestarme ayuda y ni siquiera a hacer su trabajo como director de la clínica. Se suponía que como tal tenía que ayudar a resolver semejantes problemas.

Por fin, al cabo de tres meses caí en la cuenta de que Mac tenía razón y de que era yo, y no él, quien padecía un trastorno del carácter. Mi tiempo era responsabilidad mía. Me correspondía a mí, y solo a mí, decidir cómo utilizarlo y ordenarlo. Si deseaba dedicarlo a mi trabajo más de lo que hacían mis colegas residentes, era una decisión mía y las consecuencias de semejante decisión eran de mi responsabilidad. Podía resultarme penoso ver cómo mis colegas abandonaban sus consultas dos o tres horas antes que yo, y podía ser penoso escuchar las quejas de mi mujer de que no dedicaba suficiente tiempo a la familia, pero esos sinsabores eran consecuencia de la decisión que yo había tomado. Si no deseaba sufrirlos, tenía la libertad de no trabajar tanto y organizar mi tiempo de manera diferente. Mi trabajo intenso no era una carga que me hubiera impuesto un destino implacable o un director de clínica insensible; era la manera en que yo había decidido vivir mi vida y ordenar las cosas que tenían prioridad para mí. Lo cierto es que no modifiqué mi estilo de vida. Pero con mi cambio de actitud desapareció el resentimiento hacia mis colegas. Sencillamente, ya no tenía sentido enfadarme con ellos por el hecho de que hubieran elegido un estilo de vida diferente del mío cuando yo era completamente libre de hacer lo que ellos hacían si así lo deseaba. Enfadarme con ellos era enfadarme con mi propia decisión de ser diferente de ellos, una decisión con la que, por otra parte, me sentía satisfecho.

La dificultad que tenemos para aceptar la responsabilidad de nuestra conducta reside en el deseo de evitar la desazón de las consecuencias de dicha conducta. Al pedir a Mac Badgely que asumiera la responsabilidad de estructurar mi tiempo, yo trataba de evitar la molestia de trabajar durante muchas horas, aun cuando ello fuese una consecuencia inevitable de mi decisión de dedicarme a mis pacientes y de mejorar mi formación. Al obrar así, yo también estaba buscando, sin saberlo, aumentar la autoridad de Mac sobre mí. Le estaba entregando mi poder, mi libertad. En realidad, le estaba diciendo: «Hágase cargo de mí. Usted es el jefe». Cuando tratamos de eludir la responsabilidad de nuestra propia conducta procuramos transferir esa responsabilidad a otro individuo, organización o entidad. Pero eso significa renunciar a nuestro poder en favor de esa entidad, sea el destino, la sociedad, la administración, la empresa para la que trabajamos o nuestro jefe. Por eso resulta apropiado el título que dio Erich Fromm a su estudio sobre el nazismo y el autoritarismo: El miedo a la libertad. Al querer eludir el sufrimiento que produce la responsabilidad, millones y hasta miles de millones de seres humanos intentan diariamente huir de la libertad.

Conozco a un hombre de brillantes dotes, aunque irritable, que cuando se lo permito habla sin cesar y elocuentemente sobre las opresivas fuerzas que obran en nuestra sociedad: el racismo, el sexismo, el régimen militar e industrial y la policía que los detiene a él y a sus amigos porque llevan el pelo largo. Una y otra vez he procurado convencerlo de que no es un niño. Cuando somos niños, nuestros padres ejercen un poder real y total sobre nosotros debido a nuestra real y total dependencia. Realmente, nuestros padres son responsables en gran medida de nuestro bienestar, y nosotros nos hallamos, también en igual medida, a merced de ellos. Cuando los padres son opresivos, como ocurre a menudo, los niños no pueden remediarlo; cuando somos niños, nuestras decisiones y elecciones son limitadas. Pero cuando somos adultos y gozamos de buena salud física, nuestras decisiones y elecciones son casi ilimitadas. Esto no significa que no sean penosas. Con frecuencia debemos elegir el menor de entre dos males, pero la elección aún está en nuestras manos. Sí, convengo con mi conocido: ciertamente hay fuerzas opresoras que obran en el mundo. Sin embargo, para responder a esas fuerzas y afrontarlas, tenemos la libertad de elegir cada paso que damos. Él decidió llevar el pelo largo y vivir en una zona del país donde a la policía no le gustan los tipos de pelo largo. Tiene la libertad de mudarse de ciudad o de cortarse el cabello y hasta de postularse para ocupar el puesto de jefe superior de policía. Pero, a pesar de todo su brillo intelectual, el hombre no reconoce estas libertades. Prefiere lamentarse de su falta de poder político a aceptar y alegrarse de su inmenso poder personal. Habla de su amor a la libertad y de las fuerzas opresoras que la coartan, pero cada vez que describe la manera en que acaba siendo víctima de tales fuerzas, lo que realmente hace es renunciar a su libertad. Espero que algún día abandone su actitud de resentimiento con la vida solo porque algunas decisiones resultan dolorosas. [3]

La doctora Hilde Bruch, en el prefacio a su libro Learning Psychotherapy, afirma que todos los pacientes acuden a los psiquiatras fundamentalmente con un problema común: la sensación de impotencia, el temor y la convicción íntima de ser incapaces de afrontar y modificar las cosas. [4] En la mayoría de los pacientes uno de los motivos de esta sensación de impotencia es el deseo de eludir parcial o totalmente el desasosiego de la libertad y, por consiguiente, la negativa parcial o total a aceptar la responsabilidad de sus problemas y de sus vidas. Se sienten impotentes porque en realidad han renunciado a su poder. Para curarse, tarde o temprano deben aprender que la integridad de la vida de un adulto es una serie de elecciones, de decisiones personales. Si aceptan esto se convierten en personas libres. En la medida en que no lo acepten siempre se sentirán víctimas.

Dedicación a la realidad

El tercer instrumento de la disciplina o técnica para afrontar el sufrimiento de resolver problemas —instrumento que debemos utilizar continuamente si queremos que nuestra vida sea saludable y que nuestro espíritu se desarrolle— es la dedicación a la verdad. Superficialmente esto parece evidente, pues la verdad es la realidad. Lo falso es irreal. Cuanto más claramente veamos la realidad del mundo, mejor equipados estaremos para tratar las cuestiones del mundo. Cuanto menos claramente veamos la realidad del mundo —cuanto más confundido esté nuestro espíritu por el error, las percepciones falsas y las fantasías—, menos capaces seremos de tomar medidas idóneas y decisiones sensatas. Nuestra concepción de la realidad es como un mapa en el cual se representa el terreno de la vida. Si el mapa es verdadero y exacto, generalmente sabremos dónde estamos, y si decidimos adónde deseamos ir, sabremos cómo llegar al lugar que nos hemos propuesto. Si el mapa es falso e inexacto nos perderemos.

Si bien esto es evidente, casi todas las personas prefieren, en mayor o menor medida, pasarlo por alto. Prefieren pasarlo por alto porque el camino que conduce a la realidad no es fácil. En primer lugar, no hemos nacido con mapas, sino que debemos trazarlos, y trazar un mapa exige esfuerzos. Cuanto mayores sean nuestros esfuerzos para percibir y apreciar la realidad, más amplios y exactos serán nuestros mapas. Pero muchos no desean hacer estos esfuerzos. Algunos desisten al término de la adolescencia. Sus mapas son pequeños y esquemáticos y su concepción del mundo estrecha y errónea. Al final de la madurez casi todas las personas han dejado de hacer esfuerzos. Están seguras de que sus mapas son completos y su Weltanschauung, su concepción del mundo, la indicada (y hasta sacrosanta); ya no están interesadas en adquirir nueva información. Es como si estuvieran cansadas. Solo unas cuantas personas afortunadas continúan, hasta el momento de la muerte, indagando el misterio de la realidad, ampliando y volviendo a definir su concepción del mundo y de lo que es verdadero.

El mayor problema de trazar mapas no radica en que hay que comenzar con esbozos inseguros, sino en que, para que resulten exactos, es necesario revisarlos y corregirlos continuamente. El mundo mismo está en constante cambio. Aparecen y desaparecen glaciares. Aparecen y desaparecen culturas. Lo más importante es que el punto desde el cual enfocamos el mundo también cambia constantemente y con gran rapidez. Cuando somos niños somos dependientes e impotentes. Como adultos podemos ser muy poderosos, aunque a causa de una enfermedad o de la vejez existe la posibilidad de que volvamos a ser impotentes y dependientes. Cuando tenemos hijos a quienes cuidar, el mundo se nos presenta de forma diferente de cuando no los teníamos; cuando criamos a niños pequeños el mundo nos parece diferente de cuando educamos a adolescentes. Cuando somos pobres el mundo nos parece diferente de cuando somos ricos. A diario nos vemos bombardeados con nueva información sobre la naturaleza de la realidad. Si queremos incorporar esa información debemos revisar y corregir continuamente nuestros mapas, y a veces si hemos acumulado una buena dosis de información debemos hacer correcciones sustanciales. El proceso de llevar a cabo revisiones y sobre todo correcciones profundas es doloroso, a veces extremadamente doloroso. Y aquí reside la principal fuente de muchos de los males de la humanidad.

¿Qué ocurre cuando uno ha elaborado durante mucho tiempo y con enorme esfuerzo una visión viable del mundo, un mapa aparentemente útil, y luego la nueva información indica que esa concepción es errónea y que es necesario volver a trazar el mapa? Los esfuerzos necesarios para llevar a cabo esta tarea parecen enormes, casi abrumadores. Lo que solemos hacer entonces, de manera inconsciente, es pasar por alto la nueva información. A menudo este acto no es pasivo. Podemos denunciar la nueva información y tildarla de falsa, peligrosa, herética, considerarla obra del demonio. Y hasta podemos emprender una cruzada contra ella e intentar manipular el mundo de suerte que este se sujete a nuestra concepción de la realidad. Antes que tratar de modificar su mapa, un individuo puede tratar de destruir la nueva realidad. Y es triste comprobar que semejante persona puede dedicar mucha más energía a defender una visión anticuada del mundo que la que habría necesitado para revisarla y corregirla.

La transferencia: el mapa anticuado

Esta actitud de aferrarse activamente a una concepción anticuada de la realidad constituye la base de muchas enfermedades mentales. Los psiquiatras se refieren a este proceso con el término «transferencia». Probablemente haya tantas sutiles variaciones en la definición de transferencia como psiquiatras. Mi definición personal es esta: la transferencia es el conjunto de modos de percibir el mundo y reaccionar ante él que se desarrollan en la niñez y que habitualmente resultan apropiados en aquel periodo, pero que son inapropiadamente transferidos al ambiente del adulto.

Las maneras en las que se manifiesta la transferencia (aunque siempre destructivas e hirientes) son con frecuencia sutiles. Con todo, los ejemplos más claros no son nada sutiles. Uno de estos ejemplos fue un paciente cuyo tratamiento fracasó a causa de su transferencia. Se trataba de un brillante técnico en informática que apenas superaba los treinta años. Acudió a mi consulta porque su mujer lo había abandonado y se había llevado a sus dos hijos. No se sentía particularmente triste por la pérdida de la esposa, pero lo había hundido la pérdida de sus hijos, a quienes se sentía unido por un profundo lazo afectivo. Inició las sesiones de psicoterapia con la esperanza de recuperarlos, pues su mujer había declarado firmemente que no regresaría junto a él si no se sometía a tratamiento psiquiátrico. Ella se quejaba sobre todo de que se mostraba continua e irracionalmente celoso y al mismo tiempo distante, frío, nada comunicativo ni afectuoso. También se quejaba de sus frecuentes cambios de empleo. La vida de él había sido muy inestable desde la adolescencia, cuando había tenido frecuentes altercados con la policía, había estado en la cárcel tres veces por embriaguez, mala conducta, «vagancia» y por «impedir que un agente de policía cumpliera con su deber». Abandonó los estudios en la universidad donde estudiaba Ingeniería eléctrica porque, según dijo, «los profesores eran un puñado de hipócritas en nada diferentes de los policías». A causa de su disposición y creatividad en el campo de los ordenadores, sus servicios eran muy solicitados. Sin embargo, nunca logró progresar ni conservar un trabajo más de un año y medio; en ocasiones fue despedido, pero la mayor parte de las veces abandonaba el empleo después de disputas con sus superiores, a quienes calificaba de «liantes y embusteros solo interesados en proteger su propia situación». Su frase más frecuente era: «No se puede confiar en nadie». Decía que su niñez había sido «normal» y que sus padres eran «corrientes». En el breve período que estuvo conmigo me contó con tono indiferente y sin emoción alguna numerosos incidentes de su niñez en los cuales los padres lo habían defraudado. Le habían prometido una bicicleta para su cumpleaños, pero se olvidaron de su promesa y le regalaron otra cosa. En otra ocasión se olvidaron por completo de su cumpleaños. El paciente no veía nada especialmente malo en su conducta, ya que ellos «estaban muy ocupados». Los padres le prometían hacer cosas con él los fines de semana, pero generalmente estaban demasiado atareados. En numerosas ocasiones se olvidaron de ir a recogerlo a encuentros o fiestas porque «tenían muchas cosas en la cabeza».

Lo que le ocurría a este hombre era que durante su niñez había sufrido penosas decepciones por la falta de cuidados de sus padres. Gradual o súbitamente —no lo sé con certeza— llegó a la inquietante conclusión, a mediados de su niñez, de que no podía confiar en sus padres. Una vez que lo hubo comprendido, comenzó a sentirse mejor y su vida se hizo más llevadera. Ya no esperaba nada de sus padres ni alentaba esperanzas cuando estos le hacían promesas. Cuando dejó de confiar en ellos, la frecuencia y la gravedad de sus decepciones disminuyeron enormemente.

Sin embargo, un ajuste de esta índole constituye la base de futuros problemas. Para un niño sus padres lo son todo, representan el mundo. El niño no dispone de una perspectiva que le permita ver que otros padres son diferentes y con frecuencia mejores. Supone que la manera en que obran sus padres es la manera en que se hacen las cosas. En consecuencia, la conclusión —su realidad— a la que llegó ese niño no fue «No puedo confiar en mis padres», sino «No puedo confiar en la gente». No confiar en la gente se convirtió, pues, en el mapa con el cual este individuo entró en la adolescencia y la edad adulta. Con este mapa y con una abundante carga de resentimiento debido a sus muchas decepciones era inevitable que el individuo tuviera sucesivos conflictos con figuras representantes de la autoridad: policías, profesores, jefes en el trabajo, etc. Y esos conflictos solo sirvieron para reforzar su sensación de que no podía confiarse en la gente. El hombre tuvo muchas oportunidades de revisar y corregir su mapa, pero las dejó pasar todas. Por un lado, la única manera en que podía saber si había o no personas en el mundo de los adultos en quienes pudiera confiar era arriesgarse a confiar en ellas, lo cual implicaba apartarse del mapa que se había trazado. Por otro lado, esa experiencia le exigía revisar también el concepto que tenía de sus padres y llegar a la conclusión de que estos no lo habían amado, de que su niñez no había sido «normal» y de que sus padres, debido a su insensibilidad hacia las necesidades de su hijo, distaban de ser «corrientes». Comprender todas estas cosas habría sido extremadamente doloroso. Por último, como su desconfianza hacia la gente representaba un ajuste realista a la realidad de su niñez, se trataba de un ajuste destinado a disminuir su dolor y sufrimiento. Dado que resulta muy difícil abandonar un ajuste que antes funcionaba tan bien, el individuo continuó desconfiando, continuó creando inconscientemente situaciones que servían para reforzarlo, continuó distanciándose de todos y así se le hizo imposible gozar del amor, de la calidez, de la intimidad y del afecto. Ni siquiera se permitía a sí mismo intimar con su mujer. Las únicas personas con las que podía trabar relaciones afectivas íntimas eran los dos hijos. Eran las únicas personas sobre las que tenía control, las únicas que no ejercían autoridad sobre él, las únicas de todo el mundo en las que podía confiar.

Cuando entran en juego problemas de transferencia, como generalmente ocurre, la psicoterapia consiste, entre otras cosas, en un proceso de revisión de mapas. Los pacientes recurren a la terapia porque su mapa no les da buenos resultados. ¡Pero cómo se aferran a él y cómo se resisten al proceso en cada paso del camino! Con frecuencia necesitan aferrarse a su mapa y luchan para no perderlo, y esa necesidad es tan grande que la terapia se hace imposible, como ocurrió en el caso del técnico en informática. Al principio me pidió que lo atendiera los sábados. Después de tres sesiones dejó de acudir porque había conseguido un trabajo que le ocupaba los sábados y los domingos. Le ofrecí verlo los jueves por la tarde. Se presentó a dos sesiones y luego dejó de acudir porque estaba haciendo horas extras en la empresa. Volví entonces a modificar mi horario a fin de verlo los lunes por la tarde, cuando, según él había dicho, era improbable que hiciera horas extras. Al cabo de dos sesiones, otra vez dejó de acudir a la consulta porque había aceptado trabajar los lunes por la tarde. Le hice ver entonces la imposibilidad de continuar con la terapia en semejantes circunstancias. Admitió que no estaba obligado a aceptar más horas extras, pero dijo que necesitaba dinero y que el trabajo era para él más importante que la terapia. Declaró que podría acudir únicamente los lunes en que no tuviera que trabajar horas extras y que me telefonearía a las cuatro de la tarde todos los lunes para decirme si podría asistir a la sesión aquella tarde. Le dije que semejantes condiciones eran inaceptables y que no estaba dispuesto a modificar mis planes todos los lunes por la posibilidad de que él pudiera acudir a las sesiones. Replicó que mi actitud era irrazonable y rígida, que no me importaban sus necesidades, que solo estaba interesado en mi propio tiempo y que en realidad él no me importaba nada, de manera que no se podía confiar en mí. Así terminó nuestro intento de trabajar juntos y yo pasé a ser otro hito en su viejo mapa.

El problema de la transferencia no se manifiesta solo entre los psicoterapeutas y sus pacientes. Es un problema entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre patrón y empleado, entre amigos, entre grupos e incluso entre países. Es interesante hacer conjeturas, por ejemplo, sobre el papel que la transferencia desempeña en las cuestiones internacionales. Nuestros líderes nacionales son seres humanos que vivieron una niñez y tuvieron experiencias infantiles que los formaron. ¿Por qué mapa se guiaba Hitler? ¿De dónde procedía? ¿Qué mapa seguían los líderes norteamericanos al iniciar, llevar a cabo y mantener la guerra de Vietnam? Evidentemente, era un mapa muy diferente del de la generación siguiente. ¿En qué medida la experiencia nacional de los años de depresión contribuyó a trazar su mapa y en qué medida la experiencia de los años cincuenta y sesenta contribuyó a trazar el mapa de la generación más joven? Si la experiencia nacional de los años treinta y cuarenta contribuyó a forjar la conducta de los líderes estadounidenses en cuanto a librar la guerra de Vietnam, ¿hasta qué punto era válida esa experiencia para las realidades de los años sesenta y setenta? ¿Qué podemos hacer para revisar más rápidamente nuestro mapa?

Cuando la verdad o la realidad resultan dolorosas, se las evita. Podemos revisar y corregir nuestro mapa solo cuando tenemos la disciplina para superar ese dolor. Pero para adquirir semejante disciplina es necesario que nos entreguemos enteramente a la verdad. Es decir, siempre debemos considerar que la verdad (determinada de la mejor manera posible) es más importante, más vital para nuestro interés que nuestro bienestar. Y a la inversa, siempre debemos considerar nuestra desazón personal relativamente poco importante e, incluso, acogerla de buen grado para ponerla al servicio de la búsqueda de la verdad. La salud mental es un proceso continuo de dedicación a la realidad a toda costa.

Rendir cuentas

¿Qué significa una vida de total consagración a la verdad? Significa ante todo una vida de continuo y riguroso autoanálisis. Conocemos el mundo solo a través de nuestra relación con él. Por eso, para conocer el mundo debemos analizar no solo este, sino también al analista. Los psiquiatras aprenden esto durante su formación y saben que es imposible comprender verdaderamente los conflictos y transferencias de sus pacientes sin comprender antes sus propias transferencias y conflictos. Por esta razón se estimula a los psiquiatras a que se sometan a psicoterapia o a psicoanálisis como parte de su formación y desarrollo. Desgraciadamente, no todos los psiquiatras lo hacen. Hay muchos que analizan rigurosamente el mundo, pero no tienen el mismo rigor para analizarse a sí mismos. Pueden ser individuos competentes (tal como el mundo juzga la competencia), pero nunca serán sabios ni prudentes. Una vida de sabiduría debe ser una vida de contemplación combinada con la acción. En la cultura estadounidense, la contemplación no se ha tenido en gran estima. En los años cincuenta se consideraba a Adlai Stevenson un «intelectual» y no se creía que pudiera ser buen presidente precisamente porque era hombre contemplativo y dado a profundas reflexiones. He oído a padres que decían a sus hijos adolescentes con toda seriedad: «Piensas demasiado». Esto es absurdo si recordamos que lo que nos hace humanos es el lóbulo frontal, nuestra capacidad para pensar y analizarnos a nosotros mismos. Afortunadamente, semejantes actitudes parecen estar cambiando, y ahora comenzamos a darnos cuenta de que las fuentes de peligro para el mundo están más dentro que fuera y de que el autoanálisis es esencial para la supervivencia. Claro está que me refiero a un número relativamente pequeño de personas que están cambiando de actitud. El análisis del mundo exterior nunca es tan penoso personalmente como el análisis del mundo interior, y, en realidad, a causa de la desazón que supone en la vida un verdadero autoanálisis, la mayoría se abstiene de practicarlo. Pero cuando uno está dedicado a la verdad, esa desazón parece relativamente poco importante, y es menos importante (y por lo tanto menos penosa) cuanto más se avanza en la práctica del autoanálisis.

Una vida de total dedicación a la verdad significa también una vida en la cual el individuo esté dispuesto a aceptar que le pidan cuentas. La única manera de estar seguros de que nuestro mapa de la realidad es válido consiste en exponerlo a la crítica y al cuestionamiento de otros cartógrafos. Si no lo hacemos así, vivimos en un sistema cerrado, dentro de una campana de vidrio, por utilizar la imagen de Sylvia Plath, donde solo respiramos nuestro propio aire corrompido y nos hallamos cada vez más sometidos al engaño. Sin embargo, a causa de la inquietud inherente al proceso de revisar nuestro mapa de la realidad, generalmente tendemos a evitar o a rechazar todo cuestionamiento de su validez. Decimos a nuestros hijos: «No me repliques, soy tu padre». Decimos a nuestro cónyuge: «Vive y deja vivir. No me critiques; si lo haces, te haré la vida imposible». La persona anciana transmite a su familia y al mundo este mensaje: «Soy viejo y frágil. Si me contrariáis puedo morir, y en tal caso llevaréis sobre vuestros hombros la responsabilidad de haberme hecho infeliz durante los últimos días». A nuestros empleados les decimos: «Si os atrevéis a pedirme explicaciones, hacedlo con la mayor discreción o tendréis que buscar otro trabajo». [5]

La tendencia a evitar tener que dar explicaciones está tan generalizada en los seres humanos que se la puede considerar una característica propia de nuestra naturaleza. Pero decir que es natural no significa que sea una conducta esencial, beneficiosa o inmutable. También es natural defecarse encima o no cepillarse nunca los dientes, pero aprendemos a hacer lo no natural hasta el punto de que se convierte en una segunda naturaleza. La verdad es que toda autodisciplina podría definirse como un proceso por el que aprendemos a hacer lo no natural. Otra característica de la naturaleza humana —acaso la que nos hace más humanos— es nuestra capacidad para hacer cosas innaturales, para trascender y, por lo tanto, para transformar nuestra propia naturaleza.

Ninguna acción es menos natural y en consecuencia más humana que someterse a psicoterapia. En efecto, en virtud de este acto dejamos que otro ser humano nos pida cuentas de todo lo que hacemos y hasta le pagamos por el servicio de escrutarnos y discernir lo que hay en nosotros. Esta apertura al sentido de la responsabilidad es una de las cosas que puede simbolizar el tenderse en el diván del psicoanalista. Iniciar un proceso psicoterapéutico es un acto que indica gran valor. La primera razón por la que la gente no se somete a psicoterapia no es la falta de dinero, sino la falta de valentía. Lo mismo cabe decir de muchos psiquiatras, de esos que nunca ven el momento de iniciar su propia terapia, a pesar de que tienen más motivos que nadie para someterse a la disciplina que todo análisis comporta. Por otro lado, porque poseen ese valor, muchos pacientes de psicoanálisis son más fuertes y sanos que la media de la gente, incluso al comienzo de la terapia y a pesar de lo que dé a entender su imagen estereotipada.

Aunque someterse a psicoterapia es una forma definitiva de rendir cuentas, nuestras interacciones habituales nos ofrecen día a día análogas oportunidades para mostrarnos abiertos: junto a la máquina de refrescos de la empresa, en las reuniones de trabajo, en el fútbol, sentados a la mesa o por la noche en la cama; cuando alternamos con nuestros colegas, jefes y empleados, con nuestros amigos, con nuestros padres y con nuestros hijos. Una mujer muy acicalada que llevaba un tiempo acudiendo a mi consulta comenzó de pronto a peinarse cada vez que, al terminar la sesión, se levantaba del diván. Le hice un comentario sobre su nuevo modo de proceder y me explicó, enrojeciendo: «Hace unas semanas, al volver de una sesión, mi marido se dio cuenta de que llevaba el pelo aplastado por detrás. No quise decirle por qué. Temo que se burle si sabe que vengo aquí a tenderme en el diván». Ya teníamos otro tema que analizar. El mayor valor de la psicoterapia es que la disciplina practicada durante la «hora de cincuenta minutos» se extienda a las relaciones y los hechos diarios del paciente. El espíritu no queda completamente curado hasta que la aceptación del sentido de la responsabilidad se convierte en un modo de vida. Aquella mujer no se hallaría del todo bien mientras no fuese tan sincera con su marido como conmigo.

De todas las personas que acuden a un psiquiatra o a un psicoterapeuta, son muy pocas las que al principio piensan a un nivel consciente en su responsabilidad o en educarse en la disciplina. Casi todas buscan alivio sin más. Cuando comprenden que se les va a pedir que rindan cuentas, muchas huyen y otras se sienten tentadas a hacerlo. Enseñarles que el único alivio verdadero llega mediante la asunción de responsabilidades y la disciplina es una labor delicada, a menudo prolongada y frecuentemente infructuosa. Por eso hablamos de seducir a los pacientes para que perseveren en la psicoterapia. Y podemos decir de algunos pacientes, a los que hemos estado tratando durante un año o más, que realmente aún no han iniciado el proceso terapéutico.

En psicoterapia se estimula (o se exige, según el punto de vista) la franqueza por la técnica de la «asociación libre». Cuando se emplea esta técnica, se le dice al paciente: «Diga cuanto se le pase por la cabeza sin considerar si es algo aparentemente insignificante, embarazoso, penoso o sin sentido. En su pensamiento hay más de una cosa al mismo tiempo, de modo que debe usted hablar de aquello que más se resiste a expresar». Esto es más fácil de decir que de hacer. Sin embargo, quienes se entregan concienzudamente a este procedimiento realizan por lo general rápidos progresos. Pero algunos se resisten tanto a la petición de responsabilidad que simplemente fingen que practican la asociación libre. Hablan con locuacidad de esto o de aquello pero dejan a un lado detalles decisivos. Una mujer podrá hablar durante una hora sobre las desagradables experiencias de su niñez, pero omitirá la circunstancia de que aquella misma mañana el marido ha tenido unas palabras con ella por haber dejado la cuenta bancaria común con mil dólares en números rojos. Semejantes pacientes intentan transformar la hora psicoterapéutica en una especie de conferencia de prensa. En el mejor de los casos malgastan el tiempo esforzándose por evitar el rendir cuentas y por lo general se entregan a una sutil forma de mentira.

Para que los individuos y las organizaciones estén abiertos a la petición de responsabilidades es necesario que sus mapas de la realidad se encuentren verdaderamente abiertos a la inspección pública. Aquí se necesita algo más que una conferencia de prensa. De ahí que una vida de total dedicación a la verdad signifique una vida de total sinceridad. Se trata de un continuo e incesante proceso de autoescrutinio para asegurarse de que las comunicaciones que se hacen —no solo las palabras que se dicen— reflejen siempre y con la mayor precisión posible la verdad o la realidad tal como la conocemos.

Esta sinceridad no deja de comportar sufrimientos. La gente miente para evitar el sufrimiento de la responsabilidad y sus consecuencias. La mentira del presidente Nixon sobre Watergate no fue más sutil que la del niño de cuatro años que dice a su madre que la lámpara se cayó sola de la mesa y se rompió. En la medida en que la petición de responsabilidades es legítima (y generalmente lo es), mentir es un intento de eludir el legítimo sufrimiento y por lo tanto puede producir indisposición mental.

La idea de eludir algo plantea la cuestión de «tomar un atajo». Cuando intentamos evitar un obstáculo buscamos una senda que nos lleve a nuestra meta y que sea más fácil y rápida: un atajo. Como creo que el fin de la existencia del hombre es la madurez del espíritu humano, me dedico, como es lógico, a la idea de progreso. Está bien y es justo que, como seres humanos, crezcamos y progresemos lo más rápidamente posible. Por eso está bien y es justo que busquemos un atajo legítimo para alcanzar el desarrollo personal. La palabra clave es «legítimo». Los seres humanos tendemos a pasar por alto los atajos legítimos y a buscar los ilegítimos. Por ejemplo, un atajo legítimo es memorizar la sinopsis de un libro para preparar un examen, en vez de leer entera la obra original. Si el resumen es bueno y si asimilamos el material, podemos obtener los conocimientos esenciales de una manera que nos ahorre tiempo y esfuerzos. Pero copiar en un examen no es un atajo legítimo. Es posible que ahorremos tiempo y, si la copia nos sale bien, que obtengamos un aprobado en el examen y el ansiado título, pero no habremos adquirido los conocimientos esenciales. Por eso el diploma obtenido será una mentira, una falsedad. En la medida en que el título se convierte en la base de la vida del que hizo la trampa, esa vida se transforma en una mentira y una falsedad permanentes y a menudo hay que dedicarse a ocultar y perpetuar la mentira.

La buena psicoterapia constituye un atajo legítimo para alcanzar la madurez personal, atajo que a menudo se pasa por alto. Una de las racionalizaciones más frecuentes para pasarlo por alto se basa en la cuestión de su legitimidad. Al respecto, hay quien dice: «Temo que la psicoterapia pueda convertirse en una muleta, y yo no deseo depender de una muleta». Generalmente esto encubre temores más importantes. Valerse de la psicoterapia no es recurrir a una muleta, como tampoco lo es emplear martillo y clavos para construir una casa. Es posible construir una casa sin martillo ni clavos, pero este procedimiento no es, en general, deseable ni satisfactorio. De forma análoga, es posible alcanzar la madurez personal sin emplear la psicoterapia, pero a menudo resulta innecesariamente aburrido, prolongado y difícil. Lo sensato, normalmente, es utilizar medios accesibles, como los atajos.

Por otro lado, la psicoterapia también puede ser un atajo ilegítimo. Esto ocurre por lo común en ciertos casos de padres que recurren a la psicoterapia para sus hijos. Desean que estos cambien de alguna manera: que dejen de tomar drogas, que dejen de tener arrebatos de ira, que dejen de sacar malas notas. Algunos padres, tras agotar sus propios recursos para ayudar a los hijos, se dirigen al psicoterapeuta sinceramente dispuestos a trabajar en el problema. Otros acuden conociendo perfectamente la causa del problema del hijo y esperan que el psiquiatra haga algo mágico para cambiar al hijo sin tener que cambiar la causa fundamental del problema. Por ejemplo, algunos padres dicen con franqueza: «Sabemos que nuestro matrimonio no está pasando por su mejor momento, y esta circunstancia es probable que tenga algo que ver con el problema de nuestro hijo. Sin embargo, no deseamos mezclar nuestro matrimonio en el asunto; no queremos someternos a la terapia; lo que deseamos es que usted trabaje solo con nuestro hijo y, si es posible, que lo ayude a ser más feliz». Otros no son tan francos. Afirman que están dispuestos a hacer todo lo necesario, pero cuando se les explica que los síntomas de su hijo son la expresión de su resentimiento hacia el estilo de vida de la familia, los padres dicen: «Que por su culpa tengamos que cambiar nuestra vida por completo nos parece ridículo». E irán a ver a otro psiquiatra, a alguien que tal vez les ofrezca un atajo indoloro. Y luego es probable que se digan a sí mismos y a sus amigos: «Hemos hecho todo lo posible por nuestro muchacho; hasta hemos consultado a cuatro psiquiatras diferentes, pero nada ha podido mejorarlo».

Mentimos a los demás y nos mentimos a nosotros mismos. Que nuestra propia conciencia y nuestro sentido de la realidad pida cuentas a nuestra adaptación —a nuestro mapa— puede ser tan legítimo y doloroso como cualquier petición de responsabilidades dentro de la sociedad. De las innumerables mentiras que la gente suele decir, dos de las más comunes, potentes y destructivas son: «Queremos a nuestros hijos» y «Nuestros padres nos quieren». Puede ser que nuestros padres nos quieran y que nosotros queramos a nuestros hijos, pero cuando no es así la gente llega a extremos extraordinarios para no admitirlo. Yo suelo decir que la psicoterapia es el «juego de la verdad» o el «juego de la sinceridad» porque una de sus finalidades es ayudar a los pacientes a afrontar estas mentiras. Una de las raíces de la enfermedad mental es invariablemente un circuito cerrado de mentiras que nos han dicho y que nos hemos dicho a nosotros mismos. Solo en una atmósfera de máxima sinceridad pueden descubrirse y extirparse esas raíces. Para crear esa atmósfera es esencial que los terapeutas tengan una capacidad total de apertura y veracidad en sus relaciones con los pacientes. ¿Cómo puede esperarse que un paciente soporte el dolor de afrontar la realidad si nosotros no somos capaces de soportarlo? Podemos guiar solamente si vamos delante.

Callar la verdad

Las mentiras pueden dividirse en dos clases: mentiras blancas y mentiras negras.[6] Una mentira negra es una afirmación que hacemos sabiendo que es falsa. Una mentira blanca es una afirmación que no es en sí misma falsa, pero que oculta una parte significativa de la verdad. El hecho de que una mentira sea blanca no significa que sea menos mentira o más excusable. Las mentiras blancas pueden ser tan destructivas como las negras. Un gobierno que oculta información esencial al pueblo mediante la censura no es más democrático que otro gobierno que dice falsedades. La paciente que no mencionó el hecho de que había dejado en descubierto la cuenta bancaria de la familia estaba amenazando su progreso en la terapia en la misma medida que si hubiera mentido directamente. Realmente, debido a que puede parecer menos reprobable, callar información esencial es la forma más corriente de mentira, y porque a menudo es más difícil detectarla, puede resultar incluso más perniciosa que la mentira negra.

La mentira blanca se considera socialmente aceptable en muchas de nuestras relaciones «porque no queremos herir los sentimientos de la gente». Pero entonces podemos lamentarnos de que nuestras relaciones sociales sean generalmente superficiales. Que los padres alimenten a sus hijos con un conjunto de mentiras blancas se considera no solo aceptable sino beneficioso y prueba de amor parental. Cónyuges que tuvieron la suficiente valentía para ser enteramente sinceros entre sí, a menudo encuentran difícil serlo con sus hijos. No les dicen que fuman marihuana o que tuvieron una riña la noche anterior con respecto a sus relaciones, o que están enfadados con los abuelos, o que el médico declaró que uno de ellos o los dos presentan trastornos psicosomáticos, o que están haciendo una inversión financiera arriesgada, o cuánto dinero tienen todavía en el banco. Generalmente, esa retención de la verdad y esa falta de franqueza son racionalizadas sobre la base de un deseo afectuoso de proteger a los hijos y evitarles innecesarias preocupaciones. Sin embargo, la mayor parte de las veces, semejante «protección» resulta infructuosa. Los hijos saben de todos modos que mamá y papá fuman hierba, que la noche anterior tuvieron una disputa, que los abuelos están enfadados, que mamá está nerviosa y que papá está perdiendo dinero. El resultado, pues, no es protección sino privación; los niños se ven privados de conocimientos que podrían tener sobre el dinero, la enfermedad, las drogas, la sexualidad, el matrimonio, sus padres, sus abuelos y la gente en general. También se ven privados de las tranquilizadoras palabras que podrían haber recibido de sus padres si estos hubieran discutido esos temas con más franqueza. Y por último, se ven privados de modelos de confianza y sinceridad, y a cambio se les ofrecen modelos de confianza relativa, franqueza incompleta y valentía limitada. En algunos padres, el deseo de «proteger» a sus hijos se manifiesta en un verdadero pero mal encaminado amor. En otros, sin embargo, el «afectuoso» deseo de proteger a los hijos sirve más para encubrir y racionalizar el deseo de evitar toda censura por parte de los hijos y de conservar la autoridad sobre ellos. Esos padres dicen en realidad: «Niños, quedaos con vuestras preocupaciones infantiles y dejadnos a nosotros las preocupaciones de los adultos. Miradnos como a fuertes y cariñosos guardianes, siempre vigilantes. Esa imagen es buena para todos, de manera que no la critiquéis. A nosotros nos permite sentirnos fuertes, y a vosotros, seguros, y será más sencillo para todos si no analizamos estas cosas demasiado profundamente».

No obstante, puede surgir un verdadero conflicto cuando el deseo de sinceridad total choca con la necesidad de protección de algunas personas. Por ejemplo, matrimonios muy bien avenidos pueden considerar alguna vez el divorcio como una alternativa e informar a sus hijos sobre tal posibilidad en un momento en que no es probable que estén dispuestos a divorciarse; esto supone abrumar innecesariamente a los hijos. Para un niño, la idea del divorcio representa una amenaza a su sentido de la seguridad, una amenaza que los niños no pueden percibir en todo su alcance por carecer de la perspectiva necesaria. Se siente seriamente amenazado por la posibilidad del divorcio aun cuando esta sea remota. Si el matrimonio de sus padres naufraga definitivamente, los niños tendrán que afrontar la amenazadora posibilidad del divorcio, hablen o no hablen aquellos del asunto. Pero si el matrimonio funciona bien, los padres harían un flaco servicio a sus hijos si les dijeran con entera franqueza: «Anoche hablábamos sobre la posibilidad de divorciarnos, pero en este momento no la consideramos seriamente». Por otro lado, con frecuencia es necesario que los psicoterapeutas se reserven sus pensamientos y opiniones y los oculten a los pacientes en las primeras fases de la psicoterapia, porque estos todavía no están en condiciones de recibirlos o afrontarlos. Durante mi primer año de formación psiquiátrica un paciente me contó en su cuarta visita un sueño que evidentemente manifestaba cierta preocupación por la homosexualidad. Quise parecer brillante y le dije: «Su sueño indica que a usted le preocupa la posibilidad de ser homosexual». El paciente dio muestras de ansiedad y no acudió a las tres sesiones siguientes. Solo con gran trabajo y mucha suerte lo convencí de que retornara a la terapia. Mantuvimos otras veinte sesiones hasta que se fue a vivir a otra zona debido a un cambio en su trabajo. Esas sesiones le resultaron considerablemente beneficiosas a pesar de que en ningún momento volvimos a tocar el tema de la homosexualidad. El hecho de que su inconsciente se hubiera preocupado por la cuestión no significaba que el paciente estuviera listo para afrontarla en un plano consciente, y por no abstenerme de expresar mi pensamiento le causé un perjuicio; casi lo perdí no solo como paciente mío, sino como paciente en general.

Mantener las opiniones en reserva, de manera selectiva, es algo que también debe practicarse de vez en cuando en el mundo de los negocios o de la política, si uno pretende ser acogido en los círculos de poder. Si sobre cuestiones importantes o insignificantes fuéramos a decir siempre lo que pensamos, se nos consideraría insubordinados. Tendríamos fama de ser hombres faltos de discreción y no se nos consideraría dignos de confianza para ser nombrados siquiera portavoces de una organización. Para ser eficaz en el seno de una organización uno debe convertirse parcialmente en una «persona de la organización», ser circunspecto en la expresión de opiniones individuales y fundir, a veces, la propia identidad personal con la de la organización. Por otro lado, si uno considera su efectividad dentro de una organización como la única meta de su conducta y se permite solo expresar opiniones que no levanten olas, uno toma partido por el fin para justificar los medios y habrá perdido la integridad y la identidad personales al convertirse por entero en una persona de la organización. El camino que deben recorrer los grandes ejecutivos entre la conservación y la pérdida de su identidad e integridad es extraordinariamente estrecho y pocos, muy pocos, logran recorrerlo felizmente.

De manera que de vez en cuando es necesario abstenerse de expresar opiniones, sentimientos, ideas y hasta conocimientos. ¿Qué normas, pues, puede uno seguir si está consagrado a la verdad? Primero, nunca decir una falsedad. Segundo, tener en cuenta que callar la verdad es siempre potencialmente mentir y que en cada caso en que se oculta la verdad hay que tomar una decisión moral significativa. Tercero, la decisión de callar la verdad nunca debería basarse en necesidades personales, como la necesidad de adquirir poder, la necesidad de producir buena impresión o la necesidad de proteger nuestro propio mapa contra las responsabilidades. Cuarto, la decisión de callar la verdad debe basarse, siempre y por entero, en las necesidades de la persona o las personas a quienes se oculta la verdad. Quinto, la estimación de las necesidades de otra persona es un acto de responsabilidad tan complejo que solo se puede realizar sabiamente cuando uno obra con verdadero amor por la otra persona. Sexto, el factor primario para estimar las necesidades de otro es la valoración de la capacidad de esa persona para utilizar la verdad en favor de su propio desarrollo espiritual. Por último, al estimar la capacidad ajena de utilizar la verdad para alcanzar el desarrollo espiritual personal, hemos de tener en cuenta que generalmente tendemos a subestimar antes que a sobrestimar dicha capacidad.

Todo esto puede parecer una tarea extraordinaria, imposible de llevar a cabo a la perfección, una carga, una verdadera barrera crónica e interminable. Y precisamente porque se trata de una incesante carga de autodisciplina, la mayor parte de la gente opta por una vida de sinceridad y franqueza limitadas y de relativa reserva, pues rehúsa mostrarse al mundo y mostrarle su mapa. Este es el camino más fácil. Sin embargo, las recompensas de la difícil vida de sinceridad y dedicación a la verdad son más que proporcionales a las demandas exigidas.

Por el hecho de que su mapa sea permanentemente puesto en tela de juicio, las personas abiertas se desarrollan continuamente. En virtud de su apertura pueden establecer y mantener relaciones íntimas con mayor eficacia que las personas cerradas. Como nunca dicen falsedades pueden sentirse seguras y orgullosas sabiendo que en nada han contribuido a la confusión del mundo sino que, por el contrario, han servido como fuentes de iluminación y clarificación. Por último, son totalmente libres, no se ven agobiadas por la necesidad de ocultar nada, no tienen que escabullirse entre las sombras. No tienen que inventar nuevas mentiras para esconder las viejas. No necesitan malgastar esfuerzos para borrar rastros o conservar disfraces. Y en última instancia comprueban que la energía que exige la autodisciplina de la sinceridad es mucho menor que la energía necesaria para mantener las cosas en secreto. Cuanto más sincero es uno, más fácil resulta continuar siendo sincero, de la misma manera que cuanto más miente uno, más necesario es seguir mintiendo. En virtud de su franqueza, la gente dedicada a la verdad vive a la luz del día y, al ejercitar el valor de vivir al descubierto, se ve libre de todo temor.

Equilibrio

Espero que el lector ya haya comprendido claramente que el ejercicio de la disciplina es una tarea no solo difícil y compleja, sino que además exige flexibilidad y juicio. Las personas valientes deben esforzarse continuamente por ser honestas, pero también han de poseer la capacidad de ocultar alguna parte de la verdad cuando esto es necesario. Para ser personas libres debemos asumir la responsabilidad total de nuestros actos, pero también debemos tener la capacidad de rechazar las responsabilidades que no nos conciernen. Para ser organizados y eficientes, para vivir con cordura, debemos posponer diariamente la satisfacción y mantener un ojo fijo en el futuro. Además, para vivir alegremente debemos, además, poseer la capacidad de vivir en el presente y de obrar con espontaneidad. En otras palabras, la disciplina misma tiene que ser disciplinada. El tipo de conducta para llegar a la disciplina disciplinada es lo que yo denomino equilibrio, que constituye el cuarto y último argumento.

El equilibrio es lo que nos da flexibilidad. En todas las esferas de actividad se necesita una extraordinaria flexibilidad si uno desea alcanzar el éxito. Para considerar solo un ejemplo, me referiré a la cuestión de la ira y su expresión. La ira es una emoción engendrada en nosotros (y en organismos menos evolucionados) por incontables generaciones a fin de favorecer nuestra supervivencia. Experimentamos ira o cólera cuando comprobamos que otro organismo intenta invadir nuestro territorio geográfico o psicológico o cuando trata de someternos de una manera u otra. Esta emoción nos impulsa a devolver el golpe. Sin nuestra cólera, estaríamos retrocediendo continuamente hasta ser aplastados y exterminados. Solo gracias a la ira podemos sobrevivir. Sin embargo, muy a menudo tenemos la impresión inicial de que otros se están entrometiendo en nuestras cosas, pero después de un examen más atento nos damos cuenta de que esa no era la intención que tenían. También puede darse el caso de que, al advertir que alguien está invadiendo nuestro terreno, nos demos cuenta de que, por una razón u otra, no nos conviene responder con ira. Es, pues, necesario que los centros superiores del cerebro (el juicio) regulen y modulen los centros inferiores (las emociones). Para desenvolvernos con éxito en nuestro complejo mundo, hemos de poseer la capacidad no solo de expresar nuestra cólera sino también la de no expresarla. Además, debemos poder manifestar nuestro enfado de diferentes maneras. A veces, por ejemplo, conviene expresarlo solo después de mucha reflexión y autocrítica. Otras veces resulta más provechoso expresarlo inmediatamente y de manera espontánea. En ocasiones es mejor expresarlo con serenidad y hasta indiferencia, y otras en voz alta y acaloradamente. Así pues, debemos saber no solo tratar nuestra cólera de diferentes maneras en distintos momentos, sino también determinar cuál es el momento oportuno de manifestarla y cuál debe ser el estilo indicado para expresarla. Para dirigir nuestra ira con toda competencia y propiedad se requiere un complejo y flexible sistema de respuesta. No ha de sorprender, pues, que el aprendizaje de las maneras de conducir la cólera sea una tarea compleja que, en general, no puede completarse antes de llegar a la edad adulta o a mediados de la vida y que a veces nunca llega a completarse.

En mayor o menor medida, todas las personas tienen fallos en su sistema flexible de respuesta. Buena parte del trabajo de psicoterapia consiste en ayudar al paciente a elaborar sistemas de respuesta más flexibles que los que tiene. En general, cuanto más afectados están nuestros pacientes por la ansiedad, la culpabilidad y la inseguridad, más difícil resulta esta tarea. Por ejemplo, trabajé con una mujer esquizofrénica de treinta y dos años para quien fue una verdadera revelación enterarse de que hay algunos hombres a los que no debería dejar pasar de la puerta de la calle, otros a los que podía hacer entrar en el salón pero no en su dormitorio, y, finalmente, algunos a los que podía introducir en su dormitorio. Antes, ella se había comportado según un sistema de respuesta por el cual o bien dejaba entrar a todo el mundo en su dormitorio, o bien (cuando esta respuesta no parecía dar resultado) no les permitía cruzar el umbral de su casa. De esta manera fluctuaba entre una promiscuidad degradante y un árido aislamiento. Se sentía obligada a enviar una carta perfectamente redactada y escrita a mano para responder a toda invitación o regalo que recibía. Como no podía sobrellevar continuamente semejante carga, acabó por no escribir ninguna misiva o por rechazar todas las invitaciones. También en este punto se mostró sorprendida al enterarse de que en el caso de ciertos regalos no era necesario enviar notas de agradecimiento y que, cuando correspondía hacerlo, a veces una breve nota era suficiente.

La salud mental madura exige, pues, una extraordinaria capacidad de mantener flexible y continuamente un delicado equilibrio entre necesidades, objetivos, deberes, responsabilidades, etc. que pueden estar en conflicto. La esencia de esta disciplina de equilibrio es saber renunciar. Recuerdo la primera lección al respecto que recibí una mañana de verano cuando tenía nueve años. Acababa de aprender a montar en bicicleta y estaba probando animadamente hasta qué punto llegaban mis nuevas habilidades. Más o menos a un kilómetro de mi casa el camino presentaba una pronunciada pendiente; descendiendo aquella mañana por la colina, experimentaba el aumento de velocidad como un éxtasis. Frenar y renunciar a ese éxtasis me parecía un proceder absurdo. Decidí mantener la velocidad y tomar con cuidado la curva que empezaba al terminar la pendiente. Mi éxtasis se esfumó a los pocos segundos cuando me vi proyectado a unos tres metros fuera del camino entre los arbustos. Tenía rasguños, sangraba y la rueda delantera de mi nueva bicicleta se había retorcido por el choque contra un árbol. En aquella ocasión perdí el equilibrio.

Mantener el equilibrio es una disciplina precisamente porque implica renunciar a algo y eso siempre resulta penoso. En ese caso, yo no había querido renunciar a la velocidad que me embriagaba a fin de poder mantener el equilibrio al llegar a la curva. Aprendí, sin embargo, que perder el equilibrio es en definitiva más doloroso que renunciar a algo para mantenerlo. De un modo u otro esa ha sido una lección que he tenido que continuar aprendiendo durante toda mi vida. Tal y como hace, por otra parte, todo el mundo, pues para tomar las curvas y esquinas de nuestra vida debemos abandonar continuamente partes de nosotros mismos. La única alternativa a esta renuncia es no avanzar en modo alguno en nuestro viaje vital.

Podrá parecer extraño, pero la mayor parte de las personas eligen esta alternativa, en lugar de seguir avanzando por el viaje de la vida, y todo para evitar la penosa experiencia de desembarazarse de partes de ellas mismas. Si esto parece extraño se debe a que no comprendemos la profundidad del dolor que entraña semejante renuncia. En sus formas más graves, la renuncia es la experiencia humana más penosa. Hasta ahora solo me he referido a formas menores de renuncia: sacrificar la velocidad de la bicicleta, el lujo de estallar en cólera, contener la irritación o la pulcritud de una carta de agradecimiento. Consideremos ahora lo que significa renunciar a ciertos rasgos de la personalidad, a esquemas de conducta bien establecidos, a ideologías y hasta a estilos de vida. Estas son formas mayores de renuncia, necesarias si uno pretende avanzar muy lejos por el camino de la vida.

Una noche, hace poco, decidí destinar mi tiempo libre a consolidar y hacer más estrecha mi relación con mi hija de catorce años. Durante varias semanas me había estado pidiendo que jugara una partida de ajedrez con ella, por eso aquella noche sugerí que lo hiciéramos. Ella aceptó con entusiasmo y nos sentamos dispuestos a jugar una reñida partida de ajedrez. Sin embargo, mi hija debía asistir a clase a la mañana siguiente, y a las nueve me preguntó si yo no podría mover más aprisa porque debía irse temprano a la cama; tenía que levantarse a las seis de la mañana. Yo sabía que mantenía una rígida disciplina en sus hábitos de sueño y me pareció que debía poder reducir un tanto esa rigidez. Entonces le dije: «Vamos, puedes irte a la cama un poquito más tarde por una vez. No deberías jugar una partida que luego no puedes terminar. Nos lo estamos pasando bien». Continuamos jugando durante otros quince minutos, en los cuales mi hija iba quedando claramente en desventaja. Por fin me rogó: «Por favor, papá, mueve más aprisa». «No, de ninguna manera —repliqué—. El ajedrez es un juego serio. Si hemos de jugarlo bien debemos hacerlo lentamente. Si no quieres jugarlo en serio es mejor que no juegues.» Y así, mientras ella se sentía cada vez más desgraciada, continuamos jugando otros diez minutos hasta que de pronto rompió a llorar, me dijo que daba por perdida aquella estúpida partida y se fue llorando escaleras arriba.

Inmediatamente me sentí como si tuviera otra vez nueve años y me encontrara tendido en el suelo, ensangrentado entre los arbustos, junto al camino y a mi bicicleta. Evidentemente había cometido un error; no había sabido tomar bien aquella curva del camino. Había empezado la velada con el deseo de pasar un buen rato con mi hija. A los noventa minutos ella ya estaba llorando y tan encolerizada que apenas podía dirigirme la palabra. ¿Qué había salido mal? La respuesta era evidente, solo que yo no quería verla, de modo que pasé dos horas de disgusto hasta llegar a aceptar el hecho de que yo había echado a perder aquella velada al permitir que mi deseo de ganar una partida de ajedrez fuera más importante que mi deseo de consolidar una buena relación con mi hija. Esa comprobación me deprimió enormemente. ¿Cómo había podido perder el equilibrio de esa manera? Poco a poco fui vislumbrando que mi deseo de ganar era muy grande y que habría sido necesario desechar una parte de ese deseo. Sin embargo, aun esa pequeña renuncia me pareció imposible. Durante toda mi vida el deseo de ganar me ha sido provechoso, puesto que he podido ganar muchas cosas. ¿Cómo se puede jugar al ajedrez sin querer ganar? Nunca he hecho nada sin entusiasmo. ¿Cómo iba a jugar al ajedrez con entusiasmo pero sin querer ganar? Sin embargo, tendría que cambiar algo, pues me daba cuenta de que mi entusiasmo, mi gusto por la competición y mi seriedad formaban parte de un esquema de conducta que resultaba eficaz pero que al mismo tiempo contribuía a alejar a mi hija de mí, de manera que si yo no conseguía modificar ese esquema de conducta, se repetirían otras veces esas innecesarias escenas de amargura y llanto. Mi depresión continuó durante algún tiempo, pero ya ha quedado superada. Renuncié a parte de mi deseo de ganar todas las partidas. Me libré de esa parte de mí mismo. Murió. Tuve que matarla. La maté con mi deseo de ganar en lo que a mi papel de padre incumbía. Cuando era niño, el deseo de ganar siempre me resultaba provechoso. Ahora, como padre, reconozco que semejante deseo constituía un obstáculo en mi camino. Los tiempos han cambiado. Para adecuarme a ellos he tenido que renunciar a algo. Y no lo echo de menos. Creía que iba a echarlo de menos, pero no ha sido así.

El aspecto saludable de la depresión

Lo anterior es un pequeño ejemplo de lo que han de pasar con frecuencia, durante la terapia, las personas que tienen la valentía de calificarse de pacientes. La psicoterapia intensiva es un período de profundo desarrollo durante el cual el paciente puede sufrir más cambios de los que experimentan algunos individuos en toda su vida. Para que se produzca este desarrollo concentrado hay que renunciar a cierta cantidad del «antiguo yo». Es una parte inevitable de toda buena psicoterapia. En realidad, este proceso de renuncia comienza normalmente antes de que el paciente acuda por primera vez al consultorio del psicoterapeuta. Por ejemplo, con frecuencia la decisión de buscar atención psiquiátrica representa en sí misma una renuncia a la imagen que el individuo se ha forjado y que se expresa así: «Estoy bien». Renunciar a esta imagen puede resultar particularmente difícil a los varones de nuestra cultura para quienes «No estoy bien y necesito ayuda para comprender por qué no estoy bien y para volver a estar bien» se equipara frecuentemente a «Soy débil y poco masculino, y no sirvo». A decir verdad, el proceso de renuncia empieza, a menudo, antes de que el paciente haya tomado la decisión de someterse a tratamiento psiquiátrico. Ya he dicho que durante el proceso de librarme de mi deseo de ganar siempre, me sobrevino una depresión. Esto ocurre porque la depresión es la sensación asociada a la renuncia a algo que uno quiere; o por lo menos a algo que es parte de nosotros mismos y nos es familiar. Puesto que los seres humanos mentalmente sanos deben desarrollarse y crecer, y dado que perder el antiguo yo o renunciar a él es una parte imprescindible del proceso de desarrollo mental y espiritual, la depresión es un fenómeno normal y fundamentalmente saludable. Solo es un fenómeno anormal o patológico cuando algo interfiere en el proceso de renuncia; entonces la depresión se prolonga y no se resuelve al completarse el proceso.[7]

Una de las principales razones por las que la gente recurre a la ayuda psiquiátrica es la depresión. En otras palabras, los pacientes ya han entrado con frecuencia en un proceso de renuncia o desarrollo antes de considerar la posibilidad de acudir a la psicoterapia y son precisamente los síntomas de ese proceso de desarrollo los que los llevan al consultorio del terapeuta. El trabajo de este consiste, pues, en ayudar al paciente a completar un proceso que el paciente mismo ya ha iniciado. Esto no quiere decir que los pacientes tengan siempre conciencia de lo que les está ocurriendo. Por el contrario, en general solo desean encontrar alivio a los síntomas de su depresión «para que las cosas puedan ser como antes». No saben que las cosas ya no pueden ser «como antes». Pero el inconsciente sí que lo sabe. Precisamente porque el inconsciente sabe que «las cosas tal como eran» ya no son viables ni constructivas, el proceso de desarrollo y renuncia comienza a nivel inconsciente, en el cual se experimenta la depresión. Lo más probable es que el paciente diga: «No sé por qué estoy deprimido» o atribuya la depresión a factores que no vienen al caso. Como los pacientes no están aún a nivel consciente dispuestos a reconocer que «el antiguo yo» y «las cosas tal como eran» han quedado obsoletos, no se dan cuenta de que su depresión está señalando ese cambio profundo que se necesita para alcanzar una adaptación evolutiva apropiada. Que el inconsciente vaya un paso por delante de la conciencia podrá parecer extraño a los profanos; sin embargo, es un hecho cierto no solo en este caso específico sino en general, pues se trata de un principio básico del funcionamiento mental. En la sección final de este libro trataremos este tema más profundamente.

Recientemente se ha hablado mucho de la «crisis de la madurez». En realidad, es solo una de las muchas «crisis» o estadios críticos de desarrollo en la vida, como señaló Erik Erikson hace ya treinta años. (Erikson describió ocho crisis; quizás haya más.) Lo que convierte en crisis estos períodos de transición del ciclo vital —es decir, lo que los hace problemáticos y dolorosos— es el hecho de que al pasar con éxito por ellos renunciamos a nociones queridas y a viejos modos de actuar y de considerar las cosas. Muchas personas no están dispuestas a sufrir el dolor de semejante renuncia o son incapaces de soportarlo. En consecuencia, se aferran, a menudo para siempre, a sus viejos esquemas de pensamiento y conducta; así no vencen ninguna crisis, ni experimentan verdadero desarrollo, ni tienen la jubilosa experiencia de renacimiento que acompaña el paso feliz a una mayor madurez. Aunque podría escribirse todo un libro sobre cada uno de ellos, aquí nos limitaremos a enumerar, por orden de aparición, algunos de los principales deseos, situaciones y actitudes a los que hay que renunciar durante una vida que evoluciona satisfactoriamente:


El estado infantil, en el que no hay que satisfacer demandas exteriores.

La fantasía de omnipotencia.

El deseo de poseer totalmente (incluso en el plano sexual) a uno de los padres.

La dependencia infantil.

Las imágenes distorsionadas de los padres.

El sentimiento de omnipotencia de la adolescencia.

La «libertad» de no tener ningún compromiso.

La agilidad de la juventud.

El atractivo sexual y/o potencia de la juventud.

La fantasía de inmortalidad.

La autoridad sobre los hijos.

Diversas formas de poder temporal.

La independencia de la salud física.

Por último, nuestro yo y la vida en sí misma.

Renuncia y renacimiento

Con respecto al último de los puntos mencionados, podrá parecer a muchos que ese requisito —renunciar a uno mismo y a la propia vida— representa una crueldad por parte de Dios o del destino, que convierte nuestra existencia en una especie de broma pesada que nunca puede ser aceptada por completo. Esta opinión es particularmente cierta en nuestra actual cultura occidental, en la cual el yo propiamente dicho es considerado sagrado, y la muerte, una ofensa indescriptible. Sin embargo, la realidad es todo lo contrario. En la renuncia a su propio yo, el ser humano puede hallar la felicidad más sólida y duradera de la vida. Y es precisamente la muerte lo que confiere a la vida toda su significación. En este «secreto» estriba la sabiduría fundamental de la religión.

El proceso de renunciar al yo (que tiene relación con el fenómeno del amor, como veremos en la siguiente sección de este libro) es para la mayor parte de nosotros un proceso gradual que se desarrolla en una serie de rachas. Una forma de renuncia transitoria merece especial mención porque su práctica es un requisito absoluto para lograr un aprendizaje significativo durante la edad adulta y, por lo tanto, para alcanzar un desarrollo espiritual significativo. Me refiero a un subtipo de la disciplina del equilibrio que yo denomino «paréntesis». Poner entre paréntesis es equilibrar la necesidad de estabilidad y afirmación del yo con la necesidad de nuevos conocimientos a través del proceso de renunciar transitoriamente al yo —ponerlo entre paréntesis, por así decirlo— con objeto de hacer sitio para la incorporación del nuevo material al yo. Esta disciplina fue bien descrita por el teólogo Sam Keen en To a Dancing God:

El segundo paso exige que yo trascienda la percepción idiosincrásica y egocéntrica de la experiencia inmediata. La madurez de la conciencia solo fue posible cuando asimilé y compensé las tendencias y los prejuicios que constituyen el residuo de mi historia personal. La conciencia de lo que se presenta ante mí implica un doble movimiento de atención: acallar lo familiar y acoger lo nuevo y extraño. Cada vez que encuentro un objeto, una persona o un suceso extraño, tengo la tendencia a dejar que mis necesidades actuales, mi experiencia pasada o mis expectativas sobre el futuro, determinen lo que he de ver. Si pretendo apreciar el carácter único de cualquier dato, debo tener suficiente conciencia de mis prejuicios y de mis deformaciones emocionales características para ponerlas entre paréntesis el tiempo necesario, con el fin de recibir lo extraño y lo nuevo en mi mundo perceptivo. Esta disciplina de poner entre paréntesis, de compensar o de acallar exige un conocimiento profundo de uno mismo y una valiente sinceridad. Sin esta disciplina, cada momento presente es solo la repetición de algo ya visto o experimentado. Para que pueda surgir lo verdaderamente nuevo, para que la presencia única de cosas, personas o sucesos pueda echar raíces en mí, debo sufrir el proceso de una descentralización del yo.[8]

La disciplina de poner entre paréntesis ilustra la consecuencia más importante de la renuncia y de la disciplina en general: cuanto más importante sea aquello a lo que se renuncia, tanto más se gana. El proceso de autodisciplina es un proceso de autodesarrollo. El sufrimiento de renunciar es el sufrimiento de la muerte, pero la muerte de lo viejo es el nacimiento de lo nuevo. El sufrimiento de la muerte es el sufrimiento del nacimiento, y el sufrimiento del nacimiento es el sufrimiento de la muerte.

Para desarrollar una idea nueva, un concepto nuevo, una nueva teoría, es menester que muera una idea antigua, un concepto viejo, una vieja teoría. Así, al terminar su poema «El viaje de los Magos», T. S. Eliot describe el sufrimiento que sienten los tres reyes magos de Oriente cuando renuncian a su anterior concepción del mundo para abrazar el cristianismo.


Recuerdo que ocurrió hace mucho,

y volvería a hacerlo, pero pensad,

pensad en esto,

esto: ¿Recorrimos todo el camino por

el Nacimiento o por la Muerte? Hubo un Nacimiento, sí,

tuvimos pruebas y ninguna duda. Yo había visto nacimientos ymuertes,

y me los había imaginado distintos; aquel Nacimiento fue

angustia y zozobra para nosotros, como la Muerte, la nuestra.

Volvimos a nuestros lugares, a estos Reinos,

pero ya no estábamos a gusto aquí, en el antiguo orden,

con gentes extrañas aferradas a sus dioses.

Otra muerte me pondría contento.[9]

Puesto que nacimiento y muerte parecen ser solo diferentes caras de la misma moneda, no es tan absurdo prestar al concepto de reencarnación más atención de la que generalmente le prestamos en Occidente. Pero estemos o no dispuestos a considerar seriamente la posibilidad de que se produzca algún tipo de renacimiento simultáneo a nuestra muerte física, lo cierto es que esta vida es una sucesión de renacimientos y muertes simultáneos. «Nos pasamos la vida entera aprendiendo a vivir —dijo Séneca hace dos milenios—, pero más sorprendente es que también dediquemos toda la vida a aprender a morir.»[10] También es evidente que cuanto más avanza uno por el camino de la vida, más nacimientos experimentará y, por lo tanto, más muertes, más alegrías y más dolores.

Esto plantea la cuestión de saber si será posible alguna vez liberarse del dolor en esta vida. Por decirlo de manera más sencilla, ¿es posible evolucionar espiritualmente hacia un nivel de conciencia en el que el dolor de vivir quede por lo menos atenuado? La respuesta es afirmativa y negativa. Es afirmativa porque una vez que se acepta completamente el sufrimiento, en cierto sentido deja de ser sufrimiento. Es también afirmativa porque la práctica incesante de la disciplina lleva a una situación de dominio, y la persona espiritualmente evolucionada domina en el mismo sentido en que el adulto domina en la relación con el niño. Cuestiones que representan grandes problemas para el niño y le causan gran pesadumbre pueden no tener importancia para el adulto. En conclusión, la respuesta es afirmativa porque el individuo espiritualmente evolucionado es (como demostraremos en la próxima sección) un individuo capaz de un amor extraordinario y, con su extraordinario amor, experimenta extraordinario júbilo.

Pero la respuesta es negativa porque en el mundo hay un vacío de capacidad que es necesario llenar. En un mundo que clama desesperadamente por la capacidad, una persona extraordinariamente competente y plena de amor no puede negar su capacidad, de la misma manera que esa persona no negaría alimento a un niño hambriento. Las personas espiritualmente evolucionadas en virtud de su disciplina, su dominio y su amor tienen una extraordinaria capacidad y están llamadas a servir al mundo; su amor las lleva a responder a la llamada. Son por eso personas de gran poder, aunque en general el mundo las tenga por seres completamente comunes, puesto que la mayoría de las veces ejercen su poder de manera callada y hasta oculta. No obstante, ejercen su poder y, al ejercerlo, sufren terriblemente. En efecto, ejercer poder significa tomar decisiones, y el proceso de decidir con completa conciencia es a menudo infinitamente más doloroso que tomar decisiones con conciencia limitada o embotada (esta es la manera en que suelen tomarse las decisiones y la razón de que en última instancia se revelen equivocadas). Imaginemos a dos generales cada uno de los cuales debe decidir si lanzará o no una división de diez mil hombres al combate. Para uno de los generales la división no es más que una cosa, una unidad de tropas, un instrumento de la estrategia y nada más. Para el otro general, la división es eso mismo, pero el hombre tiene además conciencia de cada una de las diez mil vidas y de las vidas de las familias de cada uno de sus soldados. ¿Para quién es más fácil la decisión? Para el general que ha embotado su conciencia precisamente porque no puede tolerar el sufrimiento que le acarrearía una conciencia más completa. Puede sentirse tentado a decir: «¡Un hombre espiritualmente evolucionado nunca será un general de primera línea!». Y lo mismo cabe decir del presidente de una compañía, de un médico, de un maestro o de un padre. Siempre hay que tomar decisiones que afectan la vida de otras personas. Quienes toman mejores decisiones son aquellos que están dispuestos a sufrir a causa de sus decisiones sin perder por ello su capacidad de decidir. Una medida —quizá la mejor— de la grandeza de una persona es su capacidad de sufrimiento. Pero los grandes también son capaces de júbilo. Esta es, pues, la paradoja. Los budistas tienden a pasar por alto los sufrimientos de Buda, y los cristianos olvidan el júbilo de Cristo. Buda y Cristo no eran hombres diferentes. El sufrimiento de Cristo en la cruz y el júbilo de Buda bajo el bodhitaru (árbol de la sabiduría) son una misma cosa.

De manera que si la meta es evitar el dolor y eludir los sufrimientos, no es aconsejable tratar de llegar a niveles superiores de conciencia o de evolución espiritual. En primer lugar, no es posible alcanzar esos niveles sin sufrir y, en segundo lugar, en la medida en que se llegue a esos niveles, es probable que uno se sienta llamado a servir al mundo de maneras más dolorosas de las que cabe imaginar ahora. Uno podrá preguntarse: «Entonces ¿por qué hemos de desear evolucionar?» Quien formule esta pregunta acaso no conozca suficientemente lo que es el júbilo. Tal vez encuentre una respuesta en lo que resta de este libro o tal vez no la encuentre.

Digamos unas palabras finales sobre la disciplina del equilibrio y su esencia, la renuncia. Uno debe poseer algo para poder renunciar a ese algo. Uno no puede renunciar a nada que no se haya obtenido antes. Si uno renuncia a ganar sin haber ganado nunca, está en el mismo lugar que al principio, en el lugar del perdedor. Antes de poder renunciar a la propia identidad uno tiene que habérsela forjado. Es necesario desarrollar un yo antes de poder perderlo. Esto podrá parecer increíblemente elemental, pero creo que es necesario decirlo pues hay muchas personas que tienen una visión de la evolución pero no la voluntad de llevarla a cabo. Desean y creen que es posible prescindir de la disciplina, encontrar un fácil atajo que conduzca a la santidad. Con frecuencia intentan alcanzarla imitando sencillamente las actitudes superficiales de los santos, retirándose al desierto o haciéndose carpinteros. Algunos hasta creen que en virtud de semejante imitación pueden llegar a ser realmente santos y profetas, y no son capaces de reconocer que aún continúan siendo niños, ni de afrontar el hecho penoso de que deben comenzar por el principio y recorrer todo el camino.

Hemos definido la disciplina como un sistema de técnicas para tratar constructivamente el sufrimiento de resolver problemas —en lugar de eludir ese sufrimiento—, de manera que puedan resolverse todos los problemas de la vida. Hemos distinguido cuatro técnicas básicas: posponer la satisfacción, asumir las responsabilidades, dedicación a la verdad o realidad y ser capaces de equilibrio. La disciplina es un sistema de técnicas porque estas técnicas se hallan estrechamente interrelacionadas. En un solo acto uno puede utilizar dos, tres o incluso todas las técnicas al mismo tiempo y de manera que no sea posible distinguir una de otra. Como veremos en la sección siguiente, el amor es lo que suministra la fuerza, la energía y la disposición para utilizar estas técnicas. No pretendo que este análisis de la disciplina sea exhaustivo pues es posible que haya pasado por alto una o más técnicas fundamentales, aunque sospecho que no es el caso. También es razonable preguntarse si procesos como la meditación, el yoga y la psicoterapia no son técnicas de disciplina, pero a esto yo replicaría que, a mi juicio, son ayudas técnicas más que técnicas básicas. Como tales pueden ser muy útiles, pero no son esenciales. Por otro lado, las técnicas básicas aquí descritas, si se las practica incesante y verdaderamente, permiten por sí solas a quien practique la disciplina, es decir, al «discípulo», evolucionar hacia niveles espiritualmente superiores.